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El pasado vivo: casos paralelos y precedentes

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Liminar.
Verdad y memoria: escribir
la historia de nuestro tiempo

Anne Pérotin-Dumon
Verdad, justicia, memoria

Introducción

El derecho humano a la Verdad.
Lecciones de las experiencias latinoamericanas de relato de la verdad

Juan E. Méndez

Historia y memoria.
La escritura de la historia y la representación del pasado

Paul Ricœur

Maurice Halbwachs y la sociología de la memoria
Marie-Claire Lavabre
Argentina: el tiempo largo
de la violencia política


Introducción

La violencia en la historia argentina reciente: un estado de la cuestión
Luis Alberto Romero

Movilización y politización: abogados de Buenos Aires entre 1968 y 1973
Mauricio Chama

La Iglesia argentina durante la última dictadura militar.
El terror desplegado sobre el campo católico (1976-1983)

Martín Obregón

Testigos de la derrota.
Malvinas: los soldados y la guerra durante la transición democrática argentina, 1982-1987

Federico Guillermo Lorenz

Militares en la transición argentina: del gobierno a la subordinación constitucional
Carlos H. Acuña y
Catalina Smulovitz


Conflictos de la memoria en la Argentina.
Un estudio histórico de la memoria social

Hugo Vezzetti
Chile: los caminos de la historia
y la memoria


Introducción

El pasado está presente.
Historia y memoria en el Chile contemporáne
o
Peter Winn

Historia y memoria del 11 de septiembre de 1973 en la población La Legua de Santiago de Chile
Mario Garcés D.

La Michita (1964-1983): de la reforma universitaria a una vida en comunidad
Manuel Gárate-Chateau

El testimonio de experiencias políticas traumáticas: terapia y denuncia en Chile (1973-1985)
Elizabeth Lira

La superación de los silencios oficiales en el Chile posautoritario
Katherine Hite

Irrupciones de la memoria: la política expresiva en la transición a la democracia en Chile
Alexander Wilde
Perú: investigar veinte años
de violencia reciente


Introducción

“El tiempo del miedo” (1980-2000), la violencia moderna y la larga duración en la historia peruana
Peter F. Klarén

¿Por qué apareció Sendero Luminoso en Ayacucho?
El desarrollo de la educación y la generación del 69 en Ayacucho y Huanta

Carlos Iván Degregori

Pensamiento, acción y base política del movimiento Sendero Luminoso.
La guerra y las primeras respuestas de los comuneros (1964-1983)

Nelson Manrique

Familia, cultura y “revolución”.
Vida cotidiana en Sendero Luminoso

Ponciano del Pino H.

Juventud universitaria y violencia política en el Perú.
La matanza de estudiantes de La Cantuta y su memoria, 1992-2000

Pablo Sandoval

En busca de la verdad y la justicia.
La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú

Coletta Youngers
Archivos para un pasado reciente y violento: Argentina, Chile, Perú

Introducción

Archivos de la represión y memoria en la República Argentina
Federico Guillermo Lorenz

Archivos para el estudio del pasado reciente en Chile
Jennifer Herbst con
Patricia Huenuqueo


Los archivos de los derechos humanos en el Perú
Ruth Elena Borja Santa Cruz
El pasado vivo:
casos paralelos y precedentes


Introducción

Cegados por la distancia social.
El tema elusivo de los judíos en
la historiografía de posguerra en Polonia

Jan T. Gross

Guerra, genocidio y exterminio:
la guerra contra los judíos en una era de guerras mundiales

Michael Geyer

Tres relatos sobre nuestra humanidad.
La bomba atómica en la memoria japonesa y estadounidense

John W. Dower

Anatomía de una muerte: represión, derechos humanos y el caso de Alexandre Vannucchi Leme en el Brasil autoritario
Kenneth P. Serbin

La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000
Henry Rousso
Historia reciente
y responsabilidad social


Introducción

La experiencia de un historiador en la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala
Arturo Taracena Arriola

La historia aplicada: perito en el caso Pinochet en la Audiencia
Nacional de España

Joan del Alcàzar

Dentro del silencio.
El Proyecto Conmemorativo de Ardoyne, el relato comunitario de la verdad y la transición posconflicto en Irlanda del Norte

Patricia Lundy y
Mark McGovern


“Sin la verdad de las mujeres la historia no estará completa”.
El reto de incorporar una perspectiva de género en la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú

Julissa Mantilla Falcón


Guerra, genocidio y exterminio: la guerra contra los judíos en una era de guerras mundiales

Michael Geyer



Dígase lo que se dijere de los alemanes y su historia, se los recordará, sin duda, por la ferocidad con que libraron dos guerras mundiales y la depravación que los condujo al intento premeditado de asesinar a todos los judíos situados dentro de su esfera de poder. La resolución con que combatieron en esas guerras y la naturaleza radical de la ambición de subordinar un continente, esclavizar a una buena parte de su población y exterminar a todo un pueblo marcan el siglo XX. Tal vez cerremos los ojos a la furia de la época u ocultemos la marca que Alemania dejó en ella. Tal vez pretendamos convencernos de que el malhadado resultado fue la consecuencia de una fatídica concatenación de circunstancias o de los delirios del fanatismo. Por otra parte, vista desde mayor distancia, esa “muerte masiva creada por el hombre” puede vaciarse aún más de sus cáusticas visiones y olores y sus recuerdos de pesadilla.1 Acaso se convierta en una mesa de matadero más, en una historia humana rebosante de catástrofes sin precedentes provocadas por la mano del hombre, cada una de ellas inédita en su época, pero recogida en una larga historia de catástrofes humanas. Sin embargo, la marca de haber desencadenado guerras que pusieron en entredicho el fundamento mismo de la civilidad y la mancha de haber planeado el asesinato de todas las personas de origen judío no desaparecerán. En lo que respecta al siglo XX los alemanes serán universalmente recordados por su salvajismo, con prescindencia de todo lo demás que hayan hecho.

Este pasado violento no pasa ni pasará.2 Sin lugar a dudas, los recuerdos de guerras y genocidios suelen recorrer ciclos de desaprobación, intensa inquietud y desinterés, y no hay motivo para suponer que la guerra y el genocidio en la Europa del siglo XX han de seguir un modelo diferente. No cabe apostar por la perdurabilidad de la profunda atracción del público y los académicos por la historia de las dos guerras mundiales y la tardía pero resuelta concentración en la matanza deliberada de los judíos. Pero la naturaleza cíclica de la conciencia histórica no es buen indicador de la presencia continua de este pasado en particular. ¿Por qué? No porque los acontecimientos hayan sido únicos, la guerra, más imponente, la violencia, más infame que la de otras guerras o el asesinato de los judíos, el Holocausto, diferente de todos los demás genocidios.3 Tampoco podemos explicar la persistencia del recuerdo con el argumento de que el genocidio y la guerra son la esencia y el destino del ser alemán o, para el caso, la memoria fundadora de la identidad nacional de la posguerra y, por lo tanto, están inscriptos de manera inmutable en la historia de la nación.4 Por el contrario, el recuerdo de la guerra y el genocidio se mantendrá vivo, en primer lugar, porque no está atado a ninguna fuente única ni a ninguna historia nacional singular. Se ha convertido en parte de una crónica histórica global de la que nadie es dueño excluyente. Segundo, los efectos de la guerra y el genocidio son tan tangibles en las historias ulteriores de Europa –y del mundo, a decir verdad–, que aun cuando se olvidaran sus causas, sus consecuencias seguirían siendo identificables.

Las afirmaciones precedentes son excesivas, pero no irrazonables. Consideremos el profundo temor al olvido o la desaparición del recuerdo de la guerra genocida en la recuperación y el bienestar de la posguerra o, como alternativa, a su ocultamiento en las discusiones (alemanas y aliadas) sobre la guerra.5 O bien las oleadas de inquietud suscitadas por la posibilidad de que la guerra y el genocidio, al perder visibilidad, también desaparezcan del pensamiento o, por obra de la comercialización y trivialización de la memoria y la rememoración histórica, se conviertan en la materia prima de toda clase de invenciones fantásticas. Estas preocupaciones fueron y son muy reales. El lenguaje bélico alemán sobre el honor y la integridad de los soldados de la Wehrmacht no cedió sin controversias.6 A pesar de la existencia de cautivantes documentales, la memoria occidental aún tropieza con dificultades para concebir la guerra en el este como el frente de batalla crucial. Los recuerdos personales ficticios y a veces falsos de la guerra y el Holocausto exigirán un debate mucho más serio porque, para bien o para mal, se han convertido en parte integrante de la memoria histórica.7 Pero el temor de posguerra al olvido, que atormentó a los supervivientes, demostró ser infundado. Lo ha evitado no sólo una enorme e irregular historiografía, sino también el surgimiento de un arte conmemorativo, pese a las dudas sobre la representabilidad de la guerra y el genocidio.8 Lo más sorprendente en medio siglo de rememoraciones es la profundidad y amplitud de la crónica histórica y la multiplicidad misma de representaciones e historias.9 Esa diversidad de la memoria y la historia es por sí sola la garantía más importante contra el olvido.

En un mundo de proliferación de historias nacionales, los recuerdos de la guerra y el genocidio han trascendido las fronteras de las naciones. La historia de la guerra y el genocidio alemanes se escribe y se cuenta en todas partes. Existe como una crónica de los pensamientos y actos alemanes, así como en la memoria y la historia de las víctimas de la violencia germana. Una comunidad académica internacional rehace una y otro y los destina a una audiencia multinacional. Y esa crónica ha llegado a utilizarse como un punto de referencia con el cual se comparan otras muertes masivas provocadas por el hombre. Nadie puede predecir –y en verdad los historiadores no han comenzado a pensar– cómo se ordenará esa proliferación de perspectivas. En general, hacemos hincapié en los efectos negativos. Los apologistas alemanes del genocidio, en contraste con quienes niegan lisa y llanamente el Holocausto, han tendido a sumergir los actos de Alemania en una universalidad de violencia.10 Por el mismo motivo, la multiplicación de las crónicas de victimizaciones ha generado una desagradable “competencia de víctimas”, y algunos especialistas parecen disfrutar con la situación.11 Diversos académicos, eruditos y audiencias han protestado contra lo que perciben como la norteamericanización del Holocausto.12 Antes de entrar en esos debates, sin embargo, deberíamos señalar el resultado verdaderamente notable de medio siglo de rememoración histórica. La historia alemana se ha convertido en parte de una red de memoria global articulada en un nivel mundial. Tiene sus ecos en las historias de los alemanes, de quienes los combatieron, de aquellos que fueron víctimas de su violencia y de todos los que utilizamos esos relatos como una referencia en nuestras propias historias.

El mayor logro de la historiografía alemana es haber considerado esa extraordinaria pérdida de autonomía con respecto al pasado de su nación como la oportunidad de un nuevo cosmopolitismo de saber y memoria nacional. Ha surgido así una historia alemana de violencia extrema que, en un mismo movimiento, habla de la agencia del país y recupera la memoria e historia de sus víctimas. Inducidos sólo en parte por la derrota total, los alemanes se han vuelto contra su pasado en un proceso muy notable de conversión que abrió en la historia alemana un espacio para sus víctimas. El cosmopolitismo es una secuela de la guerra genocida porque la rememoración alemana de posguerra, al reconocer los ecos planetarios de los actos cometidos por Alemania, impuso un homenaje a la vida de todos aquellos a quienes la guerra y el genocidio pretendían vencer.13 

El segundo argumento sobre las consecuencias de la guerra y el genocidio y la huella dejada por ellos es más arduo, sobre todo porque los historiadores no han encontrado un tratamiento adecuado para la pérdida. Para la victimización, sí, pero en cuanto a la pérdida irreparable, no. Como disciplina, la historia afirma la vida y tiende a contemplar la muerte (masiva) sólo en tanto es superada en la continuidad de los supervivientes, la familia, la nación, la especie humana, la vida misma. Los historiadores se extienden sobre la guerra y el genocidio como supervivientes que miraran atrás desde una costa lejana. En esta afirmación de un nuevo comienzo, y la insistencia en él, el saber histórico refleja un sentimiento público más general. ¿No parece llegada la hora de dejar atrás toda esta catástrofe? No se trata de olvidar sino de ponerla a un lado y guardarla –para lo cual la lengua alemana tiene la incitante palabra aufheben, con su triple significado de deshacer, desplazar y preservar– o, de una manera conveniente para gustos más comerciales, asentarla como una pérdida, incorporándola a la columna de débitos de la historia. ¿Por qué persistir en una pesadilla tan siniestra?

Porque los actos extremos de violencia deben recordarse en una catarsis siempre renovada, es lo que aconseja la sabiduría civilizacional. Porque la pérdida ha modificado de manera irreversible el rumbo de la historia alemana y europea, es tal vez la respuesta más apetecible para los historiadores. Esto significa sostener que lo que las historias alemana y europea del siglo XX han llegado a ser no puede extrapolarse, sin cesura, de lo que han sido. La vida continuó y los supervivientes recogieron los pedazos, pero ninguno los recogió exactamente donde habían quedado, y lo que recogieron no era lo que habían dejado atrás. La distancia que se abre está hecha de una pérdida irreparable. La experiencia y la memoria ganadas están irreversiblemente manchadas con la violencia genocida.

Aún quedan por explorar las consecuencias que provocaron en la civilización europea la muerte de decenas de millones de residentes de Europa Central y Oriental y de Rusia, el desarraigo y la reubicación de cantidades incontables de personas (al margen de los más conocidos cambios de fronteras y regímenes) y la destrucción de un antiguo paisaje urbano. Entre todos los anhelos de la crónica histórica, éstos son los de mayor peso. Son la materia oscura de la historia del siglo XX, la historia de una ausencia, un silencio ensordecedor que aún debe recuperarse. Con más perspicacia y conocimientos, podemos decir que la destrucción de la gran variedad de comunidades judías de toda Europa, culminada con el asesinato deliberado de todos los judíos, fue, y sigue siendo, una pérdida irreversible tanto para judíos como para gentiles. Si bien la afirmación es válida para toda Europa, los efectos de esta pérdida se sienten con mayor intensidad en la cultura judeoalemana, pues gran parte de lo que es esencialmente moderno en la cultura de Alemania surgió de las luchas de los germanojudíos por la emancipación, la igualdad y el reconocimiento. Y como esas luchas resultaron en un fracaso desastroso, todo el proyecto de una multinación ilustrada de ciudadanos ha quedado bajo sospecha.14 No es que la pérdida de la confianza no pueda repararse o el trauma de la violencia y el desarraigo sea imposible de superar. Sin embargo, el desencanto ante la traición alemana contra la civilización, como un efecto de la pérdida real, no dejará de persistir; y, así, este genocidio difunde su hechizo entre los vivos, se transmite a las generaciones futuras y se traslada de lugar en lugar.

En esas pérdidas y sus efectos encontramos una historia que se rompe en el exterminio y el genocidio. Éstos marcan la desgarradura que separa un estado del pasado de otro. Esa desgarradura es el motivo por el cual las historias alemana y europea están atadas a sus pesadillas del siglo XX, así como la historia judía de posguerra seguirá ligada al galut15 europeo y su destrucción. Y también por eso la historia, aunque afirmadora de la vida por principio, siempre se interesará en el relato de la muerte masiva provocada por el hombre: el acontecimiento, su prehistoria y su historia ulterior de pérdida, así como la reconstrucción de una civilización.

