Home
English
Contenido
Prólogo Autores
usted está en: home > contenido > El pasado vivo: casos paralelos y precedentes > La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000
El pasado vivo: casos paralelos y precedentes

contenido


Liminar.
Verdad y memoria: escribir
la historia de nuestro tiempo

Anne Pérotin-Dumon
Verdad, justicia, memoria

Introducción

El derecho humano a la Verdad.
Lecciones de las experiencias latinoamericanas de relato de la verdad

Juan E. Méndez

Historia y memoria.
La escritura de la historia y la representación del pasado

Paul Ricœur

Maurice Halbwachs y la sociología de la memoria
Marie-Claire Lavabre
Argentina: el tiempo largo
de la violencia política


Introducción

La violencia en la historia argentina reciente: un estado de la cuestión
Luis Alberto Romero

Movilización y politización: abogados de Buenos Aires entre 1968 y 1973
Mauricio Chama

La Iglesia argentina durante la última dictadura militar.
El terror desplegado sobre el campo católico (1976-1983)

Martín Obregón

Testigos de la derrota.
Malvinas: los soldados y la guerra durante la transición democrática argentina, 1982-1987

Federico Guillermo Lorenz

Militares en la transición argentina: del gobierno a la subordinación constitucional
Carlos H. Acuña y
Catalina Smulovitz


Conflictos de la memoria en la Argentina.
Un estudio histórico de la memoria social

Hugo Vezzetti
Chile: los caminos de la historia
y la memoria


Introducción

El pasado está presente.
Historia y memoria en el Chile contemporáne
o
Peter Winn

Historia y memoria del 11 de septiembre de 1973 en la población La Legua de Santiago de Chile
Mario Garcés D.

La Michita (1964-1983): de la reforma universitaria a una vida en comunidad
Manuel Gárate-Chateau

El testimonio de experiencias políticas traumáticas: terapia y denuncia en Chile (1973-1985)
Elizabeth Lira

La superación de los silencios oficiales en el Chile posautoritario
Katherine Hite

Irrupciones de la memoria: la política expresiva en la transición a la democracia en Chile
Alexander Wilde
Perú: investigar veinte años
de violencia reciente


Introducción

“El tiempo del miedo” (1980-2000), la violencia moderna y la larga duración en la historia peruana
Peter F. Klarén

¿Por qué apareció Sendero Luminoso en Ayacucho?
El desarrollo de la educación y la generación del 69 en Ayacucho y Huanta

Carlos Iván Degregori

Pensamiento, acción y base política del movimiento Sendero Luminoso.
La guerra y las primeras respuestas de los comuneros (1964-1983)

Nelson Manrique

Familia, cultura y “revolución”.
Vida cotidiana en Sendero Luminoso

Ponciano del Pino H.

Juventud universitaria y violencia política en el Perú.
La matanza de estudiantes de La Cantuta y su memoria, 1992-2000

Pablo Sandoval

En busca de la verdad y la justicia.
La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú

Coletta Youngers
Archivos para un pasado reciente y violento: Argentina, Chile, Perú

Introducción

Archivos de la represión y memoria en la República Argentina
Federico Guillermo Lorenz

Archivos para el estudio del pasado reciente en Chile
Jennifer Herbst con
Patricia Huenuqueo


Los archivos de los derechos humanos en el Perú
Ruth Elena Borja Santa Cruz
El pasado vivo:
casos paralelos y precedentes


Introducción

Cegados por la distancia social.
El tema elusivo de los judíos en
la historiografía de posguerra en Polonia

Jan T. Gross

Guerra, genocidio y exterminio:
la guerra contra los judíos en una era de guerras mundiales

Michael Geyer

Tres relatos sobre nuestra humanidad.
La bomba atómica en la memoria japonesa y estadounidense

John W. Dower

Anatomía de una muerte: represión, derechos humanos y el caso de Alexandre Vannucchi Leme en el Brasil autoritario
Kenneth P. Serbin

La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000
Henry Rousso
Historia reciente
y responsabilidad social


Introducción

La experiencia de un historiador en la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala
Arturo Taracena Arriola

La historia aplicada: perito en el caso Pinochet en la Audiencia
Nacional de España

Joan del Alcàzar

Dentro del silencio.
El Proyecto Conmemorativo de Ardoyne, el relato comunitario de la verdad y la transición posconflicto en Irlanda del Norte

Patricia Lundy y
Mark McGovern


“Sin la verdad de las mujeres la historia no estará completa”.
El reto de incorporar una perspectiva de género en la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú

Julissa Mantilla Falcón


La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000

Henry Rousso



Este trabajo intenta poner en evidencia la coherencia historiográfica de un conjunto de trabajos cuyo punto en común consiste en haber abordado desde diferentes puntos de vista un acontecimiento notable: la Segunda Guerra Mundial. El término “acontecimiento” debe entenderse aquí en un sentido amplio que incluye el período 1939-1945 propiamente dicho (o el período 1940-1944, si se habla de la Ocupación) y la posteridad de esos “años negros”, para retomar una expresión que data de la posguerra.1 Se trata de explicar por qué comencé por trabajar sobre la historia económica de Vichy, para interesarme a continuación y de manera prioritaria ya no por el acontecimiento mismo sino por su posteridad a mediano plazo, para desembocar finalmente en un terreno poco frecuentado por los historiadores, el del derecho y la justicia y sus relaciones con la historia. El análisis aquí propuesto no procura reexaminar en detalle las hipótesis y conclusiones a las cuales llegué en mis trabajos –y que se resumen brevemente cuando es necesario–, sino ponerlas en perspectiva e intentar explicar las condiciones de su elaboración.2

El ejercicio consistente en leer e interpretar nuestra propia trayectoria de investigador esconde notorios obstáculos, entre ellos el de considerar un itinerario personal como significativo de una evolución de conjunto. Otro riesgo radica en enmarcar en una racionalización a posteriori que le da una apariencia de lógica un camino intelectual que en general debe tanto a las elecciones científicas como a los azares de una carrera. Como en cualquier postura autobiográfica, y quizá más aún en este caso porque el historiador domina la técnica de la reconstitución narrativa, existe el peligro de confundir memoria e historia si uno se deja polarizar por el contexto presente, aquel en el cual escribe, y no por el del pasado, momento de producción de los trabajos.

A despecho de estas dificultades, la empresa no carece de legitimidad y hasta puede revelarse instructiva. Ante todo, cuando los historiadores pretenden hacer una “historia del tiempo presente”, aceptan ipso facto el desafío de dirigir una mirada histórica a su propio tiempo. Quiéranlo o no, practican entonces de manera permanente una forma de “ego-historia”.3 Se ven regularmente enfrentados a la necesidad de poner cierta distancia, a veces artificial, con respecto a su medio cultural y su objeto de estudio, del que en ocasiones están muy cerca. Esta proximidad, que es una fuente de riqueza pero también de problemas específicos, suele ser el origen de la vocación de esos historiadores. Se trata entonces, de manera principal o adyacente, de reflexionar sobre el lugar y la influencia de la producción histórica dentro de la sociedad, e incluso de las expectativas que la rodean, que son particularmente intensas desde hace unos veinte años en el campo de la historia del siglo XX. La tendencia no ha dejado de progresar y constituye, a mi juicio, una de las grandes conquistas en la evolución de las prácticas del oficio.

La pretensión de escapar a la ilusión retrospectiva que acecha cualquier empresa de “ego-historia” sólo tiene pertinencia si, al mismo tiempo, se reconoce que todo proceder historiográfico es anacrónico por definición, y lo es irremediablemente. No se trata, desde luego, del anacronismo consistente en proyectar en el pasado categorías de interpretación del presente, sino de un anacronismo de posición. El historiador siempre debe ser consciente de una evidencia susceptible de olvidarse con rapidez: en general, no pertenece al tiempo del que habla y se expresa en otra lengua y otro universo mental que las sociedades que estudia; y cuando no es así, como en la historia del tiempo presente, puede decirse de manera paradójica que si los historiadores no pueden escapar al anacronismo, el historiador del tiempo presente, por su parte, debe buscarlo a cualquier precio, es decir procurar distanciarse de su propia época. Debe tratar de razonar en otros registros personales, aun cuando la cuestión implique un artificio de trabajo. En ese sentido, la coherencia retrospectiva, si bien entraña riesgos notorios, es también la condición necesaria de todo conocimiento y toda inteligibilidad del pasado: el concepto de “historia problema” se apoya, sin duda, en una ilusión retrospectiva rica de sentido, salvo que consideremos que los actores de la historia ya eran plenamente conscientes del mencionado problema o de la manera como una historiografía sofisticada pretendería sacarlos a la luz años, décadas o siglos más tarde.

En lo que me concierne, hay por supuesto otras razones que justifican una lectura historiográfica de mi trayectoria de investigador. Esa preocupación está en el núcleo de una gran parte de mis trabajos, los que consagré a la historia de la memoria de la Ocupación. En ellos postulé sobre todo que los historiadores eran unos “vectores de memoria” entre otros, depositarios y creadores de una memoria erudita, y que convenía estudiar su discurso y sus escritos no sólo sui generis, como en los estudios historiográficos clásicos, sino como los productos de una historia social y cultural de los usos del pasado. Es natural, por lo tanto, intentar aplicar esta grilla de lectura a mis propios escritos, aclarando, empero, que la cuestión pasa tanto por situarlos en un contexto histórico de conjunto, el de los veinticinco últimos años, como por explicar su lógica interna, poniendo de manifiesto las elecciones que me llevaron a multiplicar las perspectivas de abordaje para estudiar, de manera constante, el mismo objeto.

El hecho mismo de escribir acerca de la memoria de la última guerra tuvo algunos efectos imprevistos sobre las representaciones contemporáneas del acontecimiento. Como ha sucedido con casi todos los que se internaron en este camino, mis trabajos tuvieron cierto impacto en el espacio público, sin que yo tomara inmediata conciencia de ello. A cambio, el cariz que asumía el debate en torno de Vichy en ese mismo momento y, de manera accesoria, las reacciones a mis análisis, ejercieron una fuerte influencia sobre mi trabajo y el sentido que yo podía dar a mi compromiso de historiador. En ese aspecto, este artículo intenta analizar, a través de un caso singular, la interdependencia del trabajo científico y la “demanda social” que cumple un papel esencial y casi consustancial en la práctica de la historia del tiempo presente, como se ve en los desarrollos paroxísticos experimentados desde hace unas décadas en la referida a la historia de la Segunda Guerra Mundial.



¿POR QUÉ “VICHY”?

La pregunta me fue planteada incontables veces, como si hubiera en la materia una razón superior, un imperativo crucial para estudiar este período. En sí misma, la reiteración del interrogante, en ocasiones cruzado por una pizca de sospecha sobre las “reales” motivaciones, muestra hasta qué punto “Vichy” tiene un estatus aparte en la memoria francesa y conserva aún un poder de evocación corrosivo. Una precisión: utilizo aquí adrede el término “Vichy”, no para designar de manera estricta el régimen nacido el 10 de julio de 1940, sino para hablar del período en su totalidad y subrayar de tal modo que el vocablo ha terminado por aludir, en el sentido común, a un objeto histórico cada vez más amplio y menos definido, pues abarca realidades muy heterogéneas. Hay en ello un deslizamiento metonímico también característico de la evolución reciente de las representaciones. En efecto, si no hace mucho se hablaba con toda naturalidad de la “Ocupación”4 y se ponía así el principal acento sobre el ocupante alemán (y, de resultas, se descuidaba la parte “francesa” de los acontecimientos), desde hace unos veinte años y luego del “efecto Paxton”5 se alude, antes bien, a “Vichy” para calificar el conjunto del período 1941-1944, con lo cual se hace explícito hincapié en las responsabilidades francesas, el petainismo y la colaboración y se deja más en la sombra al ocupante nazi.6

Decidí trabajar sobre el período de Vichy desde mi tesina de maestría, redactada durante el año lectivo universitario 1975-1976, por razones bastante prosaicas en un comienzo. Antes de escoger un tema preciso, había decidido especializarme en historia económica, a causa del contexto intelectual y universitario de la década de 1970, y sin duda también para tranquilizar inconscientemente a mi padre, miembro del personal jerárquico comercial, sobre la “seriedad” del oficio de historiador. Mis lecturas de entonces sobre la historia económica francesa del siglo XX me permitieron comprender que el período 1939-1945 siempre se ponía entre paréntesis o aparecía como un vacío en las curvas y otras figuras estadísticas. Como es evidente, la constatación no vale sólo para las cuestiones económicas sino para la historia general del período, que en gran parte todavía estaba por escribirse.7 Desde ese punto de vista, la lectura de la obra de Robert Paxton, traducida al francés en 1973, fue para mí una etapa decisiva que condicionó en vasta medida mi vocación y me convenció de que “Vichy” era un territorio al que los historiadores debían consagrar sus energías con la mayor premura. Decidí entonces trabajar para mi maestría el tema de los Comités de Organización, inspirado en los análisis del historiador norteamericano, a quien tuve la suerte de conocer personalmente, ese mismo año, en los Archivos Nacionales.

En esa época, el trabajo sobre Vichy constituía un desafío, legítimo en ciertos aspectos y puramente imaginario en otros. Era un desafío político porque, en el contexto de fines de la década de 1970, el régimen de Vichy era presentado por una parte de la izquierda, y sobre todo de la extrema izquierda, como el símbolo de cierta derecha francesa. Las comparaciones entre el septenato de Valéry Giscard d’Estaing (presidente de la República entre 1974 y 1981) y el tiempo del mariscal eran incluso bastante frecuentes. Este antifascismo retrospectivo y sin peligro permitía a quienes lo reivindicaban presentarse a la vez como verdaderos “resistentes”, en un mimetismo inscripto en la huella de las consignas de mayo de 1968, y mostrar a sus “adversarios” como los herederos lejanos del “mal absoluto” del siglo, el “fascismo”. Pese a la declinación del izquierdismo, esta tendencia aún mantiene su vivacidad en los debates militantes sobre todo lo que se refiere al genocidio o a Vichy, y temas como la “vigilancia” o el “deber de la memoria” se desarrollan a menudo en nombre del “antifascismo”.8

La elección del período de Vichy como tema de investigación suscitaba por entonces la impresión de que uno iba a levantarse contra los silencios y tabúes oficiales (reales o supuestos) y, mediante una indagación pertinaz, sería capaz de develar algunos secretos vergonzosos de la historia nacional, cosa que, a fin de cuentas, se reveló bastante cierta, aun cuando sea preciso conservar la medida y la modestia. Debe agregarse, sin embargo, que la preferencia por ese tema de trabajo también suponía –y ése era quizás el factor principal– una exigencia moral, que interpelaba a la vez al historiador y al ciudadano y superaba la mera postura política.9 Hay pocos historiadores de este período que no hayan expresado en uno u otro momento un compromiso de ese tipo: a tal punto los dilemas de los años negros remiten a problemas éticos esenciales y universales. Y esa sensación de tener que cumplir una misión –una misión profundamente apasionante, por lo demás– desempeñó un papel estimulante en mi cometido, al igual que, creo, en el de muchos historiadores de mi generación que han trabajado sobre Vichy, la Guerra de Argelia u otros asuntos “candentes”.10 Puede incluso proponerse la hipótesis de que esa exigencia moral, que actuaba tanto sobre el pasado como sobre el presente, cumplió mutatis mutandis el mismo papel de aguijón que el compromiso político más pronunciado, vuelto por definición hacia el presente y el futuro –y en períodos más agitados–, de los historiadores de generaciones anteriores.

