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Argentina: el tiempo largo de la violencia política

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Liminar.
Verdad y memoria: escribir
la historia de nuestro tiempo

Anne Pérotin-Dumon
Verdad, justicia, memoria

Introducción

El derecho humano a la Verdad.
Lecciones de las experiencias latinoamericanas de relato de la verdad

Juan E. Méndez

Historia y memoria.
La escritura de la historia y la representación del pasado

Paul Ricœur

Maurice Halbwachs y la sociología de la memoria
Marie-Claire Lavabre
Argentina: el tiempo largo
de la violencia política


Introducción

La violencia en la historia argentina reciente: un estado de la cuestión
Luis Alberto Romero

Movilización y politización: abogados de Buenos Aires entre 1968 y 1973
Mauricio Chama

La Iglesia argentina durante la última dictadura militar.
El terror desplegado sobre el campo católico (1976-1983)

Martín Obregón

Testigos de la derrota.
Malvinas: los soldados y la guerra durante la transición democrática argentina, 1982-1987

Federico Guillermo Lorenz

Militares en la transición argentina: del gobierno a la subordinación constitucional
Carlos H. Acuña y
Catalina Smulovitz


Conflictos de la memoria en la Argentina.
Un estudio histórico de la memoria social

Hugo Vezzetti
Chile: los caminos de la historia
y la memoria


Introducción

El pasado está presente.
Historia y memoria en el Chile contemporáne
o
Peter Winn

Historia y memoria del 11 de septiembre de 1973 en la población La Legua de Santiago de Chile
Mario Garcés D.

La Michita (1964-1983): de la reforma universitaria a una vida en comunidad
Manuel Gárate-Chateau

El testimonio de experiencias políticas traumáticas: terapia y denuncia en Chile (1973-1985)
Elizabeth Lira

La superación de los silencios oficiales en el Chile posautoritario
Katherine Hite

Irrupciones de la memoria: la política expresiva en la transición a la democracia en Chile
Alexander Wilde
Perú: investigar veinte años
de violencia reciente


Introducción

“El tiempo del miedo” (1980-2000), la violencia moderna y la larga duración en la historia peruana
Peter F. Klarén

¿Por qué apareció Sendero Luminoso en Ayacucho?
El desarrollo de la educación y la generación del 69 en Ayacucho y Huanta

Carlos Iván Degregori

Pensamiento, acción y base política del movimiento Sendero Luminoso.
La guerra y las primeras respuestas de los comuneros (1964-1983)

Nelson Manrique

Familia, cultura y “revolución”.
Vida cotidiana en Sendero Luminoso

Ponciano del Pino H.

Juventud universitaria y violencia política en el Perú.
La matanza de estudiantes de La Cantuta y su memoria, 1992-2000

Pablo Sandoval

En busca de la verdad y la justicia.
La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú

Coletta Youngers
Archivos para un pasado reciente y violento: Argentina, Chile, Perú

Introducción

Archivos de la represión y memoria en la República Argentina
Federico Guillermo Lorenz

Archivos para el estudio del pasado reciente en Chile
Jennifer Herbst con
Patricia Huenuqueo


Los archivos de los derechos humanos en el Perú
Ruth Elena Borja Santa Cruz
El pasado vivo:
casos paralelos y precedentes


Introducción

Cegados por la distancia social.
El tema elusivo de los judíos en
la historiografía de posguerra en Polonia

Jan T. Gross

Guerra, genocidio y exterminio:
la guerra contra los judíos en una era de guerras mundiales

Michael Geyer

Tres relatos sobre nuestra humanidad.
La bomba atómica en la memoria japonesa y estadounidense

John W. Dower

Anatomía de una muerte: represión, derechos humanos y el caso de Alexandre Vannucchi Leme en el Brasil autoritario
Kenneth P. Serbin

La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000
Henry Rousso
Historia reciente
y responsabilidad social


Introducción

La experiencia de un historiador en la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala
Arturo Taracena Arriola

La historia aplicada: perito en el caso Pinochet en la Audiencia
Nacional de España

Joan del Alcàzar

Dentro del silencio.
El Proyecto Conmemorativo de Ardoyne, el relato comunitario de la verdad y la transición posconflicto en Irlanda del Norte

Patricia Lundy y
Mark McGovern


“Sin la verdad de las mujeres la historia no estará completa”.
El reto de incorporar una perspectiva de género en la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú

Julissa Mantilla Falcón


La Iglesia argentina durante la última dictadura militar
El terror desplegado sobre el campo católico (1976-1983)

MartÍn ObregÓn



INTRODUCCIÓN

A casi treinta años del golpe militar del 24 de marzo de 1976 el papel de la Iglesia católica argentina durante los años del Proceso continúa siendo objeto de fuertes controversias. Como suele ocurrir con los temas vinculados a nuestra historia reciente, los debates apasionados y la discusión pública han dejado poco margen a una adecuada comprensión de los procesos históricos. En el estado actual de las investigaciones es posible afirmar que los sectores mayoritarios de la jerarquía católica brindaron su apoyo al régimen militar entre 1976 y 1983, adoptando una posición sumamente moderada ante la violación sistemática de los derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, la imagen de una Iglesia que fue “cómplice” de la dictadura militar, bastante difundida en la sociedad, ha conspirado en ocasiones contra un análisis más profundo, favoreciendo simplificaciones y esquematismos.

La hipótesis de este trabajo es que la Iglesia católica bajo el Proceso, lejos de constituir un bloque homogéneo y monolítico, estuvo atravesada por fuertes debates internos vinculados a diferentes concepciones teológicas y pastorales, como así también a diversos posicionamientos frente al gobierno militar. Esa crisis interna, que desgarraba a la Iglesia argentina desde los tiempos del Concilio Vaticano II, se había profundizado desde fines de la década de 1960 y se puso de manifiesto de manera dramática durante los primeros años del Proceso. La existencia en el seno de la institución de capellanes castrenses que reconfortaban espiritualmente a los torturadores en los campos de concentración de la dictadura, por un lado, y por el otro, de centenares de sacerdotes, religiosos y laicos que pasaron a engrosar el censo de las víctimas de la represión ilegal habla a las claras de la complejidad del problema y de la profundidad de esa crisis interna.

Nos proponemos desarrollar la hipótesis que acabamos de presentar mediante el estudio de las corrientes posconciliares del catolicismo argentino y la persecución implacable que sufrieron durante los años del Proceso. La primera parte del texto analiza el impacto formidable que tuvieron sobre la Iglesia argentina tanto el Concilio Vaticano II, celebrado entre 1962 y 1965, como la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunida en Medellín en 1968. Mostramos cómo ambos acontecimientos movilizaron el campo católico, profundizando las tensiones existentes entre los sectores renovadores, partidarios de reformas en la Iglesia y los sectores tradicionalistas, anclados todavía en un horizonte tomista que concebía a la Iglesia como una “sociedad perfecta” que no debía contaminarse con los males del mundo moderno. Caracterizamos diferentes tendencias que fueron perfilándose en el interior del episcopado católico a lo largo del período que va de la Conferencia de Medellín (1968) hasta las vísperas del golpe militar del 24 de marzo de 1976. Además, se encontrarán también referencias al proceso de radicalización política y social que va desde fines de la década de 1960 hasta el comienzo de la última dictadura.

La segunda parte analiza la represión que se desató sobre amplios sectores del catolicismo posconciliar después de aclarar dos cuestiones: la crisis interna de la Iglesia y la magnitud que alcanzó la conflictividad social en la primera mitad de la década de 1970. Nos proponemos comprender las causas que hicieron posible que la “Iglesia del Pueblo” se convirtiera en uno de los blancos del terror, describiendo al mismo tiempo las características que asumió dicha persecución y haciendo referencia a las diferentes reacciones que se generaron en el seno de la jerarquía católica ante la magnitud de la violencia que se desplegaba contra los miembros del clero. La última parte del trabajo hace referencia a un conjunto de estrategias que permitieron a los sectores posconciliares del catolicismo argentino recomponer paulatinamente su situación hacia fines de la década de 1970, en el marco de los cambios que tuvieron lugar en la Iglesia con la llegada al Vaticano de Juan Pablo II y de una situación de deslegitimación del régimen militar en la Argentina.



EL IMPACTO DEL CONCILIO VATICANO II Y DE LA CONFERENCIA DE MEDELLÍN

Las conclusiones del Concilio Vaticano II y de la Conferencia Latinoamericana de Medellín desencadenaron una verdadera tormenta en el catolicismo argentino, cuya jerarquía era una de las más conservadoras de América Latina. Ambos encuentros suponían el abandono de las concepciones tomistas sobre las que se había erigido la Iglesia nacional.

A lo largo de los tres años que duró el Concilio se gestó una verdadera revolución dentro de la institución, cuyos rasgos centrales fueron, por un lado, la aceptación, por parte de los católicos, de la autonomía de la esfera temporal y, por otro lado, la redefinición de la realidad social y económica como un campo en el que la Iglesia debía intervenir para solucionar los problemas del mundo.1 Las innovaciones promovidas por el Concilio Vaticano II se pusieron de manifiesto en el campo doctrinario, donde se produjo una renovación de los estudios bíblicos al tiempo que comenzaba a advertirse un giro desde una lectura “espiritualista” del mensaje evangélico hacia otra más bien “sociohistórica”, que tendía a vincular la interpretación de los textos con los procesos políticos y sociales en curso.

Además, la redefinición de la relación entre la Iglesia y el mundo moderno renovó paulatinamente la liturgia, ya que se consideraba que la comunicación entre los sacerdotes y los fieles debía adecuarse a los cambios en la vida social. En los países de América Latina, por ejemplo, la sustitución del idioma latín por el español en las celebraciones litúrgicas daba cuenta de esta necesidad de estrechar los vínculos entre el clero y la feligresía.

Finalmente, tanto la reivindicación de la colegialidad episcopal –que relativizaba en la práctica el principio monárquico dentro de la Iglesia–, como el relevante papel que el Concilio asignaba a los laicos en esta apertura de la Iglesia hacia el mundo moderno, no hacían más que erosionar las bases sobre las que se había sostenido el catolicismo desde hacía siglos.

El nuevo rumbo adoptado por la Iglesia universal tomó por sorpresa a la jerarquía eclesiástica argentina, ya sometida a la presión de sectores más radicales, tanto clérigos como laicos, que querían poner en práctica rápidamente las reformas que acabamos de señalar. En efecto, para estos sectores de la Iglesia, el Concilio representaba la consagración de lo que habían impulsado desde comienzos de la década de 1960: una renovación en el ámbito de los estudios teológicos, una mayor participación de los sacerdotes y los laicos en la vida interna de la Iglesia, una pastoral y liturgia más cercanas a la realidad social.

Los debates que había originado el Concilio fueron amplificados tres años más tarde por la Conferencia de Medellín, donde los obispos de América Latina sintetizaron sus posiciones en torno de la forma en que se debían adaptar las disposiciones del Concilio a las problemáticas de la región. El documento del episcopado latinoamericano promovía la “participación” de los cristianos “en la vida política de la nación”, al tiempo que subrayaba la importancia de la acción de la Iglesia en la “formación de la conciencia social y la percepción realista de los problemas de la comunidad y de las estructuras sociales”. Se planteaba, además, la necesidad de “defender, según el mandato evangélico, los derechos de los pobres y oprimidos” y de “denunciar enérgicamente los abusos y las injustas consecuencias de las desigualdades excesivas entre ricos y pobres, entre poderosos y débiles, favoreciendo la integración”.