Si la historiografía se ha ocupado de estos desafíos de una globalización de la crónica histórica, por un lado, y de la irreversibilidad de la pérdida para Europa, por otro, lo ha hecho de una manera no autoconsciente. Su inquietud primordial y mayoritaria ha sido mostrar y contar lo ocurrido en forma sucinta y veraz. La mejor historia de posguerra sobre la guerra y el genocidio fue de naturaleza investigativa. Las dificultades eran extraordinarias y pasó mucho tiempo antes de que los historiadores comenzaran a hacer lo que según se dice mejor hacen: reconstruir sobre la base de las fuentes y sus huellas una crónica histórica de las res gestae de tiempos violentos. La escasez de los elementos que tradicionalmente habrían sido considerados como documentos cruciales de las decisiones y acciones resultó ser un rasgo intrínseco del régimen genocida. Además, esta historia no podía contar con que los principales actores dijeran la verdad, pues se permitía que el engaño –como el lenguaje equívoco en torno de los crímenes de guerra y el asesinato– se insinuara en el proceso mismo de registrar los actos y los acontecimientos. Por otra parte, se trataba de una historia en la que la mera escala de los sucesos amenazaba abrumar a los historiadores. No obstante, como resultado de una investigación siempre laboriosa, pormenorizada y abarcativa y de la innovadora preservación de muchas facetas de la crónica han surgido una rica y diversa cronología de los hechos, una cuidadosa aunque controvertida evaluación de la agencia y los agentes y una condolida rememoración de la vida, el sufrimiento y la muerte de las víctimas.

Los mejores relatos del Holocausto, como Ordinary Men de Browning, Nazi Germany and the Jews de Friedländer, Between Dignity and Despair de Kaplan o Murder in Our Midst de Bartov, así como la reciente oleada de trabajos académicos alemanes representada por National Socialist Extermination Policies de Herbert, se mantienen cercanos a los hechos.16 Los peores tratamientos introducen obstinadamente un planteo que, aun cuando sea cierto a medias, como en el caso de Willing Executioners de Goldhagen, no hace justicia al acontecimiento y sus sujetos.17 El estudio de la guerra, y en particular de la guerra genocida, aún padece la estrechez de miras de la mayor parte de la historia militar, sobre todo en el mundo angloparlante. También tropieza con el obstáculo de la relativa inaccesibilidad de la documentación soviética y de Europa oriental, y quizá se vea aún más impedida por la escasa familiaridad con ella. Sin embargo, algunas obras escritas a la manera más tradicional de la historia militar –como el trabajo de Beevor sobre Stalingrado, los estudios acerca de la guerra genocida encargados por el Militärgeschichtliche Forschungsamt o nuevas obras sobre la ocupación alemana como Inside Hitler’s Greece de Mazower o Kalkulierte Morde de Gerlach– han establecido nuevas pautas.18 Si en un principio parecía que los historiadores norteamericanos enseñaban el camino, parte de los trabajos más importantes corresponden hoy a especialistas británicos, israelíes y alemanes. “Hoy sabemos”, como dijo John Lewis Gaddis en el contexto de la Guerra Fría, y podemos empezar a entender qué sucedió, cuándo y dónde, no siempre con la claridad y el detalle necesarios y sólo en contadas ocasiones con una perspectiva múltiple de todas las personas implicadas en la guerra y el genocidio o arrastradas a ellos, pero con pruebas suficientes para rechazar sin más cualquier intento de negar los hechos de la guerra genocida y el Holocausto.19 En este sentido, la historiografía se ha mantenido fiel a su primera y más importante responsabilidad.

No le ha ido tan bien con “la inserción de la ‘solución final’ en una interpretación histórica global”20 y la incorporación de la Segunda Guerra Mundial, así como la era de las guerras, al contexto de una historia general. Hay varios problemas interrelacionados. El primero de ellos concierne a la tendencia de los historiadores a dividir una época de violencia extrema en sus partes componentes. Hay buenas razones, tanto empíricas como conceptuales, para distinguir entre la guerra, el genocidio y el Holocausto, pero no tiene sentido mantenerlos separados una vez que se han señalado sus rasgos distintivos. Segundo, como la violencia constituyente de esta era no se ve en su Gestalt compuesta, el esfuerzo por comprender cualquier aspecto (guerra, genocidio u Holocausto) con prescindencia de los otros debe ser insuficiente. Como resultado de esa desagregación, los historiadores ni siquiera son capaces de manejar cuestiones concretas como la naturaleza de los bombardeos aliados en comparación con el genocidio alemán. Tercero, antes de pensar en incorporar el Holocausto a una perspectiva global, haríamos bien en situarlo en el contexto de una guerra genocida con efectos planetarios. A la vez, antes de tratar de entender los orígenes y causas del genocidio, es preciso reflexionar sobre la naturaleza de la guerra y en particular de la guerra alemana, sin encerrar una en otra de manera indiscriminada. Esto significa una gran carga sobre el eslabón más débil de la historiografía. A despecho de magníficos estudios como A World at Arms, de Gerhard Weinberg, no entendemos la conducción de la guerra en esta época específica ni su lugar en la historia.21 Por lo tanto, el genocidio y el Holocausto siguen siendo bloques erráticos en la historiografía de la guerra, aun cuando sinteticen la era de la guerra en la memoria pública.

Atrapados en la investigación de uno u otro elemento de la violencia extrema, los historiadores vacilan en explorar el tiempo y el lugar, la historia, de esta era de guerras. En definitiva, todo se reduce a grandes hombres o ideas dementes. Ambos tienen su lugar, pero cualquier interpretación podría sacar buen provecho si los situara en el contexto de la reconfiguración violenta de la sociedad y el orden político europeos en una caldera de desplazamientos, expulsiones, limpieza étnica y exterminismo.22 Sea o no la reconstrucción catastrófica del orden social la razón de esta era violenta (en reemplazo de una razón de estado más antigua), aún queda en gran medida por dilucidar cómo podemos explicar la peculiar gramática de la violencia europea del siglo XX y de qué manera las ideologías exterministas encontraron su lugar en ese contexto.

La necesidad de una historia “general” ha cobrado mayor urgencia con el cambio de generación, dramatizado por el final de la Guerra Fría. Se acerca el momento en que los historiadores han de escribir sobre esa era de violencia sin contar con el testimonio vivo de testigos presenciales y supervivientes. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, esa memoria dio a la crónica histórica una agudeza y autoridad sin paralelo. El hecho de que las víctimas del genocidio y los asesinatos masivos hubieran hablado –no en igual medida, pero con gran amplitud– fue una de las características más asombrosas de la cultura de la memoria de la posguerra. A la inversa, el hecho de que los perpetradores no pudieran esconderse y utilizar su testimonio para inclinar la historia en su favor puso en marcha una notabilísima inversión por la cual la historia de la guerra y el genocidio, aun y sobre todo entre los alemanes, siguió el camino trazado por las víctimas. Sin embargo, en el nuevo mundo posterior a la Guerra Fría, los historiadores deberán cargar con el peso de recordar un pasado violento en ausencia del testimonio vital de los supervivientes. Podrán apoyarse en los testimonios registrados y conservados por las culturas de la memoria y los nuevos medios que han cobrado forma en el último medio siglo, pero esos mismos recuerdos y testimonios necesitarán una renovación para futuras generaciones; de allí la inquietud acerca de lo que podría entrañar una historia general de la guerra y el genocidio alemanes. ¿Cuál fue la violenta “rúbrica alemana de la epoca”?23



ANTISEMITISMO, GUERRA CIVIL, IDEOLOGÍA Y HOLOCAUSTO

“Holocausto” es la denominación de uso habitual entre los norteamericanos para referirse al asesinato premeditado, deliberado y sistemático de todos los judíos de Alemania y los países europeos ocupados por los nazis entre 1939-1941 y 1945. El carácter intencional y previsto de ese acto de asesinato colectivo, su ambición totalizadora y la persistencia y ubicuidad de sus implicaciones lo distinguen de otros genocidios. El Holocausto fue el punto final de un proceso de avance y crecimiento de la exclusión y la segregación que no tardó en cobrar velocidad. La iniciativa alemana se fusionó con acciones locales a lo largo de la Europa ocupada. Sólo tropezó con una oposición y resistencia esporádicas, suficientes, sin embargo, para sugerir la posibilidad de encontrar por doquier a personas dedicadas a conocer y contrarrestar el designio asesino. Los judíos devolvieron golpe por golpe, aunque sus comunidades estaban divididas en cuanto al curso de acción más conveniente. Su lucha se vio obstaculizada por la falta de colaboración, y se le opuso el carácter sistemático de la acción alemana. Los crímenes fueron puestos en marcha, organizados y cometidos por un grupo de perpetradores muy grande aunque circunscripto, que actuaban por propia voluntad y en su mayor parte estaban convencidos de lo que hacían, si bien personas de todas las condiciones, soldados y civiles, quedaron atrapadas y obligadas a participar. La enorme mayoría de los gentiles alemanes y europeos condonaron esas acciones o, en todo caso, las toleraron. De una población dispersa de unos nueve millones de judíos, alrededor de seis millones de hombres, mujeres y niños fueron asesinados. Un poco más de la mitad de ellos fueron exterminados en campos de la muerte como Chelmno, Belzec, Sobibor, Treblinka, Majdanek y Auschwitz. Algo menos de la mitad de las víctimas tuvieron que trabajar o marchar hasta morir o fueron hambreadas, torturadas, mutiladas, estranguladas, apuñaladas, apaleadas o fusiladas. Los supervivientes padecieron duraderas lesiones físicas y mentales además de la pérdida de familiares y allegados, sus bienes y su ciudadanía. La huida no fue un refugio contra el trauma. El Holocausto destruyó prósperas culturas comunitarias judías en toda Europa continental, sobre todo en el este, y provocó una dramática reducción de las comunidades que sobrevivieron. Deshizo más de un siglo de luchas por la igualdad, la emancipación y la integración que se habían convertido en el sello característico del estado nación moderno europeo y sembró dudas sobre los fundamentos mismos de la civilidad de Europa.

La historiografía del Holocausto ha sido una lucha de cincuenta años entre lo que consideramos acertado (que los acontecimientos monstruosos tienen causas inequívocas) y lo que los historiadores descubren como un proceso lóbrego y multifacético. Por otra parte, se convirtió en una lucha con las profundas implicaciones del asesinato sistemático (¿qué nos dice éste acerca de la civilidad en Europa?) y la naturaleza contingente y transitoria del acontecimiento, con su manifestación completamente repentina y su abrupta terminación a raíz de la derrota alemana. Los historiadores se sienten divididos entre los polos de la difusa gestación del asesinato y la naturaleza inequívoca del hecho, así como están atrapados entre el reconocimiento de la universalidad del genocidio y la singularidad de este acto específico.

Su respuesta ha consistido en transformar estos opuestos en interpretaciones antagónicas. En un comienzo, el debate se centró en el estado alemán y su transformación como consecuencia de la toma del poder por los nazis; un bando aducía una conspiración de la dirigencia nazi para poner en marcha su programa ideológico de conquista y genocidio, mientras que otro hablaba del proceso de radicalización de un régimen apoyado en la movilización masiva.24 Últimamente, otra polaridad cubrió estos debates anteriores. Al desplazarse el Holocausto hacia el centro de la atención historiográfica, un grupo interpreta el acto homicida como una variante extrema de tendencias más generales de la sociedad occidental, trátese de la política del engrandecimiento imperial o los planes de ingeniería social y manejo de la población (en síntesis, la biopolítica), mientras otro grupo destaca el poder de las creencias y de una apremiante imagen del mundo que cautivó a elementos importantes de la población merced a un proceso de seducción masiva.25 Podríamos calificar de “racionalista” al primer grupo, porque sus miembros sostienen, con diversos grados de convicción, que la motivación del genocidio fue el resultado de un (presunto) cálculo racional, en tanto los segundos pueden ser rotulados de “idealistas”, pues insisten en el poder de las cosmovisiones y el sentimiento. En un curioso giro, los primeros identifican el cálculo con la ilustración, mientras los segundos consideran religiosas las creencias profundamente arraigadas, con el confuso resultado de vernos enfrentados a una ilustración romántica y una religión maligna.

El aporte genuino de estos debates recientes a una comprensión del Holocausto consiste en que ambos lados han llegado a concebir el genocidio nazi como la articulación de una imagen del mundo (fuera racional o irracional) que apuntaba a apropiarse de éste y rehacerlo y, en ese contexto, mostraba la capacidad y la voluntad de hacer y deshacer sociedades enteras. El argumento de que el Holocausto es el resultado de la acción deliberada de grupos identificables de personas para rehacer la sociedad y el mundo es cautivante. Antes de aceptar esta idea, sin embargo, vale la pena poner de manifiesto los motivos correspondientes. ¿Por qué, podríamos preguntarnos, recurrir a un argumento general sobre la construcción y destrucción de la sociedad cuando el antisemitismo radical sirve como explicación suficiente del Holocausto? ¿La mejor respuesta no es acaso el antisemitismo radical o, tal vez, un antisemitismo específica y singularmente alemán?26 Creemos que no. Hay sólidas razones para distinguir el Holocausto dentro del contexto de una política genocida más general del Tercer Reich y, para el caso, en la universalidad de los genocidios modernos. Pero su momento y su lugar se fijaron en una política de guerra que aspiraba a (re)generar el cuerpo político y rehacer el mundo por medio de la violencia. Una cosa sin otra tiene tan poco sentido como una historia del Holocausto sin alemanes ni judíos.

Sigue siendo embarazoso, sin embargo, recordar la posición marginal que ocupó el antisemitismo en gran parte del debate historiográfico sobre el Tercer Reich. Esto no significa que se haya negado su existencia, pero las creencias antisemitas eran objeto de idas y venidas bajo la rúbrica de la “ideología nazi”, para situarlas estratégicamente en vez de abrirlas al escrutinio.27 La situación sufrió un cambio abrupto y beneficioso, aunque éste también ha planteado toda una serie de nuevos interrogantes. ¿Podemos decir que el Holocausto fue el resultado de una prolongada historia de antisemitismo cristiano europeo? ¿Era el antisemitismo alemán un poco más virulento que otros antisemitismos europeos? ¿Es apropiado hablar de una concatenación de circunstancias que catalizaron el antisemitismo para convertirlo en un furor mortal? Si es así, ¿cuáles fueron? ¿Se trataba de furor o de frío cálculo? Las respuestas inequívocas son difíciles de encontrar, pero existen, aunque sean fragmentarias.