La decisión de dedicarse a investigar el período de Vichy también constituía un desafío. Ante todo, un desafío de orden metodológico, característico de la historia del tiempo presente, y en especial cuando se trata de este tema. Era menester, en efecto, enfrentar o eludir un obstáculo importante: el cierre casi hermético de los archivos públicos.11 Sólo la ley referida a éstos y promulgada el 3 de enero de 1976, pese a sus defectos e imperfecciones, permitió multiplicar las investigaciones sobre la historia reciente e hizo posible el surgimiento de una historiografía del período de la Ocupación.12 Las investigaciones concernientes a Vichy constituían por otra parte un desafío de naturaleza universitaria: mis tutores de la Escuela Normal Superior de Saint-Cloud me advirtieron que corría riesgos. Como se decía en la época, los historiadores de la contemporaneidad hacían en el mejor de los casos ciencia política, y en el peor, periodismo.13

Es innegable que decidí trabajar sobre Vichy y, en especial, consagrar al tema la mayoría de mis trabajos a lo largo de veinticinco años por otras razones de las cuales en esos momentos no era consciente. La historia de la Segunda Guerra Mundial me fascinó desde la adolescencia, por su carácter de cataclismo planetario, las fuerzas que puso en juego y el hecho de que, en gran parte, dio forma al mundo contemporáneo, al menos hasta 1989. A mi juicio, esa guerra es emblemática de la importancia del “acontecimiento”, del peso aplastante de la contingencia y, por lo tanto, de la cuota de misterio que oculta el movimiento mismo de la historia. Así, interesarse en un acontecimiento semejante es resistirse a la tentación cientificista en historia e impugnar el papel dominante asumido por cierta tendencia marxista o estructuralista, que era aún la que impregnaba mis primeros pasos como estudiante.14

Para terminar, trabajé sobre Vichy, probablemente, debido a mi pertenencia a la cultura y la religión judías. Digo “sin duda” porque es un argumento que entendí en otros, judíos o no judíos, como si ese tipo de causalidad se diera por descontada, pero yo mismo no logré integrarlo del todo a mi propia reflexión. Nací en Egipto de padres egipcios y que no sufrieron directamente el Genocidio, aun cuando una buena parte de mi familia paterna, judíos de Salónica residentes en Francia, fue exterminada por los nazis: su nombre figura en el Memorial de Serge Klarsfeld, pero sólo los identifiqué hace muy poco, pues, debido a la distancia, su recuerdo nunca fue muy intenso en mi medio familiar inmediato. En cambio, conocí en persona el antisemitismo, ya que fuimos expulsados de Egipto en enero de 1957, luego de la intervención de Suez, por el simple motivo de ser judíos, a pesar de que mi padre era de nacionalidad egipcia –se convirtió entonces en un apátrida– y mi madre y yo, “italianos de pasaporte”, lo cual nos permitió encontrar un primer refugio en Italia.15 Emigramos a Francia a fines de 1961, algunos meses antes de la llegada de los pieds-noirs,16 a los cuales se nos asimiló con frecuencia, y en 1969 obtuvimos la nacionalidad francesa. Pero esta experiencia muy limitada de la violencia nacionalista y racista característica del siglo, e incluso la de un doble exilio y por consiguiente del desarraigo lingüístico y cultural, no me autorizan en absoluto a invocar una legitimidad específica para hablar de la historia de Vichy ni a considerar que esto basta para explicar mis elecciones. A un colega norteamericano que me reprochaba mis críticas hacia el “deber de memoria” y afirmaba sin medias tintas que si había decidido trabajar sobre Vichy se debía a que era judío, le respondí que se debía sobre todo a que era francés. Tuve que recordar a ese universitario obnubilado por el modelo comunitarista que la cuestión de Vichy, incluida su vertiente antisemita, concierne por definición al conjunto de los ciudadanos de este país y la identidad nacional en todos sus componentes, y no simplemente a los judíos: en eso consiste incluso todo el problema.



DE LA HISTORIA ECONÓMICA DE VICHY A LA HISTORIA DE SU MEMORIA

Una tesina de maestría, de la que volveremos a hablar más adelante, y diversos artículos y obras colectivas publicados sobre la política económica del régimen de Vichy, me permiten poner de relieve algunas conclusiones acerca de los fundamentos ideológicos y la realidad de esa política, que constituirán la primera parte del presente trabajo. La interrogación económica, es decir un abordaje a través de la dimensión material, para no decir materialista de la historia, era en un principio el resultado de un credo más o menos influido por el neomarxismo ambiente que pretendía, no sin motivos, sacar a la luz los verdaderos resortes de la evolución histórica y diferenciarse así de una historia demasiado estrictamente política. Ese tipo de examen estaba también en el centro de las ideas más innovadoras sobre la historia del período, que hacían hincapié en el carácter “modernista” de la Revolución Nacional, y se rebelaba contra el clisé de un régimen exclusivamente tradicionalista. El enfoque adoptado permitía, por último, no considerar ya el régimen de Vichy como un paréntesis excepcional, sino analizarlo como un momento particular de la historia del estado en Francia, que había visto la concreción parcial de los proyectos de la década de 1930 y, a cambio, transmitido un legado institucional y político a la Cuarta y la Quinta Repúblicas.

De la historia material pasé poco a poco a la historia de la memoria, en un rumbo que expongo en la segunda parte de este trabajo. Se trata de un viraje fundamental en mi obra, al cual me referí con frecuencia. Al iniciar mis investigaciones, el peso de los recuerdos de los años de ocupación era tan grande, y tan viva la presencia del pasado, que la situación me arrastró a un atajo. Procuré, con anterioridad o en paralelo a mi trabajo principal, comprender qué significaba esa presencia, e intenté situarme como historiador y ciudadano frente a esas reapariciones permanentes del pasado. En el camino, la digresión se convirtió en el interrogante central: la supervivencia de Vichy en la conciencia francesa constituía sin lugar a dudas un problema societal real y una verdadera cuestión de historiador. Además –pero esto sólo lo entendí más adelante–, trabajar sobre la memoria y la posteridad de un acontecimiento, sin poder delimitar antes un punto final de la investigación, era hacer historia del tiempo presente en el sentido más fuerte de la expresión, y enfrentarse a una de sus grandes dificultades: pensar lo inacabado, pensar la historia en movimiento.
Para terminar, mi trabajo sobre la memoria, el contexto de los procesos por crímenes contra la humanidad y, de manera general, la judicialización creciente de la mirada dirigida al pasado, me impulsaron a reflexionar sobre la historia del derecho y la justicia, así como su papel en la escritura de la historia, particularmente durante los períodos de transición, objeto de la tercera parte. Me interesé entonces en la cuestión de la depuración francesa y las posibles comparaciones con otros fenómenos similares en el tiempo y el espacio, visto que el problema de la “transición democrática”, sobre todo en sus aspectos jurídicos y judiciales, se convirtió luego de la caída del Muro de Berlín, el fin del apartheid en Sudáfrica e incluso la caída de las dictaduras en América Latina, en un tema esencial de nuestro tiempo presente.



EL INSTITUT D’HISTOIRE DU TEMPS PRÉSENT, UN LUGAR DE HISTORIA

Esta larga introducción en forma de evocaciones autobiográficas sería incompleta si no mencionara un elemento esencial, sin duda el más importante de mi trayectoria y mis elecciones científicas: mis vínculos con el Instituto de Historia del Tiempo Presente [Institut d’histoire du temps présent, IHTP]. Me integré a esta magnífica aventura colectiva en 1981, algún tiempo después de su creación por François Bédarida, su fundador y primer director, e hice en él toda mi carrera hasta nuestros días.17 La mención del IHTP me lleva a recordar de manera muy sucinta su historia, que también es en parte la mía.

Fundado en 1978 por decisión conjunta del Centre National de la Recherche Scientifique y el primer ministro, e inaugurado oficialmente el 5 de febrero de 1980,18 el IHTP sucedió al Comité de Historia de la Segunda Guerra Mundial [Comité d’histoire de la Deuxième Guerre mondiale, CHGM]. Éste había sido establecido en 1951 como resultado de la fusión de la Comisión de Historia de la Ocupación y la Liberación de Francia [Commission d’histoire de l’Occupation et de la Libération de la France] y el Comité de Historia de la Guerra [Comité d’histoire de la Guerre], dos organismos fundados luego de la Liberación.19 Dirigido hasta 1980 por Henri Michel aquel Comité dependió durante toda su existencia de los servicios del primer ministro, una jerarquía administrativa nada trivial que le permitió disfrutar de un mejor acceso a archivos públicos por entonces completamente inaccesibles para los investigadores. Creado para prolongar la obra del CHGM, el Instituto tuvo el objetivo central de constituir un polo de investigación y una plataforma científica destinada a promover la historia de lo muy contemporáneo, es decir, según la perspectiva de entonces, un período extendido desde fines de la década de 1930 hasta la década de 1970.20 En ese recorte cronológico, la guerra se situaba de manera deliberada al principio, y ya no al final o en el medio de la secuencia histórica así delimitada. Se trataba por entonces de una concepción original, fundada en la idea de que la Segunda Guerra Mundial había sido la “matriz” del tiempo presente y, en todo caso, del “segundo siglo XX”, debido a su carácter ideológico, la naturaleza de la violencia desencadenada en ella e incluso la configuración de los combates militares, que tuvo un peso amplio y duradero en el mundo posterior a 1945.21

Detrás de la sustitución del CHGM por el IHTP estaba la idea de que la historiografía de la guerra debía sufrir una sensible evolución. Los estudios del fenecido Comité sobre el período 1939-1945 habían sido lo bastante amplios para sugerir la posibilidad de orientar las investigaciones hacia la posguerra, en particular la historia política de Francia luego de 1945 o la historia del imperio francés y la descolonización, tarea que a continuación el nuevo instituto emprendió efectivamente. Por extraño que parezca a posteriori, la ambición del IHTP era, si no abandonar los trabajos sobre la Segunda Guerra Mundial, al menos poner el acento en otros períodos por razones perfectamente legítimas en el plano científico. De allí una situación paradójica, por no decir más: en el momento mismo en que la atención pública sobre ese período comienza a experimentar una considerable reanimación, tanto en Francia como en el resto de Europa y en los Estados Unidos, los historiadores acarician la idea de superar los años 1939-1945 para llevar a cabo investigaciones de épocas más cercanas. En efecto, el IHTP se crea apenas un año después del caso Darquier de Pellepoix, desencadenado a raíz de la entrevista que el ex comisario general para las cuestiones judías de Vichy, refugiado en España desde el final de la guerra, otorgó a L’Express el 28 de octubre de 1978, y en la cual niega la existencia de la “solución final”.22 En esos mismos momentos, el fenómeno “negacionista” (que aún no se designa con ese nombre)23 comienza a cobrar amplitud en los medios de comunicación: en efecto, los primeros artículos de Robert Faurisson publicados por la gran prensa aparecen el 1º de noviembre de 1978 en Le Matin de Paris y el 29 de diciembre del mismo año en Le Monde. El proyecto definitivo se establece en coincidencia con el pronunciamiento de la primera inculpación por crímenes contra la humanidad, el 12 de marzo de 1979, en la persona de Jean Leguay, delegado de René Bousquet en la zona norte, y mientras la televisión francesa difunde la serie Holocausto.

En esas circunstancias, no sólo fracasó la idea de reducir las investigaciones sobre la guerra, sino que el IHTP, al menos hasta fecha reciente, dedicó gran parte de su actividad a nuevos terrenos relacionados con el período 1939-1945, y ocupó la primera línea en las polémicas que estallaron con regularidad durante los últimos veinte años. En ese sentido, mi trayectoria es tributaria de esa historia, y una buena parte de mis elecciones personales son la resultante de cierta atmósfera intelectual y determinado marco científico con los que mis trabajos tienen una enorme deuda.



1. LA ECONOMÍA O EL ENFOQUE MATERIAL DEL ACONTECIMIENTO


La “modernidad” de Vichy

El abordaje de la historia de Vichy a través de la economía constituyó en su origen una elección deliberada, consecuencia tanto de un cuestionamiento preciso sobre el período de la Ocupación como del contexto intelectual de la década de 1970. El verdadero punto de partida fue la lectura de La France de Vichy de Robert Paxton, que, como se sabe, abriría una vasta cantera historiográfica. Ese libro y su autor cobraron desde entonces una dimensión mítica tan grande, en particular entre los historiadores de mi generación, que es dificultoso reconstruir con objetividad el contexto en el cual descubrí la obra que iba a condicionar mis primeras hipótesis de investigación.24 El título original inglés, Vichy France: Old Guard and New Order, 1940-1944,25 ponía de relieve una de sus tesis centrales, a saber, la existencia dentro del régimen de Vichy de una tendencia “modernista” que procuraba el advenimiento de un “nuevo orden” parcialmente inspirado en algunas corrientes de la preguerra y con aportes del modelo nacionalsocialista, y opuesta, al menos en apariencia, a las elites tradicionalistas, la “vieja guardia”. La obra de Paxton, en efecto, no se conformaba con revalorizar la importancia de una minoría de tecnócratas presentes desde 1940 en ciertos puestos estratégicos, como François Lehideux en el Comisariato General de Lucha contra la Desocupación, o Jean Bichelonne en la Secretaría General de Producción Industrial, y a quienes el almirante Darlan, a partir de febrero de 1941, promovió al rango de secretarios de estado o ministros. La ambición del historiador norteamericano era sobre todo demostrar la necesidad de tomar en serio el proyecto ideológico de Vichy y sus realizaciones en el plano de la política interna. La Revolución Nacional no se había limitado a alimentar el culto del mariscal ni a propagar consignas simplistas. Era uno de los aspectos de una estrategia consciente y voluntaria que pretendía reformar en profundidad la sociedad francesa, a corto y a largo plazo. En ese sentido, era indisociable de la política de colaboración de estado que, según esa lógica, devolvería a la Francia vencida una parte de su soberanía perdida, y favorecería de ese modo la dimensión interna del proyecto vichysta, aunque fuese al precio de una inserción aceptada (y hasta deseable para algunos) en el nuevo orden europeo de los nazis.

Este análisis constituía uno de los elementos más novedosos de la perspectiva propuesta por Robert Paxton. Y prolongaba las intuiciones de Stanley Hoffmann, el primero, sin duda, en ver la historia de Vichy desde otra perspectiva y no como un paréntesis que permitió el acceso al poder de algunos viejos militares reaccionarios o políticos oportunistas.26 Se inscribía, asimismo, en la filiación de los trabajos de Eberhard Jäckel sobre la estrategia del Reich con respecto a la Francia derrotada, una de cuyas obras, Frankreich in Hitlers Europa, aunque traducida en 1968, dos años después de su publicación en Alemania, sólo tuvo un impacto muy débil en la opinión y el mundo universitario francés.27 El análisis de Paxton no rompía por completo con algunos de los trabajos de Henri Michel sobre Vichy que no tuvieron, empero, la misma influencia historiográfica que sus obras dedicadas a la Resistencia.28 No por ello es menos cierto que el historiador norteamericano presentaba el régimen de Vichy y el conjunto del período con una tonalidad poco habitual, que sonaba de improviso más justa que la dominante por entonces en una historiografía aún bastante magra sobre el tema. Al poner de manifiesto la “modernidad” de Vichy, el papel de la tecnocracia, el peso de cierta concepción dirigista y productivista de la economía, Paxton proponía no sólo un análisis del régimen sin duda más cercano a la realidad –hoy podemos decirlo, pues sabemos que una buena parte de la historiografía ha confirmado este punto–, sino que le daba, por añadidura, cierta actualidad en la Francia giscardiana, en el momento mismo en que se debatía el rol de la tecnocracia en la conducción de los asuntos del estado y las relaciones entre representantes elegidos y expertos:

En su libro sobre Vichy, el historiador Paxton había mostrado con claridad que esa desafección con los políticos databa en realidad de los últimos días de la Tercera República (cuando aparecieron los ministros “técnicos”). Vichy lo había instituido, la Quinta República lo consolidó. En ese contexto, Alemania está muy cerca, Inglaterra, muy lejos, y la práctica democrática de Norteamérica despierta horror.29
Esas comparaciones entre pasado y presente tuvieron mucha incidencia en la curiosidad del joven investigador que yo era.