También encontraba su lugar en el texto la denuncia de la violencia institucionalizada, al señalarse que “las estructuras actuales violan derechos fundamentales”; lo anterior dejaba abiertas las puertas para lo que sería la justificación del uso de la violencia por parte de los oprimidos:

No debe, pues, extrañarnos que nazca en América Latina “la tentación de la violencia”. No hay que abusar de la paciencia de un pueblo que soporta durante años una condición que difícilmente aceptarían quienes tienen una mayor conciencia de los derechos humanos.2
Las conclusiones de Medellín potenciaron la radicalización de un importante sector del campo católico, compuesto por organizaciones laicas y por numerosos sacerdotes jóvenes que adhirieron con entusiasmo al documento suscripto por los obispos de América Latina. Algunos movimientos católicos de base, como la Juventud Universitaria Católica (JUC), la Juventud Obrera Católica (JOC) y el Movimiento Rural de Acción Católica (MRAC) –vinculado a las ligas agrarias del nordeste– comenzaron a trabajar de manera más estrecha con los sectores populares.

En el ámbito sacerdotal, el proceso de radicalización que Medellín viniera a consagrar adquirió su expresión más significativa con la aparición, hacia fines de la década de 1960, del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), que llegó a aglutinar a cerca de una décima parte del clero argentino.3 En su segundo encuentro nacional, celebrado en la localidad cordobesa de Colonia Caroya, el MSTM expresó su “formal rechazo del sistema capitalista vigente y todo tipo de imperialismo económico, político y cultural”, así como su convencimiento de que la liberación sería obra de los “pueblos pobres y de los pobres de los pueblos”.4

Como ha señalado José Pablo Martín, tanto en organizaciones de apostolado como el MSTM, como en los grupos más activos de la reacción tomista, las argumentaciones religiosas remitían a posiciones políticas concretas.5 La radicalización de los sectores “progresistas” del clero y del laicado argentino –que se ponía de manifiesto también en la utilización de métodos de análisis y herramientas conceptuales provenientes del marxismo–, tuvo como contrapartida la de los sectores tradicionalistas que, desafiando incluso la autoridad del magisterio católico, veían en el Concilio Vaticano II y en la Conferencia de Medellín, verdaderas “agresiones” a la Iglesia. En diversos grupos de la derecha católica, algunos de los cuales mantenían estrechos vínculos con sectores de las Fuerzas Armadas, se intensificó la campaña contra los sacerdotes tercermundistas, a quienes se acusaba de “infiltración izquierdista” en la Iglesia.

La radicalización de estos grupos católicos de izquierda tuvo lugar en un contexto de intensa protesta social luego del Cordobazo.6 A partir de mayo de 1969, alzamientos populares y manifestaciones a lo largo de todo el país pusieron en jaque al gobierno de las Fuerzas Armadas, encabezado por el general Onganía. En este proceso intervinieron varios factores. El primero fue la politización de los sectores medios. En las universidades, el movimiento estudiantil adquirió un desarrollo notable y de ese ámbito surgieron gran parte de los cuadros que integrarían las organizaciones revolucionarias. El clima contestatario alcanzó también a los docentes y a los grupos profesionales (abogados, psicólogos, arquitectos) que profundizaron los cuestionamientos a los métodos tradicionales de la enseñanza y a los cánones que regían el funcionamiento de las distintas disciplinas, proponiendo prácticas innovadoras.

El segundo fue la rápida difusión en el movimiento obrero de tendencias combativas en la línea de la lucha de clases, al tiempo que una oleada de huelgas, tomas de fábricas y protestas callejeras generaban una profunda inquietud entre los sectores propietarios.7 En todo caso, el surgimiento a comienzos de la década de 1970, de las organizaciones revolucionarias armadas más importantes –el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros– ponía de relieve el grado de radicalización que habían alcanzado estos sectores de la sociedad argentina. Englobados en lo que se ha dado en llamar la “nueva izquierda”, impugnaban la estructura económica y social vigente por sus reivindicaciones. Ante esta situación, uno de los objetivos centrales de quienes planearon el golpe de estado del 24 de marzo de 1976 fue disciplinar a la sociedad argentina por la instauración sistemática del terror.



EL EPISCOPADO ARGENTINO ENTRE MEDELLÍN Y EL PROCESO

La identificación de determinadas posturas ante la línea adoptada por el Concilio y luego por Medellín en el seno de la asamblea de obispos no deja de plantear dificultades metodológicas, ya que la misma se compone de individuos susceptibles de modificar sus posiciones a lo largo del tiempo, o de diferenciarse entre sí en torno de ciertos temas y no en torno de otros. Haciendo esta aclaración es posible distinguir tres líneas dentro del episcopado católico que se fueron perfilando a lo largo de los años que separan el Concilio Vaticano II del golpe de estado de 1976: tradicionalistas, conservadores y renovadores (y entre estos últimos –con la misma advertencia con relación a los matices en las posiciones– entre renovadores moderados y progresistas).


Los tradicionalistas

El sector que llamaremos tradicionalista estaba compuesto por un conjunto de obispos anclados en las coordenadas ideológicas del tomismo, que concebían a la Iglesia como una “sociedad perfecta” por oposición a los “errores” propios de una modernidad con la que se mostraban intransigentes. Inspirada más por una idea de “conquista” que por una de “diálogo” con el mundo moderno, esta fracción episcopal permanecía aferrada a concepciones que habían madurado en el contexto de las primeras décadas del siglo XX. Estas últimas no sólo se adecuaban mal a los profundos cambios operados en la sociedad y en la cultura a lo largo de las décadas transcurridas desde entonces, sino que además, como se ha visto, habían quedado “por detrás” de las orientaciones generales promovidas por la Iglesia universal.

Al pensar a la Iglesia como una “sociedad perfecta” que no debía contaminarse con los “errores” del mundo moderno, los sectores tradicionalistas quedaron atrapados en un fuerte clericalismo, que se tradujo en un creciente aislamiento con respecto a una sociedad que se había vuelto mucho más compleja y plural desde, por lo menos, los años cuarenta. Como señala Loris Zanatta, el Concilio Vaticano II, “minó en el plano teológico la matriz tomista que regía la arquitectura institucional y cultural de la Iglesia argentina”, lo que dejó mal parados a los sectores preconciliares, que en más de una ocasión emitieron juicios sumamente críticos sobre algunos documentos del magisterio católico.8

La pérdida de posiciones dentro de la Iglesia, así como el aislamiento con respecto a la sociedad moderna, llevó a los católicos tradicionalistas a reforzar sus vínculos con las Fuerzas Armadas, consideradas custodios naturales de los “valores inmutables” de la catolicidad. Juntos fueron forjando –a través de una vasta red de canales institucionales y de redes personales– un sustrato ideológico común, que se basaba en la identificación de la nación con un conjunto de elementos entre los cuales el catolicismo ocupaba un lugar central.

A comienzos de los años setenta, los dos principales jefes del Vicariato Castrense para las Fuerzas Armadas –creado en 1957–, monseñor Tortolo y monseñor Bonamín, eran dos de los referentes más importantes del integrismo católico. En torno de estas dos figuras se fue conformando una fracción episcopal que, deseosa de estrechar sus vínculos con las Fuerzas Armadas y de esa manera conquistar posiciones dentro de la Iglesia católica, adoptó un discurso cargado de tonos apocalípticos, animado, por momentos, de un verdadero espíritu de cruzada. Las dimensiones que había alcanzado la protesta social, la difusión de un conjunto de ideologías tributarias del marxismo y el crecimiento de la “Iglesia del Pueblo”, contra la que llevaron adelante una implacable campaña de denuncias y acusaciones, constituyeron las principales preocupaciones de este sector de la jerarquía católica.

En vísperas del golpe de estado del 24 de marzo de 1976, el sector más tradicionalista de la cúpula eclesiástica contaba con un pequeño pero compacto grupo de obispos que habrían de manifestar públicamente su adhesión al gobierno militar. Algunos de ellos, además, eran arzobispos, como monseñor Plaza, o monseñor Bolatti, y estaban al frente de diócesis muy importantes como La Plata y Rosario, respectivamente. La influencia de este sector se hacía sentir también en el ámbito de las ideas, por el control doctrinario que ejercía monseñor Derisi sobre las universidades católicas de todo el país y la orientación fuertemente tradicionalista que algunos obispos, como Tortolo en Paraná o Sansierra en San Juan, le habían impreso a los seminarios diocesanos.9 También el obispo de San Luis, monseñor Laise, el de Lomas de Zamora, monseñor Collino, el de San Rafael, monseñor Kruk y el de Jujuy, monseñor Medina –quien no casualmente sucedería a Tortolo al frente del Vicariato Castrense hacia comienzos de la década de 1980–, sostendrían posiciones marcadamente tradicionalistas.

Con el paso de los años se pondría en evidencia que el viejo proyecto integrista que pretendía “restaurar todo en Cristo” estaba destinado al fracaso; sin embargo, a mediados de la década de 1970, podía ser todavía muy útil como barrera frente a los avances más que evidentes de la radicalización política y de la protesta social.


Los conservadores

A diferencia de lo que ocurría con los tradicionalistas, para los sectores conservadores no se trataba ya de impedir que entrara en la Iglesia el “espíritu conciliar”, sino de manejar los tiempos y los alcances de las reformas con el objeto de amortiguar el impacto de las mismas sobre la Iglesia. Tal vez la frase pronunciada en tiempos del Concilio Vaticano II por el cardenal Caggiano: “reformas en la Iglesia sí; reforma de la Iglesia, no”, sea útil para sintetizar la posición de este conjunto de obispos conservadores que, a diferencia de los tradicionalistas y de los renovadores, presentaba una mayor vaguedad desde el punto de vista ideológico.10 Entre quienes coincidían en la necesidad de implementar algunos cambios en forma paulatina y siempre bajo una estricta supervisión jerárquica, es posible encontrar a obispos provenientes de una tradición fuertemente conservadora y tributaria del ideario nacional católico, como monseñor Aramburu, quien en 1975 sucedió a Caggiano al frente del arzobispado de Buenos Aires. Otros, habiendo participado activamente del proceso de renovación conciliar, optaron por refugiarse en posiciones más conservadoras, alarmados por la radicalización que ese mismo proceso había favorecido en el interior de las filas católicas. Tal es el caso de monseñor Quarracino, obispo de Avellaneda desde 1968, o de monseñor Italo Di Stéfano, obispo de Presidente Roque Sáenz Peña (Chaco).

Desde luego, tanto tradicionalistas como conservadores compartían las preocupaciones por el crecimiento de la protesta social y por lo que consideraban un peligroso avance de las ideologías de izquierda. Los últimos se solían expresar con mucha frecuencia en tonos similares a los de los primeros. La denuncia del marxismo, sobre todo, ocupó un lugar central en las homilías, mensajes radiales y cartas pastorales de los diferentes obispos. Sin embargo, los conservadores consideraban que, en el contexto de una sociedad fuertemente secularizada, la Iglesia debía redefinir sus relaciones con los diferentes actores con el objetivo de ampliar el marco de sus posibles alianzas y extender su influencia ideológica y social. Es allí donde, entre tradicionalistas como monseñor Tortolo y conservadores como el cardenal Primatesta (uno de los exponentes más destacados de esta corriente), entre un modelo clerical y autosuficiente de Iglesia y otro, más “político”, que privilegiaba la articulación y el diálogo con otros sectores de la sociedad, se abría una distancia insalvable.