El antisemitismo moderno (como su opuesto, el movimiento por la igualdad de derechos de los judíos y, de una manera mucho más incierta, el reconocimiento de su vida comunitaria y su práctica religiosa) fue un producto del estado nación moderno y surgió de un antijudaísmo (cristiano) más antiguo. En cuanto sentimiento y movimiento popular, el antisemitismo moderno sufrió altibajos durante el siglo XIX y hacia el final de éste medró con el pensamiento biológico o racial.28 Luego de la Primera Guerra Mundial, la derrota, la revolución y el caos de la posguerra radicalizaron esta matriz de pensamiento.29 La judeofobia de la derecha alemana desarrolló en la posguerra ciertos rasgos peculiares, ninguno de ellos novedoso pero todos extraordinarios en su combinación. La atribución del caos imperante en esos momentos y, aún más importante, de la derrota y la revolución a una conspiración judía, y la obsesión con la sexualidad y el mestizaje hebreos como expresiones de una subversión que minaba el cuerpo social (y con ello el llamado a una erradicación de los judíos, sobre todo los inmigrantes de Europa del este), han sido señaladas repetidas veces.30 Este antisemitismo estridente cobró más fuerza y representó un peligro más serio cuando se vinculó a un nacionalismo aferrado al recuerdo catastrófico de la “guerra de liberación” contra Napoleón y la Guerra de los Treinta Años. La resurrección de ese nacionalismo catastrofista dio al antisemitismo una dimensión apocalíptica que proyectaba una reconstrucción con carácter de hecatombe y presentaba a los judíos como sus víctimas sacrificiales.31 Esta fusión de posguerra entre el nacionalismo y el antisemitismo ya no contemplaba el yo alemán en relación con un abyecto otro judío (que debía extirparse); antes bien, tomaba la derrota como el fundamento de una matanza catártica. La figura del sacrificador (alemán) como asesino y víctima a la vez cobró forma en la imagen del soldado en el frente como representante de la nación alemana, exaltada por la derecha radicalizada.32 Cabría argumentar, por lo tanto –con cierta justificación–, que el exterminismo surgió de un espíritu escatológico, pero en los hechos, y a pesar de sus inclinaciones trascendentales sobre las cuales podríamos extendernos sin cesar, fue alimentado por un sentimiento popular de orgullo y venganza que encontró en los judíos un enemigo muy previsible. La fusión del nacionalismo y el antisemitismo en la posguerra fue tan ominosa porque se extendió más allá de los antiguos medios nacionalistas y movilizó sensibilidades alemanas más tradicionales (religiosas, liberales y populistas). Hizo del odio a los judíos el núcleo de una ideología bélica que basaba la superación de la derrota en la eliminación de éstos de Alemania. Tal vez fue aún más importante el hecho de que esta ideología híbrida infundiera a lo que había sido un revoltijo de estallidos antisemitas un sorprendente sentido de misión y activismo, impulsado por una elite que buscaba resultados y no efectos retóricos. Así, el antisemitismo comenzó a ser letal y eficiente a la vez.

El antisemitismo fluctuó al compás de las fortunas políticas de la República de Weimar, pero siguió siendo el elemento definitorio para el núcleo duro de la derecha radicalizada y un naciente partido nazi.33 Fue una cuestión clave en la agenda política nazi una vez instalado el partido en el poder y salió a relucir en todos los umbrales de la consolidación –y la demolición– del régimen nazi: 1933, 1935-1936, 1938-1939, 1941-1942, 1944-1945.34 La rápida sucesión de estos momentos refleja una aceleración general de la política en el Tercer Reich. Lo que importa en términos del antisemitismo como ideología es, en primer lugar, que el pujante anti antisemitismo de la República de Weimar fue sometido por medio del terror. Los judíos enfrentaron todo el vigor de los estallidos antisemitas. Su exclusión de la vida pública destruyó los posibles fundamentos de una actitud de oposición y resistencia. Los restos de la sociedad gentil liberal democrática se vieron en la necesidad de refugiarse en la privacidad o fueron cooptados.35 Segundo, las tradiciones antisemitas, heterogéneas en otros aspectos –las divisiones dentro de la sociedad y la cultura alemanas habían producido distintas variedades de antisemitismo–, debieron salir de sus respectivos ámbitos para consagrarse a una cuestión excluyente y, en verdad, singular, “el problema judío”. Sólo entonces se configuró un auténtico antisemitismo nacional, que se dirigía a protestantes, católicos, nacionalistas y socialistas por igual.36 Surgió como una ideología con base de masas (y no apoyada en un medio social o una clase determinada), y en este aspecto tenía diferencias significativas con el virulento antisemitismo francés o el antisemitismo exterminista rumano. Tercero, el antisemitismo entró en la conciencia pública a través de una gama de micropolíticas que vinculaban sistemáticamente la propaganda nazi a la vida cotidiana. Sin lugar a dudas, los alemanes demostraron ser receptivos tanto a la propaganda del odio como a argumentos más generales sobre la higiene racial.37 Pero el antisemitismo se convirtió en una rutina en el afanoso trabajo de abogados y burócratas encargados de separar y segregar a los judíos y un espíritu judío (en la música, el arte, la filosofía, el gusto) por medio de un torrente de directivas minuciosas. La acumulación de actos segregacionistas transformó a judíos y alemanes en extraños entre sí. Cuarto, el antisemitismo público y popular minimizaba el tono apocalíptico de los grupos radicalizados y se presentaba como una entrada a la buena vida. Este aspecto podía tomar la forma cruda de las compras a precio vil en mercados de segunda mano de bienes y objetos de valor judíos. También podía explicitarse en una estética de los cuerpos “arios” saludables o en la promesa de felicidad para todos (los alemanes).38 Saul Friedländer ha señalado que gran parte del antisemitismo estaba ligado a la promesa de salvación y redención, pero estos grandes temas ideológicos sólo tienen sentido si se traducen en la existencia cotidiana, en la cual implicaban una vida bella y próspera.39 Muy poco de esa belleza estaba a la vista y la prosperidad se limitaba a la alta sociedad nazi, pero la idea de la buena vida se trasladó como un sueño postergado a los años de posguerra y sobrevivió con mucho a la derrota y el descrédito de los nazis.

Por ubicuo que el antisemitismo fuera en el Tercer Reich, sin embargo, ni los hábitos emocionales ni el compromiso ideológico bastaban para convertir una idea en una práctica genocida. Pese a su receptividad al antisemitismo, la mayoría de los alemanes vacilaban en adherir al terror estatal y retrocedían ante la violencia en las calles.40 Por otra parte, si se hubiera tratado del compromiso ideológico, Alfred Rosenberg, el principal ideólogo del régimen nazi, o Julius Streicher, el notorio y poderoso Gauleiter antisemita, habrían estado a la cabeza. Pero se los dejó a un lado en la conformación de la política antijudía. La marca de distinción del Tercer Reich no estaba en las creencias sino en la acción, y la política antisemita cobró forma en el marco de ésta. En este punto, sin embargo, entramos a un campo atestado y descubrimos que las acciones contra los judíos se llevaban a cabo en un terreno mucho más amplio de activismo racial nacional socialista.

En esta materia, uno de los principales ámbitos fue la intervención médica en el cuerpo social (Volkskörper), que englobaba una diversidad de iniciativas. El deseo nazi de forjar un pueblo fuerte y heroico se asociaba al interés del mundo médico, que durante mucho tiempo había bregado por la higiene pública y en las décadas de 1910 y 1920 había caído bajo el influjo de la higiene racial.41 Con la toma del poder por los nazis, esos intereses se reunieron bajo la bandera de la protección y el fortalecimiento de la nación contra los enemigos internos y externos. Como resultado de ello, surgieron iniciativas para esterilizar a hombres y mujeres juzgados ineptos para procrear, así como para matar a los discapacitados mentales, y las medidas respectivas se sancionaron en 1934 y 1938.42 Médicos y funcionarios sanitarios afirmaban efectivamente su poder sobre la vida y la muerte. Los historiadores discrepan cuando se trata de establecer cuánto había de ideológico y cuánto de médico en la biopolítica nacional socialista.43 Pero lo importante es, ante todo, la drástica expansión del derecho a matar (tradicionalmente limitado a los militares y los sistemas penales) y las pretensiones de vigilancia biopolítica de toda la población como un medio de intervención punitiva (esterilización) y mejoramiento (prenatal), así como el hecho de que, en general, la profesión médica y los funcionarios de salud estimaran adecuados esos derechos y pretensiones. La experiencia técnica adquirida en el contexto de la eutanasia creó un vínculo con el genocidio de los judíos, aunque en lo sustancial ambos campos se mantuvieron separados.44

El terreno más destacado de activismo nazi correspondía a la eliminación de sus enemigos políticos. Con este fin, poco después de la toma del poder surgió un sistema de campos de concentración, inicialmente con el carácter de un régimen “salvaje” de terror manejado por fanáticos nacional socialistas contra sus numerosos críticos y adversarios. Los judíos quedaron atrapados en la primera ola de terror junto con muchos otros, sobre todo los comunistas, que eran el objetivo principal. Este terror callejero no tardó en regularizarse, pero el sistema emergente de campos permaneció fuera del imperio de la ley y dentro de la jurisdicción del partido nazi, lo cual los convirtió en un programa autofinanciado y, a decir verdad, rentable. El régimen de detención y encarcelamiento, en rápido crecimiento, fue promocionado por su capacidad de eliminar enemigos internos y, en consecuencia, como un elemento esencial para el renacimiento nacional.45 Hacia 1938, este sistema de violencia extralegal se utilizaba no sólo para detener a las personas a quienes el régimen veía como delincuentes curtidos y adversarios políticos, sino también para encarcelar a parias sociales como los vagabundos, “perezosos” y “asociales” (así se los calificaba), jóvenes indóciles, homosexuales y miembros de grupos religiosos como los Testigos de Jehová. Estos últimos grupos llenaron cada vez más los campos con el pretexto –muy popular, por otra parte– de mantener a los elementos peligrosos al margen de la población e inculcar en ellos un comportamiento social responsable mediante el trabajo duro y la violencia.46 Lo importante, reiterémoslo, es la favorable disposición a encarcelar grupos enteros de personas, el compromiso de funcionarios y activistas nazis de proteger a la sociedad (y el régimen nazi) por medio de un terror letal y la popularidad general de estas medidas, con su promesa de limpiar la sociedad alemana. En resumen, al cabo de muy poco tiempo, en los bordes del sistema penal surgió una esfera de manejo de la población, cuyas principales características eran el encarcelamiento y el terror físico y que servía a los fines políticos del régimen al articular un deseo popular de limpiar la sociedad alemana con fines de renovación y mejora.

Pieza por pieza, este régimen de campos se amalgamó con las fuerzas policiales nacionalizadas para formar el aparato de seguridad al mando de Heinrich Himmler. Ese aparato es más conocido por la Policía de Seguridad (Schutzstaffel,  SS) y la Policía Secreta del Estado (Geheime Staats Polizei, Gestapo), pero era parte de un “floreciente imperio de la seguridad” manejado por una joven elite inclinada a la acción y que incluía tanto matones asesinos como usinas de ideas académicas.47 El dramático crecimiento de esta maquinaria –su surgimiento como dominio extralegal basado en la voluntad, encarnada en el Führer, de liberar a Alemania de sus enemigos internos, sus pretensiones de completa vigilancia de todos los aspectos de la vida, su exteriorización como una policía del “pensamiento” y un guardián racial de gran alcance, su derecho ilimitado a perseguir y detener y, sobre todo, sus acrecidos poderes sobre la vida y la muerte, ejemplificados en la calavera utilizada por los guardias como distintivo– ha sido objeto de un examen cada vez más detallado.48 Los historiadores han señalado la homogeneización y el intento de profesionalización de sus miembros en un cuerpo de seguridad estatal.49 El objetivo de este aparato era, sin embargo, librar “una guerra permanente contra el enemigo interior”.50

Si la expansión de la maquinaria de seguridad y la definición cada vez más amplia de sus tareas eran asombrosas antes de la guerra, aquélla alcanzó su verdadera dimensión cuando quedó encargada de la “seguridad” detrás de los ejércitos que se internaban en los territorios ocupados durante el conflicto. La Policía de Seguridad no sólo consideraba que los territorios ocupados estaban al margen de la ley y exclusivamente sometidos a las necesidades alemanas en esa materia, sino que desde el inicio, y con el fin de controlar las zonas ocupadas, libró una guerra contra los grupos y partidos no colaboracionistas, los partisanos, los bandoleros, los grupos raciales y cualquier persona sospechosa de ser o convertirse en un enemigo de los alemanes.51 Esta maquinaria cubrió las zonas ocupadas con un elaborado sistema de vigilancia y control, apoyado por redes de informantes y colaboradores. Por lo común, y con el objeto de afirmar la dominación alemana, la Policía de Seguridad también implementaba una política general de traslado de poblaciones y limpieza étnica, destinada a crear una patria alemana étnicamente estratificada pero, en su núcleo, homogénea, consolidada y pura en términos raciales, con una significativa expansión de las fronteras del Reich tanto hacia el este como hacia el oeste. El impacto contundente de esa política de limpieza étnica y reasentamientos se constató por primera vez en Polonia, donde las preocupaciones inmediatas en materia de seguridad –ese país era el terreno de preparación de la guerra contra la Unión Soviética– se fusionaron con grandiosos planes para “recuperar” tierras alemanas y repoblarlas con alemanes étnicos.52 Por su doble capacidad de librar la guerra contra los enemigos internos del régimen y consolidar la dominación alemana en los territorios ocupados, la máquina de seguridad de Himmler se convirtió en una de las fuerzas más poderosas del Tercer Reich.

Ese empecinamiento en alcanzar una sociedad segura, para lo cual había que protegerla de sus presuntos enemigos, no ha recibido la atención que merece en la historiografía reciente. Desde luego, no podemos confiar en las afirmaciones de los funcionarios nazis en materia de seguridad, pero la obsesión misma por ese tema y el lugar central de esta preocupación para la política del Tercer Reich son de gran importancia como rasgo clave de este régimen derechista. Los nazis se concentraron con singular resolución en combatir a los enemigos de la sociedad en todas las esferas de la vida. En ese sentido muy concreto: el retroceso del mal que había afligido a la sociedad alemana, capturado en la referencia a los “criminales de noviembre [de 1918]”, los nazis constituyeron un régimen de guerra civil. Descubrimos aquí el supuesto popular de que la nación estaba incompleta –era deficiente– y necesitaba caudillos que le dieran forma y sustancia. Si algunos historiadores describen esa resolución como “revolucionaria”, no lo hacen por el mero carácter radical y totalitario de las medidas tomadas. Antes bien, al desandar el camino recorrido por una revolución y erradicar a sus partidarios, los nazis anhelaban rehacer Alemania a su propia imagen. Mientras la política derechista evocaba con nostalgia el pasado, otra era la actitud de los nazis. Los historiadores debaten las características que habría implicado ese futuro nacionalsocialista. Tal vez baste decir que no había ningún acuerdo más allá del terror, aunque se destacaran ciertos elementos, como los imponentes diseños de ciudades y suburbios, la fascinación por la velocidad (un rápido sistema ferroviario, autopistas, automóviles) y una cultura del espectáculo (películas, revistas).53 En todas esas intenciones y fantasías, sin embargo, dos cosas eran más seguras que otras. Primero, la reconstrucción de Alemania sólo podía llevarse a cabo mediante la guerra, y segundo, la transformación del cuerpo político alemán conduciría a una nación sin judíos.

La política nazi dirigida contra los judíos se ajustaba al proyecto global de consolidar y expandir Alemania, pero también lo excedía. La diferencia es muy fácil de advertir en la separación de las medidas antijudías con respecto a otras en el creciente reino del terror estatal, una división del trabajo constatada ante todo en Alemania y luego reiterada en la Europa ocupada por los nazis. Pero si bien reveladora, esta diferenciación no permite aprehender del todo la naturaleza peculiar del “exceso” de la política antisemita. Antes bien, podríamos concebir las medidas antijudías como actos de guerra de carácter distintivo: actos de guerra contra el que los nazis veían como su más intransigente enemigo interno y externo. En el terror contra los judíos, la ideología nazi de la guerra civil alcanzó sus cotas más elevadas. Ya hemos visto que la guerra y el antisemitismo se entrelazaban en las fantasías sacrificiales de un nacionalismo catastrofista de posguerra. Pero a principios de la década de 1920 se trataba de los virajes ideológicos de un movimiento político en derrota. Hacia 1938 la cuestión era cómo, cuándo y con qué medios un partido nazi victorioso y seguro de sí mismo y su conducción librarían esa guerra. Tras cinco años de escalada del terrorismo contra los judíos (y en una notable sincronía con la decisión global de lanzar guerras interestatales de conquista), el Tercer Reich atravesó un umbral decisivo en noviembre de 1938, cuando comenzó a buscar una “solución final” para el “problema judío”.