Otros autores, en la misma época, explicaban que Vichy no podía definirse únicamente como un régimen reaccionario o una tentativa de contrarrevolución e insistían en la dimensión modernista. La tendencia era perceptible en algunos historiadores economistas, anglosajones o franceses, y sobre todo entre quienes se ocupaban de la historia de las relaciones del estado con la economía.30 Era igualmente visible en los análisis de tipo marxista. Es el caso, por ejemplo, de la obra de síntesis de Yves Durand, publicada en 1970, y cuyas modestas dimensiones no impiden en absoluto el planteamiento de hipótesis asombrosamente precursoras.31 En ella se consagran extensos desarrollos a la Revolución Nacional, a la colaboración de estado y más aún –en conexión con el tema que me interesa aquí– a “la alianza del estado y las empresas”, con especial hincapié en los Comités de Organización, creados por la ley del 16 de agosto de 1940: “Como en la Italia fascista, so pretexto de un anticapitalismo ideológico y un control del estado sobre la economía, la política de los tecnócratas de Vichy entregaba la realidad del poder económico a las grandes empresas, dotadas, gracias a su iniciativa, de órganos de consulta y decisión más eficaces que nunca”.32 Afirmación que era una manera mesurada de decir que el régimen de Vichy era la emanación del “gran capital” o, al menos, que había favorecido los designios de éste, sobre todo al fortalecer las modalidades de la organización patronal, bastante poco desarrollada en Francia antes de la guerra. Esta tesis no era el mero resultado de una perspectiva historiográfica –bastante original para la época– sobre Vichy. Correspondía de manera más o menos explícita a los análisis que hacía en el mismo momento el Partido Comunista Francés sobre la evolución del capitalismo, especialmente en Francia. En ese concepto, el régimen de Vichy podía verse como un momento importante, si no decisivo, de la llamada fase del “capitalismo monopolista de estado” (CME). Sin examinar en detalle una teoría como mínimo superada, podemos recordar que era un producto directo del arsenal retórico del marxismo y el leninismo, y que postulaba que la monopolización, la concentración o la cartelización creciente de la economía del siglo XX, particularmente en el sector industrial y financiero, era la respuesta dada por el capitalismo, con la ayuda activa del estado, a la crisis estructural que aquél no terminaba de resolver, traducida sobre todo en una “baja tendencial de la tasa de ganancia” y fenómenos de “superproducción”.33 Lo importante en este caso era que esos análisis, no todos carentes de pertinencia, ofrecían grillas de lectura seductoras y coherentes sobre la historia larga de las relaciones entre el estado y la economía. Los economistas marxistas, como los neokeynesianos, y todos los que impugnaban el enfoque liberal y cuantitativo, eran además los únicos que se preocupaban por el lugar de las crisis y las guerras en la evolución económica y ponían en el centro de su reflexión la cuestión del estado; de allí el interés de historiadores de orillas ideológicas bastante diversas.

Las energías puestas por los historiadores economistas en el estado y los estudios macroeconómicos correspondían, por último, a una inquietud política esencial del momento. De la redacción del programa común de la izquierda (1971) a la llegada al poder de François Mitterrand (elegido presidente de la República en 1981), uno de los ejes fundamentales del debate político francés se refirió a cuestiones de política económica, a la cabeza de las cuales se situaba el problema de la extensión de las nacionalizaciones, sobre todo en ciertos sectores competitivos, lo cual era una relativa novedad. Se añadían a ello proyectos de envergadura sobre la reforma de la jornada laboral, la baja de la edad jubilatoria e incluso los mecanismos de despido, todo lo cual significaba un fortalecimiento del estado del bienestar. También se hablaba, particularmente dentro de la “segunda izquierda”, de un relanzamiento del proceso de planificación. Sin caer en un determinismo estrecho, puede sugerirse aquí, por lo tanto, que el interés de los historiadores por el papel económico del estado se inscribía en el marco de una demanda social difusa, que procuraba comprender el profundo cambio producido con el ascenso de la izquierda al poder en 1981 (aun cuando la política neodirigista de la izquierda mitterrandiana llega a su fin en 1983).34

Casi todos mis trabajos sobre la economía francesa bajo la Ocupación (así como sus prolongaciones a períodos posteriores, sobre todo en lo relacionado con la historia de la planificación) se articularon, entonces, en torno de una serie de cuestiones concernientes a las modalidades de intervención del estado. Apuntaban a la vez a aprehender la realidad de la política seguida por el régimen de Vichy, en el breve lapso de la ocupación alemana, y a comprender cómo se insertaba aquélla en una historia larga de la política económica en Francia. Mis primeras investigaciones se dedicaron a los Comités de Organización (CO). Aunque inscriptas en el marco muy limitado de una tesina de maestría, demostraron ser una buena introducción a la cuestión más general de la política industrial de Vichy.35 Me ocupé esencialmente de la organización creada por el estado francés ya en el verano de 1940, en los días posteriores a la derrota, para orientar y dirigir la producción industrial.36 Esta organización se basaba en los CO, que eran organismos semipúblicos a los cuales las empresas estaban obligadas a adherir, y que en líneas generales eran dirigidos por los empresarios más importantes del sector.37 Los CO disfrutaban de prerrogativas públicas (como la posibilidad de recaudar impuestos u obtener informaciones por la fuerza) y se suponía sobre todo que actuaban como intermediarios entre el estado y las empresas. Este edificio burocrático, el más pesado que haya conocido Francia, se basaba igualmente en la Oficina Central de Distribución de Productos Industriales [Office central de répartition des produits industriels, OCRPI], creada en septiembre de 1940. La OCRPI disponía de un poder considerable, porque de ella dependían los suministros de las empresas en el terreno energético y de materias primas; por otra parte, entre todos los organismos económicos establecidos por Vichy, fue la única estrechamente controlada, de manera directa o indirecta, por los alemanes. Había otros organismos de existencia o actividad más o menos real, como el Centro de Información Interprofesional [Centre d’information interprofessionnel], creado en abril de 1941 por Pierre Pucheu y presunto sustituto de la Confederación General de la Patronal Francesa [Confédération générale au patronat français], disuelta por Vichy, y el Consejo Superior de Economía Industrial y Comercial [Conseil supérieur de l’économie industrielle et commerciale], establecido por Jean Bichelonne. En realidad, la clave de bóveda de esta organización dirigista estaba en el nuevo Ministerio de Producción Industrial, cuyo primer titular fue René Belin, y a cuya cabeza se sucedieron Pierre Pucheu, François Lehideux y Jean Bichelonne. Se trata del primer ministerio de industria en el sentido moderno de la expresión, que rompía con la lógica tradicional del colbertismo al pretender ya no sólo regular los intercambios, especialmente mediante el incentivo de las finanzas y el comercio exterior, sino orientar, por conducto de una planificación y una distribución autoritaria de los recursos hacia arriba y una organización del mercado hacia abajo, la actividad de las empresas industriales. Si bien ese ministerio está más o menos inspirado en las experiencias de Clémentel y el dirigismo de la época de la Gran Guerra y su creación es el fruto de una evolución consecutiva a la crisis de la década de 1930, no deja de constituir una de las innovaciones centrales y perdurables del régimen de Vichy, que parece prefigurar la experiencia de la planificación francesa de posguerra y representa una etapa importante en el surgimiento del “neocorporativismo”.38

Aunque influido en un principio por los análisis marxistas, durante la investigación empírica no tardé en dejar de lado la idea de que Vichy era la emanación del “gran capital”; tampoco consideré ya que hubiera sido en gran medida un instrumento a su servicio. Del mismo modo, comprendí poco a poco, como otros especialistas en el tema, que la guerra propiamente dicha y la ocupación enemiga habían constituido criterios de diferenciación entre ramas, sectores de actividad y empresas mucho más finos que el mero voluntarismo de Vichy. De todas maneras, antes de plantear la cuestión (esencial) del impacto real de la política de Vichy sobre la vida económica de Francia, intenté comprender sus resortes y su naturaleza, postulando que esa política había existido efectivamente, lo cual ya era en sí mismo una hipótesis todavía poco difundida, y obedeciendo a la intuición de que la comprensión de la política económica de Vichy permitiría entender mejor el régimen en su totalidad, si no sacar a la luz su naturaleza profunda.


Los fundamentos de la política económica de Vichy

Desde el origen, el análisis se basó en la idea de que esa política estaba fundada en tres elementos que era preciso tomar en cuenta de manera conjunta y ponderada: la necesidad de gestionar la escasez, el deseo de pasar de una ocupación impuesta a una ocupación negociada –a mi entender el más importante de los tres– y, por último, la aspiración del régimen a la modernidad.

El primer elemento, el más inmediato y evidente, era la necesidad apremiante del gobierno francés de manejar la escasez –resultante de la desorganización total de los circuitos de intercambio y la política deliberada de los ocupantes–, hacer frente a un desempleo de considerable magnitud nacido de la derrota y el cierre de una gran cantidad de empresas y asegurar un equilibrio financiero precario a pesar de las exacciones astronómicas del Reich debidas a los gastos cotidianos de la Ocupación, el tipo de cambio leonino entre el marco y el franco y a una política de clearing desastrosa para la economía francesa. En otras palabras, como toda política económica, la de Vichy se asentaba en una evaluación y una gestión de las coacciones, unas coacciones excepcionales en el sentido fuerte del término. Este aspecto ya fue señalado mucho tiempo atrás, pues, como se sabe, los primeros balances oficiales de la ocupación alemana se llevaron a cabo en el terreno económico, en vista de eventuales reparaciones materiales y financieras.39 Pero el recurso a la coacción como forma de explicación, que fue uno de los grandes argumentos de los petainistas durante los procesos de depuración y en sus escritos de la posguerra, distaba de abarcar el conjunto del problema.

El segundo criterio, directamente ligado al anterior, era la voluntad del régimen de buscar por todos los medios la posibilidad de pasar de un estatus de ocupación impuesta a un estatus de ocupación negociada. En ese sentido, el concepto mismo de “colaboración de estado”, que implica una estrategia dirigida a atenuar las consecuencias de la derrota y examinar las ventajas que Francia podía obtener de un ofrecimiento espontáneo de cooperación con el ocupante, especialmente con vistas a la reconquista de su soberanía nacional, encontró sin duda su expresión más acabada (pero también sus límites más patentes) en el ámbito económico. Entre las cartas de triunfo que la Francia de Vichy podía poner en la balanza en una negociación de conjunto con el Reich figuraba no sólo el imperio, una baza estratégica, sino también, y más, su potencial económico: de todos los países ocupados, era la única gran potencia industrial y el país al que más se apelaba, ya fuera para aprovisionar la economía doméstica alemana o participar, de manera voluntaria o no, en el esfuerzo bélico del Reich.40 Por otra parte, y éste es un punto crucial para comprender los mecanismos de la colaboración económica de estado, la política seguida por las distintas autoridades alemanas en Francia no se redujo a un mero saqueo de los recursos. El Reich quería asegurarse un rendimiento máximo de la economía francesa sin tener que apelar a una coacción que no siempre era fácil poner en práctica. Por lo tanto, dejó la puerta entreabierta a la negociación y en cierto modo alentó al gobierno francés a llevar adelante la llamada política de las “contrapartidas” o del “toma y daca”, sobre todo a partir de principios de 1941. En ese aspecto, si bien es cierto que en líneas generales fueron los franceses quienes buscaron activamente la colaboración, en los escalones inferiores de la jerarquía de las organizaciones alemanas, por ejemplo la de la sección económica del Militärbefehlshaber in Frankreich (MBF), esa colaboración también era deseada, pero en procura de objetivos diametralmente opuestos: permitía simplificar la tarea de los ocupantes y mitigar los inconvenientes de su escasez de personal administrativo en Francia.

Así, las relaciones económicas entre franceses y alemanes se entablaron en varios niveles y obedecieron a modalidades muy diferentes entre sí: la coacción lisa y llana en Wiesbaden, en el seno de la delegación francesa ante la Comisión Alemana de Armisticio (DFCAA); la coacción negociable en el nivel de cada ministerio –en particular el de Producción Industrial– y los interlocutores correspondientes del MBF el vínculo permanente en el plano de la Delegación General para las Relaciones Francoalemanas, creada en 1941 y dirigida por Jacques Barnaud, encargada de coordinar todas las iniciativas a fin de permitir una política coherente de colaboración económica, y por último los contactos directos entre organismos alemanes y empresas francesas e incluso entre firmas de uno y otro país, en el marco “normal” de los intercambios económicos; contactos que el gobierno francés quiso evitar a cualquier precio con el objeto de mantener el control de la totalidad de la política de colaboración y disponer así a su gusto de todas las bazas que podía poner sobre el tapete en una negociación de conjunto (como lo hizo Pierre Laval, por ejemplo, en el caso de las Mines de Bor, o como lo muestra la estrategia de Vichy en el ámbito del aluminio o la química).41 Este último elemento explica en parte la creación tan precoz de los CO y la OCRPI, así como la decisión del Ministerio de Hacienda de establecer una reglamentación extremadamente estricta de los intercambios “exteriores”, es decir los realizados de manera casi exclusiva con Alemania.

El tercer criterio que debe tomarse en cuenta para comprender la política económica de Vichy es la aspiración a la “modernidad” antes mencionada. Esa ambición abrevaba en las fuentes de las reflexiones de la preguerra en torno de los “planes de conjunto”, la “economía dirigida” y la búsqueda de una “tercera vía” que se desplegaron tanto en la izquierda como en la derecha. Así, muchos tecnócratas de Vichy se movieron alrededor del Centro Politécnico de Estudios Económicos [Centre polytechnicien d’études économiques] (el “Grupo X-Crisis”) fundado en 1931 por Jean Coutrot,42 impulsado especialmente por Gérard Bardet (que será director del CII) y frecuentado por hombres como Pierre Pucheu y François Lehideux. Otro punto de reunión de los tecnócratas de Vichy fue la publicación Nouveaux Cahiers, fundada por Auguste Detœuf y Jacques Barnaud. Convocados a puestos de responsabilidad en virtud de su competencia técnica o gracias a la eficacia de ciertas redes de influencia (la “sinarquía”), estos hombres intentaron aprovechar el peso acrecido y hasta aplastante de la administración en desmedro del parlamento y otros circuitos de decisión democrática, en procura de establecer un sistema dirigista, más o menos inspirado en las realizaciones del fascismo y el nazismo, y con la intención de acercarse al ocupante en un plano ideológico. Esos objetivos estrictamente económicos muestran que el régimen de Vichy actuaba con una perspectiva de largo plazo, a despecho de las coacciones e incertidumbres considerables debidas a la coyuntura militar y política. El “nuevo orden” no era una pura ficción sino un verdadero “horizonte de expectativa”.


Una economía administrada

Esta problemática de conjunto, resumida aquí de manera muy sucinta, me llevó a trabajar sobre cuestiones institucionales, en especial la historia de los organismos antes mencionados. También me indujo a estudiar aspectos muy poco conocidos en esos momentos, como la cuestión de la arianización económica, convertida hoy en un problema de primer plano, con la creación de la Comisión sobre el Dominio Privado de la Ciudad de París o la Comisión Mattéoli, para no citar sino el caso francés. Esta cuestión me permitió sobre todo comprender cómo funcionaban las divergencias y rivalidades, pero también los compromisos dentro del régimen de Vichy entre los ideólogos por un lado –en este caso el Comisariato General para las Cuestiones Judías, animado por una obsesión racista absolutamente ajena a toda lógica de racionalidad económica– y los “tecnócratas” por otro, que intentaron, a través de la arianización, llevar a cabo una “racionalización” y una concentración de ciertos sectores económicos, con la ayuda de los Comités de Organización.43 Esta actitud realista consistente en el aprovechamiento constante de las circunstancias, la adaptación a las coacciones, la “flexibilidad”, es una de las características de la política económica de Vichy: volvemos a constatarla, por ejemplo, en la cuestión de las concentraciones forzadas de empresas exigidas por el Reich para liberar mano de obra, e incluso en las negociaciones relacionadas con las “empresas mixtas” de capitales francoalemanes.44

A medida que avanzaba en esa dirección, comencé a estudiar más y más las relaciones entre Vichy y las empresas, a fin de justipreciar el impacto real de las reformas anheladas por el gobierno, ante todo en el corto plazo de la Ocupación. En ese sentido, formulé la hipótesis de que dicho impacto había sido bastante reducido, las coacciones objetivas habían cumplido un papel mucho más determinante y el verdadero problema de las empresas francesas había sido la cuestión de la inserción de la mayor parte de ellas en una economía de guerra alemana. En cuanto al papel específico de Vichy, no consistió tanto en la implementación de una economía dirigida como de una “economía administrada”.45

Esa constatación, bastante alejada, en resumidas cuentas, de mis primeras hipótesis, también fue el fruto de la reflexión encarada en el mismo momento entre los especialistas de Vichy. Muy marcada por la obra de Robert Paxton o, en todo caso, por cierta lectura de las tesis del historiador norteamericano, una parte de los historiadores franceses (yo entre ellos) había terminado por considerar sin ningún otro tipo de consideración que la expresión “Francia de Vichy” había pasado poco a poco de la jerarquía de fórmula feliz y título contundente a la de concepto operativo susceptible de aplicarse de manera indistinta a todo el período y todo el espacio de la Francia de los años negros. Utilizada de modo cada vez más sistemático, esta expresión había terminado por suscitar la impresión de que el conjunto del territorio había estado marcado en profundidad por el régimen de Pétain, al extremo de identificarse con él; la tesis, por lo demás, corresponde a cierto enfoque de Vichy en el debate público. En esos mismos momentos, en efecto, la cuestión de las responsabilidades francesas en la búsqueda de una colaboración y en la política antisemita comenzaba a ocultar el peso de las responsabilidades propiamente alemanas, al punto de invertir la perspectiva –también problemática– prevaleciente en las décadas de 1950 y 1960.