Los conservadores fueron la corriente mayoritaria de la jerarquía eclesiástica a lo largo de todos estos años. Su preocupación central consistió en garantizar la cohesión de la Iglesia y la del propio cuerpo episcopal a partir, fundamentalmente, de un férreo disciplinamiento de las corrientes –tanto clericales como laicales–, más radicalizadas del campo católico. Ese proceso de disciplinamiento abarcó los planos de la teología, la liturgia y la pastoral. Fue precisamente a comienzos de la década de 1970, en momentos en que la “Iglesia del Pueblo” alcanzaba su máximo desarrollo al calor de la protesta social, que las posiciones de los obispos tradicionalistas y conservadores tendieron a acercarse y, en ocasiones, a superponerse, en función de una coyuntura que favorecía soluciones basadas en las nociones de orden y disciplina.11


Los renovadores, moderados y progresistas

El tercer sector dentro del cuerpo episcopal estaba compuesto por aquellos obispos que habían adherido claramente al proceso de renovación promovido por el Concilio Vaticano II. En general, se trataba de obispos jóvenes, que habían sido consagrados al frente de algunas de las numerosas diócesis creadas en 1957 y 1961.

Hacia mediados de la década de 1970, al pequeño núcleo episcopal que integraban desde los tiempos del Concilio monseñor Zazpe, arzobispo de Santa Fe; monseñor Devoto, obispo de Goya; monseñor Iriarte, de Reconquista y monseñor Angelelli, de La Rioja, se habían sumado algunos obispos de reciente promoción al episcopado, como monseñor Laguna, obispo auxiliar de San Isidro desde 1975, monseñor Hesayne, obispo de Viedma desde ese mismo año, o monseñor Bianchi di Cárcano, designado obispo auxiliar de Azul a comienzos de 1976.

Estas designaciones episcopales, y otras que tendrían lugar durante el primer año del régimen militar –como la de monseñor Espósito al frente de la diócesis de Zárate-Campana, la de monseñor Novak en Quilmes o la de monseñor Casaretto en Rafaela–, formaban parte de la política que la Santa Sede se había dado con respecto a la Iglesia argentina, cuya crisis interna seguía con preocupación. Dicha política consistía, básicamente, en llevar adelante un gradual proceso de renovación en el seno de un episcopado al que percibía como “poco abierto” y que no asumía acabadamente el espíritu del Concilio Vaticano II.12

En 1974, la designación de Pío Laghi como nuncio apostólico en reemplazo de su antecesor, monseñor Zanini, constituyó un elemento importante en esta dirección: durante su gestión en esa nunciatura, entre 1974 y 1980, tuvieron lugar en el país 26 nuevas ordenaciones episcopales.13 La estrategia adoptada por el Vaticano permitió en definitiva, colocar a la Iglesia argentina en el “horizonte del Concilio”, superando, al mismo tiempo, el anacronismo de los sectores preconciliares y los “abusos interpretativos” de los grupos católicos más radicalizados. Ambos fenómenos estaban, en el análisis de los círculos renovadores, estrechamente vinculados entre sí: era precisamente el atrincheramiento de los sectores tradicionalistas en la defensa de un modelo de Iglesia preconciliar y su oposición a cualquier intento de introducir reformas en el mismo, lo que favorecía la radicalización de los católicos. Una lógica similar operaba en otros terrenos, como el de la pastoral social, donde los sectores identificados con la renovación conciliar vinculaban el crecimiento de las ideologías de izquierda entre los trabajadores con el vacío dejado allí por la Iglesia católica. Es en los sectores renovadores, aunque también entre elementos fuertemente conservadores, donde la crisis interna de la Iglesia llevó a plantearse la necesidad de recuperar la “cuestión social” vista tanto como clave para superar dicha crisis como para estructurar un nuevo proyecto hegemónico del catolicismo argentino.

Las diferentes interpretaciones que cada obispo realizó de los documentos conciliares y de su nivel de compromiso con los mismos autorizan a introducir en el grupo de los renovadores una segunda distinción entre un sector moderado y uno “progresista”. Una ilustración de eso son las experiencias que monseñor Angelelli, monseñor Devoto y monseñor De Nevares llevaron adelante en sus diócesis para aplicar los puntos avanzados de la renovación conciliar en pastoral popular y en la participación de sacerdotes y laicos. Sin embargo, experiencias de este tipo fueron excepcionales dentro de la Iglesia argentina y comenzaron a ser objeto de una fuerte persecución a partir de 1974.

Estas líneas dentro de la jerarquía episcopal estaban fundadas en distintas maneras de concebir el lugar de la Iglesia en el mundo y sus vínculos con la sociedad. Reverberan en la adhesión o las reservas que los obispos manifestaron frente al régimen militar que tomó el poder en 1976. Éste encontró entre los tradicionalistas a sus defensores más entusiastas y entre los renovadores a sus opositores más decididos. En general se puede decir que la corriente mayoritaria, compuesta por los obispos conservadores brindó su adhesión al régimen militar. Sin embargo, como veremos, la relación que entabló con las Fuerzas Armadas a lo largo del período 1976-1983 no estuvo exenta de complejidades y matices.



LA IGLESIA CATÓLICA DURANTE LOS PRIMEROS AÑOS DEL PROCESO

Para comprender la posición de la Iglesia durante los primeros años del Proceso debemos tener en cuenta, en primer lugar, la gravedad de la crisis que estaba ocurriendo en su interior. La mayoría de los obispos argentinos concordaban en considerar como responsables de esa situación a algunos sacerdotes y grupos laicales por la interpretación demasiado radical que hacían de los documentos emanados del Concilio Vaticano II y de la Conferencia Latinoamericana de Medellín. La jerarquía también coincidía en su voluntad de disciplinar a aquellos sacerdotes y laicos que estaban poniendo en peligro la unidad institucional.

Dos documentos episcopales elaborados pocos días antes del golpe ponían en evidencia la preocupación anticipada de las cúpulas de la Iglesia por restituir la ortodoxia doctrinaria y limitar las innovaciones litúrgicas y pastorales: uno de ellos consistía en una advertencia sobre el debido uso de la vestimenta y los hábitos eclesiásticos.14 El segundo denunciaba lo que consideraba “desviaciones” que se estaban produciendo en el culto a los santos, como por ejemplo la adoración a la llamada Difunta Correa.15

El acalorado debate que dividió al episcopado católico en torno de la llamada “Biblia latinoamericana” durante la segunda mitad de 1976 debe ser interpretado como parte de la misma reacción de su mayoría a favor de una ortodoxia doctrinaria para restaurar la unidad eclesial en detrimento de los sectores “progresistas”. La polémica se originó a raíz de una declaración del arzobispo de San Juan, quien repudió la aparición de una edición de la Biblia a cargo de una conocida editorial católica y ordenó que “en ningún establecimiento o asociación católica de la provincia se tenga en modo alguno el volumen señalado”, ya que en el mismo se hacía una “exaltación del marxismo”.16 Pocos días después, monseñor Tortolo firmó un comunicado que prohibía también la circulación de la Biblia latinoamericana en la diócesis de Paraná. Bastaba “una simple mirada” para que el pueblo fiel advirtiera “escandalizado, que no pocas láminas y explicaciones anexas son tendenciosas”, argumentaba el comunicado.17 El tema fue fuertemente publicitado por algunos medios de prensa vinculados al gobierno militar por poner de manifiesto las diferencias existentes dentro de la jerarquía católica. Más aun cuando se conoció la posición del obispo de Neuquén, monseñor Jaime de Nevares, quien recomendaba “calurosamente” la lectura de la Biblia en cuestión.18

Los alcances de la polémica llevaron a que la cuestión de la nueva Biblia estuviera presente en la agenda de la segunda Asamblea Plenaria del episcopado. Al término de ésta se dio a conocer un documento que intentaba unificar las diferentes posiciones: el episcopado consideró que la traducción era “sustancialmente fiel” y limitó sus objeciones a las introducciones, notas, e ilustraciones que acompañaban el texto, elementos que hacían necesaria una “revisión y complementación”.19

La forma en que se saldó la discusión en torno de la Biblia latinoamericana confirma que el objetivo central de la jerarquía conservadora era asegurar la cohesión institucional de la Iglesia mediante una rígida supervisión de la ortodoxia doctrinaria. Para ello era necesario penalizar a aquellos sectores que habían hecho una interpretación “abusiva” en un sentido “temporalista” del magisterio de la Iglesia, al tiempo que se buscaba dejar paulatinamente de lado las posiciones del tradicionalismo más exacerbado.

Para la jerarquía eclesiástica era evidente que la crisis interna que desgarraba al catolicismo argentino no podía desligarse de la que azotaba a la sociedad en su conjunto. Desde fines de la década de 1960 una conflictividad social agudizada había sido un terreno fértil para el crecimiento de aquellas ideologías de izquierda tan temidas por la Iglesia. No eran pocos los obispos que vinculaban el desarrollo de la “Iglesia del Pueblo” con la radicalización de la sociedad en su conjunto. El desafío a la hegemonía ideológica y cultural de la Iglesia se convertía en un problema central para su cúpula en momentos en que ésta veía disminuir día a día las vocaciones religiosas.20 ¿O no era acaso, como lo había anunciado el obispo conservador monseñor Tortolo, el descentramiento de la religión de la vida nacional la causa principal de una crisis que alcanzaba niveles inéditos?21 Una posible explicación de la aceptación mayoritaria que suscitó la llegada de los militares al poder en el episcopado es que éste se sentía desafiado por la sociedad y amenazado en su seno. Ligados por múltiples lazos a la Iglesia católica desde hacía décadas, los militares aparecían como una barrera –lo que habían sido históricamente– frente a las opciones políticas e ideológicas de la “nueva izquierda”. Eso explica que, a mediados de la década de 1970, la mayoría de los obispos argentinos aprobaban una política represiva en tanto que podía contribuir al aislamiento de los sectores más radicalizados del campo católico. Además, las Fuerzas Armadas definían su identidad corporativa a partir de elementos entre los cuales el catolicismo era central. Eso inducía a pensar que bajo el régimen militar la Iglesia gozaría de una posición privilegiada desde la cual ejercer un papel que nunca delegó: el de guía espiritual de la sociedad. Todo eso hizo que una jerarquía católica a la defensiva brindara su apoyo, en términos generales, al gobierno militar.