Inmediatamente después de la Reichskristallnacht (9 de noviembre de 1938), Hitler ordenó a Hermann Göring resolver la cuestión judía “de una manera u otra”.54 Con esta alternativa, extraña a primera vista, aludía a la concentración de las preocupaciones críticas para el régimen en manos de un círculo interno de elementos leales que acumulaban cargos partidarios y estatales. Durante los primeros meses de 1938, Hitler se había hecho cargo de la Wehrmacht, Himmler había consolidado su aparato de seguridad (y comenzado a ponerlo en pie de guerra) y Göring había empezado a ocuparse de la amenaza que los nazis consideraban como su más implacable enemigo. Hitler también completó el proceso de neutralización del activismo popular antisemita (coto del Gauleiter y el Ministerio de Propaganda, encabezado por el Gauleiter de Berlín, Goebbels), así como había anulado el poder de las Secciones de Asalto (Sturmabteilungen, SA) en 1934, en preparación para la conscripción general, y dejaba la solución de la cuestión judía en manos del hombre en control de los aprestos bélicos. Por lo tanto, es válido poner la curiosa alternativa planteada por él en el contexto de la polémica y crítica decisión de 1938 de comenzar la guerra en el plazo de un año.55 Aun cuando consideremos que la toma de decisiones era en el Tercer Reich un asunto precipitado, desde el punto de la conducción de la guerra las cosas empezaban a encajar. La cuestión judía llegó a ocupar un lugar destacado en ese contexto, y permaneció en él hasta 1945.

Por sí misma, la inscripción de la cuestión judía en el contexto de la guerra no determinaba cómo proceder. Pese a repetidas amenazas de aniquilar a los judíos, aún se buscaba una “solución” por medio de la emigración forzada y programas de reasentamiento.56 Desde la posición de privilegio de los nazis, esos programas representaban la manera más expeditiva de disipar una amenaza (y sacar provecho del acto). Raul Hilberg ha argumentado de manera convincente que el paso de una retórica de aniquilación a la puesta en práctica del exterminio fue enorme.57 Podríamos agregar que la limitación de la guerra total se ajustaba a la norma –intuitiva, cabría suponer– de Hitler de dividir el conflicto bélico en campañas individuales. Por mucho que se buscara una solución final para que los dominios alemanes fueran judenfrei, el cuándo, el dónde y el cómo se manejaban con flexibilidad. Tal como resultaron las cosas, la alternativa de 1938 de expulsión y emigración forzada brindó una última y estrecha ventana de supervivencia a los judíos alemanes, austríacos y checoslovacos. Esa ventana, sin embargo, se cerró con rapidez.

Con la invasión de Polonia lanzada el 1º de septiembre de 1939, el terreno comenzó a moverse. La iniciativa ya había pasado a manos del aparato de Himmler y, dentro de éste, a Reinhard Heydrich, el ex oficial naval y jefe de la Policía de Seguridad bajo cuya conducción Eichmann había elaborado su plan de emigración en Viena.58 El inicio de la guerra obligó a la Policía de Seguridad a asumir tareas en distintos niveles. Primero, los judíos fueron instantáneamente señalados como la principal amenaza a la seguridad en todas partes.59 Los varones judíos fueron tomados como rehenes y asesinados en masa, sobre todo con la invasión de Polonia, la ocupación de Serbia (6 de abril de 1941) y, en gran escala luego de una detallada preparación, con el avance hacia los territorios ocupados por los soviéticos y la propia Unión Soviética (22 de junio de 1941). Si bien racionalizados como una medida preventiva contra las amenazas de los partisanos y un factor disuasivo para afirmar el control sobre territorios y personas, esos asesinatos masivos tenían todas las características de un genocidio deliberado.60 Segundo, la política en curso de limpieza étnica y traslado de poblaciones también apuntó a los judíos como primero y principal blanco. La escalada y la expansión de tácticas anteriores de expulsión (por ejemplo, la deportación de los judíos “orientales” a través de la frontera polaca en 1938) permitieron el destierro colectivo de los judíos y su concentración final en los llamados guetos. Esos guetos sirvieron, entre otras cosas, como reservas de mano de obra.61 Tercero, la horrenda situación se agravó debido a los esfuerzos del Gauleiter por sacar a todos los judíos del territorio alemán: como consecuencia, los judíos de Europa del Este fueron asesinados para dejar lugar a sus pares del oeste, pronto eliminados, a su vez, para permitir la llegada de nuevos contingentes. El resultado fue un implacable engranaje de pogromos antijudíos transformados en actos de exterminio masivo a los que, hacia septiembre u octubre de 1941, se sumó la matanza de mujeres y niños.62 La aniquilación de comunidades judías enteras, así como las concentraciones de judíos en campos de tránsito como resultado de rastrillajes policiales generalizados, se habían convertido en un aspecto sistemático de la ocupación alemana.

El genocidio alcanzó dimensiones sin precedentes. La mayoría de los historiadores siguen el sensato ejemplo de Christopher Browning, que dató en el verano de 1941 (y con seguridad septiembre y octubre de ese año) el comienzo del asesinato general de judíos.63 No obstante, sigue habiendo debates sumamente intrincados sobre el momento exacto, porque cada ajuste de fechas modifica el reparto de actores responsables. ¿Los asesinatos generalizados se debieron a una iniciativa local surgida del Este ocupado o emanada de Berlín y basada, en última instancia, sobre la autoridad de Hitler? ¿Fueron el efecto del frío cálculo de funcionarios nazis (como los administradores de poblaciones antes mencionados), o de un antisemitismo homicida que rompió todos los diques? ¿El giro fatal se produjo en la exaltación de la victoria esperada o el presagio de una posible derrota? Al modificarse las responsabilidades, también cambian los grandes relatos históricos. Cuanto más insisten los historiadores en las condiciones locales, más hacen del genocidio de los judíos un aspecto de un despiadado régimen de ocupación. Cuanto más grande es la influencia atribuida a Berlín, más se tiende a considerar como factor determinante la virulencia de la ideología antisemita. Frente a tales debates, haremos bien en recordar algo hasta aquí impensable: pese a tener una historia plagada de atrocidades, nunca antes los alemanes se habían embarcado en este tipo de asesinatos extremos. Y a pesar de sufrir muchas erradicaciones y pogromos en su historia, nunca antes los judíos habían experimentado la amenaza que comenzaron a sentir en septiembre y octubre de 1941. La matanza sistemática y el carácter absoluto de la hostilidad señalan el advenimiento de una nueva forma de genocidio.

No obstante, los rastrillajes de la Policía de Seguridad en 1941 no eran sino el comienzo. Aún no se habían desarrollado las nuevas formas industriales de matanza mediante asfixia masiva con gas y la eliminación de los cuerpos por incineración. Los campos de exterminio, sobre todo Auschwitz, comenzaron a operar entre 1942 y 1944.64 Además, restaba establecer el carácter total de la matanza como una iniciativa programática y un hecho incontestable. Esto significaba que se debía acordar (y posteriormente negociar con las autoridades locales) el envío de todos los judíos de la Europa ocupada por los nazis a la maquinaria de la muerte.65 Era necesario elaborar lineamientos, pues los planes de utilización de mano de obra judía (que crecieron como hongos en un complejo sistema de campos y subcampos mientras los asesinatos seguían adelante) eran estrictamente transicionales. Esto exigía una inteligencia operativa hasta entonces inexistente, que fue proporcionada por Reinhard Heydrich y su personal, a quienes Göring encargó, en el verano de 1941, preparar la “solución final” del “problema judío”.66 Junto con los hombres bajo su mando, el ex oficial de la Armada convirtió el genocidio masivo en una empresa sistemática, ajustando los medios a los fines y coordinando la compleja maquinaria que hizo posible la operación. Lo que surgió fue una política de aniquilación, susceptible de observarse, como es sabido, en la conferencia de Wannsee celebrada en enero de 1942, que estableció la coordinación y la colaboración y un conocimiento operativo de estilo militar que transformaron el genocidio en una campaña sistemática de exterminio. A través del portal de la planificación exhaustiva de una guerra interna contra los judíos entramos a un mundo de aniquilación total. Tres elementos –la sistematicidad de los asesinatos, la naturaleza abarcativa del plan de capturar a todos y cada uno de los judíos y la previsión e intención de hacer de la muerte violenta su destino ineludible– hicieron de un genocidio sin precedentes lo que hemos llegado a conocer como Holocausto.

Tal fue la campaña de Heydrich, conducida con el espíritu de guerra civil que dio sus primeros pasos en el otoño de 1941. Sin embargo, la coordinación de esa campaña de aniquilación se modificó, aunque sólo levemente, entre fines de ese año y comienzos de 1942. En un asombroso trabajo, un joven historiador, Christian Gerlach, ha atribuido el cambio a la intervención de Hitler en diciembre de 1941.67 A nuestro entender, los descubrimientos de Gerlach sugieren que lo ocurrido en esa fecha es un retorno a los orígenes ideológicos de un nacionalismo catastrofista nazi, con su fuerte sentido de matanza sacrificial.

A fines de 1941 las circunstancias eran dramáticas. Con la Operación Barbarroja en peligro y la Operación Tifón (la toma de Moscú antes del invierno) apenas comenzada, Hitler se dejó ganar por una furia expresada tanto en privado, durante las comidas, como en público, a través de discursos transmitidos por radio a una audiencia nacional.68 En sus irrefrenables explosiones de ira, el Führer reiteraba ideas e imágenes que había formulado originalmente entre el final de la Primera Guerra Mundial y los momentos ulteriores al golpe frustrado de 1923. Sus estallidos culminaron (inmediatamente después del inicio de la contraofensiva soviética y la entrada de los Estados Unidos a la guerra) en una alocución secreta dirigida a los dignatarios nazis (Reichsleiter y Gauleiter), el 13 de diciembre de 1941. Goebbels se refiere al pasaje clave:

Con respecto a la cuestión judía, el Führer está resuelto a despejar la mesa. Advirtió a los judíos que si pretendían provocar otra guerra mundial, ésta los llevaría a su propia destrucción. No eran palabras vacías. Hoy, la guerra mundial es un hecho. La destrucción de los judíos debe ser su necesaria consecuencia. No podemos ser sentimentales al respecto. No nos toca sentir simpatía por los judíos. Por el contrario, debemos sentirla por el pueblo alemán. Si nuestro pueblo debe sacrificar ciento sesenta mil víctimas en otra campaña en el este, los responsables de ese sangriento conflicto tendrán que pagar con su vida.69
Hitler había hecho declaraciones similares en las que exhortaba a “la destrucción de los judíos” en un momento en que imperaba un sistema de fusilamientos en masa y comenzaban a implementarse las matanzas con gas.70 Frente a una campaña de aniquilación ya en desarrollo, sostener que el Holocausto fue el resultado de la determinación de Hitler sería forzar las cosas. El quid de la cuestión es que su intervención puso la campaña de Heydrich en el centro del esfuerzo bélico nazi. La aniquilación de los judíos se convirtió en un imperativo estratégico. A partir de entonces, el Tercer Reich libró una guerra de exterminio con tanto afán que por momentos parecía que el conflicto exterior era apenas una cobertura para facilitar la guerra interior. Un año después, al hablar de los efectos del Holocausto, Goebbels y Göring señalaron, en particular, una de sus consecuencias más indirectas. Creían que, una vez quemados los puentes tras de sí, los alemanes no podrían sino luchar hasta el extremo de la autodestrucción.71 Y aquí se cierra el círculo ideológico: los judíos, como culpables imaginarios de la derrota alemana, ahora se cerciorarían, por el hecho de ser asesinados, de que una inconstante y débil nación alemana sólo podía luchar hasta su propia muerte, y las generaciones venideras se impregnarían de un espíritu de venganza a causa de ese heroico desastre. El nacionalismo catastrofista tenía su propia política de la memoria.

La idea de que la guerra debe librarse al mismo tiempo adentro y afuera, como aniquilación del enemigo y destrucción de las fuerzas hostiles internas, es un tema recurrente de la historia bélica, analizado desde Tucídides bajo la rúbrica de la “guerra civil”. No obstante, en 1941-1942 sucedió lo impensable: al librar una guerra para rescatar a la nación de la derrota, toda una nación y, en rigor, todo un continente se lanzaron a una guerra de aniquilación de todos y cada uno de los judíos. El hecho de que pudiera haber una hostilidad tan implacable hace del Holocausto un acontecimiento singular y “desobediente”.72



LA ERA DE LAS GUERRAS MUNDIALES Y LA BÚSQUEDA ALEMANA DE LA DOMINACIÓN

La secuencia bélica que se extiende desde la Primera Guerra Mundial de 1914 a 1918, a través de la Segunda Guerra Mundial, de 1938-1939 a 1945, hasta la Guerra Fría, de 1945 a 1962-963, señala profundas grietas en la constitución de Europa. El estado de mortal agitación sólo cedió porque las dos grandes fuerzas imperiales de la época, la Unión Soviética y los Estados Unidos, se replegaron luego de estar al borde de la guerra nuclear a causa de Berlín y Cuba.73 La paz llegó como resultado de una distensión entre las dos potencias intercontinentales y no por un arreglo intraeuropeo, lo cual indicaba que el lugar de Europa en el mundo había cambiado como consecuencia de aquellos conflictos. También es una indicación de la incapacidad de los europeos de darse un orden que conciliara las aspiraciones de sus pueblos. A lo largo de todo el siglo XX, Europa fue un continente inestable.

Alemania y sus ambiciones estuvieron en el centro de las guerras europeas del siglo XX. Pues aun en el caso de la Guerra Fría, en lo concerniente a Europa, el principal objetivo fue Alemania. Fritz Fischer definió la naturaleza de esas ambiciones para la historiografía de la segunda posguerra, sobre la base de controversias acerca de las metas bélicas alemanas que se remontan a la Primera Guerra Mundial.74 Este autor hizo hincapié en la índole expansiva de los objetivos bélicos alemanes y la agresividad con que la elite germano prusiana procuraba alcanzarlos. Así, los trastornos de Europa se consideran originados en los designios imperiales de elites alemanas atávicas y militaristas.75 Si bien casi todos los aspectos de la “tesis” de Fischer han sido cuestionados, su argumento básico ha persistido, sobre todo por falta de uno mejor.76 Por ejemplo, ha sido difícil conciliar el convencionalismo de las elites guillerminas con el radicalismo de la guerra nacional socialista. El Tercer Reich, al parecer, libró una guerra completamente diferente para la cual, a la larga, se acuñó el término Weltanschauungskrieg, o guerra ideológica. Este concepto demostró ser de extrema utilidad, pero queda por resolver qué es exactamente una guerra ideológica (más allá de la definición de los propios nazis), cómo podría relacionarse con la política guillermina y cómo pueden situarse ambas en un contexto europeo. A nuestro juicio, podrá encontrarse una respuesta que esclarezca tanto la naturaleza de la guerra ideológica como el papel de Alemania en Europa si se estudia con mayor detenimiento la política bélica entre 1938 y 1942.