Ahora bien, si miramos las cosas con detenimiento, esa hipótesis implícita podía ser objeto de una generalizada impugnación, sin caer empero en un “revisionismo” de mala ley. Por un lado, el régimen de Vichy distaba de haber tenido la misma influencia en la zona ocupada y la llamada zona libre, sobre todo en el dominio económico, visto que los intercambios, la producción, la mano de obra y la energía estaban bajo un completo control alemán en la zona norte, mientras que la zona sur, la parte menos industrializada del territorio, dependía en gran medida del norte y de Alemania en materia de aprovisionamientos. Por otro lado, el divorcio creciente entre la opinión y el régimen era una realidad que ponía rigurosos límites al impacto concreto de la política de Vichy y más aún de la Revolución Nacional, si no de la popularidad de Pétain, sobre todo en el breve tiempo, si se piensa bien, que duró la Ocupación en comparación con las ambiciones “reformistas” o “revolucionarias” de Vichy. Tenemos aquí otros tantos matices y distinciones que permitieron corregir la puntería, especialmente gracias a los trabajos de Jean-Pierre Azéma, Pierre Laborie y muchos otros.46

En suma, si hubiera que resumir la evolución de mis trabajos en historia económica, diría que empecé por interesarme en los aspectos institucionales, para concentrarme luego en los problemas de política económica y desembocar por último en estudios relacionados más precisamente con las relaciones entre macroeconomía por un lado y mesoeconomía (por ejemplo el referido al sector de la química orgánica) y microeconomía por otro. Por lo demás, esta evolución no tiene nada de particular, pues no hizo sino seguir el desarrollo de la historia económica, tributaria por su parte de la evolución cultural e ideológica de las décadas de 1980 y 1990. En efecto, cuando la empresa dejaba de ser un tabú y un “impensado”, sobre todo en los medios universitarios, y en la huella de la política económica implementada después de 1983 por el gobierno socialista, la historia económica abandonaba gradualmente el terreno de la macroeconomía y la política económica y se interesaba cada vez menos en la cuestión del estado y cada vez más en la de la empresa, ya no entendida como el ámbito privilegiado de la alienación y la lucha de clases sino como la célula básica de la economía.

De cifras y letras

En perspectiva, puedo decir hoy que mi interés por la historia económica nunca fue tan profundo como mi inclinación natural por la historia política y cultural. En realidad, durante mis primeros años de investigación no me sentía motivado por una temática específica y ni siquiera realmente preocupado por la elección de tal o cual especialización disciplinaria. Me fascinaba sobre todo el período de la Ocupación y era víctima, como una parte de mi generación, de una verdadera pasión: la de conocer, explorar, comprender, explicar y también denunciar lo que empezaba a entrever acerca de esos años aún en proceso de exhumación. En ese sentido, la economía sólo fue para mí una entrada entre otras, dictada por el contexto cultural de la época y la elección de una problemática relacionada con la modernidad de Vichy. Además, la historia económica todavía tenía en esos días un gran prestigio a causa de las pretensiones “científicas” de la econometría o la historia serial, y sobre todo debido a la impregnación aún vivaz del modelo labroussiano.47 Pero esto no bastó, sin duda, para hacer de mí un gran historiador economista. Y a medida que avanzaba en mis trabajos y me veía obligado a afinar mis herramientas de investigación, sentía debilitarse mi interés.

Por otro lado, ya miembro del IHTP, consagré una parte creciente de mi trabajo a empresas colectivas, pues en el nuevo instituto todo estaba por construir: los campos de investigación, las redes, las referencias documentarias, sin olvidar de paso el tiempo transcurrido en la redacción de la revista Vingtième Siècle, nacida en 1984 y que tuvo su sede en esa entidad durante sus primeros años. Me encargué de establecer un sector de historia económica que produjo en especial trabajos sobre la historia de la planificación, tema muy poco estudiado por los historiadores.48 Retomé una investigación iniciada en 1975 por Jean Bouvier y Patrick Fridenson sobre la historia de las empresas durante la Ocupación y realizada a escala departamental y regional por los corresponsales del IHTP. Quince años después, esa investigación culminó en una publicación, de cuya realización me ocupé en buena medida dentro del Instituto.49


Un castillo en el camino

En 1980, a raíz de un trabajo de documentación emprendido a solicitud de André Cayatte, que preparaba una película (jamás rodada) sobre Sigmaringen basada en un guión de Philippe Alfonsi, profundicé en las investigaciones acerca de ese episodio muy poco conocido; esos estudios constituyeron la primera parte de una obra que publiqué el mismo año en una colección dirigida por el añorado Fred Kupferman.50 De ese primer libro, escrito en un estilo sin freno y con cierta euforia, ya no tengo mucho que decir hoy, como no sea que, pese a todo, tuvo alguna influencia en mis elecciones ulteriores. Me dio la idea de buscar el “sentido” de un acontecimiento en su posteridad; en este caso, su posteridad inmediata. El estudio del “gobierno” de Sigmaringen y su actividad en tierra alemana entre septiembre de 1944 y abril de 1945 supone a priori adentrarse en lo anecdótico y lo irrisorio. El episodio carece de interés y, por otra parte, fue objeto de una corrosiva obra maestra del doctor Céline.51 Sin embargo, ese desvío me permitió comprender mejor la locura de algunos colaboracionistas, a saber, el carácter completamente ilusorio de la creencia en el futuro de un fascismo francés, originado en un nacionalismo llevado hasta el absurdo, al menos en apariencia, de una Europa alemana victoriosa. Gracias al análisis de su actitud en el castillo de los Hohenzollern, advertí hasta qué punto Pétain se había aferrado a cierta idea de la legitimidad y comprobé que los alemanes se habían valido hasta último momento de la trampa de la colaboración, entendida por el lado francés como una estrategia apuntada a recuperar una parte de la soberanía nacional. En otras palabras, la cuestión pasó allí, de manera fortuita, por abordar el tema por el margen, el límite, el extremo: Sigmaringen como una caricatura de la Francia de Vichy.

Esa búsqueda retrospectiva de sentido puede parecer herética. La comprensión de un acontecimiento por el final es un gran defecto […] si nos atenemos a una visión rigurosamente positivista del proceder del historiador. Sin embargo, esa actitud ilustra la idea, enunciada al comienzo de este trabajo, de que el historiador se encuentra en una posición anacrónica y puede jugar con ella siempre que sea consciente de la situación. El hecho de dedicar una obra a Sigmaringen me mostró el interés del rumbo regresivo. El “pos-Vichy”, tanto a corto como a largo plazo, era valedero no sólo como objeto de estudio en sí mismo, sino como lectura posible del acontecimiento. Además, el sentido común aprehende la historia por el “final”, sea en la idea de las “lecciones del pasado” o la creencia en un “tribunal de la Historia”. Los historiadores deben tenerlo en cuenta: la retrospección y el anacronismo son acaso defectos de método, pero también representaciones dominantes del pasado y por lo tanto hechos sociales merecedores de un examen. Sin que yo lo advirtiera, el estudio de Sigmaringen –acontecimiento prácticamente olvidado (y no reprimido) de la historia de ese período– abría entonces el camino a mis interrogaciones posteriores sobre la memoria y las interpretaciones evolutivas del pasado.

De manera accesoria, ese trabajo me llevó a comprender hasta qué punto los años negros interesaban cada vez más a un amplio sector del público: ofrecían un terreno propicio al cine, la novela, el teatro, y comenzaban a constituir un referente cultural cuya importancia no cesaba de crecer.52 La situación tuvo consecuencias importantes para mi sensibilidad a la demanda social y me permitió tomar conciencia de que, cuanto más tiempo transcurría, la época de Vichy menos pertenecía al pasado.



2. LA MEMORIA O EL IMAGINARIO DEL ACONTECIMIENTO


A fines de la década de 1970, entonces, solía sumergirme con regularidad en los archivos de la Ocupación. Como todo joven investigador impaciente, tenía la sensación, en el discreto silencio de la sala de consulta de los Archivos Nacionales, de descubrir poco a poco una ciudad enterrada. La excitación era tanto más intensa cuanto que los historiadores que se internaban en ese camino aún estaban aislados, lo cual exigía, con todo, cierta actitud de reserva y prudencia. Cuando en diciembre de 1979 expuse ante Jean Bouvier (por entonces director del Instituto de Historia Económica y Social de la Sorbona) mi proyecto de escribir un libro sobre Sigmaringen, al margen de mi tesis, él entendió mi deseo impetuoso de ocupar el terreno pero me aconsejó esperar, trabajar en los archivos y “velar las armas”, para retomar sus propias palabras. No lo escuché. Por vanidad, sin duda, pero también porque mi deseo de entrar lo más rápidamente posible en liza estaba motivado por una intuición: el período de Vichy comenzaba a salir a la superficie, las polémicas se multiplicaban y las obras empezaban a poblar los escaparates de las librerías, sobre todo a raíz del impulso generado por Robert Paxton.53 Los debates suscitados por el caso Darquier de Pellepoix, en octubre de 1978, sin hablar de sus secuelas, provocaban en un joven historiador como yo la extraña sensación de una presencia cada vez más fuerte del pasado. ¿Cómo mantener entonces la necesaria distancia con respecto al objeto de estudio? ¿Cómo permanecer sereno cuando, al salir de los archivos, todavía impregnado de ese diálogo desigual que los historiadores entablan con los actores del pasado y sus palabras de otro tiempo, la actualidad de este período saltaba a la vista en la lectura del primer diario que hubiera a mano, con las palabras e imágenes del presente?

Cuando decidí estudiar esa época, me alertaron acerca de los riesgos clásicos de exhumar nombres olvidados, crímenes ocultos, cobardías disimuladas durante mucho tiempo y, por lo tanto, acerca de la dificultad y hasta la imposibilidad en que me vería de abstraerme de todo juicio de valor sobre los hombres y actos del pasado. Pero nadie me puso en guardia contra la brutal presentificación de ese pasado, el hecho de que, poco a poco, la Ocupación volviera a ser un tema de inquietud en el universo de los franceses de la década de 1980.

Así, me sumergí en la redacción de un breve artículo con la intención de comprender esa actualidad de Vichy. La idea era poner en limpio el período extendido desde la llamada moda “retro”, que se inicia inmediatamente después de mayo de 1968, hasta las postrimerías de la década de 1970. Ya no se trataba de trabajar sobre Vichy sino sobre sus representaciones contemporáneas. El principal objetivo era comprender la postura que debía adoptar el historiador frente a esa presencia del pasado; ante todo, ese trabajo tenía una pretensión heurística. Me era preciso poner el acontecimiento a distancia, y fue sin duda en ese momento cuando comencé a darme cuenta de que el tiempo transcurrido no es en modo alguno la garantía sine qua non de una posible “historización”, una Historiesierung, según la expresión alemana utilizada con referencia al pasado nazi. Esa historización no depende mecánicamente del tiempo que nos separa de los acontecimientos analizados sino de una coyuntura política o cultural que puede hacer más o menos difícil el trabajo de los historiadores. En ese sentido, el estudio de la Segunda Guerra Mundial es casi tan arduo hoy como hace veinticinco años, pero por razones diferentes. En la década del setenta, la dificultad se debía a que el tema surgía en la conciencia pública y las reticencias a hablar de él eran grandes; veinte o treinta años después, se debe a que esta cuestión constituye un dominio de la acción pública: conmemoraciones, reparaciones, procesos, etcétera, y sobre todo un objetivo moral de primerísima importancia. En otras palabras, la presencia del pasado –en este caso, el recuerdo de un acontecimiento preciso y circunscripto en el tiempo– obedece a una historia singular que no es en absoluto lineal, y de la que el historiador debe tener al menos alguna conciencia, aun cuando no haga de ella un objeto de investigación en sí mismo.

Descubría así, de manera algo fortuita, una de las particularidades de la historia del tiempo presente en el preciso instante en que tenía la oportunidad de participar, como joven investigador, en su refundación dentro del espacio universitario. Me refiero, desde luego, a la cuestión de la memoria. Cuando comencé a estudiar esas cuestiones, sólo tenía una muy vaga idea de lo que era la “memoria colectiva”, por la sencilla razón de que se trata de un concepto redescubierto en la década de 1980. No exagero si digo que durante mis estudios apenas había oído hablar de ella, como no fuera en el marco de los primeros trabajos sobre la “historia oral”54 o a través de la lectura de Maurice Halbwachs.55 Yo no podía sospechar que en poco tiempo más la cuestión iba a convertirse en un hecho societal de importancia. Con la perspectiva de los años transcurridos, advierto que había puesto el ojo en un fenómeno cuyos perfiles no entendía con claridad, a pesar de la existencia de algunos primeros trabajos acerca de la historia de las representaciones del pasado en el campo de la historia contemporánea.56


“Vichy en nuestra cabeza”

Esa vaga idea de un ensayo sobre las representaciones contemporáneas de Vichy surgió en 1980, antes de que yo entrara al IHTP. Cuando le presenté la sinopsis de un manuscrito sobre el tema, Michel Winock me propuso como título Vichy dans nos têtes. Pero yo tenía otro en mente: Le Syndrome de Vichy, previo incluso a cualquier idea concreta de contenido. Por lo demás, yo no apreciaba con claridad las implicaciones teóricas de la utilización de la palabra “síndrome”, muy típica de la época. A Winock, que creyó en un proyecto que la mayoría de mis colegas consideraban extraño –con las notables excepciones de Jean-Pierre Azéma, François Bédarida, Jean-Pierre Rioux y mis otros colegas del Instituto–, debo una idea esencial de la que no había adquirido plena conciencia al comienzo de mis investigaciones: el papel singular de la cultura judía contemporánea en el surgimiento de la memoria de la última guerra. De ese modo, Winock me permitió evitar un olvido mayor y un grosero error de perspectiva, debido sin duda alguna a una represión que entendí años más tarde. En el camino, el libro imaginado cambió muy pronto de naturaleza. Dejó de ser un pequeño ensayo para transformarse en un trabajo de fondo, y ya no se refirió a la moda retro de la década de 1970 sino a un período iniciado en 1944, con la Liberación de París, y cuyo “cierre” es imposible predecir todavía hoy, aun cuando se suponga que la idea de “acontecimiento terminado” puede ser compatible con el proyecto de una historia del tiempo presente.

Encontrados la idea y el título, restaba poner en práctica el proyecto. Y allí empezaron las dificultades. ¿Qué significaba, en efecto, identificar a lo largo de cuatro décadas todas las huellas de la Ocupación, todos los recuerdos expresados, todas las manifestaciones de un pasado que, sin duda, había seguido actuando luego del retorno a la normalidad? ¿Cómo tomar en cuenta todas las referencias al período, en el debate político, la vida cultural, los hábitos sociales, sin ahogarme en un océano de informaciones no controlables? Y en particular, ¿cómo y con qué vara medir lo que se había callado, ocultado, reprimido o simplemente ignorado o desconocido? ¿Cómo hacer la historia de un silencio –si lo hubo– sin caer en la proyección anacrónica? La tarea era tanto más ardua cuanto que ese tipo de tema sólo había suscitado escasos trabajos de referencia. La única referencia teórica, los trabajos de Maurice Halbwachs ya citados, databa de las décadas del veinte y el treinta y no había tenido secuelas, ni en sociología, ni en filosofía. En cuanto a los historiadores, con contadas excepciones, esperaron hasta la década de 1980 para apreciar la importancia del problema.57 

Se añadía a ello que mi formación era la de un alumno de la escuela normal superior común y corriente, con un presunto conocimiento de la historia universal, ducho en el comentario de mapas topológicos y geológicos, cubierto con un barniz de filosofía clásica y algunas referencias literarias, pero falto de prácticamente todos los rudimentos necesarios de sociología o ciencias políticas e incluso de una introducción a la epistemología de la historia. Si me inicié en esta última disciplina, al extremo de hacer de ella uno de mis temas de investigación, fue porque el trabajo acerca de la memoria implicaba reflexionar sobre la cuestión del tiempo y sus diversas modalidades sociales, entre las cuales se puede incluir la práctica de la historia profesional, su elaboración, su lectura, sus usos políticos y culturales. Agreguemos que ese interés estaba ligado al hecho de que los historiadores del tiempo presente siempre se vieron obligados, al contrario de sus colegas, a justificar la legitimidad de su proceder, y no pueden escapar a ese tipo de reflexión. Además, la reflexión epistemológica ha experimentado desde hace apenas diez años una renovación y un auge notables, tanto en el extranjero como en Francia y tanto entre los medievalistas y los modernistas como, hecho novedoso, entre los contemporaneístas.58

En suma, yo tenía una idea pero no un método preestablecido, lo cual fue en definitiva una suerte. Lo esencial de mi proceder se basó en una intuición: existía en verdad una historia de Vichy después de Vichy –aunque no estaba muy seguro de lo que designaba con esta palabra (el período, el régimen, la ideología petainista, etc.)–, porque yo podía observar, a comienzos de la década de 1980, manifestaciones evidentes de ese pasado que volvía a salir a la superficie. De allí la idea de adoptar un rumbo regresivo, señalar en primer lugar las manifestaciones más cercanas a mí para desandar a continuación el tiempo e iniciar así, no una búsqueda de los orígenes sino, mejor, una genealogía del recuerdo.