EL TERROR DESPLEGADO SOBRE EL CAMPO CATÓLICO

El factor religioso fue importante dentro de la estrategia que desarrollaron las Fuerzas Armadas para legitimar el golpe de estado del 24 de marzo de 1976. Como ha señalado Loris Zanatta, desde la década de 1930 la Iglesia católica y las Fuerzas Armadas compartían una misma manera de concebir la identidad nacional: privilegiaban ciertas pautas sociales y culturales “tradicionales”, entre las cuales el catolicismo ocupaba un lugar central.22 En este sentido, cuando, en 1976, los militares se presentaron como los defensores de una “argentinidad” que estaba siendo amenazada por la “subversión”, había que entender a ésta última como algo “complejo, profundo y global”23 que pretendía trastocar los “valores esenciales del ser nacional”, algo al servicio de “una concepción donde rigen los antivalores de la traición, la ruptura de los vínculos familiares, el crimen sacrílego, la crueldad y el engaño sistemático”.24 Era por ello que los primeros documentos militares hacían referencia a la necesidad de “restablecer los valores de la moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino”.25

Al considerar a la “subversión” como un fenómeno global, los militares podían ubicar en el campo enemigo a las corrientes “progresistas” del catolicismo, algunas de las cuales estaban efectivamente vinculadas a los grupos y organizaciones que protagonizaban la protesta social. Para las Fuerzas Armadas, la “Iglesia del Pueblo” constituía una faceta más de la “subversión”, considerada particularmente peligrosa porque su ámbito de actuación era justamente aquel que recurrentemente se invocaba como fuente de los “valores tradicionales del pueblo argentino”: el catolicismo y su Iglesia. En este sentido, la frustrada experiencia de la autodenominada “Revolución Argentina”, entre 1966 y 1973,26 había demostrado a los militares que esos sectores eran perfectamente capaces de deslegitimar un régimen político que, como el Proceso ahora, pretendía fundar su legitimidad en la observancia de los valores fundamentales de la religión católica. Por otro lado, en un contexto autoritario en que habían sido suprimidos los canales tradicionales de la representación –los partidos políticos y los sindicatos–, la Iglesia católica aparecía como uno de los pocos actores con posibilidades concretas de influir en el curso de los acontecimientos. Eso hacía que los militares no fueran en absoluto indiferentes a los debates que atravesaban el campo católico y a las orientaciones que imponía su jerarquía.

Además, las características del plan represivo implementado por las Fuerzas Armadas, basado en el secuestro y la desaparición de personas, no permitían descartar que los primeros cuestionamientos al régimen proviniesen de las filas católicas, no sólo porque el magisterio de la Iglesia condenara esas prácticas en nombre del respeto a la vida humana, sino fundamentalmente por la presión social que no dejaría de ejercerse sobre la Iglesia. Y eso fue lo que ocurrió: la jerarquía católica se vio interpelada por el incesante desfile de los familiares de los desaparecidos por los templos de todo el país y la gran cantidad de cartas y mensajes que le llegaban exigiendo que denunciara públicamente lo que estaba ocurriendo.

Era fundamental para los militares, pues, desarticular el accionar de aquellos sectores del campo católico que presionaban a la jerarquía. De lo contrario, es probable que en caso de tener lugar una declaración pública de la Iglesia condenando la violación de los derechos humanos, su efecto fuera el de aglutinar en torno de ella una oposición política fragmentada, mientras que en el plano externo, comprometería aún más la posición del régimen militar que se vio severamente cuestionado por diversos organismos internacionales a partir de 1977.27

En todo caso, el gobierno militar orientó sus acciones a obtener el apoyo de la jerarquía católica, la cual en más de una ocasión constituyó una importante cobertura frente a ese tipo de denuncias. Por el otro lado, los militares buscaron neutralizar cualquier intento proveniente de los sectores “progresistas”, a los que se ubicaba automáticamente en el campo de los “enemigos de la nación”. En su cruzada contra la “Iglesia del Pueblo”, los militares contaban con un buen instrumento ideológico: la tesis de la infiltración izquierdista en el seno de la Iglesia, que algunos intelectuales católicos como el sacerdote Julio Meinvielle les habían ayudado a elaborar. Esta tesis correspondía perfectamente a la utilización que hacían los militares del concepto de “subversión”, al que definían como un fenómeno global no limitado al ámbito de las organizaciones armadas sino presente en todo el tejido social. En la primera mitad de la década de 1970, la tesis de la infiltración marxista de la Iglesia gozó de una enorme popularidad en los ámbitos castrenses, donde comenzaba a madurar una cierta impaciencia frente a lo que se entendía como una extrema permisividad por parte de la jerarquía eclesiástica.28 Según ellos, el objetivo de lo que podía llegar a ser una “Iglesia paralela” era socavar las bases espirituales de la Argentina católica. ¿Podían las Fuerzas Armadas permanecer de brazos cruzados ante lo que consideraban una ofensiva del marxismo en el ámbito religioso, que cuestionaba rasgos centrales del catolicismo argentino y por ende el cimiento católico de una identidad nacional de la que se sentían “custodios naturales”?

La detención en Mendoza del vicario general del obispado de La Rioja, ocurrida en febrero de 1976, fue uno de los episodios que demostró hasta qué punto las tesis de la infiltración marxista y de la iglesia paralela calaron hondo en el espíritu de los miembros de las Fuerzas Armadas. Los captores de monseñor Inestal le plantearon que Juan XXIII y Pablo VI eran los culpables de “la ruina de la Iglesia”, que los documentos de Medellín eran “comunistas” y que “la Iglesia de La Rioja estaba separada de la Iglesia argentina”.29 Todas estas expresiones estaban en la línea de pensamiento de Carlos Sacheri, autor de un libro que se titulaba, precisamente, La Iglesia clandestina.30 El testimonio del sacerdote jesuita Orlando Yorio en ocasión del juicio a las juntas militares en 1985 también es revelador al respecto: durante su detención en la Escuela de Mecánica de la Armada uno de sus interrogadores le recriminó el hecho de “haber interpretado demasiado materialmente la doctrina de Cristo”.31

En los más influyentes círculos militares se consideraba que “la infiltración de las ideologías marxistas en el sentido nacional” y sobre todo “en la Iglesia católica apostólica romana” constituía “lo peor que podía ocurrir”, ya que sus consecuencias para el país podían ser “funestas”.32 A la luz de esas convicciones pueden comprenderse mejor las palabras de un teniente coronel del ejército que hacía referencia al “mal sacerdote que enseña a Cristo con un fusil en la mano” al momento de enumerar a los “enemigos de la patria”.33 Expresiones de este tipo comenzaron a hacerse más frecuentes, alentadas en no pocas ocasiones por los sectores más tradicionalistas de la jerarquía. ¿O no había denunciado el propio arzobispo de Rosario la existencia de iglesias en las cuales se habían “incubado” guerrilleros?34 Al presentar a los sectores “progresistas” del catolicismo como un subproducto de la avanzada del marxismo, no sólo se pretendía quitarles legitimidad sino que se preparaba el terreno para que se desplegara sobre ellos una represión particularmente violenta.

Para examinar esta represión es necesario volver aproximadamente a mediados de 1974, cuando comenzó una fuerte ofensiva sobre las organizaciones que protagonizaban la protesta social. La violencia de las Fuerzas Armadas y de seguridad, también de bandas armadas paraestatales al estilo de la Triple A se hicieron sentir sobre los sectores católicos más activos, los sacerdotes y los cuadros laicos.

A la detención, en abril de 1974, de dos sacerdotes que trabajaban con las comunidades aborígenes del Chaco, le siguió, en mayo, el asesinato del sacerdote Carlos Mugica, al término de una misa celebrada en la parroquia de San Francisco Solano, en una humilde barriada de la Capital Federal. En febrero de 1975 fue asesinado otro sacerdote, el padre José Tedeschi, quien desarrollaba su tarea en una villa de emergencia de la zona sur del Gran Buenos Aires. En mayo de ese mismo año un grupo comando secuestró en Mar del Plata a la decana de la Facultad de Humanidades de la Universidad Católica. Entre fines de 1975 y comienzos de 1976 las detenciones, secuestros y asesinatos de sacerdotes y militantes católicos se multiplicaron, dando cuenta de una escalada represiva que se intensificaría luego del golpe militar del 24 de marzo.

Al considerar a la “subversión” como un fenómeno global, que podía contaminar hasta el ámbito religioso, los militares encontraban un justificativo para neutralizar la capacidad opositora de las corrientes “progresistas” del catolicismo. Los documentos del comando en jefe del ejército son muy claros al respecto, al señalar que éste “accionará selectivamente sobre organizaciones religiosas en coordinación con organismos estatales, para prevenir o neutralizar situaciones conflictivas explotables por la subversión, detectar y erradicar sus elementos infiltrados y apoyar a las autoridades y organizaciones que colaboran con las fuerzas legales”.35

Durante el mes de mayo de 1976 fueron detenidos los sacerdotes jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jálics, y fue expulsado del país el sacerdote francés Santiago Renevot. La represión fue particularmente intensa entre los religiosos, sacerdotes y obispos, y en las organizaciones del apostolado católico, como la Juventud Universitaria Católica (JUC) y la Juventud Obrera Católica (JOC), vale decir, las que contaban con una menor cobertura institucional. Durante los meses de mayo y junio, por ejemplo, las fuerzas de seguridad llevaron adelante dos verdaderas redadas como consecuencia de las cuales fueron secuestrados y ‘desaparecidos’ alrededor de una docena de jóvenes católicos que realizaban tareas en barrios humildes de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires.36 A mediados de junio se produjo la detención de los padres asuncionistas Carlos Di Pietro y Raúl Rodríguez, que motivó enérgicos reclamos por parte de esa congregación religiosa ante la embajada argentina en el Vaticano.

En estas circunstancias, ocurrieron dos episodios que adquirieron gran repercusión tanto dentro como fuera del país: la masacre de una comunidad religiosa en una parroquia de la Capital Federal y el asesinato de monseñor Angelelli, obispo de La Rioja.

El primero de estos episodios tuvo lugar durante la madrugada del 4 de julio, cuando tres sacerdotes y dos seminaristas de la orden de los palotinos fueron asesinados por un “grupo de tareas” de las Fuerzas Armadas y de seguridad en una parroquia del barrio de Belgrano. Según múltiples testimonios, en el interior de la casa parroquial se encontraron algunas inscripciones, rápidamente borradas por la policía, que vinculaban a las víctimas con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, acusándolos de “pervertir las mentes de los jóvenes”. A pesar de los intentos del gobierno por presentar el hecho como una consecuencia del accionar de “organizaciones subversivas”, en los círculos eclesiásticos existía la certidumbre de que los crímenes habían sido cometidos por el régimen militar.37 El asesinato del obispo de La Rioja que tuvo lugar un mes más tarde (agosto 1976) constituyó la intensificación de la persecución a la Iglesia riojana, como consecuencia de la cual habían muerto ya dos de sus sacerdotes y un militante laico.38 Empresarios y militares acusaban a monseñor Angelelli de complicidad con el marxismo desde hacía un tiempo atrás. Debido a la investidura de la víctima, este asesinato disimulado bajo un supuesto accidente automovilístico adquirió resonancia internacional. Numerosas desapariciones y asesinatos de miembros del clero se registraron en el curso del año 1976 –y también en 1977– además de los que acabamos de mencionar. Aquéllos son sólo los más publicitados, junto con otro ocurrido hacia fines de 1977, cuando un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada secuestró y asesinó a las religiosas francesas Alice Domon y Léoni Duquet.39

Sobre todo a partir de la segunda mitad de 1976, la represión golpeaba a organismos e instituciones católicas por ser acusados simplemente de llevar adelante actividades contrarias al “orden público”, o de haber brindado apoyo a grupos “subversivos”. La intervención de las Fuerzas Armadas en este terreno adquirió, pues, formas diversas: desde la separación de su cargo y cesantía de numerosos docentes, en el marco de la ley 21.381, hasta la irrupción de los miembros de las Fuerzas Armadas en colegios o institutos católicos, en espectaculares operativos que incluían la detención de profesores y directivos. A lo largo del país episodios de este tipo ponían en tela de juicio a los docentes y a los métodos pedagógicos que utilizaban. En la localidad correntina de Paso de los Libres, por ejemplo, la religiosa Lidia Cazzulino, que se desempeñaba como profesora de un instituto, fue separada de su cargo debido “a la orientación posconciliar” de su catequesis. En Coronel Pringles, el Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires decidió intervenir el Colegio del Sagrado Corazón “por no acceder la directora del establecimiento a las indicaciones tendientes a impedir la implantación de métodos de estudio de los que es autora la religiosa Clara Yañes”.40 Otro operativo realizado, a fines de noviembre 1977, en el Colegio San Miguel a cargo de sacerdotes lourdistas, constituye un buen ejemplo de la magnitud que adquirieron las intervenciones directas de las fuerzas represivas: “un número elevado de efectivos militares con ropas de fajina y armas largas” detuvo a cuatro sacerdotes que se desempeñaban allí como profesores.