Los historiadores siguen el ejemplo de los contemporáneos cuando hacen de la Primera Guerra Mundial el momento axial en el cual el mundo cambió de manera irrevocable.77 Tienen en mente la carnicería mecánica de la guerra de trincheras, la movilización “total” de naciones enteras y su búsqueda de recursos en todo el mundo y la transformación del orden internacional, simbolizada en la revolución bolchevique de 1917 en Rusia, la entrada de los Estados Unidos al conflicto y –podríamos agregar– revoluciones nacionalizadoras como Europa no había visto desde 1848.78 Se trataba, sin duda, de signos de las cosas por venir. Pero si volvemos la mirada hacia el siglo XX, comprobamos que entre 1938 y 1942 Europa sufrió un completo vuelco. En apenas cuatro años, la Alemania nazi radicalizó la guerra, no sólo para emprender la guerra “total” o “industrial” en una escala sin precedentes (que pronto superarían los aliados), sino también para embarcarse en una lucha completamente salvaje de destrucción, sobre todo en Europa Oriental y Rusia, que dejó a millones y millones de soldados y civiles muertos o sin nada y países enteros en ruinas. En 1941 la Alemania nazi libró tanto guerras interestatales como una guerra genocida. Al mismo tiempo, su conducción política y militar pasó con una velocidad pasmosa de las guerras locales por el posicionamiento de Alemania en Europa central al plano de las guerras intercontinentales, que hacia fines de 1941 abarcaban el mundo entero. Esas guerras no sólo se libraban a través de espacios inmensos, sino en torno de una geopolítica global: actos bélicos que hacían a un lado los restos de un orden mundial europeo en beneficio de una competencia planetaria. Lo que la sociedad europea de una época dorada e imperial había previsto oscuramente en 1914, el final de su mundo, era una realidad en 1941-1942. La guerra pasó por encima de las limitaciones que un siglo XIX de inclinaciones restauradoras le había impuesto. Los asuntos internacionales eran ahora globales. La violencia se había convertido en genocida.

La concepción de este conflicto como una “guerra ideológica” nos ayuda a comprender la agresividad explosiva que provocó una ruptura tan trascendental. Pero es necesario obrar con cautela cuando se introduce la ideología en la historia de la guerra, para que no aparezca como un principio o dogma extraño que se transmite a un desventurado cuerpo de oficiales, un ejército de conscriptos y la nación alemana. La imagen de la ideología como dogma impuesto pasa por alto las razones por las cuales, ante todo, aquélla penetró en las Fuerzas Armadas y fue capaz de cumplir un papel tan importante y deletéreo en el conflicto. Esa ideología tenía mucho que ver, no con los nazis, sino con el modo alemán de hacer la guerra.

Si bien todos los combatientes de la Primera Guerra Mundial habían apelado al espíritu de su nación, nadie insistió más que los militares alemanes en poner “la mente por encima de la materia” y hacer hincapié en la necesidad de una automotivación individual y social para movilizarse y combatir. Para que Alemania triunfara, toda la nación debía librar la guerra; los soldados tenían que motivarse a sí mismos si querían prevalecer en la batalla; para alcanzar la necesaria transformación del Ejército y la nación, era preciso estimular su espíritu combatiente. Por su misma conducción, los alemanes entendían la guerra como un asunto profundamente espiritual, en marcado contraste con los británicos, por ejemplo.79 En este sentido, la ideología se convirtió en el instrumento esencial para movilizar la nación en general e impulsar a los soldados a pelear. Y por ello fue tanto más devastadora cuando el Ejército y la nación dejaron de combatir en 1918 o, como afirmaba la opinión corriente entre la derecha, cuando revolucionarios, judíos y otros conspiradores les impidieron seguir combatiendo. La experiencia de 1918 –el temor a los motines en las Fuerzas Armadas, así como al derrotismo civil– tuvo un arraigo tan hondo porque los militares alemanes estaban comprometidos, por sobre todas las cosas, con la idea de la guerra como acto espiritual.

Sin embargo, sería un error buscar una doctrina o misión en particular que generaran ese espíritu combatiente. Todos los intentos de inculcar algún tipo de mensaje nacional fracasaron en ambas guerras, pero el éxito llegó con el llamado al logro individual y colectivo. El “espíritu” consistía en que todo el mundo hiciera su trabajo con la mejor de las disposiciones. Lo que contaba era el “logro”, la participación muy subjetiva en la guerra propia de cada uno. Contra una resistencia interna considerable, el rendimiento llegó a ser el criterio clave para juzgar (y castigar) a soldados y oficiales.80 El rendimiento era un arma de doble filo. Con las tácticas de la Primera Guerra Mundial como precedente, la Wehrmacht y el régimen nazi acometieron la tarea de inculcar en cada soldado (y en cada no combatiente) tanto una idea de la importancia total del esfuerzo individual como de la dependencia absoluta del grupo, una combinación ilustrativa del núcleo ideológico de la Wehrmacht.81 Los expertos alemanes hablaban de la “voluntad” individual y colectiva de combatir como la clave para hacer la guerra. El acto ideológico supremo del régimen nazi consistía en reforzar esas tendencias dentro de las Fuerzas Armadas y la sociedad.82 Al parecer hicieron algo “bueno” porque, en contraste con la Primera Guerra Mundial, los militares en general, aunque cada vez más cansados, combatieron con un deslumbrante espíritu de solidaridad hasta los últimos días de la guerra. La Wehrmacht libró sus batallas más mortíferas en los meses finales del conflicto, y durante 1944 y 1945 murieron más soldados y no combatientes (entre estos últimos el aumento del número de bajas fue exponencial) que en toda la guerra.83

Junto con el poder de la automotivación y un fuerte apego al propio grupo o unidad, había una sensación de exclusión o exclusividad, un rechazo de todos aquellos a quienes se consideraba ineptos o eran ajenos; en el curso de la guerra se generó además un resentimiento cada vez más profundo contra quienes no combatían. Se originó de tal modo un sentimiento de superioridad característico de los soldados alemanes aun en la derrota. La doctrina racial y otras creencias semejantes podían reforzar ese sentimiento, pero no era imprescindible que así sucediera. Esa idea de superioridad explica la profunda indiferencia por la vida y la integridad de las naciones y pueblos enemigos que llegó a ser un aspecto tan central de la conducción alemana de la guerra. Sin lugar a dudas, el franco compromiso ideológico con las causas nazis y una adhesión más encubierta a estereotipos raciales tuvieron un papel distintivo en el desarrollo de ese desprecio, sobre todo cuando éste reforzaba la experiencia generacional de quienes habían vivido de niños y adolescentes en el Tercer Reich y, nacidos alrededor de 1920, constituían el grueso de las fuerzas combatientes. Las cohortes de la Juventud Hitleriana, ya fuera en las SS o las divisiones del Ejército, se contaban entre los guerreros más feroces que Alemania hubiera visto en su historia.84 No obstante, aun cuando la ideología bélica adoptara una forma dogmática explícita –como en el caso de la guerra contra la Unión Soviética–, seguía inmersa en una razón de ser singularmente orientada hacia la eficacia y un sentimiento concomitante de superioridad, a los cuales podía recurrir y que convertían en tan letal y destructiva la manera alemana de hacer la guerra.

Esto significa que la Weltanschauungskrieg o guerra ideológica se originó ante todo en ese espíritu de combate en la guerra. La noción de “eficiencia irrestricta”, derivada de la Primera Guerra Mundial, modeló en dos aspectos la conducción de la guerra por parte de la Wehrmacht. La primera lección consistió en el recurso a una osada iniciativa y la concentración de fuerzas aplastantes (tanto estratégica como tácticamente) para obtener, no sólo una capacidad de penetración, sino un sentimiento abrumador de superioridad que forzara a doblegarse a los ejércitos enemigos e incluso a naciones enteras. Dada la falta general de superioridad numérica y tecnológica, la hábil creación de ese sentimiento fue la esencia y el orgullo de la técnica bélica alemana. Manfred Messerschmidt, el más destacado historiador militar alemán, ha identificado las raíces profundas de este impulso “tecnocrático”, tal como lo denomina, en los militares prusianogermanos. Pero lo que importa es el uso concreto de ese impulso como principio operativo: la utilización aplastante y, en rigor, excesiva de la fuerza contra blancos militares y civiles.85 Ese principio –cualquiera fuera la forma de violencia a la que apelara– fue exaltado por la propaganda alemana (por ejemplo, en la imagen de los intrépidos comandantes de tanques y los briosos pilotos de los bombarderos en picada), y la literatura y el cine de posguerra lo recogieron como la “estrategia de Blitzkrieg”.86 No había ninguna “estrategia de Blitzkrieg”, salvo en la propaganda. Encontramos, en cambio, una conducción bélica que alentaba un uso de la fuerza desinhibido y estrictamente guiado por la búsqueda de objetivos, sin consideración por las reglas de la guerra. La normatividad del exceso, aprehendida en el Santo Grial de las tácticas de mando gobernadas por el rendimiento, es la clave de la conducción bélica alemana.

La segunda lección, de igual importancia, consistió en premiar la consolidación y explotación de los territorios ocupados a fin de que su rendición alimentara la maquinaria bélica, con el efecto de manejar una base de recursos en constante expansión y disminuir a la vez el costo de la guerra en el frente doméstico. De tal modo, las operaciones militares siempre eran por principio operaciones combinadas. Mientras las fuerzas principales avanzaban por frentes estrechos a la manera de puntas de lanza, las fuerzas de seguridad, unidades tanto militares como policiales, se movían en la dirección opuesta, extendiendo el control a la retaguardia e iniciando la guerra, por así decirlo, en un frente interno. En contraste con la guerra exterior, este conflicto interior nunca terminaba. Si bien había enormes diferencias de país en país, en todas partes las fuerzas militares y policiales se dedicaban a una guerra permanente de ocupación, aun en los casos en que la resistencia era mínima.87 El terror era el principal instrumento para lograr y mantener el control sobre los territorios ocupados. La conducción bélica alemana se basaba en un total sometimiento y una superioridad absoluta. El terror era, desde luego, tarea de la Policía de Seguridad. Pero su efecto previsto, una sensación de aplastante superioridad, se reflejaba en aspiraciones corrientes, como un sentimiento de exclusividad, y tenía la clara intención de combatir los temores, por ejemplo una impresión de vulnerabilidad en medio de poblaciones ajenas.88 Esta actitud de orgullo y temeridad, la armadura corporal del soldado alemán, se glorificaba en una propaganda que celebraba las ventajas naturales y biológicas de la raza superior alemana, creencia compartida por algunos pero ignorada por muchos otros.89

Contra este telón de fondo, la radicalización de la guerra en Europa Oriental presenta contornos más marcados. Aunque se establecieron toda clase de arreglos con líderes locales (en Eslovaquia, Croacia, Rumania y Hungría), las guerras en el este, contra Polonia, y en el sudeste (en particular contra Serbia) no se libraron para desarmar estados sino para destruirlos, y junto con ellos sus instituciones cívicas y sus constituciones civiles. La invasión y la ocupación tenían el propósito de producir pueblos sin derechos. Por lo pronto, no había motivos para limitarse y no se aplicó restricción alguna, porque no había ninguna institución ni cuerpo social por derecho propio con los cuales los alemanes estuvieran dispuestos a cooperar o contemplaran la posibilidad de concertar la paz. La dominación alemana era incondicional.90 El efecto fue el sometimiento sistemático de la población polaca y, como requisito para ello, una campaña de aniquilación contra sus elites, así como una guerra despiadada contra cualquier forma de resistencia; en ese contexto, se produjo en primer lugar la concentración y luego el exterminio total de la población judía.91 La situación varió un tanto en Serbia, porque el control del país fue mucho más difícil de lograr y hubo desde el comienzo una mayor resistencia armada. El efecto, empero, fue notablemente similar.92 La guerra inicial de conquista se convirtió en una guerra permanente, impulsada a su vez por una imagen del mundo que describía a polacos y serbios como una masa subalterna de personas y no como naciones derrotadas. Los judíos, desde luego, no sólo carecían de derechos civiles sino que perdieron su derecho a la vida mucho antes del comienzo del Holocausto sistemático.

Esa cosmovisión estableció las reglas básicas para la conducción alemana de la guerra en el este. Su clave era una ideología de violencia prístina e irrestricta, sólo limitada por la conveniencia, en un mundo de pueblos conquistados y sin derechos. Tradiciones anteriores que consideraban a los europeos orientales como “pueblos sin historia” y por lo tanto sin nacionalidad, así como un estado de ánimo característicamente antipolaco y antiserbio o, en términos más generales, un racismo antieslavo, explicitaban y legitimaban el régimen de terror. Sin lugar a dudas, este prejuicio tenía una historia profunda, pero en lo concerniente a los nazis se actualizaba en la autoafirmación de las naciones europeas del este en el presente. Si había una agenda o misión, ésta consistía en deshacer y destruir las revoluciones nacionalizadoras de 1918 y convertir esas naciones en poblaciones sometidas mediante el mensaje político e ideológico intrínseco de una violencia nacionalsocialista desenfrenada.

El caso más insigne de guerra movida por la ideología fue la Operación Barbarroja, la campaña inicial contra la Unión Soviética.93 Esta campaña previó la destrucción, total o parcial, no sólo de la resistencia armada (imaginada o real) sino de poblaciones enteras. La operación puso en riesgo de manera explícita la vida de millones de no combatientes por falta de comida y refugio y aprobó expresamente la muerte de la mayoría de los prisioneros de guerra y trabajadores esclavos. Fue una guerra genocida con el objetivo de destruir la sociedad enemiga como un cuerpo coherente y autosustentable.94

Los elementos clave de la guerra contra la Unión Soviética exigen un breve examen.95 En primer lugar, las órdenes transmitidas a las unidades exhortaban a adoptar como criterio y norma una actitud de extrema violencia en la conducción de la guerra. Esas instrucciones dejaban expresamente al margen de cualquier castigo la violencia excesiva contra las poblaciones enemigas. Segundo, se establecía que ciertos grupos enemigos –los comisarios soviéticos, los judíos, las minorías asiáticas y, al parecer, las mujeres soldados del Ejército Rojo–96 debían ser objeto de una eliminación lisa y llana, en su mayor parte a cargo de la Policía de Seguridad pero no pocas veces llevada a cabo por destacamentos militares. Tercero, toda la población de los territorios ocupados era tratada, por principio, como hostil y sospechosa de brindar apoyo a los partisanos (aun cuando se hicieran diferencias relacionadas con el origen racial, de modo que se consideraba a los ucranianos como los menos inamistosos y a los judíos, como congénitamente hostiles) y, en consecuencia, debía ser el blanco de medidas preventivas como la toma de rehenes, las masacres ejemplificadoras, la destrucción de edificios y ciudades y la creación de zonas muertas. Los medios básicos de control eran la desurbanización, el traslado forzado de las poblaciones urbanas y el despoblamiento de zonas de seguridad a lo largo de las rutas de transporte. Cuarto, los recursos materiales y físicos de la tierra estaban destinados de manera preferencial a las fuerzas combatientes, el régimen de ocupación y el suelo patrio, como consecuencia de lo cual las concentraciones de poblaciones sometidas –en especial prisioneros de guerra y poblaciones urbanas– morían en masa en virtud de la estrategia deliberada del hambre.97 Quinto, los “recursos humanos” restantes se utilizaban como auxiliares en el Ejército y como mano de obra local o eran deportados en masa a Alemania.98 Cada una de estas medidas violaba las convenciones de guerra existentes. Sin embargo, planteadas en conjunto como estrategia militar, hicieron de la guerra contra la Unión Soviética un hecho singular por su salvajismo.