La diferencia entre esas dos maneras de proceder, fundadora de la historiografía moderna, vale para todos los historiadores, incluidos los del tiempo presente. March Bloch denunció hace mucho, en páginas célebres, la “obsesión por los orígenes” y recusó la idea de que lo más remoto ha de explicar a buen seguro lo más próximo, en una jerarquía temporal preexistente, en apariencia, a cualquier análisis histórico concreto. Esta perspectiva, en efecto, remite sin cesar el “acontecimiento” inicial, fundador, a un pasado más o menos mitificado e imaginario. Hace de la historia un relato lineal presuntamente independiente del contexto de su elaboración. La genealogía, y por lo tanto el método regresivo, permite al contrario partir de lo que es más fácil de observar, al menos en la superficie, a saber, el presente: “En el filme que [el historiador] considera, sólo la última película está intacta. Para reconstituir los rasgos entrecortados de las otras, es forzoso ante todo rebobinar el carrete en sentido inverso a las tomas de vista”.59 Este método permite establecer filiaciones pertinentes y significativas no en el absoluto de una historia objetiva, y tampoco en el imaginario solitario del investigador, sino con respecto al contexto mismo en el cual se elabora la investigación, que es a mi juicio uno de los componentes de la “historia problema”. En ese aspecto, el historiador debe definir su investigación como la de un problema necesario, en cuanto debe inscribirse en las interrogaciones de su tiempo o porque permite, aun al alejarse de éste, comprenderlo; sin ser iguales, ambos objetivos no son, empero, contradictorios entre sí.

A riesgo de parecer pretencioso, armado de esta lógica me propuse escribir una historia de la memoria de la guerra. Desde el principio me fue menester plantear el tema como un “problema” en sí, una cuestión cuya existencia en el presente era un hecho cierto, pero cuya “historia” posible suponía una hipótesis. De tal modo, tropecé con dificultades en lo tocante a los “orígenes” del problema. Se me reprochó, por ejemplo (no sin pertinencia), que no hubiera situado el comienzo del “síndrome de Vichy” en 1938, con el pacto de Múnich, en 1939, con el estallido de la guerra, o en 1940, con la derrota. Si reflexiono sobre ello, creo incluso que, de rehacer el trabajo, habría que remontarse a los días posteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando las sociedades occidentales se enfrentaron por primera vez a la cuestión del duelo colectivo y de masas, consecuencia lógica de la guerra total y de la “brutalización”, nociones que no carecen de interés para comprender mejor la herencia de la Segunda Guerra Mundial en un plano que no sea el de la dimensión política.60 Al hacerlo, podemos decir esto hoy, diez años después de la caída del Muro de Berlín y por lo tanto en otro marco intelectual y otra perspectiva del siglo, que hacen más incierta la idea de que la matriz del tiempo presente, la del segundo siglo XX, habría sido la Segunda Guerra Mundial, como lo afirmábamos en la década de 1980. En ese momento era verdad, sin duda. En todo caso, ese recorte y por ende esa interpretación del siglo asumían entonces cierta pertinencia, aunque sólo fuera porque reintroducían la guerra en el paisaje, hacían de su estallido y no de su final el origen del mundo contemporáneo y proponían, por lo tanto, al menos en el contexto francés, una reflexión sobre el papel de la derrota de 1940 y ya no sobre las consecuencias de la “victoria” de 1944-1945. Esta perspectiva, que contribuí a elaborar junto con otros, particularmente dentro del IHTP, alimentó el proyecto de una historia de Vichy después de Vichy, porque hacía de ese momento un elemento a la vez fundador y destructor de cierta idea de la nación francesa y hasta de cierta idea de la nación a secas.

En este aspecto, un proyecto como el “síndrome de Vichy” no habría tenido, en rigor, ningún sentido en las décadas del cincuenta o el sesenta y ni siquiera habría podido formularse de ese modo, mientras que sí lo tenía en la década de 1980: si el recuerdo de los años negros parecía resurgir en la conciencia pública en esos momentos, era en verdad porque antes había desaparecido o se había expresado de otra manera; al menos era ésa una hipótesis de trabajo que merecía profundizarse y que presentaba un interés científico y parecía al mismo tiempo ser capaz de responder a un problema contemporáneo aún no formulado como una “demanda social”.61

Al adoptar de manera espontánea ese proceder regresivo, yo esbozaba a la vez una vaga cronología, que sugería un punto de inflexión hacia 1968-1970, y una problemática muy amplia, la de la presencia contingente del pasado, de cierto pasado, y por consiguiente de una posible evolución de la configuración de los recuerdos colectivos a lo largo de una duración que aún debía determinar. Así, empecé por construir una cronología lo más fina posible, cuyos primeros acontecimientos, fijados como hitos, se contaban entre los más próximos a mí: el caso Darquier de Pellepoix antes mencionado, el debate en torno de Le Chagrin et la pitié –La pena y la piedad, visto por primera vez en cine en 1979 y transmitido por televisión en 1981–, la disputa suscitada por Valéry Giscard d’Estaing al suprimir el feriado del 8 de mayo (que conmemoraba el final de la Segunda Guerra Mundial) y, en 1975, los primeros procesos judiciales por crímenes contra la humanidad, a los cuales volveré.

A la vez que me remontaba progresivamente en el tiempo, me había fijado como regla, en el establecimiento de esa cronología del recuerdo, no crear a priori una jerarquía entre los acontecimientos enumerados. De acuerdo con esa lógica, una decisión política no tenía necesariamente mayor impacto que una obra literaria o cinematográfica, y disputas concernientes en un inicio a una muy pequeña minoría de actores podían constituir a la larga un hecho crucial. El episodio del indulto clandestino otorgado a Paul Touvier por el presidente de la República Georges Pompidou, el 23 de noviembre de 1971, es un excelente ejemplo de esos acontecimientos aparentemente sin importancia que jalonan la historia del recuerdo de Vichy: hecha pública por Jacques Derogy en L’Express del 19 de junio de 1972, la decisión desató durante algunas semanas un escándalo, pronto olvidado por la opinión; pero las denuncias presentadas por crímenes contra la humanidad, las primeras en su tipo, condujeron al cabo de casi dos décadas, y contra toda esperanza, a la realización de procesos espectaculares.

De todas maneras, no era posible incluir todo, ni siquiera en una fase preliminar de investigación empírica, sin algunos criterios que me permitieran seleccionar los indicadores de lo que buscaba. Un primer criterio me inclinaba entonces a rescatar las manifestaciones del recuerdo más específicamente relacionadas con la cuestión de Vichy, entendida de manera bastante amplia como la vertiente “francofrancesa” de la Ocupación, o bien las secuelas de lo que denominé una guerra civil a escala de la historia de Francia.62 De allí mi interés, por ejemplo, en la Asociación para la Defensa de la Memoria del Mariscal Pétain63 [Association pour défendre la mémoire du Maréchal Pétain, ADMP], primer trabajo de campo propiamente dicho sobre mi nuevo tema, realizado en el marco de uno de los primeros coloquios acerca de la memoria de la guerra.64 Esta asociación, a cuyos miembros había entrevistado en el marco de mis trabajos sobre Sigmaringen o la política industrial de Vichy, presentaba un doble interés histórico. Era virtualmente la única en su tipo, frente a una multitud de asociaciones de ex combatientes o ex deportados. Pero su carácter aparentemente anecdótico estaba compensado por su perdurabilidad excepcional y las circunstancias de su nacimiento. Fue fundada en 1951 por ex vichystas y ex resistentes y sigue existiendo. En la década de 1980 se mostró nuevamente activa al dirigir de manera ritual su solicitud de revisión del proceso Pétain al candidato socialista y luego al presidente recién elegido, François Mitterrand. La asociación llegó incluso a conocer cierta publicidad a mediados de esa misma década, debido a su participación en una “guerra de solicitadas” en la prensa sobre el tema “Franceses, tenéis poca memoria”.65

Con ese mismo criterio, presté gran atención a la cuestión de la depuración (otra de mis preocupaciones recurrentes) y las leyes de amnistía de 1951 y 1953, que cristalizaron durante mucho tiempo cierta concepción del “olvido jurídico”. En este aspecto, me había puesto como regla no postular el “olvido” de lo que a mí, como historiador que escribía décadas después de los hechos, me parecía importante, sino identificar expresiones manifiestas del olvido o, mejor, de la voluntad de olvidar, como las leyes de amnistía, el discurso pronunciado por el general De Gaulle en Vichy el 17 de abril de 1959, etcétera. Sé perfectamente que disto de haber mantenido esta regla hasta sus últimas consecuencias. De allí mi inquietud por señalar hoy la dificultad con que tropieza la intención de escribir una “historia del olvido” sin correr el riesgo de la teleología o el anacronismo.

Por una parte, el “olvido” implica previamente haber conocido, comprendido e incorporado ciertas informaciones: un gran problema para quien quiera explicar la manera como los franceses han aprehendido las persecuciones antijudías desde la década de 1940. Por otra, la ausencia de huellas no significa forzosamente una borradura voluntaria o una represión inconsciente, salvo que se caiga en una perspectiva criptohistórica. La falta de referencias a Vichy durante la década del sesenta debía evaluarse de un modo relativo, por ejemplo en comparación con los años anteriores o posteriores o bien mediante una distinción de los lugares y los niveles de discurso, sobre todo entre las representaciones oficiales, estatales de la historia, y las que pudieron expresarse en otra parte, los círculos intelectuales, militantes, etc. De allí la necesidad de tomar en cuenta, en un mismo análisis, lo esencial y lo accesorio, lo político y lo cultural, el acontecimiento mayor y la manifestación menor del recuerdo.

Un segundo criterio me inclinó a escoger los elementos que, en última instancia, debían cobrar importancia en una historia larga del recuerdo. Por eso el lugar otorgado al pensamiento del general De Gaulle, personaje central en mi análisis, tanto por sus dichos y sus actos como por sus silencios. Por eso, también, la importancia atribuida a las cuestiones jurídicas que me permitieron analizar la depuración de posguerra y lo que hace poco llamé “segunda depuración”, para poner en evidencia tanto las filiaciones entre ellas como sus diferencias (véase la tercera parte). De allí, asimismo, la importancia concedida a los fenómenos culturales, en particular la producción fílmica, visto que algunas películas –La Bataille du rail [La batalla del riel] (1946), Nuit et brouillard [Noche y niebla] (1956), Le Chagrin et la pitié [La pena y la piedad] (1971), Shoah (1985)– habían tenido un papel decisivo en la formación de las representaciones sociales y, por consiguiente, merecían ser analizadas no tanto en cuanto obras como en cuanto hechos sociales.

Este método, muy empírico y que justifico aquí a posteriori, tenía sin ninguna duda algunos defectos. Además del riesgo teleológico antes señalado, podía generar lagunas u olvidos.66 Y también fallas de perspectiva: así, la cuestión del recuerdo de la Resistencia no se aborda tanto en profundidad y por sí misma como en contrapunto con los recuerdos de Vichy y la colaboración; a menudo se me ha criticado ese proceder. Yo objetaría, sin embargo, que desde entonces no se ha escrito ninguna historia global de la memoria de la Resistencia, y los contados intentos hechos aquí y allá no ponen completamente en entredicho, según creo, mis primeras hipótesis, lo cual no significa que éstas sean las únicas posibles.67 Sin duda, la mejor solución para salir de una visión exclusivamente francesa de la Resistencia es la propuesta por Pieter Lagrou, a saber, una historia comparada del problema.68

Una de las maneras de escapar a los escollos que acabamos de mencionar consistía en adoptar un plan no lineal. Por eso la obra se dividió en dos partes. La primera –“la evolución”– es decididamente diacrónica y toma en cuenta una historia general del recuerdo a lo largo de todo el período considerado. La segunda –“la transmisión”– es más bien sincrónica, pues se concentra por un lado en tres “vectores de memoria” precisos, analizados de manera respectiva según su lógica propia, y por otro en la relación entre representaciones oficiales del pasado y su “recepción” en la opinión, en la “memoria difusa”, una expresión sin duda inapropiada. Sin reiterar en detalle aquí toda la demostración, querría volver a la cronología de la primera parte, como una prolongación no sólo de lo que escribí en Le Syndrome de Vichy, sino también de mis escritos posteriores sobre esta cuestión.69


Relectura de una cronología del recuerdo

La evolución general del recuerdo de Vichy no se me presentó de manera espontánea. Como en cualquier otro trabajo histórico, fue necesario señalar momentos de ruptura, signos anunciadores de cambios, elementos de continuidad. En cierto modo, esta obra se muestra como la historia de la supervivencia política, social y cultural de un acontecimiento en la media duración. No se trata, por lo tanto, de una “historia de acontecimientos” sino de una historia que redefine las fronteras de un acontecimiento histórico. Aunque no asigna un lugar prioritario al desarrollo propiamente dicho de este último, toma en cuenta su legado, sus secuelas, su duración de vida en la cultura política, el imaginario colectivo y el tejido social, como lo hizo, por ejemplo, François Furet para la Revolución Francesa, cuyo final sitúa alrededor de 1880.70 En otras palabras, es una perspectiva que incluye la noción de acontecimiento en otra temporalidad: aquí, el tiempo medio de dos a tres generaciones. No suscribe el punto de vista de Fernand Braudel (para quien el tiempo corto era la “espuma”), pero no rechaza en absoluto la herencia de los Annales. Por el contrario, al privilegiar la dialéctica entre el presente y el pasado, entre el pasado cercano y el pasado lejano, y sobre todo al distinguir niveles de temporalidad sin privilegiar la mera “actualidad”, intenta inscribirse en ella.

La grilla de lectura adoptada se inspiró en una metáfora tomada, de manera más o menos fiel, del psicoanálisis. Ya he explicado esa elección en la introducción a la obra y en textos ulteriores.71 Recuerdo muy brevemente su sentido. Al comprobar el uso cada vez más frecuente, en el vocabulario de la década de 1980, de la palabra “represión” [refoulement] para hablar de los años negros, quise seguir la pista de la metáfora y remontarme a las fuentes. De allí una interpretación de tipo freudiano que postulaba en el inicio la presencia de un trauma grave: la cuestión no resuelta de Vichy y de la existencia de una colaboración francesa con el ocupante nazi. Esos elementos habían dejado secuelas más graves que las de la guerra misma: Francia y Alemania se reconciliaron entre sí más rápida y perdurablemente que cada uno de los dos países con su propia historia. Debo apresurarme a agregar que la culpa alemana es infinitamente más vasta, y se percibe como tal, que la culpa francesa, aun cuando la primera haya servido de modelo a quienes en los últimos años pretendieron resaltar la segunda.

Ese trauma originario ocasionó un duelo “imposible” o “inconcluso” (unfinished), un término utilizado con mucha frecuencia, sobre todo en la literatura anglosajona, para hablar de los años de posguerra y la actitud de los supervivientes. Este período de duelo se prolonga hasta mediados de la década del cincuenta y la segunda ley de amnistía de 1953, más o menos contemporánea de los comienzos de la Guerra de Argelia. Sin encontrar un final preciso, prosigue a través de una fase de represión que abarca una parte de las décadas de 1950 y 1960, durante la cual la cuestión de Vichy desapareció de manera relativa del espacio público, si se comparan las cosas con la etapa precedente y la siguiente. Luego de 1968, gracias a una nueva generación, la de los hijos de la guerra que es también la del baby boom, se produjo un abrupto levantamiento del interdicto y un “retorno de lo reprimido” que cubrió una parte de la década del setenta. Se inició entonces una cuarta fase que he denominado la “obsesión”, durante la cual la cuestión de Vichy y más aún la de la Shoah se instalan de manera gradual y duradera en el espacio político, la vida cultural y la actividad judicial, sin olvidar el campo intelectual y científico.