LA JERARQUÍA CATÓLICA, LAS FUERZAS ARMADAS Y LOS DERECHOS HUMANOS


Todos estos episodios, entre los que cabe mencionar los ataques con explosivos a la Librería Catequística y la clausura, por unos días, de dos importantes editoriales católicas, dibujaban un cuadro de situación que no podía menos que generar una fuerte preocupación en la jerarquía de la Iglesia. Por un lado, la fuerza de la represión que afectaba a la “Iglesia del Pueblo” constituyó una fuente permanente de tensiones entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas. En su principio, el ataque contra miembros del clero (y del propio episcopado) era para los sectores mayoritarios de la jerarquía una afrenta inaceptable. A la vez dejaba a los obispos a merced de las críticas provenientes de los sectores subordinados, los que exigían que se adoptaran posiciones más duras con respecto al régimen militar. Por otro lado, era evidente que muchos de los acontecimientos descriptos, como los procedimientos en los colegios católicos, implicaban una clara intromisión de las Fuerzas Armadas en terrenos que la Iglesia consideraba de su absoluta competencia. El tema que así pasaba a ocupar un lugar central era el de la autonomía de la institución eclesial frente a un régimen cuya dinámica autoritaria se ponía de manifiesto en casi todos los planos de la vida social.

Sin embargo, las preocupaciones que los métodos represivos adoptados por los militares contra miembros de la Iglesia suscitaban en amplios sectores de la jerarquía eclesiástica no se reflejaban en la política que esta última llevó adelante durante los primeros años del Proceso. La jerarquía eclesiástica contribuyó poco a la defensa de los católicos progresistas cuando empezaron a ser perseguidos desde mediados de 1974. Éstos debieron, además, enfrentar en el plano interno la ofensiva disciplinaria de los sectores mayoritarios del episcopado que buscaron de este modo superar la crisis institucional y restaurar la unidad eclesial.

El tema de los derechos humanos generó acaloradas discusiones en el cuerpo episcopal en las cuales éste quedó virtualmente dividido en dos sectores. Un sector minoritario sostenía la necesidad de que la Iglesia se pronunciara con claridad acerca del tema y generara una instancia orgánica, o al menos oficiosa, para brindar asistencia a las víctimas de la represión, en la línea de la Vicaría de la Solidaridad que había sido propiciada en Chile por el arzobispo de Santiago.41 El sector mayoritario retomaba en buena medida los argumentos de los militares en cuanto a la existencia de una “campaña antiargentina” impulsada desde el exterior para relativizar la gravedad de la situación, y planteaba la inconveniencia de entrar en un conflicto abierto con el régimen militar, aduciendo en no pocos casos que el tándem Videla/Viola era en todo caso preferible al que estaba compuesto por los comandantes de cuerpo.42

Las divisiones que suscita dentro del episcopado el espinoso tema de los derechos humanos podían agravar la crisis interna de la Iglesia. Tal vez esto explique la estrategia ambigua que la cúpula eclesiástica adoptó finalmente: para preservar la unidad institucional, hizo públicas sus críticas al régimen únicamente cuando no ponían en peligro su relación con aquél. Tan sólo un puñado de obispos y sacerdotes hicieron suya la causa de los derechos humanos a través de su denuncia constante y de su militancia.43 El episcopado en su conjunto se limitó a plantear sus críticas en algunos documentos no exentos de ambigüedad44 y en reuniones reservadas con autoridades de las tres armas. Con éstas, se instituyó un canal semi orgánico de comunicación: la “comisión de enlace” creada hacia 1977 en la cual se solicitaba información acerca de determinadas personas que se encontraban desaparecidas o, eventualmente, la liberación de algunos detenidos.45

En suma, la postura asumida durante estos años por la institución eclesiástica fue la resultante de una evaluación de las ventajas y desventajas que podían esperarse del gobierno de las Fuerzas Armadas. Puestos a escoger entre las seguridades que el Proceso prometía (el fin de la protesta social, el consecuente aislamiento de los sectores “progresistas” del propio campo católico y la centralidad del catolicismo como referente ideológico de la nación) y los evidentes peligros y complicaciones que de él se derivaban (la incapacidad para generar un proyecto político propio, la violación sistemática de los derechos humanos, y su impulso a políticas económicas de corte neoliberal) el cuerpo episcopal optó por las primeras. Sin embargo a partir de fines de 1978 serían cada vez más los obispos que comprenderían que el proyecto de los militares difícilmente podía coincidir con el de la Iglesia.



EL REPLIEGUE DE LOS SECTORES PROGRESISTAS DEL CATOLICISMO (1976-1978)

La brutal represión de los dos primeros años del régimen militar produjo el retroceso y la desmovilización de los sectores progresistas del campo católico. Casi todas las tareas de base fueron desarticuladas, especialmente aquellas que estaban a cargo de militantes más expuestos a la represión.46 Al mismo tiempo, la “Iglesia del Pueblo” sufrió el impacto de la política que llevó adelante la jerarquía católica con el objeto de restablecer la ortodoxia doctrinaria y poner fin a innovaciones litúrgicas y pastorales. El trabajo que muchos sacerdotes y laicos desarrollaban en barrios obreros, villas de emergencia, comunidades indígenas y campesinas, era seguido con desconfianza por los obispos más tradicionalistas que veían allí una subordinación de lo espiritual a lo temporal. Represión militar y disciplinamiento eclesiástico se reforzaron mutuamente y se acentuó la tendencia ya existente a vincular a católicos progresistas con el marxismo y con la subversión. La jerarquía desalentó las iniciativas de sacerdotes y cuadros laicos socialmente comprometidos después del golpe al momento que caían víctimas de la verdadera caza de brujas desatada por los militares. Al tiempo que se aislaba y controlaba a los sectores más dinámicos de la Iglesia, se privilegiaba un tipo de pastoral que apuntaba a recuperar posiciones en el terreno de las ideas y de la cultura, como así también en el plano de la moral sexual y familiar –en la cruzada que se iniciaba contra lo que muchos obispos denominaban “desacralización”.47

Esta opción tomada por los obispos más tradicionalistas significó, al menos durante los dos primeros años del Proceso, el predominio de lo espiritual por sobre lo temporal y se tradujo, en algunas diócesis más que en otras, en una Iglesia escasamente vinculada al resto de los actores sociales. En el período que fue el más intenso desde el punto de vista de la represión –desde marzo de 1976 hasta fines de 1978, cuando se produjo aproximadamente el 90% de las desapariciones– los sectores “progresistas” del catolicismo optaron por replegarse, preservar, en la medida de lo posible, sus estructuras organizativas y resguardar a sus miembros más activos. En esa estrategia defensiva desempeñaron un papel fundamental un pequeño núcleo de obispos que brindaron protección institucional a muchos sacerdotes y militantes del laicado católico cuyas actividades en otras diócesis los volvía sospechosos para el régimen militar. Este núcleo episcopal estuvo compuesto por monseñor De Nevares, obispo de Neuquén, monseñor Hesayne, obispo de Viedma, monseñor Devoto, obispo de Goya y monseñor Novak, obispo de Quilmes, cuyas jurisdicciones diocesanas albergaron a lo largo de todo el período a numerosos sacerdotes y laicos que habían militado en la corriente posconciliar.

Durante este período de respligue, las corrientes posconciliares fueron elaborando sus cuestionamientos al gobierno militar a partir de dos ejes centrales: la denuncia de la política económica del ministro Martínez de Hoz y la defensa de los derechos humanos. La denuncia de la política económica aplicada por el gobierno militar no sólo permitía aglutinar a todos los sectores de la renovación conciliar sino en ocasiones acercar posiciones con obispos que, aunque de tendencias claramente conservadoras, observaban con preocupación el rumbo de una política económica de corte neoliberal. En sintonía con esas preocupaciones, los mismos sectores de la jerarquía comenzaron a establecer relaciones con actores sociales que sufrían las consecuencias de esta política económica, como los empresarios industriales o ciertos sectores del movimiento obrero. Un ejemplo de este acercamiento lo constituye el apoyo prestado públicamente por el arzobispo de Santa Fe, monseñor Zazpe, en abril de 1977 a la crítica emitida por dos nucleamientos empresariales del interior del país y su denuncia de la inflación persistente en un contexto recesivo “a pesar de los duros sacrificios impuestos y de la brusca caída de los salarios reales de los trabajadores”.48

Esta preocupación ante las consecuencias sociales de la política económica otros obispos la compartían, como el de La Rioja, quien en una carta dirigida precisamente a monseñor Zazpe hacía referencia a la “alarmante cesantía de gente, que está creando un panorama muy doloroso”.49 También el obispo de Neuquén, quien en una carta dirigida al general de brigada José Luis Sexton, a cargo de la represión en esa provincia, consideraba que la “recesión económica con su cortejo de desocupación y caída del valor adquisitivo del salario” no hacía más que contribuir al incremento de la “agitación social”.50 La carta del obispo de Neuquén se remitía a una idea muy difundida entre los obispos enrolados en la renovación conciliar: la necesidad por la Iglesia de adoptar un mayor compromiso en el plano social para evitar que el descontento popular se canalizara a través de las ideologías de izquierda.

Pero más allá de las críticas de orden económico, fue la oposición a los métodos represivos de los militares lo que cristalizó la postura de los pocos obispos que hemos mencionado frente al gobierno militar. Y en ese terreno también existieron matices y diferencias entre las corrientes posconciliares. Por ejemplo, sólo un pequeño núcleo de obispos –monseñor Angelelli, monseñor De Nevares, monseñor Hesayne y monseñor Novak– se opuso de manera pública y sistemática a la violación de los derechos humanos por el Proceso, en tanto que otros optaron por una estrategia más moderada, basada en el diálogo con el gobierno y en la resolución de casos puntuales de detenidos desaparecidos.