La Operación Barbarroja no alcanzó su meta, la derrota del Ejército Rojo, que luchó con uñas y dientes para volver al conflicto y agravó el proceso de brutalización al forzar las cosas y utilizar sus propias tácticas crueles, al parecer con la intención de fortalecer a sus soldados.99 Sin salida –se conjeturaba–, los soldados soviéticos no tendrían otra alternativa que pelear y así podrían evitarse nuevos derrumbes de frentes enteros del Ejército (como los ocurridos en julio y agosto de 1941). Entretanto, el bando alemán seguía su propia doctrina explícita de guerra genocida, que los soldados rasos consideraban lícita a causa de las atrocidades soviéticas reales y presuntas. Impedida la Wehrmacht de derrotar al Ejército Rojo y trabados ambos contrincantes en un combate mortal que se extendía profundamente en los territorios ocupados por los alemanes, dentro del liderazgo político y militar germano se inició en 1942-1943 un debate interno sobre la posibilidad de recortar los elementos más abiertamente “ideológicos” de su doctrina de la aniquilación; las discusiones resultaron en el retorno a la conveniencia o Kriegsbrauch (de hecho: ojo por ojo), lo cual empeoró la situación. La conducción “ideológica” de la guerra en 1941, con su retórica de exterminio de la conspiración mundial judeobolchevique, no cedió su lugar a una actitud más contenida frente a la feroz resistencia opuesta por el Ejército Rojo; alentó, en cambio, una escalada en la adopción de tácticas más implacables que no daban cuartel y sólo dejaban tras de sí tierra arrasada, un yermo vacío de gente y apenas capaz de sostener la vida. La guerra detrás de las líneas sorprendió a todo el mundo desprotegido; carentes del apoyo de uno u otro bando, las poblaciones quedaban atrapadas en el torbellino alemán o el torbellino soviético. El avance alemán fue cruel e ideológico, pero su retirada fue una muestra de barbarie;100 a su vez, la penetración soviética en Europa Oriental y Alemania respondió con la misma moneda.101 En la larga historia de guerras libradas por alemanes y rusos, tanto en sus fronteras coloniales como en Europa, el conflicto en el frente oriental fue de un salvajismo sin precedentes. El rasgo esencial no es que algún elemento específico de la contienda fuese novedoso, y ni siquiera que hubiera estado ausente durante mucho tiempo, sino que la combinación deliberada de elementos sobrepasó cualquier acontecimiento anterior o concurrente. La extraordinaria cantidad de víctimas fatales entre combatientes y no combatientes, la destrucción de ciudades y la devastación del campo fueron los signos exteriores de ese salvajismo, que aún carece de un reconocimiento adecuado.

La esencia de la Weltanschauungskrieg, sin embargo, no habría de encontrarse principalmente en la abrumadora destrucción física sino en la existencia de vastos desplazamientos y la disolución de redes comunitarias autosostenidas.102 Esta guerra orquestó la muerte social en una escala impresionante, y en este principio encontramos tanto la similitud como la diferencia con el Holocausto. Si bien la diferencia intrínseca entre la guerra contra la Unión Soviética y la guerra contra los judíos es evidente, es necesario señalar su coincidencia. El exterminio de todos los judíos, el Holocausto, comenzó en el preciso momento en que culminaba la guerra ideológica contra la Unión Soviética, y alcanzó su cenit durante el período de dos años en que las fuerzas alemanas y soviéticas libraron su guerra en un frente oriental en retirada. Si bien estas campañas fueron independientes y distintas, aun donde se superponían, formaron parte integrante del mismo complejo de ambiciones y metas de la Alemania nazi, y la intencionalidad y la ferocidad con que se llevaron adelante las inscribió en el corazón mismo del modo alemán de hacer la guerra.

Esta coincidencia de guerra genocida y Holocausto nos lleva a preguntarnos qué es la Weltanschauungskrieg y con qué fin se libró. El inconveniente radica en que el único esfuerzo historiográfico sostenido para conjugar la guerra contra la Unión Soviética y la guerra contra los judíos es poco convincente.103 Arno Mayer se ha valido de la típica referencia nazi a una conspiración judeobolchevique para equiparar la guerra genocida y el Holocausto en una jerarquía de objetivos que destacaba la centralidad del anticomunismo. Habida cuenta del franco vínculo ideológico y la práctica de liquidar tanto a comisarios como a judíos, sancionada en la denominada “orden sobre los comisarios”, esta interpretación parecería prometedora, pero ni la abundante sincronización ideológica ni la superposición práctica de guerra genocida y Holocausto son fundamentos suficientes para fusionarlos. En rigor de verdad, hacia diciembre de 1941 una y otro se habían transformado en teatros de guerra claramente separados: la campaña genocida contra la Unión Soviética se caracterizaba por el abandono de la ideología manifiesta, mientras que el Holocausto dejaba de ser lo que en la primavera y el verano de 1941 todavía podía interpretarse como una política de rastrillajes de seguridad con motivos raciales para transformarse en un exterminismo francamente antisemita.



EL PROPÓSITO DE LOS OBJETIVOS BÉLICOS NAZIS

Si bien entendemos la conducción nazi de la guerra y el Holocausto, aún persiste el problema de las grandes dificultades para abordar la naturaleza y la finalidad de su búsqueda bélica. Esta última cuestión es particularmente problemática porque la dirigencia nazi, aunque deliberada en su conducción de la guerra, era muy poco clara con respecto a sus metas u objetivos. La situación ha llevado a algunos historiadores a conjeturar, no del todo sin razón, que el apetito de los nazis crecía con la acción, pero sólo sabían qué querían cuando lo conseguían.104 Sin embargo, en vista de la naturaleza deliberada tanto de la guerra genocida contra la Unión Soviética como del Holocausto de los judíos, este argumento también erra el tiro.

El núcleo de verdad en este último planteo es un sentido maquiavélico sumamente desarrollado en la dirigencia nazi, que Hitler aplicó con singular astucia a la conducción bélica.105 Los historiadores militares y diplomáticos se maravillan desde hace mucho ante la flexibilidad demostrada por la política de guerra de Hitler, sus maniobras y engaños, así como su búsqueda de opciones aparentemente opuestas, cuyo ejemplo clásico es el pacto germanosoviético de 1939.106 Los historiadores del Holocausto, por su parte, insistieron en el “retorcido camino” a Auschwitz.107 Pero esos mismos historiadores también coinciden en que el juego de la diplomacia y la variedad de soluciones propuestas para el “problema judío” tenían sus límites. El liderazgo nacionalsocialista nunca dejó ninguna duda de que quería la guerra y el terror, y si bien admiraba la violencia como tal, también sabía perfectamente que sólo su combinación con la guerra podía producir el resultado que buscaba. La dificultad radica justamente en identificar lo que querían dentro del laberinto de rodeos diplomáticos y pronunciamientos impulsivos acerca de su propósito ideológico. No obstante, cuatro ideas centrales de la política bélica del Tercer Reich surgen con claridad y, a su turno, vuelven a llevarnos al apogeo de la guerra alemana, la guerra genocida contra la Unión Soviética y el Holocausto.

El primer objetivo bélico de la Alemania nacionalsocialista era la subordinación de Europa Oriental a la hegemonía alemana y el sometimiento de todos esos países y pueblos, sobre todo Polonia y Serbia, vistos como los principales defensores de la liberación nacional en esa parte del continente. Como el sometimiento del Este también implicaba un profundo desafío a Francia, el logro de esa meta dependía en última instancia de la victoria sobre los franceses, pero posiblemente esa conquista era sólo un blanco indirecto aunque inevitable de la agresión nazi. La Alemania nazi toleraba estados clientes subordinados, pero no naciones independientes, y en este aspecto elaboró una agenda claramente posrevolucionaria y contrarrevolucionaria, si consideramos la revolución nacionalizadora como la gran revolución del siglo XX. Todo consistía en anular el proceso de nacionalización que siguió al derrumbe de las viejas monarquías. La política bélica nazi difería de un programa más conservador de “revisión” que procuraba una política de ajuste de límites, a menudo en conjunción con el deseo de alcanzar fronteras más “étnicas” para los germanoparlantes. Esta última posición también podía escucharse dentro del movimiento nazi, pero para la política nacionalsocialista la meta no era el ajuste de fronteras, como había sucedido con los Sudetes, sino la conquista, el sometimiento y la erradicación de las identidades de Europa Oriental, mediante la supresión de las culturas nacionales y la eliminación de las respectivas elites.

Segundo, hay una amplia coincidencia en el sentido de que, por radical que fuera esa búsqueda de dominación en Europa Oriental, sólo se trataba de un paso transitorio y preliminar, un requisito para las ambiciones más grandiosas de conquista imperial. En este punto, la discrepancia entre las anteriores fantasías imperiales guillerminas y las ideas nazis, por rudimentarias que fueran, se plantea con la mayor claridad. En efecto, aunque muchas voces dentro del partido nazi y con seguridad entre las elites tradicionales nazificadas (por ejemplo el cuerpo de oficiales navales) clamaban por un imperio colonial al estilo británico y, por lo tanto, consideraban a Gran Bretaña como su principal enemigo, esto no era lo que la dirigencia nazi y Hitler querían. En realidad, durante mucho tiempo Hitler creyó firmemente que no habría conflicto de intereses entre Gran Bretaña y la Alemania nazi, razón por la cual no quería librar una guerra contra aquélla y la lamentó en diversas ocasiones cuando se produjo.108 La guerra que consideraba absolutamente esencial, la única de la cual la Alemania nazi no podía prescindir de ninguna manera, era la guerra contra la Unión Soviética. Hitler sentía con claridad que Alemania debía librarla mientras él viviera; de lo contrario, la causa nazi sería inútil. El motivo de su determinación era sobre todo estratégico: las naciones europeas, aun una dominante y dominadora, eran demasiado pequeñas y vulnerables para ser actores verdaderamente autónomos en una escala planetaria. La autonomía sólo era posible si se lograba controlar los vastos recursos de Rusia. Quien contara con esa ventaja podría consolidar su autoridad sobre Europa (dada la dependencia de ésta de los recursos externos). En otras palabras, la conquista de la Unión Soviética era la clave tanto para alcanzar el estatus de superpotencia (cosa que las naciones europeas eran incapaces de conseguir por sí solas) como para robustecer el dominio sobre una Europa notoriamente incontrolable de tribus pendencieras y estados jactanciosos. Sin la Unión Soviética no habría potencia mundial ni Europa, y por lo tanto existiría una situación permanente de dependencia e inseguridad. Sin embargo, las elites alemanas no reconocieron hasta 1942-1943 que la Unión Soviética podía convertirse efectivamente en una superpotencia por derecho propio, y así renació en parte el estado de ánimo antibolchevique de 1918.109 Cabe suponer que los Estados Unidos era vista como la otra superpotencia, pero Norteamérica entró en la imagen nazi del mundo por su expreso designio.110 No obstante, el pensamiento nazi era muy claro: se necesitaba una potencia global para afirmar la autonomía en el mundo del siglo XX, pero las naciones europeas eran demasiado pequeñas para sostener por sí solas ese poder.

El imperativo geopolítico planetario estaba íntima e indisolublemente ligado a un tercer objetivo bélico, más típico del nacionalsocialismo. En el núcleo de la concepción nacionalsocialista de conquista en Europa Oriental y la Unión Soviética estaba la idea de reconstruir el territorio y las poblaciones alemanas mediante un régimen tecnocrático de colonización. El régimen de la biopolítica y el manejo de poblaciones dentro de Alemania se magnificaba en la conquista del Este. Sin embargo, la evaluación de esta agenda biopolítica de mayor magnitud es difícil, porque los primeros pasos de su implementación, sobre todo en la Polonia ocupada y los estados bálticos, generaron un pandemónium. Cuando la codicia se impuso, los saqueos desenfrenados fueron a veces imposibles de distinguir de las iniciativas de largo plazo. Estas propuestas de creación de una Alemania más grande, basadas en planes masivos de manejo de poblaciones, fueron adoptadas y encontraron un considerable apoyo popular en multitud de funcionarios, colonos y vividores que recalaban en el Este ocupado, pero deberían hacernos vacilar. La abundancia misma de organismos creados para explotar la tierra y sus pueblos causa perplejidad. Además, un examen más detenido de las iniciativas más importantes sugiere que la reconfiguración de la tierra y sus poblaciones a imagen de Alemania y una clase dominante alemana no era un mero programa nebuloso de romanticismo agrario sino una vasta empresa de infraestructura para reclamar tierras, instaurar un nuevo reparto demográfico y establecer sistemas de transporte.111 El contraste entre la realidad y los programas fue absoluto y devastador, pero las visiones articuladas en el Generalplan Ost, por ejemplo, sugieren la imposición de enormes proyectos de ingeniería social en un Este que los expertos alemanes consideraban salvaje e irracional, con el objetivo de dar a la tierra y las poblaciones sometidas un uso productivo.112 Deberíamos agregar que los planes para los pueblos autóctonos eran aún más letales y destructivos que la realidad.

El cuarto y último objetivo bélico consistía en recomponer las poblaciones alemanas en un Volk racializado, un cuerpo político alemán con un núcleo liberado tanto de la influencia judía como de los judíos en persona. La genealogía de este proyecto, que puede remontarse al siglo XIX, no nos concierne tanto como el vínculo violento e íntimo entre la extirpación de los judíos y la constitución de los alemanes como un Volk superior y biológicamente mejorado. A esta tradición de pensamiento radical de derecha deberíamos sumar una segunda corriente, que vuelve a llevarnos al concepto de nacionalismo catastrofista y las metas bélicas planteadas por Fischer. Éste, y toda una generación de historiadores, cometieron el curioso error de subestimar la sensación muy profunda de vulnerabilidad y resentimientos del pasado que apuntaló gran parte del debate más extremista sobre los objetivos de guerra en Alemania.113 El sentimiento de abyección simplemente no quedaba asentado, aunque esa sensación de pánico total con respecto a la debilidad alemana (a menudo concebida como una degeneración progresiva) distinguía a la derecha radicalizada de los nacionalistas nostálgicos de la edad de oro. Los lazos íntimos y emocionales con un antisemitismo radical no se exploran, en su mayor parte, porque la idea misma de la nación como un estado emocional aún no había entrado en el debate.114 La derrota y la revolución de 1918 y el Tratado de Versalles no hicieron sino confirmar la antigua creencia de la derecha radicalizada de que eran el blanco de un abuso global y una conspiración interna en los que el bolchevismo se sumaba al antisemitismo racial, así como la convicción de que los alemanes sólo se convertirían en una raza o un pueblo superior si se quitaban de encima esa conspiración mundial e íntima encarnada en la imagen del judío. Los planes biopolíticos se adaptaban a ese fin, pero la formulación más reveladora de este objetivo bélico aparece en la ambición, cuya genealogía puede remontarse a la Primera Guerra Mundial, de deshacer la historia moderna de migración y diáspora alemanas mediante la repatriación y reunión de todos los alemanes en un solo territorio racial que alcanzara una profunda expansión hacia el este y fuera servido por infraclases étnicas.115 En estos intentos de reencarnar a los alemanes como un pueblo redescubrimos un anhelo incondicional de superioridad, fundado en un sentimiento de abyección pasada que podía suscitar en los dirigentes nazis, así como en los soldados y oficiales comunes y corrientes, paroxismos de furia. En consecuencia, el llamado de Hitler a un exterminio generalizado, el Holocausto, en diciembre de 1941, puede verse como una exasperación momentánea en una fase crítica de la guerra y, a la vez, como la búsqueda deliberada de una solución final que convirtiera a los alemanes en una raza de amos como acto de guerra definitivo, la afirmación de su superioridad a través de la eliminación de los judíos.