¿Por qué el psicoanálisis? Porque es una escuela de interpretación del tiempo, tanto del que pasa como del que no pasa o pasa mal; porque es una lectura del pasado por el presente, y porque es también una empresa genealógica y no una búsqueda imaginaria de los orígenes. Esto basta para justificar los préstamos cuando uno es historiador. Se añade a ello el hecho de que yo me ocupaba de problemas atinentes al recuerdo, la reaparición consciente o inconsciente del pasado, y evitar el psicoanálisis habría sido en cierto modo absurdo, visto que una sensibilidad personal me inclinaba a él. Para terminar, los préstamos del discurso freudiano me permitieron comprender hasta qué punto las cuestiones que quería tratar incumbían tanto a una historia política –a través del estudio, por ejemplo, del manejo de las secuelas de una guerra civil– como a una historia social e incluso, por qué no, psicológica: por el análisis de las modalidades mediante las cuales fue posible vivir con el recuerdo de la muerte masiva, en cuerpos y espíritus lacerados para siempre, a tal extremo que las heridas, sobre todo las identitarias, se transmitieron de generación en generación.

Con esa actitud, si cometí una equivocación con respecto a la ortodoxia historiográfica, me mostré especialmente torpe en relación con los conceptos freudianos, pues la fase de la “obsesión” estaba mal designada: la presencia de reflejos obsesivos o compulsivos (obvia, si se observa la sensibilidad creciente desde hace veinte años en torno de ese pasado) implicaba que el retorno de lo reprimido aún no se había consumado o, peor, ni siquiera se había producido…

En perspectiva, y habida cuenta de que mi reflexión sobre la memoria de Vichy no se interrumpió allí, no me parece necesario mantener hoy esa interpretación freudiana sumaria, aun cuando no reniegue de ella en modo alguno. Creo, en cambio, que es válido cuestionar la pertinencia de mi periodización, sobre todo en lo concerniente a la última fase, no sólo porque el término “obsesión” es, en definitiva, poco explícito, sino especialmente porque ese período se prolonga, según mi grilla de lectura, desde hace un cuarto de siglo, esto es, casi tanto como las dos primeras fases juntas (1944-1953/1954 y 1954-1968/1971). Por su longevidad y por la multiplicidad de acontecimientos que se produjeron desde entonces en el registro de la memoria de la guerra, mi periodización merece afinarse un poco. Así, en vez de “crisparme” con fechas bisagra,72 sin duda es preferible proponer una cronología menos rigurosa, más “escurridiza”, para analizar lo ocurrido desde mediados de la década de 1970.


La imagen de la colaboración y el fascismo

En las décadas de 1970 y 1980 hubo ante todo una revalorización del papel desempeñado por el régimen de Vichy y del problema de la colaboración; con razón o sin ella, el sentido común de entonces percibía ambos fenómenos como parte integrante de un fascismo francés, cuya importancia se descubría gracias a los trabajos de algunos historiadores.73 Esa revalorización, consumada sobre todo en la esfera cultural (cine, literatura, teatro) e historiográfica (con la herencia de Robert Paxton antes mencionada), se inscribe en primer lugar en el contexto de una posible alternancia política74 y luego en el de un ascenso progresivo de las tesis de una extrema derecha xenófoba, a partir de 1983. De allí una instrumentación del pasado vichysta de un modo que, en definitiva, fue bastante clásico. Durante la campaña presidencial de 1981, por ejemplo, los dos campos enfrentados mostraron una tendencia a estigmatizar al adversario como “colaboracionista” o “vichysta” (la derecha gaullista contra François Mitterrand, éste contra Valéry Giscard d’Estaing) y a presentar a sus candidatos respectivos como “resistentes”. Se trata de una figura de estilo que recordaba directamente la guerra y la posguerra y ponía en juego a los últimos protagonistas de la generación de la Ocupación.

De todos modos, esa revalorización produce una primera ruptura decisiva, en cuanto la lectura de la Ocupación ya no se sitúa en el terreno de la lucha entre los “patriotas” y los “traidores”, que fue el fundamento de la legitimidad de la Resistencia y la base de la depuración judicial, y propone en cambio una visión que opone a los “antifascistas” (o los “antitotalitarios”) y los “fascistas”, aun cuando los términos no correspondan a la realidad histórica de las décadas del treinta y el cuarenta y los compromisos reales de los protagonistas. En esta configuración, la memoria de la Resistencia, si bien ya no tiene la misma importancia que en la década de 1960 y suscita menos trabajos históricos que antes, sigue siendo, no obstante, una memoria dominante, todavía representada por actores políticos de primer plano.75


La imagen del antisemitismo

En las décadas de 1980 y 1990, el hecho preponderante en la historia de la memoria de la guerra es la toma de conciencia gradual del problema del antisemitismo francés, inscripta en un movimiento internacional, sobre todo vigente en Alemania y los Estados Unidos, que atestigua el crecimiento considerable del peso de la memoria de la “Shoah”.76 Se trata de un fenómeno esencial, que supera con mucho la cuestión del recuerdo de Vichy, aunque el problema se enuncie en Francia en esos términos. A la luz de lo ocurrido desde entonces en el extranjero, es indudable que sería preciso concebir mi capítulo sobre la “memoria judía” de otra manera, no encerrado en los límites de una historia nacional del recuerdo sino en un marco más amplio, el de una historia del judaísmo mundial luego de 1945 y una historia internacional de la memoria. Allí veríamos la importancia del proceso Eichmann de 1961, primer hito de lo que Annette Wieviorka llama “era del testigo”.77 Y comprobaríamos, asimismo, la importancia de la Guerra de los Seis Días, que modificó la relación de los judíos de la Diáspora con Israel y con su propia patria. Esto es particularmente claro en Francia, donde la política proárabe del país, por un lado, y la modificación sociológica de la comunidad judía debido a la llegada masiva de los judíos de Argelia, por otro, cambiaron profundamente la naturaleza tradicional del lazo de apego a Francia, que cada vez se declinaría menos en la modalidad de la asimilación y haría más hincapié en la dimensión minoritaria e identitaria, de acuerdo, en este aspecto, con una evolución general de las sociedades occidentales. A mi juicio, este hecho, aunque muy sucintamente mencionado, es central para comprender el enorme lugar que ocupa la cuestión del recuerdo de Vichy y la Shoah, convertido, sobre todo para la segunda y la tercera generaciones posteriores a la guerra, en un tema constitutivo de la identidad judía.

Para hablar de esta lectura de la guerra de 1939-1945 que atribuye un papel central a la cuestión de la Shoah, Éric Conan y yo utilizamos el término “judeocentrismo”. Esta visión, datada y tan criticable como otras, sustituyó poco a poco la lectura anterior de la Ocupación considerada desde la perspectiva del “fascismo francés”, dominante en las décadas de 1950 y 1960. La línea de clivaje, vista de manera retrospectiva, ya no es política: no divide ya a los “fascistas” y los “antifascistas”, los “colaboracionistas” y los “resistentes”. En una jerarquía a la vez despiadada y ahistórica, es una línea de clivaje moral; separa a los “justos” de los otros, establece una división entre quienes salvaron a judíos o denunciaron las leyes antisemitas promulgadas por el régimen de Vichy y quienes las aceptaron, aun de manera pasiva. En esta nueva configuración, íntegramente tributaria de la “generación moral” y la ideología de los derechos humanos, el criterio discriminante casi exclusivo es la actitud hacia los perseguidos. Así debe interpretarse, a mi entender, la polémica surgida en torno del pasado de François Mitterrand en septiembre de 1994: todo se concentró en su amistad con René Bousquet y su lectura errónea de las leyes antisemitas de Vichy, en detrimento de la complejidad de su trayectoria de “vichysta resistente” (miembro activo de la Resistencia a la vez que conservaba su cargo de funcionario en la administración de Vichy).78 Para un joven de hoy –cuántas veces hicimos la experiencia mientras trabajábamos en esos temas– haber sido vichysta es en principio y ante todo, y a menudo únicamente, haber sido antisemita.

Debido a ello surgió una “competencia de las víctimas”, como lo ilustró el debate entre Vercors y Serge Klarsfeld,79 algún tiempo antes del proceso de Klaus Barbie.80 El debate terminó con una victoria de los resistentes: en su primera y decisiva intervención en la definición del crimen contra la humanidad, el Tribunal Superior estableció que los cometidos contra resistentes podían inclurise en esta categoría.81 La victoria, empero, fue efímera y aparente. Pues el proceso Barbie consagró la hegemonía cada vez más nítida de la memoria del genocidio con respecto a otras lecturas posibles de la guerra, en particular la correspondiente a la memoria de la Resistencia. Al menos en el caso de los tres procesos intentados por crímenes contra la humanidad y hasta la sanción del nuevo Código Penal en marzo de 1994, en las elites políticas, judiciales o intelectuales circuló con amplitud la opinión de que el crimen contra la humanidad, y por lo tanto el único que podía escapar jurídicamente al olvido desde la ley de 1964, era el perpetrado en el marco de la “solución final”.


La era de la reparación

Desde el punto de vista de la memoria de Vichy, con el proceso Barbie se inicia un tercer período que se prolonga hasta nuestros días. No hay ruptura en el contenido de las representaciones: la hegemonía del recuerdo de la Shoah se afirma un poco más. En cambio, hay una importante evolución en lo concerniente a las modalidades de expresión de esa memoria. En efecto, ya no es la hora de la toma de conciencia sino de la reparación, es decir de una acción concreta sobre el pasado: reparación moral con la multiplicación de “arrepentimientos” oficiales, comenzando por el discurso del presidente recién elegido, Jacques Chirac, el 16 de julio de 1995; reparación judicial con la celebración de los procesos de Barbie, Touvier y Papon y el proceso fallido de Bousquet,82 y reparación económica, con la creación de varias comisiones encargadas de evaluar la amplitud y el costo del despojo, que también se inscriben en una lógica internacional.

Esta evolución es la consecuencia de un encadenamiento político y jurídico. La condena judicial de un Touvier –personaje, sin embargo, poco representativo– y la reprobación general contra un jefe de estado en ejercicio, François Mitterrand –el primero de izquierda en la existencia de la Quinta República–, por sus posiciones ambiguas con respecto a Vichy, provocaron un reconocimiento de hecho de la responsabilidad de Francia en los crímenes cometidos por el estado francés. Aunque el acto en el cual se expresó ese reconocimiento no tuvo virtualmente ningún valor constitucional ni jurídico, revistió un gran alcance simbólico por emanar de la cumbre del estado y de un presidente, Jacques Chirac, que de ese modo daba la espalda a toda la tradición gaullista que le había sido propia. Chirac llegó incluso a hablar de “culpa colectiva”, noción que habría hecho dar un salto a los contemporáneos de la posguerra.83 La consecuencia lógica del reconocimiento debía ser una reparación material (públicamente exigida por Serge Klarsfeld el 17 de mayo de 1995)84 y la celebración de otro proceso, el de Papon, que tenía una significación mucho más profunda que el de Touvier, cualesquiera hayan sido, por lo demás, sus límites.

La evolución exhibida por la representación de Vichy se explica, a no dudar, por la lógica misma de lo que ha sido la historia de la memoria de la guerra, tanto en Francia como en el escenario internacional. Pero también puede explicarse, a decir verdad, por un desarrollo reciente de las sociedades contemporáneas, del que la evolución de la memoria de la guerra no es, en ese sentido, más que un avatar, y que obedece a la cuestión de las relaciones del ciudadano con el estado. Esa relación se enuncia hoy en términos de un “nuevo contrato” en el que la legitimidad ya no descansa, como en la tradición, sobre la autoridad, la representatividad y, por lo tanto, el monopolio concedido y aceptado de la violencia legítima, sino sobre una “negociación”, hecho que entraña en particular una exigencia de “transparencia” (la cuestión de los archivos es un buen indicio de ello). Se enuncia asimismo desde la perspectiva de la penalización o la judicialización creciente de la vida política. En ese sentido, el proceso Papon quedará menos en la historia como el “proceso de Vichy” que, tal vez, como el “proceso del estado” o, en todo caso, de cierta concepción del estado, de la razón de estado, de la obediencia al estado. Para terminar, podemos agregar que, durante esta última fase, y por otros motivos –notablemente la caída del sistema comunista–, la memoria de la Resistencia entró en un período de desmitificación a veces radical; perdió su estatus de referencia obligada en la cultura política francesa: sin hacer aquí una extensa demostración, bastará mencionar a título de indicación el “caso Aubrac”85 o recordar que algunos resistentes fueron objeto de un completo descrédito por haber querido, con razón o sin ella, dar su apoyo a Maurice Papon durante su proceso. Esto llegó a ocasionar ataques totalmente inéditos en la historia del recuerdo de la guerra, como lo testimonia la declaración de Serge Klarsfeld al día siguiente de la audiencia de una serie de resistentes, entre ellos Jean Mattéoli, presidente además de la Comisión sobre el Despojo de los Bienes Judíos: “la posibilidad de que la Resistencia haya contribuido a enviar a judíos a la muerte abre todo un nuevo capítulo que deberá explorarse”.86


Desacralizar el pasado

Emprendimos la escritura de Vichy, un passé qui ne passe pas en un momento en que la representación de la Ocupación se centraba en la cuestión del antisemitismo. Los debates suscitados por esa obra se prolongaron en la fase que antes denominé de la “reparación”. La concepción original del libro había sido de Éric Conan, un periodista e intelectual que trabajó mucho el tema87 como una reseña de las manifestaciones del recuerdo a partir de 1990, período en que comenzaban a sucederse los diferentes “cincuentenarios”. Pero el diálogo que se entabló entre el periodista y el historiador para escribir un mismo libro modificó la naturaleza del proyecto inicial. Por mi parte, se impuso como una continuación lógica y cronológica de Le Syndrome de Vichy y una oportunidad de rectificar algunos malentendidos, de los que acaso yo era parcialmente responsable. Así, esta obra dirigió una mirada tan crítica a la memoria de Vichy en la década de 1990 como la que la precedente había dirigido a los períodos anteriores. El libro tenía entonces –y mantengo esta visión de las cosas– el mismo espíritu intelectual, científico e ideológico que el primero, pero con una diferencia acerca de la cual quiero explayarme.

En Le Syndrome de Vichy pretendí ingenuamente adoptar una postura de historiador, con exclusión de cualquier otra. Procuraba tomar la mejor distancia posible pese a mi inexperiencia y la índole del tema. Pero está claro que mi objetivo estaba condicionado en gran medida por la cultura de mi generación, que empezaba a interrogarse con cierta agresividad sobre las razones de la “represión” [refoulement] de Vichy y la escasa curiosidad de las generaciones anteriores, y en especial de los historiadores. En Vichy, un passé qui ne passe pas, cuando la memoria de la última guerra ya había asumido una importancia considerable en el espacio público, el juicio y la crítica apuntaban más bien a mi propia generación y el uso inmoderado del “deber de memoria”. Por añadidura, el análisis de la memoria de Vichy durante la década del noventa en términos de “judeocentrismo” había chocado de frente con la tendencia ahora predominante, desde el militante de base hasta las más altas esferas de la vida pública. Y no vacilaba en participar de algún modo en los debates sobre la escritura de la historia y la memoria de Vichy, que en esos mismos momentos hacían furor.