Cabe notar que los cuatro obispos que se ubicaban abiertamente a favor de los derechos humanos, antes habían impulsado con entusiasmo en sus diócesis las reformas del Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín y ya se habían enfrentado con las Fuerzas Armadas durante los meses previos al golpe del 24 de marzo de 1976, cuando sacerdotes y laicos de distintas organizaciones del apostolado católico habían sido víctimas de unas primeras acciones represivas. A fines de 1975, alcanzó gran repercusión pública la protesta dirigida por monseñor De Nevares al comandante de la sexta brigada de infantería de montaña, general Buasso, ante el allanamiento realizado por fuerzas del ejército en un hogar escuela del interior de la provincia y la detención de un sacerdote y sus colaboradores. El obispo exigió que cesaran “las torturas físicas y morales que lamentablemente se utilizan entre nosotros”.51 El segundo episodio se produjo pocos días antes del golpe militar, cuando monseñor Angelelli decidió suspender los oficios religiosos en la capilla de la base aérea de Chamical tras un incidente que se produjo con el jefe de la base.52

Acontecimientos como los que acabamos de relatar permitían a los obispos más cercanos a la “Iglesia del Pueblo” anticipar las consecuencias que podía tener un golpe militar. Cuando éste se produjo, se opusieron a ello desde un primer momento. Así, en una homilía pronunciada ante el gobernador militar de Río Negro en julio de 1976, el obispo de Viedma, Miguel Hesayne no vacilaba en plantear abiertamente que “una fuerza que utilizara la tortura moral o física con la pretendida intención de informaciones de bien común se convierte, ipso facto, en la más vil de las violencias”.53 En octubre, el obispo de Neuquén remarcaba ya su oposición al Proceso al comunicar al presidente Videla que no asistiría a los actos oficiales con motivo de su visita a dicha provincia.54 El mismo protagonizaría en enero de 1977 otra fuerte polémica con el general Sexton a raíz de un operativo militar realizado en una residencia religiosa.55

Sobre la política represiva del régimen, estos obispos optaron por pronunciarse públicamente en sus cartas pastorales, homilías o declaraciones a la prensa. También mediante la participación personal en organismos defensores de los derechos humanos.56 A nivel del episcopado, la estrategia de los obispos de la corriente posconciliar fue presionar al resto de los obispos para que la Iglesia adoptara posiciones más firmes con relación a lo que estaba ocurriendo. El ámbito en que podían mejor influir sobre sus colegas era la asamblea episcopal plenaria, ya que la comisión ejecutiva y la comisión permanente del episcopado estaban ambas controladas por los conservadores y tradicionalistas juntos. En efecto, fueron estas presiones de los sectores renovadores, que además contaban con una muy buena relación con la nunciatura apostólica, las que explican los tonos más críticos que caracterizaron los documentos episcopales de mayo de 1976 y de marzo y mayo de 1977.

A pesar de lo que acabamos de señalar, la estrategia de los obispos posconciliares (vale decir, fundamentalmente la de los progresistas) alcanzó resultados en definitiva limitados. Durante los primeros dos años del gobierno militar, su posición se caracterizó por su debilidad, debido a una coyuntura no sólo nacional sino también latinoamericana. Por un lado, el régimen militar atravesó entonces su fase de mayor solidez, como ya se ha señalado. Por el otro, la Iglesia católica adoptó en muchos países de América Latina una política fuertemente conservadora como respuesta a los avances conseguidos en su frente interno por tendencias progresistas, como la teología de la liberación, las que sólo a partir de 1979, con el pontificado de Juan Pablo II, comenzarían a revertirse, favoreciendo nuevamente la posición de aquellos sectores que planteaban la necesidad de devolver a la “cuestión social” un lugar de privilegio.

Otro hecho daba cuenta de la debilidad de quienes, dentro de la jerarquía católica, se oponían abiertamente a la dictadura militar: eran muy pocos, apenas cuatro o cinco sobre un total de aproximadamente setenta obispos hacia 1976. Los mismos que habían promovido en sus diócesis una pastoral popular en la línea de la opción preferencial por los pobres y habían introducido formas más democráticas de funcionamiento en su interior. Además estaban al frente de jurisdicciones eclesiásticas pequeñas (desde el punto de vista poblacional), y que se encontraban alejadas de los centros de decisión política.

Los obispos progresistas tuvieron que asumir su posición minoritaria en el seno del episcopado católico. Cuando fracasó su propuesta de crear un organismo que canalizara las denuncias por violaciones a los derechos humanos dentro del propio episcopado (al estilo de la Vicaría de la Solidaridad existente en Chile), los obispos progresistas buscaron más que todo evitar el aislamiento, vinculándose con organismos defensores de los derechos humanos activos durante los primeros años de la dictadura, como la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) o el Movimiento Ecuménico por los Derechos del Hombre (MEDH). En estos organismos que se nutrían además de la participación de otras comunidades religiosas, la participación de sacerdotes y laicos de la Iglesia católica alcanzó niveles importantes.

La estrecha relación que mantenían algunos obispos progresistas con los organismos defensores de los derechos humanos hizo que fueran vistos con desconfianza por amplios sectores de la jerarquía católica. Vale señalar al respecto la carta que un conjunto de obispos del noroeste del país entregó al cardenal Primatesta, presidente de la Conferencia Episcopal, a fines de 1978, en la que planteaban su preocupación por la participación de monseñor De Nevares en la APDH y pedían precisiones sobre la actuación del obispo de Neuquén en dicho organismo.57

A lo largo de esta etapa, como ha señalado Floreal Forni, algunos trabajos de base lograron continuar a pesar de la represión y situación económica desfavorable mediante el apoyo de agencias no gubernamentales extranjeras.58 La continuidad de esas actividades de base fue un motivo permanente de tensiones tanto con las autoridades eclesiásticas como con las militares, por ejemplo en el caso del equipo de villas de emergencia dependiente del arzobispado de Buenos Aires. En general, ante la dificultad y el riesgo que implicaban el trabajo en comunidad, los católicos progresistas optaron por acciones menos expuestas pero que les servirían para mantener la cohesión de sus grupos o comunidades eclesiales de base. Surgieron así espacios de discusión y lectura, y otras actividades semejantes en parroquias e institutos religiosos que se llevaban adelante –en no pocos casos– en condiciones de semiclandestinidad. Así lograron sobrevivir las comunidades progresistas que iniciarían hacia fines de 1978 un lento pero sostenido proceso de recomposición.



EL CATOLICISMO POSCONCILIAR EN LA ARGENTINA: DEL REPLIEGUE A LA RECOMPOSICIÓN (1979-1983)


Tanto en el ámbito de la política y de la sociedad argentina como en el del propio catolicismo y su Iglesia tuvieron lugar, a lo largo de estos años, procesos que modificaron las relaciones entre la jerarquía católica y el gobierno de las Fuerzas Armadas, y provocaron el desplazamiento del poder dentro de la propia institución eclesial. A partir de 1979, aunque lentamente, determinados sectores de la sociedad civil comenzaron a recuperar la iniciativa. En parte por la incapacidad del régimen militar para definir una propuesta política coherente. Por otra parte, porque este mismo régimen militar comenzaba a pagar con su aislamiento los costos políticos derivados del terror y los de un plan económico que, al castigar a amplísimos sectores del arco social, lo privaba de sólidas bases de sustentación.59 Los partidos políticos incrementaron su actividad y comenzaron a difundir comunicados cada vez más críticos. La oposición sindical a las políticas económicas de Martínez de Hoz y su equipo se consolidó, al igual que la de los organismos defensores de los derechos humanos. En 1980 se produjeron dos acontecimientos ilustrativos de esta nueva dinámica: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) dio a conocer un informe documentando las violaciones cometidas en la Argentina tras un viaje al país realizado el año anterior, al que nos referiremos más adelante. Y el Premio Nobel de la Paz fue otorgado a Adolfo Pérez Esquivel, coordinador latinoamericano del Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ), una institución de inspiración cristiana.

Esta ofensiva de la sociedad civil apenas se bosqueja en la sociedad argentina al tiempo que otros procesos, cuyas consecuencias serán profundas y duraderas, tienen lugar en la Iglesia universal. La llegada al pontificado de Juan Pablo II, en octubre de 1978, abre una nueva etapa para la Iglesia, signada por la construcción de un nuevo proyecto hegemónico basado en lo que se dio en llamar el “aggiornamento socialcristiano”.60 En las iglesias latinoamericanas, esta nueva orientación de la Iglesia universal cristalizaría durante la Conferencia de Puebla, inaugurada por el propio Juan Pablo II a comienzos de 1979, en la forma de una “teología de la cultura”, capaz de cerrar las hondas heridas y desgarramientos de los tiempos del Concilio en plan doctrinario. La recuperación de la “cuestión social” profundizada más adelante con la encíclica Laborem Excercens de Juan Pablo II junto con una revitalización de la cultura popular católica constituían una respuesta al crecimiento que había experimentado la teología de la liberación en el continente.

La condena de los totalitarismos de todo tipo, la denuncia explícita de la doctrina de la seguridad nacional y la defensa irrestricta de los derechos humanos expresadas por los obispos latinoamericanos en Puebla generaron un fuerte impacto en la iglesia argentina por su pertinencia con la situación del país. Junto con los cambios políticos y sociales a que hiciéramos referencia más arriba, condujeron a un paulatino distanciamiento de la jerarquía eclesiástica con respecto al régimen militar. A las preocupaciones ya presentes en muchos obispos en torno de la represión implementada por los militares, especialmente cuando era dirigida contra sacerdotes o laicos del apostolado, se sumó a fines de 1978 una reprobación marcada ante la irresponsable actitud de amplios sectores de las Fuerzas Armadas, que estuvieron a punto de desencadenar una guerra con Chile por el Canal de Beagle. Por otro lado las políticas monetaristas del equipo económico de Martínez de Hoz, que adquirieron perfiles bien nítidos durante 1977 con la reforma financiera y luego, en 1978, con la apertura comercial, instauraban una brecha con la doctrina social de la Iglesia en tanto que ella aboga por la armonía de las relaciones entre el capital y el trabajo. Todo eso confirmaba en el ánimo de muchos obispos que, a pesar de su catolicidad proclamada, el gobierno del Proceso estaba muy lejos de encarnar el ideario de la Iglesia después del Concilio y Puebla.

En este clima surgieron iniciativas para vincular a la Iglesia con otros sectores de la sociedad, en las que adquirieron un importante protagonismo algunos obispos de reciente promoción al cuerpo episcopal, como monseñor Laguna y monseñor Casaretto. Producto del acercamiento con el sindicalismo peronista fue un documento elaborado por el equipo de pastoral social del episcopado en los primeros días de agosto 1979 (y ratificado en sus consideraciones generales por la comisión permanente del episcopado en noviembre), que manifestaba la oposición de la Iglesia a la ley de asociaciones profesionales que se aprestaba a sancionar el gobierno militar.61 Se trataba de una cuestión importante sobre la cual, por primera vez, la Iglesia y las Fuerzas Armadas aparecían, claramente, en veredas opuestas. Como parte de la estrategia más amplia que consistía en neutralizar a las corrientes más radicalizadas del catolicismo, la cuestión social comenzó a ganar terreno, en las homilías y en las declaraciones de los obispos, incluso en aquellos fuertemente conservadores, en el marco de una ortodoxia doctrinaria que no diese lugar a interpretaciones consideradas extremas. A medida que se visualizaba la necesidad de una salida política del Proceso, sectores de la Iglesia vinculados a la renovación conciliar, intensificaron sus contactos con la dirigencia sindical.62 Esta relación con el movimiento obrero argentino se incrementó aún más con la designación de monseñor Laguna, en 1981, como presidente del equipo de pastoral social, la que se inscribía a la vez en una nueva orientación de la Iglesia universal hacia el mundo del trabajo, plasmada en la encíclica Laborem Excercens de Juan Pablo II.