Desde el punto de vista de la ideología nazi, todo esto era el cumplimiento de viejos sueños y la realización del destino alemán. Para los administradores de poblaciones y los expertos en colonización, era la oportunidad de crear un Lebensraum para una mejor vida alemana y un orden europeo superior. Para las fuerzas de seguridad y sus secuaces, era el campo de pruebas en el que podrían demostrar una eficiencia despiadada. Para los alemanes del común, era un poco de todo, y muchas justificaciones retroactivas si de estos planes nazis resultaba cualquier cosa menos desgracias. Si observamos con mayor detenimiento la sociedad de conquistadores, descubrimos codicia, celos, odios, puñaladas por la espalda y pasmosas ineficiencias y descuidos, junto con todo tipo de abusos y brutalidades, como cabría esperar de una clase de conquistadores que esgrimían un poder absoluto. Pero la mezquindad de la empresa no debe eclipsar el hecho de que su efecto fue la destrucción de Europa Oriental: la aniquilación de la población judía, la muerte y el desarraigo de millones y millones de personas, la ruina de una venerable tradición urbana, la supresión de culturas nacionales y la ruptura de solidaridades y lazos de pertenencia establecidos. Fue un régimen letal de conquista sin precedentes, lo cual dice mucho tratándose de una región que había sido devastada muchas veces en el terror sangriento de las rebeliones nacionalistas y las guerras civiles.

Pero ¿cuál fue el lugar histórico de esa horrenda empresa? ¿Y por qué resultó tan difícil prevenirla? En cierto aspecto, Fischer estaba en la pista correcta, porque lo que hemos visto fue el desarrollo de una respuesta derechista radical y ultranacionalista a la “cuestión alemana”.116 Esa cuestión siempre había sido cómo unificar un pueblo alemán fragmentado en el plano étnico y atravesado por divisiones religiosas y sociales, cómo reunir la diáspora alemana dispersa por el planeta y cómo hacer de la nación alemana un lugar seguro en un mundo de imperios. Se exacerbó cuando la solución inicial, el Segundo Imperio, cayó hecha pedazos en la Primera Guerra Mundial y resurgieron recuerdos anteriores de derrotas deletéreas (Napoleón) y desastrosas desuniones cívicas (la Guerra de los Treinta Años, la Guerra de los Campesinos). La respuesta nacionalista radical fue que Alemania sería un imperio, gobernado por una nación repatriada y racialmente homogénea, o no sería nada en absoluto; que Europa tendría que unirse bajo el liderazgo alemán o desaparecer en la competencia de los regímenes mundiales, y que el pueblo imperial, para poder gobernar, debería purificarse de sus fuentes internas de discordia, personificadas por los judíos, o de lo contrario se derrumbaría. Los nazis ofrecían toda una serie de soluciones finales, que equivalían a una sola alternativa: o constituir un pueblo alemán por la fuerza o dejar de existir por completo.117 Desde entonces, los alemanes han tenido que aprender a vivir con las desastrosas consecuencias de esa estrategia genocida para convertirse en una nación.


Traducción de Horacio Pons




NOTAS

1. Edith Wyschogrod. Spirit in Ashes: Hegel, Heidegger, and the Man-Made Mass Death. New Haven: Yale University Press, 1985.

2. La célebre frase “el pasado no pasa” fue acuñada por Ernst Nolte. Das Vergehen der Vergangenheit. Antwort an meine Kritiker im sogenannten Historikerstreit. Berlín: Ullstein, 1989. Al parecer, Nolte pretendía sugerir que aunque la guerra y el Holocausto no pasarán, es posible hacerlos desaparecer si se los convierte en la respuesta a una provocación interna y externa de los comunistas y los judíos, respectivamente.

3. Steven T. Katz. The Holocaust in Historical Context. Nueva York: Oxford University Press, 1993, plantea este argumento con el mayor efecto.

4. El argumento parece extraño si se lo expone en una sola frase, pero refleja dos convicciones muy discutidas. En lo concerniente a los alemanes, afirma que desde cierto momento en la construcción de la nación alemana (Lutero, Kant y Fichte) tomaron un rumbo de guerra de agresión y asesinatos masivos. En lo que respecta a las víctimas judías, el argumento expresa la creencia, preeminente en las ortodoxias hebreas, de que el genocidio fue un ejemplo más en una historia de kurban iniciada con la destrucción del Templo. Hay versiones cristianas similares, tanto ortodoxas como católicas, también previas al Holocausto. Véase, por ejemplo, Brian Porter. When Nationalism Began to Hate: Imagining Modern Politics in Nineteenth-Century Poland. Nueva York: Oxford University Press, 2000.

5. Robert G. Moeller. War Stories: The Search for a Usable Past in the Federal Republic of Germany. Berkeley: University of California Press, 2001.

6. Hamburger Institut für Sozialforschung (comp.), Besucher einer Ausstellung. Die Ausstellung “Vernichtungskrieg. Verbrechen der Wehrmacht 1941-1944” in Interview und Gespräch. Hamburgo: Hamburger Edition, 1998.

7. El episodio más célebre es Binjamin Wilkomirski. Fragments: Memories of a Wartime Childhood. Traducción de Carol Brown Janeway. Nueva York: Schocken Books, 1996.

8. James E. Young. At Memory’s Edge: After-Images of the Holocaust in Contemporary Art and Architecture. New Haven: Yale University Press, 2000.

9. Sobre el Holocausto como memoria global, véase Yehuda Bauer. Rethinking the Holocaust. New Haven: Yale University Press, 2001.

10. En todo caso, ésa fue la pretensión de Habermas, que inició el Historikerstreit. Jürgen Habermas. Eine Art Schadensabwicklung. Francfort: Suhrkamp, 1987.

11. Jean-Michel Chaumont. La Concurrence des victimes: génocide, identité, reconnaissance. París: La Découverte, 1997.

12. Peter Novick. The Holocaust in American Life. Boston: Houghton Mifflin, 1999.

13. Harold Marcuse. Legacies of Dachau: The Uses and Abuses of a Concentration Camp 1933-2001. Cambridge: Cambridge University Press, 2001.

14. Anson Rabinbach. In the Shadow of Catastrophe: German Intellectuals between Apocalypse and Enlightenment. Berkeley: University of California Press, 1997, y Steven E. Aschheim. Culture and Catastrophe: German and Jewish Confrontations with National Socialism and Other Crises. Nueva York: New York University Press, 1996.

15. Exilio forzado de los judíos, sobre todo de los países donde eran objeto de una persecución más intensa. (N. del T.)

16. Christopher R. Browning. Ordinary Men: Reserve Police Batallion 101 and the Final Solution in Poland. Nueva York: Harper Collins, 1993 [traducción castellana: Aquellos hombres grises. El batallón 101 y la solución final en Polonia. Barcelona: Edhasa, 2002]; Saul Friedländer. Nazi Germany and the Jews. Vol. 1. The Years of Persecution, 1933-1939. Nueva York: Harper Collins, 1997. Marion Kaplan. Between Dignity and Despair: Jewish Life in Nazi Germany. Nueva York: Oxford University Press, 1998. Omer Bartov. Murder in Our Midst: The Holocaust, Industrial Killing, and Representation. Nueva York: Oxford University Press, 1996, y Ulrich Herbert (comp.). National Socialist Extermination Policies: Contemporary German Perspectives and Controversies. Nueva York: Berghahn Books, 2000.

17. Daniel Jonah Goldhagen. Hitler’s Willing Executioners: Ordinary Germans and the Holocaust. Nueva York: Alfred A. Knopf, 1996 [traducción castellana: Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto. Madrid: Taurus, 1997].

18. Véase la colección de diez volúmenes de Militärgeschichtliche Forschungsamt (ed.). Das Deutsche Reich und der Zweite Weltkrieg. En su traducción inglesa, Germany and the Second World War. Nueva York: Oxford University Press, 1990-2003. De los cuales se han completado seis; Antony Beevor. Stalingrad. Nueva York: Viking, 1998 [traducción castellana: Stalingrado. Barcelona: Crítica, 2001]; Mark Mazower. Inside Hitler’s Greece: The Experience of Occupation 1941-1944. New Haven: Yale University Press, 1993, y Christian Gerlach, Kalkulierte Morde. Die deutsche Wirtschafts- und Vernichtungspolitik in Weissrussland 1941 bis 1944. Hamburgo: Hamburger Edition, 1999.

19. Richard J. Evans. Lying about Hitler: History, Holocaust, and the David Irving Trial. Nueva York: Basic Books, 2001.

20. Saul Friedländer. “The ‘Final Solution’: On the Unease in Historical Interpretation”. Saul Friedländer (comp.), Memory, History, and the Extermination of the Jews of Europe. Bloomington: Indiana University Press, 1993, pp. 102-116: La cita corresponde a la p. 104.

21. Gerhard L. Weinberg. A World at Arms: A Global History of World War II. Cambridge. Reino Unido: Cambridge, 1994 [traducción castellana: Un mundo en armas: la Segunda Guerra Mundial. Una visión de conjunto. Barcelona: Grijalbo, 1995].

22. El punto de partida más convincente es Mark Mazower, Dark Continent: Europe’s Twentieth Century. Nueva York: Alfred A. Knopf, 1999 [traducción castellana: La Europa negra: desde la Gran Guerra hasta la caída del comunismo. Barcelona: Ediciones B, 2001].

23. Jan Philipp Remtsma. “Die ‘Signatur des Jahrhunderts’-ein kataleptischer Irrtum?”. Mittelweg 36(5). 1995, pp. 7-23.

24. Véanse las controversias, hoy pasadas de moda, en Lothar Kettenacker y Gerhard Hirschfeld (comps.) Der “Führerstaat”, Mythos und Realität. Studien zur Struktur und Politik des Dritten Reiches. The “Führer State”, Myth and Reality: Studies on the Structure and Politics of the Third Reich. Stuttgart: Klett-Cotta, 1981.

25. Compárese Götz Aly. “Final Solution”: Nazi Population Policy and the Murder of the European Jews. Traducción de Belinda Cooper y Allison Brown. Londres: Arnold, 1999. Con Michael Burleigh. The Third Reich: A New History. Nueva York: Hill and Wang, 2000 [traducción castellana: El Tercer Reich: una nueva historia. Madrid: Taurus, 2002].

26. Las contribuciones señaladas a este debate proceden de Dan Diner. Beyond the Conceivable: Studies on Germany, Nazism, and the Holocaust. Berkeley: University of California Press, 2000.

27. El representante típico de esta actitud es Andreas Hillgruber. Die Zerstörung Europas. Beiträge zur Weltkriegsepoche 1914 bis 1945. Francfort: Propyläen, 1988.

28. Shulamit Volkov. Jüdisches Leben und Antisemitismus im 19. und 20. Jahrhundert. Munich: C. H. Beck, 1990, y Peter Pulzer. The Rise of Political Anti-Semitism in Germany and Austria. Londres: P. Halban, 1988.

29. Martin H. Geyer. Verkehrte Welt. Revolution, Inflation und Moderne. München 1914-1924. Gotinga: Vandenhoeck & Ruprecht, 1998.

30. Werner Jochmann. “Die Ausbreitung des Anti-Semitismus”. Werner E. Mosse y Arnold Paucker (comps.). Deutsches Judentum in Krieg und Revolution. Tubinga: J. C. B. Mohr, 1971, pp. 409-510.

31. Uwe Lohalm. Völkischer Radikalismus. Die Geschichte des Deutschvölkischen Schutz- und Trutz-Bundes, 1919-1923. Hamburgo: Leibnitz-Verlag, 1970, y Michael Geyer. “Insurrectionary Warfare: The German debate about a Levée en Masse in October 1918”. Journal of Modern History, 73. Septiembre de 2001, pp. 459-527.

32. Bernd Hüppauf. “Schlachtenmythen und die Konstruktion des ‘Neuen Menschen’”. Gerhard Hirschfeld y Gerd Krumeich (comps.) Keiner fühlt sich hier mehr als Mensch […] Erlebnis und Wirkung des Ersten Weltkrieges. Essen: Klartext, 1993, pp. 43-79.

33. Uwe Dietrich Adam. Judenpolitik im Dritten Reich. Düsseldorf: Droste Verlag, 1972, y Erich Goldhagen. “Weltanschauung und Endlösung. Zum Antisemitismus der nationalsozialistischen Führungsschicht”. Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte, 24. 1976, pp. 73-89.

34. El relato más convincente es Raul Hilberg. The Destruction of the European Jews. Edición revisada y definitiva. Tres volúmenes. Nueva York: Holmes & Meier, 1985.

35. M. Kaplan. Between Dignity and Despair: Jewish Life in Nazi Germany. Nueva York: Oxford University Press, 1998.

36. David Bankier (comp.) Probing the Depths of German Anti-Semitism: German Society and the Persecution of the Jews, 1933-1941. Nueva York: Berghahn Books, 2000.

37. David Bankier. The Germans and the Final Solution: Public Opinion under Nazism. Oxford: Basil Blackwell, 1992.

38. Frank Bajohr y Joachim Szodrzynski. Hamburg in der NS-Zeit. Ergebnisse neuerer Forschungen. Hamburgo: Ergebnisse, 1995, y Sander L. Gilman. The Jew’s Body. Nueva York: Routledge, 1991.

39. S. Friedländer. Nazi Germany and the Jews. Vol. 1. The Years of Persecution, 1933-1939. Nueva York: Harper Collins, 1997, que planteó este argumento con la mayor claridad, tiende a concebir la redención como un proceso demasiado espiritual. La redención por medio del consumo tenía un lugar mucho más destacado.

40. Ian Kershaw. Popular Opinion and Political Dissent in the Third Reich. Bavaria 1933-1945. Oxford: Clarendon Press, 1983.

41. Paul Weindling. Health, Race and German Politics between National Unification and Nazism 1870-1945. Cambridge: Cambridge University Press, 1989, y Michael Burleigh y Wolfgang Wippermann. The Racial State: Germany 1933-1945. Cambridge: Cambridge University Press, 1991.

42. Gisela Bock. “Sterilization and ‘medical’ massacres in National Socialist Germany”. Manfred Berg y Geoffrey Cocks (comps.), Medicine and Modernity: Public Health and Medical Care in Nineteenth- and Twentieth-Century Germany. Washington, DC: German Historical Institute, 1997, pp. 149-172, y Michael Burleigh. Death and Deliverance: “Euthanasia” in Germany ca. 1900-1945. Nueva York: Cambridge University Press, 1994.

43. Richard F. Wetzell. Inventing the Criminal: A History of German Criminology, 1880-1945. Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2000. Es un buen ejemplo de esta discusión.

44. Henry Friedländer. The Origins of Nazi Genocide: From Euthanasia to the Final Solution. Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1996.

45. Robert Gellately. Backing Hitler: Consent and Coercion in Nazi Germany. Oxford: Oxford University Press, 2001 [traducción castellana: No sólo Hitler. La Alemania nazi entre la coacción y el consenso. Barcelona: Crítica, 2002], y Eric A. Jonson. Nazi Terror: The Gestapo, Jews and Ordinary Germans. Nueva York: Basic Books, 1999 [traducción castellana: El terror nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán. Barcelona: Paidós, 2002].

46. Ulrich Herbert, Karin Orth y Christoph Dieckmann (comps.), Die nationalsozialistischen Konzentrationslager-Entwicklung und Struktur. Dos volúmenes. Gotinga: Wallstein, 1998.

47. M. Burleigh y W. Wippermann. The Racial State: Germany 1933-1945. Cambridge: Cambridge University Press, 1991, p. 120.

48. Gerhard Paul y Klaus-Michael Mallmann (comps.), Die Gestapo. Mythos und Realität. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1995.