Ésta es una buena oportunidad para aclarar que el título de la obra está tomado, desde luego, del célebre artículo de Ernst Nolte que inició la querella de los historiadores alemanes: “Vergangenheit, die nicht vergehen will” (literalmente, “Un pasado que no quiere pasar”).88 Va de suyo que el préstamo era perfectamente consciente y asumido y no implicaba en absoluto un acuerdo con las posiciones de Nolte sobre la interpretación del nazismo; de manera análoga, ni Éric Conan ni yo coincidíamos con la postura moralista y contraria a los historiadores de Jürgen Habermas, su principal oponente. Es cierto, señalábamos una homología entre la memoria del nazismo y la memoria de Vichy. Pero uno de los objetivos de ese libro era mostrar precisamente la enorme diferencia, fruto de la propia situación histórica, entre la responsabilidad y la culpa de Alemania y los alemanes bajo el Tercer Reich, y la de Francia y los franceses bajo la Ocupación, un distingo que los partidarios incondicionales del “deber de memoria” pasan por alto con mucha frecuencia.89 Sabíamos muy bien que el título suscitaría algunas reacciones indignadas: así pretendíamos mostrar que el moralismo prevaleciente era tal que podía confundir el enunciado de un hecho objetivo –el pasado de Vichy efectivamente no “pasa”, cualquiera sea el juicio que uno pronuncie acerca de ese estado de cosas– con el enunciado de una norma moral o, mejor, su denuncia; Nolte rechaza lo que percibe como una culpabilización excesiva de Alemania (el pasado que no debe pasar), sobre todo en comparación con los crímenes perpetrados por el otro gran “totalitarismo”.90

De Le Syndrome de Vichy a Vichy, un passé qui ne passe pas, ¿hay un verdadero cambio de perspectiva, y hasta una “renegación”? De tener en cuenta la violencia de algunas reacciones públicas o privadas (“rehabilitación del nazismo”, obra de “judíos vergonzantes”, etc.), habría podido creerlo. Transcurrido el tiempo, está claro que existe una evolución entre esas dos obras escritas con siete años de diferencia entre una y otra, siete años de una reflexión más profunda sobre el tema. Sin lugar a dudas, estaba ahora menos convencido de la necesidad del mencionado “deber de memoria” o, mejor, veía sus límites, incluso y sobre todo en su versión judicial. Siendo así, al releer Le Syndrome de Vichy tuve la sorpresa de descubrir que muchas de las ideas de Vichy, un passé… ya aparecían en él: el “antifascismo retroactivo”,91 la judicialización creciente del pasado,92 la historización inevitable de éste, la contradicción entre un discurso que considera el genocidio como irreductiblemente “único” y la insistencia en su “ejemplaridad” negativa.93 Aun la expresión “judeocentrismo” figura en el primer libro con referencia a las contradicciones entre la justicia, la memoria y la historia en el marco del proceso Barbie.94

Pero lo importante está en otra parte. Si bien no tengo la sensación de haber “cambiado” y creo, por el contrario, que se produjo un cambio en el contexto en que me movía, queda por evaluar el impacto de mi propia reflexión sobre el devenir del problema que me consagré a analizar. En otras palabras, y a riesgo de parecer muy pretencioso, ¿el examen del “síndrome de Vichy” no contribuyó en cierto modo, aun en modesta escala, a instalar el problema en el espacio intelectual, no porque lo haya creado, desde luego, sino porque le dio nombre y lo analizó? Pierre Nora expresó una impresión similar al mostrar que, entre el principio y el final del proyecto de Les Lieux de mémoire, el tema se convirtió en un hecho societal y la noción misma, buscada como herramienta crítica, estaba en trance de participar, de mala gana, en la sacralización de la memoria: “Extraño destino de esos Lieux de mémoire: por su proceder, su método y hasta su título quisieron ser una historia de un tipo contrario a la conmemoración, pero ésta no los dejó escapar”.95 En todo caso, decidí escribir Vichy, un passé qui ne passe pas porque tenía la sensación de haber sido “mal” leído, o utilizado por actores (militantes de la memoria, juristas, políticos, etc.) que sólo rescataban del análisis la parte sobre la “represión” y no la relacionada con la “obsesión”. Eso me permitió al menos recuperar cierta libertad de palabra y pensamiento y, con ello, romper la imagen del historiador titular –e “históricamente correcto”– de la memoria de Vichy.



3. LA JUSTICIA O EL ENFOQUE NORMATIVO DEL PASADO



La judicialización del pasado

Al principio de la década de 1990, mi trabajo sobre la memoria de la guerra, convertido en un trabajo sobre el tiempo presente más inmediato, se enriqueció con una reflexión acerca de las relaciones entre historia y justicia, consecuencia de una evolución natural que me llevaba de un campo de investigación a otro y fruto, también, de un interés personal y del contexto político e intelectual. En el plano nacional e internacional, el interés por la memoria del genocidio culmina en ese momento, sobre todo con lo que el historiador Peter Novick llamó “norteamericanización del Holocausto”, es decir una considerable inversión de energías de la sociedad estadounidense, siendo así que el tema, a fin de cuentas, sólo concierne efectivamente a una ínfima minoría de judíos, supervivientes o descendientes.96 Esa norteamericanización se advierte especialmente en la inauguración, el 26 de abril de 1993, del Holocaust Memorial de Washington, destinado a convertirse no sólo en el museo más grande del mundo sobre el tema, sino también en el mayor centro de archivos microfilmados procedentes de todos los países europeos.97 En Europa también llegó la hora de los ardorosos debates sobre la conmemoración. En Alemania, las disputas se desarrollan en torno de la elección de la fiesta nacional y de un día recordatorio del exterminio de los judíos: será el 27 de enero, día de la liberación del campo de Auschwitz por los soviéticos, según una decisión conjunta tomada en 1995 por el estado federal y los Länder.98 En Francia, la querella sobre el recuerdo del Velódromo de Invierno se tradujo en la creación de una nueva jornada conmemorativa, la del 16 de julio, para recordar “los crímenes racistas y antisemitas cometidos bajo la autoridad de facto denominada ‘Gobierno del estado francés’”.99 La fórmula, en lo sucesivo fijada en todas las capitales departamentales por voluntad del legislador, es curiosa: cabe preguntarse de qué crímenes “racistas” se trata, además de los antisemitas. En realidad, es un indicio entre otros, demostrativo de que el discurso sobre ese período es tributario de los desafíos del presente, en este caso el deseo de luchar contra el racismo de una parte de la sociedad francesa contemporánea, muy real, desde luego, pero sin medida común con el antisemitismo de la década de 1940 y, por lo demás, de otra naturaleza, pues se ejerce de manera prioritaria contra magrebíes o africanos y no contra judíos.

Pero el hecho notable de este período, tanto en Francia como en otros países, es la cristalización cada vez más nítida de las expectativas y polémicas concernientes al pasado en las causas por crímenes contra la humanidad. De algún modo, esta evolución hace eco a lo ocurrido en Alemania Federal, donde, luego de los procesos de Nuremberg iniciados por los Aliados en 1945, la justicia nacional tomó el relevo, sobre todo a partir de 1960, con la apertura de la “Zentralen Stelle der Landesjustizverwaltungen zur Aufklärung nationalsozialistischer Verbrechen” (Oficina Central de la Administración Federal de Justicia para el Esclarecimiento de los Crímenes Nazis) de Ludwigsburg, que relanzó la persecución de los criminales nazis. Esta “segunda desnazificación” impidió la posible prescripción de esos crímenes a los veinte años de perpetrados, que se habría producido en 1965. Y el anuncio prematuro de esa misma prescripción dio lugar en Francia (como en otros lugares) a la sanción de una ley sobre la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, en diciembre de 1964.100 Las leyes de imprescriptibilidad condujeron a la realización de grandes procesos como el de Francfort (llamado “proceso de Auschwitz”), de noviembre de 1963 a septiembre de 1965, el de Dusseldorf (“proceso de Majdanek”), en 1975, o el de Colonia de 1980, en el cual fueron juzgados Kurt Lichka y Herbert Hagen, sobre todo gracias a la actividad desplegada por Beate y Serge Klarsfeld.101 En varios otros países se sustanciaron nuevas causas judiciales: Italia, con la extradición de la Argentina, en 1995, del ex oficial nazi Erich Priebke, condenado por la masacre de las Fosas Ardeatinas, cometida en Roma en 1944, e Israel, donde, más de treinta años después del proceso Eichmann, otro antiguo nazi, el ucraniano John (Ivan) Demjanjuk, fue juzgado como criminal de guerra, pero se lo absolvió en beneficio de la duda sobre su identidad real, en julio de 1993.102

En Francia, la tensión creció luego del proceso Barbie, en julio de 1987, pues una parte de la opinión, empezando por las asociaciones de ex deportados o víctimas del genocidio (entre ellas la de Serge y Beatriz Klarsfeld) se impacientó ante la lentitud de las causas iniciadas contra franceses: Paul Touvier, objeto de la primera instrucción abierta en Francia por crímenes contra la humanidad (noviembre de 1973); Jean Leguay, primer francés incriminado con ese auto de acusación (marzo de 1979); Maurice Papon (inculpado una primera vez en enero de 1983 y luego, tras la anulación de la instrucción, una segunda vez en julio de 1988), y por último René Bousquet (inculpado en marzo de 1991, tras numerosas peripecias), sin discusión la más complicada de estas cuatro causas.103 El asesinato de Bousquet, cometido el 8 de junio de 1993 por un individuo que decía actuar en nombre de la Shoah, acentuó aún más las frustraciones.104 La desaparición prematura y dramática de aquél favoreció sin duda la celebración del proceso Touvier, en marzo y abril de 1994, y en última instancia hizo inevitable el proceso Papon, en 1997-1998.

Por consiguiente, en unos pocos años la justicia se vio implicada y se implicó por iniciativa propia en la cuestión del “deber de memoria” y la reparación con respecto a las víctimas del genocidio, sobre todo por la acción de algunos abogados de las partes civiles (Joe Nordmann, Roland Rappaport, Gérard Boulanger, Michel Zaoui, Alain Lévy y otros), ciertos jueces de instrucción (Martine Anzani o Jean-Pierre Getti) y magistrados del ministerio público, cuya tarea era más delicada debido a la política de la memoria implementada durante el gobierno de François Mitterrand (el procurador general Pierre Truche o Marc Domingo, fiscal del Tribunal Superior). Con los procesos de la “segunda depuración”,105 la reaparición espectacular de este nuevo tipo de justicia plantearía un gran problema: el de su legitimidad y su capacidad de escribir la historia. De resultas se abrió una vasta cantera de reflexión para los historiadores, los juristas y los especialistas de otras ciencias sociales, a la cual consagré mis energías de manera casi natural, habida cuenta de mis trabajos anteriores.

Otro factor intervino en la década de 1990. El interés por esas cuestiones judiciales y jurídicas se reavivó como consecuencia de la caída del Muro de Berlín y, de manera general, del fin de varias otras dictaduras o regímenes no democráticos en el mundo (América Latina, Sudáfrica, etc.). El hundimiento del sistema comunista, el final del apartheid y la democratización de Chile y la Argentina, entre otros, plantearon en grados diversos y contextos políticos y culturales muy diferentes la inevitable cuestión de la necesidad o no de depurar a los dirigentes del régimen fenecido. ¿Hacía falta una depuración en nombre de la justicia y los derechos humanos o más valía evitarla, en nombre de la “reconciliación nacional”? Si la decisión se inclinaba por una depuración, aun moderada, ¿sobre qué bases jurídicas había que suprimir […] o blanquear? Una depuración política, en efecto, tiene siempre dos funciones inseparables: separar y castigar por un lado, reintegrar y relegitimar por otro a quienes no han sido depurados.106 En ese sentido, tropezamos con una de las paradojas de toda depuración política: se la puede considerar como un “filtro”, un “tamiz” necesario, no simplemente a los ojos de las víctimas sino también desde el punto de vista de los “verdugos” o de aquellos juzgados como tales. En cierto modo, es lo que ocurrió con la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica. Entre otras cuestiones preñadas de consecuencias para un futuro ya incierto en ese tipo de situaciones: ¿a quién juzgar y hasta dónde llevar la búsqueda de responsabilidades, tanto en el sentido ascendente como en el sentido descendente de la jerarquía administrativa o la jerarquía social? ¿Qué penas aplicar? ¿Debe contemplarse el cierre de las causas? Y si es así, ¿sobre qué bases: el indulto, la prescripción o la amnistía, el acto políticamente más fuerte? Hay aquí una de las contradicciones más importantes entre la idea cada vez más extendida de una indispensable imprescriptibilidad de los crímenes de estado o los crímenes políticos, incluso en el caso de guerras civiles, y la necesidad igualmente grande de una reconciliación o una pacificación en un plazo más o menos breve. El reciente caso Pinochet ha representado un ejemplo clamoroso de ello, complicado por el hecho de que en él intervenía una acción pública de origen extranjero, inscripta por su parte en la idea de que las naciones ya no son las únicas dueñas del manejo –aquí jurídico y judicial– de su pasado.

De las leyes sobre la “lustración”107 en la República Checa a la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica (1995), pasando por el juicio de algunos dignatarios de la ex República Democrática Alemana (Egon Krenz, Erich Mielke), la cuestión del destino que debía darse a posteriori a las autoridades de los regímenes represivos estuvo en el centro de muchos debates políticos de la década del noventa. Esa cuestión planteaba problemas con respecto al papel de la justicia en los períodos de transición democrática, y por lo tanto a la legitimidad misma de esas formas de transición política.108 De allí la comparación inmediata con lo ocurrido luego de la última guerra en los procesos de purificación de Francia, Bélgica e Italia o la desnazificación de Alemania y Austria.109

En el mismo momento se despliega una reflexión sobre la posibilidad de instancias judiciales internacionales, heredadas de los principios de Nuremberg y especialmente de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, con la creación de tribunales ad hoc para el genocidio ruandés o los crímenes cometidos en la ex Yugoslavia, e incluso con el establecimiento, todavía no consumado, de la Corte Penal Internacional.110 Tampoco en este caso el historiador de la guerra podía permanecer indiferente, habida cuenta de que lo sucedido luego de 1945, en Nuremberg, Tokio o los tribunales de justicia de la depuración, ya no aparecía como la última etapa del acontecimiento “Segunda Guerra Mundial” sino como el punto de partida de un largo proceso de judicialización de lo político, inscripto en una evolución notable de las sociedades desarrolladas que afecta muchos otros ámbitos y no sólo la justicia penal.

En ese contexto me interesé, como un número creciente de investigadores del campo de las ciencias sociales, en el derecho y la justicia, su historia y su relación con la historia, temas sobre los cuales sigo trabajando.111 He podido así, en una escala modesta, pues pertenezco a una generación que no conoció ninguno de los “grandes enfrentamientos” del siglo, poner en práctica una de las máximas de Marc Bloch, quien invitaba al historiador a tomar en cuenta su propia experiencia para comprender al ser humano en su historia. Era ésa una de sus conocidas posiciones éticas, que defendía la idea de una dialéctica entre el pasado y el presente en la cual el primero explica el segundo –un postulado en forma de truismo que el historiador siempre debe demostrar y no considerar como adquirido–, mientras que el presente debe permitir, a cambio, una mejor comprensión del pasado, por analogía o teleología.

En los dominios que he abordado, sin embargo, la prudencia se reveló imprescindible para no dejarse invadir en exceso por la presencia del pasado y la ilusión de una repetición de la historia. La cuestión de la “transición democrática”, considerada aquí en su dimensión jurídica y judicial y su vertiente cultural (las representaciones del pasado), puede conducir de un lado a comparaciones puramente heurísticas de objetos heterogéneos en el tiempo y el espacio: las depuraciones políticas latinoamericanas no tienen desde el punto de vista histórico nada en común con la depuración francesa de la posguerra, pero la comparación puede justificarse si se procura comprender la naturaleza genérica de un proceso de transición, cualquiera sea el contexto.112 Por otro lado, la comparación es un enfoque que puede permitir poner en evidencia filiaciones directas o indirectas, visibles u ocultas, entre el pasado y el presente: la depuración real o prevista de los cuadros comunistas luego de 1989 podía tener lazos indirectos con la depuración o la desnazificación llevada a cabo luego de la guerra en Europa.113 El tema se planteó en la ex República Democrática Alemana (RDA), mientras Alemania no había terminado su “segunda desnazificación”. En el mismo momento Francia ponía en marcha una “segunda purificación”, consecuencia proclamada de una depuración mal realizada después de la guerra. Por añadidura, varios otros países de Europa central (Mitteleuropa) atravesaron durante el siglo XX, en grados diversos, una doble experiencia totalitaria. Además de la ex RDA mencionaremos a Rumania, Hungría y Bulgaria, tres países que, por otra parte, fueron aliados del Eje durante la última guerra. No es de sorprender, entonces, que su salida del sistema comunista haya suscitado debates a veces encarnizados sobre un pasado que se remonta a las décadas de 1930 y 1940.114

El interés por la justicia se manifestó de diversas maneras en mis trabajos: a través de investigaciones sobre la historia de la justicia propiamente dicha, en particular con respecto a la dimensión jurídica y judicial de la depuración de 1944-1945; de una reflexión efectuada en caliente sobre el derecho y la justicia como productores de “normas históricas” o como “vectores de memoria”, y de una interrogación epistemológica sobre las relaciones entre justicia e historia y, por lo tanto, sobre el oficio de historiador, fundamentalmente en el contexto del proceso Papon.


Vueltas a la depuración de la posguerra

Ya en Le Syndrome de Vichy me interesé en la depuración, pues consideraba que ésta constituía, por así decirlo, el punto de partida cronológico de una historia de la memoria de la guerra. Por otra parte, la depuración había sido el objeto de una investigación del Comité de Historia de la Segunda Guerra Mundial, retomada y concluida por el IHTP en la década de 1980. En consecuencia, el tema ya me era familiar desde hacía tiempo cuando el azar quiso que tuviera que reabrir ese expediente que, sin embargo, parecía bastante bien señalizado.