En suma, los cambios que se produjeron a fines de los años setenta contribuyeron a legitimar la actitud de los católicos que desafiaban el autoritarismo del régimen, e hicieron que la defensa de los derechos humanos se combinara crecientemente con la denuncia de la situación social. En agosto de 1979, el obispo Novak, de la diócesis de Quilmes, hizo llegar a la Conferencia Episcopal Argentina una carta pastoral de la cual se imprimieron más de 20.000 copias que fueron distribuidas en las distintas capillas y parroquias de la diócesis. Esto demuestra que los planteos de los sectores progresistas de la Iglesia se acercaban ahora a los de la Iglesia universal tal como habían sido formulados en la Conferencia de Puebla y en las encíclicas papales.63 Eran esas mismas convergencias las que le permitieron al obispo de Viedma calificar como “anticristiana” la política económica del régimen militar y afirmar que “la brecha que señala Puebla, esa brecha entre ricos y pobres, es hoy en la Argentina cada vez más notable”.64 Lo mismo hizo posible que en la diócesis de Quilmes se celebraran todos los meses, desde junio de 1979 hasta diciembre de 1981, misas con familiares de detenidos desaparecidos, o que las Madres de Plaza de Mayo realizaran para esa fecha en Quilmes y en Neuquén una jornada de ayuno reclamando la aparición con vida de los desaparecidos.65

Pese al nuevo clima a favor de los obispos progresistas, los sectores mayoritarios de la jerarquía católica evitaron cualquier tipo de pronunciamiento público que pusiera en peligro sus relaciones con el régimen militar. Permanecieron en silencio frente a las sistemáticas violaciones a los derechos humanos perpetradas por el Proceso y no fueron pocos los que salieron en su defensa cuando el cuestionamiento se fue generalizando en la sociedad argentina. Por ejemplo, en ocasión de la llegada al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA en 1979 para investigar sobre la situación de los derechos humanos, numerosas voces se alzaron desde las cúpulas de la Iglesia para desprestigiar la labor de la comisión y vincularla con una “campaña antiargentina” impulsada desde el exterior. Monseñor Derisi, destacado exponente de los sectores tradicionalistas del catolicismo argentino, responsabilizó por los problemas del país a “los familiares de los guerrilleros que han matado, secuestrado y robado”,66 en tanto que el arzobispo de Rosario, monseñor Bolatti, sostenía que “los extranjeros no pueden venir a decirnos qué cosas tenemos que hacer”.67 También se puede observar que las Madres de Plaza de Mayo y otros organismos de derechos humanos que esperaban las asambleas plenarias para hacer llegar sus denuncias a la Conferencia Episcopal, nunca fueron recibidos por la jerarquía católica, que no tuvo inconvenientes, sin embargo, en escuchar de boca de los propios jefes militares los informes acerca de las características que asumía la “lucha antisubversiva”.68

Entre las razones que llevaron a la Iglesia a adoptar una posición tan reticente ante la represión ilegal y en particular contra la que desató la institución en contra de sus propios miembros, se puede invocar la existencia, desde las primeras décadas del siglo, de un sustrato ideológico común con las Fuerzas Armadas, que asociaba la nación a su catolicidad. Al alinearse con las Fuerzas Armadas, la Iglesia no hacía sino defender los “valores tradicionales de la argentinidad”. Ubicada en la misma trinchera ideológica que los militares, la Iglesia católica encontraba dificultades para cuestionar abiertamente los métodos represivos del Proceso, así como para defender los derechos humanos de aquellos grupos e individuos que, desde la mítica perspectiva de la “nación católica”, formaban parte de los “enemigos de la patria”. Como ha señalado Loris Zanatta, esta “antigua y orgánica unión entre Iglesia y Fuerzas Armadas y su representación recíproca como pilares de la nacionalidad” llevó a las cúpulas de ambas instituciones a evitar, en la medida de lo posible, los enfrentamientos y a resolver “en familia” sus diferencias.69 Pero también es posible que la profunda división que existía dentro del propio cuerpo episcopal haya militado a favor de una posición moderada de la jerarquía católica, ya que una condena pública de los crímenes de la dictadura podía producir la fractura del episcopado al enajenar a los obispos que simpatizaban abiertamente con el gobierno militar.70

La posición de la jerarquía católica de la que hemos subrayado sucesivamente la ambigüedad, reticencia y moderación, se mantuvo incluso luego de la derrota en la guerra por las islas Malvinas, que inauguró la etapa de descomposición del régimen militar. Los más altos exponentes de la Iglesia argentina se mostraron partidarios de encontrar un cierre para la espinosa cuestión de los desaparecidos que no comprometiese institucionalmente a las Fuerzas Armadas.

A fines de abril de 1983, el gobierno militar dio a conocer un “Documento Final” y un “Acta Institucional” en la que se consideraba que todo lo actuado por las fuerzas de seguridad en la “lucha contra la subversión” debía ser considerado un “acto de servicio” y por lo tanto no podía ser materia punible. A lo largo de 1983 el cardenal Aramburu y el entonces obispo de Avellaneda, monseñor Quarracino, se pronunciaron a favor de una ley de amnistía, al mismo tiempo que este último advertía sobre los peligros que podían derivarse de un eventual juzgamiento de los militares.71 La estrategia de las Fuerzas Armadas se completó en septiembre de 1983 con la sanción de la “Ley de Pacificación Nacional”, más conocida como “Ley de autoamnistía”. En general, los sectores de mayor peso dentro del catolicismo argentino mantuvieron esta posición: el episcopado católico –a través de su comisión ejecutiva– iba a encontrar aspectos positivos en el “Documento final” y evitaría un pronunciamiento de conjunto ante la ley de amnistía, ya que por haber sido sancionada por los militares poco antes de abandonar el poder, podía considerarse que se trataba de una cuestión de “carácter jurídico”.

Sólo el pequeño núcleo de obispos que había denunciado desde el principio la política represiva del régimen militar exigió la justicia y la verdad como requisito para lograr una eventual reconciliación. Para monseñor Hesayne, ésta requería de cinco condiciones: examen de conciencia, dolor, arrepentimiento sincero de los pecados, propósito de corrección, confesión sincera del pecado y reparación del mal cometido.72 Y el obispo de Neuquén rechazó enérgicamente el “Documento final” y la “Ley de autoamnistía”, basándose en documentos elaborados por el propio episcopado, como “Iglesia y comunidad nacional”.73

Sin embargo, en otro terreno, los cambios operados en el seno de la Iglesia tras la conferencia de Puebla y la descomposición del régimen militar luego de la guerra de Malvinas crearon un escenario propicio para que muchas de las líneas de trabajo que habían sido características de la “Iglesia del Pueblo” durante las décadas de 1960 y 1970, y que habían permanecido latentes durante la dictadura, se fueran reactivando paulatinamente. La capacidad organizativa y el compromiso militante de muchos sacerdotes y laicos les otorgaron un papel que no debiera subestimarse en los nuevos movimientos sociales que hicieron su ingreso en la escena política a comienzos de la década de 1980.74 Prácticas solidarias que desafían la cultura jerárquica de los militares dieron a estos movimientos un papel clave en la lucha contra la dictadura.

A modo de ejemplo puede citarse la ocupación de terrenos fiscales en distintas zonas del sur del Gran Buenos Aires, por familias desplazadas o que no tenían donde vivir. La participación de sacerdotes de la diócesis de Quilmes fue decisiva para dotar a esas familias de formas organizativas que les permitiesen defender sus reivindicaciones.75 Se podría citar otros ejemplos de pastoral popular enmarcada en la “opción preferencial por los pobres” en dirección de grupos aborígenes, villas de emergencia y sectores juveniles, desarrollados desde las diócesis progresistas a las que hemos hecho referencia a lo largo de este trabajo.

En suma, la recuperación de prácticas que habían caracterizado su accionar en los años previos al golpe militar y la resignificación de otras permitieron que los sectores progresistas del catolicismo argentino pudieran realizar un aporte significativo a la recomposición del campo popular y al proceso de transición a la democracia, una vez que quedó atrás la fase de mayor violencia represiva.




NOTAS

1. Lumen Gentium. Promulgada el 21 de noviembre de 1964, y Gaudium et Spes, datada el 7 de diciembre de 1965, fueron los documentos más importantes en los que la Iglesia universal plasmó estas nuevas concepciones.

2. II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Documentos finales de Medellín. Buenos Aires: Ediciones Paulinas, 1970.

3. José Pablo Martín. Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Un debate argentino. Buenos Aires: Editorial Guadalupe-Ediciones Castañeda, 1992, pp. 14 y 15. En este trabajo se hace referencia a 524 sacerdotes que participaron del MSTM sobre un total de 5.895, lo que equivale a un 8,89%. Sobre el MSTM puede consultarse también el trabajo de Gustavo Pontoriero. Sacerdotes para el Tercer Mundo: el fermento en la masa (1967-1976). Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1991.

4. Rubén Dri. La Iglesia que nace del pueblo. Buenos Aires: Nueva América, 1987. p. 170.

5. José Pablo Martín. Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Un debate argentino. Buenos Aires: Editorial Guadalupe-Ediciones Castañeda, 1992.

6. El Cordobazo, en 1969, fue una revuelta popular impulsada por sectores sindicales con el apoyo de estudiantes y una buena parte de la población de la ciudad de Córdoba. Cuando la policía fue desbordada, el ejército se encargó de reprimir y restablecer el orden. (N. de E.)

7. María Cristina Tortti. “Protesta social y ‘nueva izquierda’ en la Argentina del ‘Gran Acuerdo Nacional’. Taller. Revista de Sociedad, Cultura y Política. Núm. 6, 1998, pp. 11-39.

8. Roberto Di Stéfano y Loris Zanatta. Historia de la Iglesia argentina. Buenos Aires: Editorial Grijalbo-Mondadori, 2000, p. 478.

9. Entrevista realizada al padre Enzo Giustozzi, Buenos Aires, junio de 2001.

10. Roberto Di Stéfano y Loris Zanatta. Historia de la Iglesia argentina. Buenos Aires: Editorial Grijalbo-Mondadori, 2000, p. 476.

11. Leonardo Pérez Esquivel. “Democracia y dictadura: opciones y compromisos de los cristianos”. AAVV. 500 años de cristianismo en Argentina. Buenos Aires: Editorial Cheila-Nueva Tierra, 1992, pp. 393-435.

12. Bruno Passarelli y Fernando Elemberg. El Cardenal y los desaparecidos. La obra del nuncio apostólico Pío Laghi en la Argentina. Narni: Società Editrice, 1999.

13. Agencia Informativa Católica Argentina (AICA). Guía Eclesiástica Argentina. Buenos Aires: AICA, 1995.

14. CEA. “Declaración de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal Argentina sobre el hábito eclesiástico”. CEA et al. Documentos del Episcopado Argentino 1965-1981. Buenos Aires: Claretiana, 1981, p. 275.

15. CEA. “Declaración de la Conferencia Episcopal Argentina sobre el culto de los santos y de las almas del purgatorio”. Documentos del episcopado argentino 1965-1981. Buenos Aires: Claretiana, 1981, pp. 276-278. [La leyenda de la Difunta Correa reclama la santificación de una mujer que vivió a mediados del siglo XIX, en virtud del supuesto milagro de haber amamantado a su bebé después de ocurrida su muerte. Aunque la Iglesia rechazó su postulación por falta de pruebas, no pudo impedir el culto popular. (N. de E.)]