49. Karin Orth. Die Konzentrationslager-SS. Sozialstrukturelle Analysen und biographische Studien. Gotinga: Wallstein, 2000.

50. Karl-Dietrich Bracher. Die deutsche Diktatur. Entstehung, Struktur, Folgen des Nationalsozialismus. Colonia: Kiepenhener & Witsch, 1976, p. 391 [traducción castellana: La dictadura alemana. Génesis, estructura y consecuencias del nacionalsocialismo. Madrid: Alianza, 1995].

51. Ahlrich Meyer. Die deutsche Besatzung in Frankreich 1940-1944. Widerstandsbekämpfung und Judenverfolgung. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2000.

52. Bogdan Musial. Deutsche Zivilverwaltung und Judenverfolgung im Generalgouvernement. Eine Fallstudie zum Distrikt Lublin, 1939-1944. Wiesbaden: Harrassowitz Verlag, 1999, y Götz Aly y Susanne Heim “Deutsche Herrschaft ‘im Osten’. Bevölkerungspolitik und Völkermord”. Peter Jahn y Reinhard Rürup (comps.), Erobern und Vernichten. Der Krieg gegen die Sowjetunion 1941-1945. Essays. Berlín: Argon, 1991, pp. 84-105.

53. Véase, por ejemplo, Edward Dimendberg. “The Will to Motorization: Cinema, Highways, and Modernity”. October, 73, 1995, pp. 91-137.

54. Richard Breitman. The Architect of Genocide: Himmler and the Final Solution. Londres: Bodley Head, 1991.

55. Klaus-Jürgen Müller. General Ludwig Beck. Studien und Dokumente für politisch-militärischen Vorstellungswelt und Tätigkeit des Generalstabschefs des deutschen Heeres 1933-1938. Boppard am Rhein: H. Boldt, 1980, y Michael Geyer. “Crisis of Military Leadership in the 1930s”. Journal of Strategic Studies, 14. 1991, pp. 448-462.

56. Götz Aly. “‘Jewish Resettlement’: Reflections on the Political Prehistory of the Holocaust”. U. Herbert (comp.), National Socialist Extermination Policies: Contemporary German Perspectives and Controversies. Nueva York: Berghahn Books, 2000, pp. 53-82.

57. Raul Hilberg. The Destruction of the European Jews. Edición en un volumen. Nueva York: Octagon Books, 1979, pp. 646-662.

58. Hans Safrian. Eichmann und seine Gehilfen. Francfort: Fischer Taschenbuch Verlag, 1995.

59. Walter Manoschek. “Serbien ist judenfrei”-Militärische Besatzungspolitik und Judenvernichtung in Serbien 1941/1942. Munich: R. Oldenbourg, 1993.

60. Christoph Dieckmann. “The War and the Killing of the Lithuanian Jews”. U. Herbert (comp.), National Socialist Extermination Policies: Contemporary German Perspectives and Controversies. Nueva York: Berghahn Books, 2000, pp. 240-275.

61. Christopher R. Browning. Nazi Policy, Jewish Workers, German Killers. Cambridge: Cambridge University Press, 2000.

62. Christopher R. Browning. The Path to Genocide: Essays on Launching the Final Solution. Cambridge: Cambridge University Press, 1992.

63. Además de The Path to Genocide: Essays on Launching the Final Solution. Cambridge: Cambridge University Press, 1992, véase Christopher R. Browning. “The Euphoria of Victory and the Final Solution: Summer-Fall 1941”. German Studies Review, 17. 1994, pp. 473-481.

64. Deborah Dwork y Robert Jan van Pelt. Auschwitz 1270 to the Present. Nueva York: Norton, 1996.

65. Martin Gilbert (comp.), The Macmillan Atlas of the Holocaust. Nueva York: Macmillan, 1982. Es una descripción sumamente gráfica.

66. Véanse C. R. Browning. The Path to Genocide: Essays on Launching the Final Solution. Cambridge: Cambridge University Press, 1992, y R. Breitman, The Architect of Genocide: Himmler and the Final Solution. Londres: Bodley Head, 1991.

67. Christian Gerlach. “The Wannsee Conference, the fate of German Jews, and Hitler’s decision in principle to exterminate all European Jews”. Journal of Modern History, 70(4). 1998, pp. 759-812.

68. Klaus Reinhardt, Moscow. The Turning Point: The Failure of Hitler’s Strategy in the Winter of 1941-1942. Oxford: Berg, 1992.

69. Diarios de Goebbels (entrada del 13 de diciembre de 1941), citados en C. Gerlach. “The Wannsee Conference, the fate of German Jews, and Hitler’s decision in principle to exterminate all European Jews”. Journal of Modern History, 70(4). 1998, p. 785.

70. Peter Longerich. Politik der Vernichtung. Eine Gesamtdarstellung der nationalsozialistischen Judenverfolgung. Munich: Piper, 1998, pp. 419-471.

71. Joseph Goebbels. Die Tagebücher von Joseph Goebbels. Sämtliche Fragmente. Quince volúmenes. Edición de Elke Fröhlich. Munich: K. G. Saur, 1987, II/7, p. 454 [traducción castellana parcial: Diario. Barcelona: Plaza y Janés, 1979].

72. Dan Diner. “Uncompliance of an Event: Integrating the Holocaust into the Saeculum’s Narration”. Manuscrito. Tel Aviv, 2000.

73. Marc Trachtenberg. A Constructed Peace: The Making of the European Settlement 1945-1963. Princeton: Princeton University Press, 1999.

74. Fritz Fischer. Germany’s Aims in the First World War. Nueva York: W. W. Norton, 1967, y From Kaiserreich to Third Reich: Elements of Continuity in German History, 1871-1945. Londres: Allen & Unwin, 1986.

75. El enfoque estructuralista se convirtió entonces en la nueva ortodoxia. Véase Volker Berghahn. Germany and the Approach of War in 1914. Segunda edición. Nueva York: St. Martin’s Press, 1993.

76. Sin embargo, no faltan las alternativas, como Klaus Hildebrand, German Foreign Policy from Bismarck to Adenauer: The Limits of Statecraft. Londres: Unwin Hyman, 1989.

77. Jay Winter y Blaine Baggett. The Great War: The Shaping of the Twentieth Century. Nueva York: Penguin, 1996, y Wolfgang Michalka (comp.), Der Erste Weltkrieg. Wirkung, Wahrnehmung, Analyse. Munich: Piper, 1994.

78. Niall Ferguson. The Pity of War. Nueva York: Basic Books, 1999.

79. Omer Bartov. Mirrors of Destruction: War, Genocide, and Modern Identity. Oxford: Oxford University Press, 2000, y Allan R. Millett y Williamson Murray. Military Efectiveness. Tres volúmenes, Boston: Unwin Hyman, 1988.

80. MacGregor Knox. “1 October 1942: Adolf Hitler, Wehrmacht officer policy, and social revolution”. The Historical Journal 43(3). 2000, pp. 801-825, y Bernd Kröner. “Auf dem Weg zu einer ‘nationalsozialistischen Volksarmee’”. Martin Broszat (comp.), Von Stalingrad zur Währungsreform. Zur Sozialgeschichte des Umbruchs in Deutschland, Munich: R. Oldenbourg, 1988, pp. 651-682.

81. Martin van Creveld, Fighting Power: German and U. S. Army Performance, 1939-1945. Westport: Greenwood Press, 1982. Utiliza la noción norteamericana de “comportamiento de grupo primario”, que erra peligrosamente el blanco. Al criticar a Van Creveld, Omer Bartov. Hitler’s Army: Soldiers, Nazis, and War in the Third Reich. Nueva York: Oxford University Press, 1991. Tampoco examina la concepción de die Gruppe. Hasta la fecha, no hay ningún estudio que presente los vínculos de la preguerra (movimiento de la juventud) y la posguerra (dinámica grupal).

82. Klaus Jürgen Müller. Armee, Politik und Gesellschaft in Deutschland 1933-1945. Studien zum Verhältnis von Armee und NS-System. Paderborn: Schöningh, 1979.

83. Rüdiger Overmans. Deutsche militärische Verluste im Zweiten Weltkrieg. Munich: R. Oldenbourg, 1999.

84. Véanse, entre otros, los muy sorprendentes recuerdos de Gerhard Zwerenz. “Soldaten sind Mörder”. Die Deutschen und der Krieg. Munich: Knesebeck & Schuler.

85. Manfred Messerschmidt. Militär und Politik in der Bismarckzeit und im Wilhelminischen Deutschland. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1975.

86. Omer Bartov. “From Blitzkrieg to Total War: ControversialLinks Between Image and Reality”. Ian Kershaw y Moshe Lewin (comps.), Stalinism and Nazism: Dictatorships in Comparison. Cambridge: Cambridge University Press, 1997, pp. 158-184.

87. El mejor estudio sobre el tema es M. Mazower. Inside Hitler’s Greece: The Experience of Occupation 1941-1944. New Haven: Yale University Press, 1993.

88. Klaus Latzel. Deutsche Soldaten-nationalsozialistischer Krieg? Kriegserlebnis-Kriegserfahrung 1938-1945. Paderborn: Schöningh, 1998.

89. René Schilling. “Die ‘Helden der Wehrmacht’-Konstruktion und Rezeption”. Rolf-Dieter Müller y Hans-Erich Volkmann (comps.), Die Wehrmacht. Mythos und Realität. Munich: R. Oldenbourg, 1999, pp. 550-572.

90. Bernhard R. Kroener, Rolf-Dieter Müller y Hans Umbreit. Organisation und Mobilisierung des deutschen Machtbereichs, vol. 5/1, Kriegsverwaltung, Wirtschaft und personelle Ressourcen, 1939-1941. Stuttgart: Deutsche Verlag-Anstalt, 1988.

91. Martin Broszat. Nationalsozialistische Polenpolitik, 1939-1945. Stuttgart: Deutsche Verlag-Anstalt, 1961.

92. Jonathan Steinberg. All or Nothing: The Axis and the Holocaust 1941-1943. Londres: Routledge, 1991.

93. Horst Boog et al. Der Angriff auf die Sowjetunion. Stuttgart: Deutsche Verlag-Anstalt, 1983, y Bernd Wegner (comp.), From Peace to War: Germany, Soviet Russia, and the World, 1939-1941. Providence: Berghahn Books, 1997.

94. Hannes Heer. “Killing Fields: The Wehrmacht and the Holocaust in Belorussia, 1941-1945”. Holocaust and Genocide Studies, 11. 1997, pp. 79-101.

95. Jürgen Foerster hizo un trabajo pionero en “Das Unternehmen ‘Barbarossa’ als Eroberungs- und Vernichtungskrieg”. H. Boog et al., Der Angriff auf die Sowjetunion. Stuttgart: Deutsche Verlag-Anstalt, 1983, y Bernd Wegner (comp.), From Peace to War: Germany, Soviet Russia, and the World, 1939-1941. Providence: Berghahn Books, 1997, pp. 413-447.

96. Hans-Adolf Jacobsen, “Kommissarbefehl und Massenexekutionen sowjetischer Kriegsgefangener”. Hans Buchheim et al. (comps.), Anatomie des SS-Staates. Volumen 2, Olten: Walter-Verlag, 1965, pp. 161-278.

97. Christian Streit. Keine Kameraden. Die Wehrmacht und die sowjetischen Kriegsgefangenen 1941-1945. Bonn: Verlag J. H. W. Diezt Nachf, 1991, y C. Gerlach. Kalkulierte Morde Die deutsche Wirtschafts- und Vernichtungspolitik in Weissrussland 1941 bis 1944. Hamburgo: Hamburger Edition, 1999.

98. Ulrich Herbert. Hitler’s Foreign Workers: Enforced Foreign Labor in Germany under the Third Reich. Cambridge: Cambridge University Press, 1997. Todavía hay pocos trabajos sobre los auxiliares de la Wehrmacht y la Organisation Todt.

99. Alexander Werth. Russia at War: 1941-1945. Nueva York: Dutton, 1964 [traducción castellana: Rusia en la guerra (1941-1945). Barcelona: Bruguera, 1972, dos volúmenes], y David Glantz y Jonathan M. House. When Titans Clashed: How the Red Army Stopped Hitler. Lawrence: University Press of Kansas, 1995.

100. O. Bartov. Hitler’s Army: Soldiers, Nazis, and War in the Third Reich. Nueva York: Oxford University Press, 1991.

101. Norman Naimark. The Russians in Germany: A History of the Soviet Zone of Occupation, 1945-1949. Cambridge, Mass: Belknap Press of Harvard University Press, 1995.

102. C. Gerlach, Kalkulierte Morde Die deutsche Wirtschafts- und Vernichtungspolitik in Weissrussland 1941 bis 1944. Hamburgo: Hamburger Edition, 1999. Theo J. Schulte. The German Army and Nazi Policies in Occupied Russia. Oxford: Berg, 1989. Se encontrará un punto de vista más aleccionador. El libro es un importante correctivo, porque en él descubrimos la tendencia de los soldados comunes y corrientes a no meterse en líos siempre que fuera posible.

103. Arno J. Mayer. Why Did the Heavens not Darken? The “Final Solution” in History. Nueva York: Pantheon Books, 1988.

104. Hans Mommsen. “The Realization of the Unthinkable”. From Weimar to Auschwitz. Princeton: Princeton University Press, 1991.

105. Andreas Hillgruber. Hitlers Strategie. Politik und Kriegführung, 1940-1941. Francfort: Bernard & Graefe, 1965.

106. Donald C. Watt. How War Came: The Immediate Origins of the Second World War, 1938-1939. Londres: Mandarin, 1989.

107. Karl A. Schleunes. The Twisted Road to Auschwitz: Nazi Policy toward German Jews, 1933-1939. Urbana: University of Illinois Press, 1970.

108. Bernd Martin. Friedensinitiativen und Machtpolitik im Zweiten Weltkrieg 1939-1942. Düsseldorf: Droste Verlag, 1974.

109. Hans-Erich Volkmann (comp.), Das Russlandbild im Dritten Reich. Colonia: Böhlau, 1994.

110. Andreas Hillgruber. Der Zenit des Zweiten Weltkrieges, Juli 1941. Wiesbaden: Steiner, 1977.

111. D. Dwork y R. J. van Pelt. Auschwitz 1270 to the Present. Nueva York: Norton, 1996.

112. Mechthild Rössler y Sabine Schleiermacher (comps.), Der “Generalplan Ost”. Hauptlinien der nationalsozialistischen Planungs- und Vernichtungspolitik. Berlín: Akademie Verlag, 1993.

113. Roger Chickering. We Men Who Feel Most German: A Cultural Study of the Pan-German League, 1886-1914. Boston: Allen & Unwin, 1984.

114. Étienne François, Hannes Siegrist y Jakob Vogel (comps.), Nation und Emotion. Deutschland und Frankreich im Vergleich, 19. und 20. Jahrhundert. Gotinga: Vandenhoeck & Ruprecht.


115. Michael Geyer explorará esta cuestión con cierto detalle en su próximo estudio sobre el nacionalismo catastrofista.

116. Wolf D. Gruner. Die deutsche Frage. Ein Problem der europäischen Geschichte seit 1800. Munich: Beck, 1985.

117. Isabel Hull está preparando un estudio sobre la “solución final” como método alemán de resolver problemas.



“War, Genocide, Extermination: The War against the Jews in an Era of World Wars”. El presente trabajo es el capítulo 4 de Shattered Past: Reconstructing German Histories. Princeton: Princeton University Press, 2003, pp. 111-148. <inicio>
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