16. AICA. Núm. 1030-31, 23 de septiembre de 1976, pp. 34-35.

17. AICA. Núm. 1032-33, 7 de octubre de 1976, pp. 34-35.

18. La Nación. 12 de octubre de 1976.

19. CEA. “Declaración de la Conferencia Episcopal Argentina sobre la llamada Biblia latinoamericana”. CEA et al. Documentos del Episcopado Argentino. Buenos Aires: Claretiana, 1981, pp. 301-303.

20. Antonio Quarracino. “La Iglesia en la Argentina de los últimos cincuenta años”. Criterio. Diciembre de 1977.

21. La Prensa. 19 de abril de 1976.

22. Loris Zanatta. Del Estado liberal a la nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo (1930-1943). Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 1996.

23. Mensaje presidencial del día 12 de mayo de 1976, citado por Ricardo Sidicaro. “El régimen autoritario de 1976: Refundación frustrada y contrarrevolución exitosa”. Hugo Quiroga y César Tcach. A veinte años del golpe. Con memoria democrática. Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 1996, pp. 9-25.

24. Alocución del General Videla ante las Fuerzas Armadas, citado por Silvia Sigal e Isabel Santi. “Del discurso en el régimen autoritario: un estudio comparativo”. Isidoro Cheresky y Jacques Chonchol et al. Crisis y transformación de los regímenes autoritarios. Buenos Aires: 1985, pp. 145-170.

25. Acta fijando el propósito y los objetivos básicos para el Proceso de Reorganización Nacional.

26. La “Revolución Argentina” fue el golpe de estado que puso en el poder al General Onganía en 1966. (N. de E.)

27. La condena internacional de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por el régimen militar en la Argentina se intensificó a partir de 1977, como consecuencia del triunfo electoral del candidato demócrata Jimmy Carter en los Estados Unidos a fines del año anterior. La administración Carter se caracterizó por la denuncia de las violaciones a los derechos humanos en los países del llamado Tercer Mundo. Esa estrategia formaba parte de la condena al régimen de la Unión Soviética en el marco de la “guerra fría”.

28. José Pablo Martín. Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Un debate argentino. Buenos Aires: Editorial Guadalupe – Ediciones Castañeda, 1992.

29. Emilio Mignone. Iglesia y Dictadura. El papel de la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar. Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986, p. 246.

30. Carlos Sacheri. La Iglesia clandestina. Buenos Aires: Ediciones del Cruzamante, 1970.

31. Prudencio García. El drama de la autonomía militar. Argentina bajo las Juntas Militares. Madrid: Alianza, 1985, p. 195.

32. Enrique Vázquez. PRN, la última: origen, apogeo y caída de la dictadura militar. Buenos Aires: EUDEBA, 1985, p. 89. Estas expresiones estaban presentes en un documento elaborado por el General Juan Manuel Bayón, Director de la Escuela Superior de Guerra, y circuló entre los oficiales del Ejército durante el año 1977.

33. Enrique Vázquez. PRN, la última: origen, apogeo y caída de la dictadura militar. Buenos Aires: EUDEBA 1985, p. 15. El oficial en cuestión era el Teniente Coronel Juan Carlos Moreno, jefe de la guarnición militar de San Luis.

34. Revista Cuestionario. “Entre la cruz y la espada”. Núm. 31, Buenos Aires, noviembre de 1975, pp. 5-8.

35. Emilio Mignone. Iglesia y Dictadura. Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986, pp. 229-232.

36. Emilio Mignone. Iglesia y Dictadura. Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986, pp. 238-239. Uno de estos grupos estaba vinculado a la Parroquia Santa María Madre del Pueblo, en la zona del Bajo Flores; el otro se nucleaba en torno de la Parroquia Nuestra Señora de la Unidad, en la zona de Olivos.

37. Las cinco víctimas de la masacre fueron los sacerdotes Alfredo Kelli, Alfredo Leaden y Pedro Dufau, y los seminaristas Salvador Barbeito y Emilio Barletti. Sobre la masacre de los padres palotinos véase el trabajo de Eduardo Kimel. La masacre de San Patricio. Buenos Aires: Ediciones Dialéctica, 1989.

38. Nos referimos a los sacerdotes Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville y a Wenceslao Pedernera, un militante del laicado muy cercano al obispo de La Rioja. Sobre la persecución a la Iglesia riojana y el asesinato de Angelelli pueden consultarse: Emilio Mignone. Iglesia y Dictadura. Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986. También Martin Andersen. Dossier secreto. El mito de la guerra sucia. Buenos Aires: Planeta, 1983, pp. 223-227.

39. Véase al respecto, Welty Domon Arlette. Sor Alicia, un sol de justicia. Buenos Aires: Contrapunto, 1987.

40. La Prensa. 9 de diciembre de 1976.

41. Loris Zanatta. “Religión, nación y derechos humanos. El caso argentino en perspectiva histórica”. Revista de Ciencias Sociales. Núm. 7-8, 1998.

42. Jaime de Nevares. La verdad nos hará libres. Buenos Aires: Nueva Tierra, 1994, pp. 131-134. Entrevista realizada por la revista Comunidad, de la diócesis del Neuquén, al obispo Jaime de Nevares.

43. Nos referimos fundamentalmente a los obispos Hesayne, Novak y De Nevares. Novak fue activo en el MEDH y Nuncio De Nevares en la APDH.

44. Véase especialmente la “Carta Pastoral de la Conferencia Episcopal Argentina”, mayo de 1976, la “Carta de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal Argentina a los miembros de la junta militar sobre inquietudes del pueblo cristiano por detenidos, desaparecidos, etc.”. Marzo de 1977 y “Reflexión cristiana para el pueblo de la patria de la Conferencia Episcopal Argentina”. Mayo de 1977. CEA. Documentos del Episcopado Argentino. Buenos Aires: Claretiana, 1982.

45. Bruno Passarelli y Fernando Elemberg. El Cardenal y los desaparecidos. Narni, Società Editrice, 1999. Hacen referencia a las solicitudes periódicas que el nuncio apostólico Pío Laghi elevaba al ministerio del Interior.

46. Floreal Forni. “Derechos Humanos y trabajo de base: la reproducción de una línea en el catolicismo argentino”. AAVV. 500 años de cristianismo en Argentina. Buenos Aires: Cehila-Nueva Tierra, 1992, pp. 513-524.

47. No deja de ser significativo que el programa matrimonio y familia fuese definido por el episcopado como la prioridad pastoral para el año 1976.

48. La Prensa. 18 de abril de 1977.

49. Emilio Mignone. Iglesia y Dictadura. Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986, p. 249.

50. Jaime de Nevares. La verdad nos hará libres. Buenos Aires: Nueva Tierra, 1994, pp. 113 y 114.

51. Para una crónica detallada de los sucesos ocurridos en el Hogar Mamá Margarita y sus posteriores repercusiones, véase: Jaime de Nevares. La verdad nos hará libres. Buenos Aires: Nueva Tierra, 1994, pp. 104-107.

52. Episodios similares se registraron en la misma época en las provincias de Corrientes y Río Negro. En Corrientes, la detención de dos sacerdotes vinculados a las ligas agrarias motivó la protesta del obispo Devoto en una “carta a los cristianos de Lavalle y Goya”. Cuando una bomba explotó en la parroquia de Sierra Grande en Rio Grande porque grupos católicos habían brindado apoyo a unos trabajadores despedidos, el recientemente designado obispo de Viedma exhortó a sus sacerdotes a “proseguir con esperanza, no obstante las dificultades, la incomprensión y la persecución”. Véase Rubén Dri. La Iglesia que nace del pueblo. Buenos Aires: Nueva América, 1987, p. 116.

53. La Opinión. 10 de julio de 1976.

54. La Prensa. 20 de octubre de 1976.

55. Jaime de Nevares. La verdad nos hará libres. Buenos Aires: Nueva Tierra, 1994, pp. 115-117.

56. Tales fueron los casos de monseñor De Nevares y monseñor Novak, integrantes de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH), respectivamente.

57. Jaime de Nevares. La verdad nos hará libres. Buenos Aires: Nueva Tierra, 1994, p. 110.

58. Floreal Forni. “Derechos Humanos y trabajo de base: la reproducción de una línea en el catolicismo argentino”. AAVV. 500 años de cristianismo en Argentina. Buenos Aires: Cheila-Nueva Tierra, 1992, p. 516.

59. Hugo Quiroga. El tiempo del Proceso. Rosario: Editorial Fundación Ross, 1994.

60. Ana María Escurra. Iglesia y transición democrática. Ofensiva del neoconservadurismo católico en América Latina. Buenos Aires: Puntosur, 1988.

61. Cr. “Comunicado del equipo de pastoral social sobre el derecho de agremiación” de agosto de 1979 y “Declaración de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal Argentina sobre la ley de asociaciones gremiales de trabajadores” de diciembre de 1979. CEA. Documentos del Episcopado Argentino. Buenos Aires: Claretiana, 1982.

62. Arturo Fernández. Sindicalismo e Iglesia 1976-1987. Buenos Aires: CEAL, 1990.

63. José María Poirier. Novak, Jorge: Iglesia y Derechos Humanos. Buenos Aires: Ciudad Nueva, 2000, p. 48.

64. La Nación. 9 de febrero de 1982.

65. José María Poirier. Novak, Jorge: Iglesia y Derechos Humanos. Buenos Aires: Ciudad Nueva, 2000, p. 45. Véase también Rubén Dri. Teología y Dominación. Buenos Aires: Roblanco, 1987.

66. La Razón. 12 de septiembre de 1979.

67. Convicción. 13 de septiembre de 1979.

68. Durante la asamblea plenaria del episcopado de mayo de 1977 la jerarquía católica aceptó recibir a dos altos oficiales castrenses, el General Carlos Martínez, jefe de inteligencia del Comando General del Ejército, y el General Luciano Jáuregui, jefe de operaciones del Comando General, quienes realizaron una exposición acerca de la “lucha antisubversiva” que se venía desarrollando. La Prensa. 6 de mayo de 1977.

69. Roberto Di Stéfano y Loris Zanatta. Historia de la Iglesia argentina. Buenos Aires: Grijalbo-Mondadori, p. 547.

70. Loris Zanatta. “Religión, nación y derechos humanos. El caso argentino en perspectiva histórica”. Revista de Ciencias Sociales. Núm. 7-8, 1998.

71. Emilio Mignone. Iglesia y Dictadura. Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986. Véase también Leonardo Pérez Esquivel. “Democracia y dictadura: opciones y compromisos de los cristianos”. AAVV. 500 años de cristianismo en Argentina. Buenos Aires: Cehila-Nueva Tierra, 1992, p. 430.

72. El Porteño. Núm. 16, abril de 1983.

73. Jaime de Nevares. La verdad nos hará libres. Buenos Aires: Nueva Tierra, 1994, p. 128.

74. Para una caracterización de estos movimientos véase el texto de Elizabeth Jelin. Elizabeth Jelin et al. Los nuevos movimientos sociales. Buenos Aires: CEAL, 1985.

75. Luis Fara. “Luchas reivindicativas urbanas en un contexto autoritario. Los asentamientos de San Francisco Solano”. Elizabeth Jelin et al. Los nuevos movimientos sociales. Buenos Aires: CEAL, 1985, pp. 120-139.

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