En 1990, y en el marco de una de las primeras colaboraciones concretas entre el Institut für Zeitgeschichte115 y el IHTP, la prestigiosa institución alemana me invitó a participar en un taller sobre la depuración y la desnazificación en Europa. La organización del encuentro estaba a cargo de Klaus-Dietmar Henke y Hans Woller y se inscribía en el 38º Historikertag, el congreso anual de los historiadores alemanes, por celebrarse en Bochum a fines de septiembre de aquel año. El pedido de los organizadores se ajustaba a la rutina de los coloquios internacionales: presentar una comunicación sintética sobre la depuración en Francia que pudiese suscitar una discusión comparativa acerca de la situación de la Europa de posguerra, particularmente en Alemania, Austria, Italia, Noruega, Holanda, Hungría y “Croacia” (la de 1941). Por suerte, en vez de poner manos a la obra algunas semanas antes del congreso, como suelo hacer, me propuse redactar la ponencia con varios meses de anticipación. Mi idea era hacer una pequeña síntesis de los trabajos conocidos, entre ellos los del IHTP. Me topé a la sazón con una primera sorpresa, la de descubrir que las estadísticas presentadas por los historiadores del tema (Peter Novick, Jean-Pierre Rioux, Herbert Lottmann, Marcel Baudot, etcétera)116 eran contradictorias entre sí. Esa comprobación me llevó a volver a las fuentes primarias, a lo cual me dediqué antes y después del congreso.117 Sobre la marcha, tuve otra sorpresa de magnitud. Al (re)leer el muy modesto artículo de Marcel Baudot en el Bulletin de l’IHTP, advertí que el autor, sin precaverse de ello y sin que nadie se diera cuenta, había duplicado la cifra habitualmente admitida de la cantidad de ejecuciones consecutivas a juicios legales de los tribunales de la depuración.118 De tal modo, se pasaba de una cifra comúnmente repetida por los actores (en especial Pierre-Henri Teitgen)119 y los historiadores (yo mismo incluido, por supuesto), la de “767” condenados y efectivamente ejecutados, a más de mil quinientos muertos, esto es, casi el doble, diferencia imposible de soslayar. En realidad, Baudot, basado en una investigación de los corresponsales del IHTP (que sólo abarcaba setenta y siete departamentos), había contabilizado en las ejecuciones legales las llevadas a cabo a raíz de fallos de las cortes de justicia y las derivadas de tribunales militares. Ahora bien, las cifras oficiales nunca habían tenido en cuenta estas últimas. Una de las razones de esa omisión era que quien acudía a la cámara a explicar el desarrollo de la depuración era el ministro de Justicia. Pero los tribunales militares, que en lo esencial sesionaron al principio y al final de la depuración, dependían del ministro de Defensa nacional y de las Fuerzas Armadas, que se mostró muy discreto, si no mudo, acerca de esta materia.120

Este singular descubrimiento, en el boletín de mi propio instituto, me obligaba a rever por completo el problema y, en definitiva, a elevar las cifras habitualmente aceptadas en lo concerniente a la depuración. La investigación que emprendí dista de ser exhaustiva. De todas maneras, ya me ha permitido descubrir la mención de otra cifra: durante la depuración se iniciaron 311.263 expedientes, número en el que tampoco están incluidos los tribunales militares y sólo se refiere a las cámaras civiles y las cortes de justicia.121 Por lo que sé, esa cifra es la primera que aporta un orden de magnitud no de la depuración concreta, sino de la depuración “potencial”, es decir la cantidad de expedientes abiertos por la justicia y por lo tanto el número total de personas involucradas. Esto llevaba a considerar la depuración ya no como un simple proceso de sanción sino también como un “filtro” que permitía, de hecho y de derecho, reincorporar a individuos que en uno u otro momento habían sido objeto de sospechas. En total, según las estadísticas que utilicé, de 311.263 expedientes abiertos, se instruyeron 127.751 (41%) y se archivaron 183.512 (59%), en su gran mayoría –140.011, el 45% del total general– antes de la indagación. Aun cuando se tenga en cuenta la posibilidad de numerosos errores en la recolección de las cifras, en la época o desde entonces, ellas nos dan una indicación de la magnitud de la depuración, en cuanto a las personas condenadas y a las absueltas por la Justicia. Las dos cifras son igualmente elevadas si se consideran los valores absolutos. De allí la hipótesis de que la depuración fue un fenómeno social de gran amplitud; debió pasar por su tamiz a una cantidad importante de franceses y los comportamientos de éstos bajo la Ocupación que suscitaron la atención de la justicia cubren un vasto espectro. Un espectro demasiado grande, sin duda, para los magistrados, obligados, como los de todas las épocas, a juzgar sobre la base de los textos en vigor. A fin de respetar el principio de no retroactividad de las leyes, pese a las circunstancias, los jueces que condujeron la depuración se atuvieron en esencia al Código Penal reformado de 1939, tratando de vulnerarlo lo menos posible.122 El concepto actual de “flexibilidad” era ajeno por definición a los actores de la depuración, quienes, en el plano jurídico, debían incorporar una gran cantidad de comportamientos a calificaciones penales limitadas y rígidas, como la “traición” o los “atentados a la seguridad interior o exterior del estado” (artículo 75 y siguientes del Código Penal). Para escapar a esta rigidez, el GPRF había apelado a la idea de la “indignidad nacional” (y su corolario, la pena de “degradación nacional”), delito retroactivo, jurídicamente muy cuestionado pues se asimilaba a una ley de sospechosos, pero eficaz desde el punto de vista político, habida cuenta de los dilemas planteados por la necesidad de castigar a los “colaboracionistas”.123

El hecho de que la depuración haya sido un fenómeno social de importancia y constituido a la vez una máquina de reprimir y blanquear es una idea tanto más esencial cuanto que desde entonces esa doble función cayó en el olvido. De allí ciertos malentendidos entre generaciones con referencia a las causas por crímenes contra la humanidad de la “segunda depuración”. Durante los años de la posguerra, la depuración fue objeto de críticas muy violentas, pero en ambos sentidos: demasiado clemente, demasiado olvidadiza, demasiado “a la derecha” para algunos, como por ejemplo Jean Cassou en Mémoire courte (1953), y demasiado severa, demasiado injusta, demasiado influida por los comunistas para otros, como Jean Paulhan en su Lettre aux directeurs de la Résistance (1951). Cuarenta años más tarde, en el contexto de los procesos Touvier y Papon, la depuración parece a veces ignorada, si no ocultada, al menos tanto como lo fue el régimen de Vichy en la década de 1960. A título de ejemplo podemos citar la primera plana de L’Humanité del 9 de junio de 1993, al día siguiente de la muerte de René Bousquet: “El proceso de Vichy es una tarea pendiente”. Éste es un tópico compartido por la casi totalidad de la prensa francesa, aun cuando ese “olvido” sea particularmente caricaturesco en el órgano del Partido Comunista. Y cuando la depuración se menciona en los discursos públicos contemporáneos, casi siempre es para condenarla por no haber “sabido”, “podido” o “querido” tomar en cuenta la cuestión del antisemitismo y las complicidades francesas en el exterminio de los judíos. Que la actitud hacia éstos no fue el principal cargo considerado por la depuración en los comportamientos examinados es verdad, sin duda alguna, pero ver en ello un hecho intencional es uno de los anacronismos más flagrantes que puedan señalarse en la historia reciente del “síndrome de Vichy”.124 Desde hace unos quince años, el sentido común percibe la depuración, en sustancia, como un proceso de represión y no como un proceso de transición, aunque ejemplos contemporáneos muestren que uno de los aspectos fundamentales de toda depuración, y el que genera las tensiones más intensas, consiste en hacer posible la transición política.

Al respecto, puedo señalar que mi vuelta a la depuración de la posguerra se benefició con un concurso bastante excepcional de circunstancias. El 38º Historikertag al que me habían invitado y que me llevó a reabrir el caso tenía una particularidad: era el primero que reunía a los historiadores de la República Federal y los de la RDA, a pocos días de la reunificación oficial de las dos Alemanias, el 3 de octubre de 1990. Durante ese congreso tuve entonces la sorpresa de encontrarme en una asamblea plenaria, presidida por Jürgen Kocka, que reunía a lo largo de una velada encrespada a todos los participantes para discutir… la depuración en las universidades alemanas orientales. Pocas veces en mi carrera experimenté una sensación tal de “concordancia” de los tiempos, para retomar la expresión de Jean-Noël Jeanneney.125 Pocas veces pude apreciar hasta qué punto el trabajo del historiador es tributario de su sensibilidad a la actualidad, a su propio mundo y su propio tiempo, se dedique o no al “tiempo presente”.

En esa asamblea plenaria, el lazo entre la depuración de la posguerra y la posterior a 1989 era tan fuerte en la mente de todos que uno de los participantes explicó sin vacilar que la única entidad capaz de realizar una historia científica de Alemania Oriental, en los años que siguieran a la reunificación, era el Institut für Zeitgeschichte de Múnich (IFZ), ámbito relevante de la historiografía del nazismo. La observación suscitó la reacción de Klaus-Dietmar Henke, organizador del taller antes citado y miembro eminente del IFZ, que impugnó esa visión de las cosas. Pero el incidente anunciaba a su manera la reapertura del debate sobre el “totalitarismo”. Ironía de la historia, se trata del mismo historiador que algunos años después sería designado para encabezar la sección de investigación de la “Gauck-Behörde”, así llamada por el pastor Joachim Gauck, encargado del manejo de los archivos de la Stasi y de su comunicación al público.126


La justicia, productora de “normas históricas”

En paralelo con ese trabajo sobre la depuración progresaba en mí la idea de que el derecho y la justicia eran narradores de la historia. En efecto, en ciertas circunstancias precisas, uno y otro transmiten, a través de la literatura jurisprudencial, el discurso de los actores (magistrados, abogados, demandantes, acusados) o los fallos concretos de los tribunales, un punto de vista acerca del pasado que puede influir sobre las representaciones sociales de la historia.

Ese punto de vista jurídico y judicial sobre el pasado concierne ante todo al trabajo mismo del historiador: el derecho y la justicia enuncian normas explícitas o implícitas que pueden referirse al método histórico y sus resultados, y el historiador tiene el deber de respetarlas. Desde hace unos quince años ha podido observarse que los trabajos sobre la Segunda Guerra Mundial y la historia contemporánea en general, cuyo número se ha multiplicado, no sólo proceden de historiadores sino también de periodistas de investigación. La tendencia a recurrir in fine a la justicia para resolver polémicas de orden histórico, aunque muy antigua, se aceleró sobre todo desde el surgimiento del negacionismo y la voluntad de los jueces, convocados por las víctimas, de poner freno a su desarrollo.127 El 26 de abril de 1983, la Corte de Apelaciones de París, en ratificación de una sentencia de primera instancia del 8 de enero de 1981, condenó a Robert Faurisson a pagar un franco en concepto de daños e intereses a diversas asociaciones antirracistas y defensoras de los derechos de la persona que se habían constituido en parte civil de ese proceso. Los considerandos de la sentencia indican que las palabras de Faurisson sobre la inexistencia de las cámaras de gas podían “representar una rehabilitación global de los criminales de guerra nazis”.128 En esos mismos considerandos, la corte reafirmaba, empero, que “los tribunales no son competentes ni están calificados para emitir un juicio acerca del valor de los trabajos históricos que los investigadores someten al público, y tampoco para resolver las controversias o disputas que dichos trabajos suscitan de manera casi inevitable”.129 Ahora bien, esta afirmación, varias veces repetida por tribunales correccionales, no impidió a algunos jueces restringir cada vez más la libertad de expresión de quienes se desempeñan como historiadores. Así, pasamos poco a poco de una “franquicia” otorgada a los historiadores en virtud de un “derecho a la historia” largamente ratificado desde el siglo XIX, a una limitación cada vez más grande de su trabajo, en virtud, ahora, del “deber de memoria”.130 El ejemplo más manifiesto ha sido la pesada condena de Gérard Chauvy, autor del libro Aubrac: Lyon 1943.131 El fallo le hacía reparos clásicos en materia de difamación: “insuficiencia manifiesta de la documentación”, “falta de prudencia en la expresión”. Pero también añadía censuras inéditas atinentes al propio método histórico: “falta de jerarquización de las fuentes”, “falta de crítica interna de las fuentes y los documentos alemanes”, “omisión de los testimonios de los actores de los sucesos”.132 Este último reproche se cuenta entre los más singulares tratándose de la historia de la Ocupación, y más aún la Resistencia. En efecto, invita al historiador a una suerte de “recurso obligado” a la historia oral, en una inversión de perspectiva bastante notable si se considera que, hace unos veinte años, esa misma “historia oral” era juzgada altamente sospechosa. Nos encontramos en un proceso ya descripto por el cual el juez, en lo sucesivo, asigna un lugar cada vez más grande a la víctima (real o supuesta), su palabra y su testimonio. Aunque la memoria se haya convertido en un valor esencial de nuestras sociedades, podemos señalar como una característica notable, sin embargo, el hecho de que la jurisprudencia francesa no haya transgredido todavía el principio, vigente desde el siglo XIX, de la inexistencia de difamación a la memoria de los muertos, salvo cuando se apunta de manera explícita a los vivos.133 Es para alegrarse, aun cuando, de resultas, la intervención del juez sea un privilegio exclusivamente reservado a los historiadores del tiempo presente.


La justicia, “vector de memoria”

Esa voluntad de los jueces de decir el derecho, en el sentido restringido del término, con respecto a los “buenos” y “malos” métodos e intenciones del historiador, se inscribe de hecho en un contexto más amplio de judicialización del pasado, que atañe de manera casi exclusiva a las secuelas a largo plazo de la Segunda Guerra Mundial. El problema se remonta a 1945, con las sesiones del tribunal de Nuremberg. El análisis del papel cumplido por ese tribunal en la liquidación del nazismo conduce, en efecto, a la idea de que la justicia puede ser otra cosa que una institución meramente encargada de la regulación normativa: sería ahora capaz de tener o atribuirse la función de “vector de memoria”. La expresión significa que ella es productora y difusora de representaciones sociales del pasado, tarea que la mayor parte del tiempo es implícita, como si supusiera en cierto modo una misión “agregada”. Pero desde hace poco la justicia, al parecer, reivindica esa misión de manera cada vez más explícita.134

Iniciada desde mis primeros trabajos sobre la memoria de la guerra, esta reflexión ha sido tributaria de un contexto: el de los procesos Barbie y Touvier; se desarrolló a continuación con el telón de fondo del proceso Papon. De todas formas, me parece que la cuestión va mucho más allá de la coyuntura actual y merece una mirada retrospectiva, un análisis histórico. Pues se trata de una clave esencial para comprender la evolución de las representaciones de la Segunda Guerra Mundial o la del pensamiento jurídico y judicial desde 1945. No hago aquí más que esbozar este punto, porque la reflexión está en curso y sólo ha elaborado sus premisas. No volveré a ciertos aspectos de la cuestión, ya abordados o tratados con amplitud en mis escritos, como la función conmemorativa de los procesos por crímenes contra la humanidad, su supuesta función “pedagógica” e incluso su preocupación por poner en escena la palabra de las víctimas y ser, por lo tanto, lugares de memoria en el sentido más estricto de la expresión. En las próximas páginas me dedicaré, antes bien, a seguir de manera muy general, y en paralelo, la evolución de la justicia por un lado y la evolución de la historiografía de la guerra por otro.135

El final de la guerra y la caída del nazismo provocaron la aparición de tribunales y lógicas jurídicas (maneras de abordar los casos y aplicar el derecho) que intentaron, en la huella del acontecimiento, juzgar y condenar a toda una serie de actores, incluidos actores colectivos, tales como las organizaciones nazis o algunos movimientos colaboracionistas, declarados “organizaciones criminales”. Si se exceptúa el precedente más o menos abortado de los procesos de Leipzig y otros que siguieron a la derrota de la Alemania imperial en 1918,136 se trataba de una gran innovación. Por primera vez, unos tribunales emprendían en una escala muy vasta, y con relativo éxito, la tarea de codificar, analizar y pronunciar sentencias, luego de una guerra mundial y una serie de conflictos internos y guerras civiles. Por primera vez, el derecho y la justicia proponían, con un alcance sin antecedentes, una primera interpretación, una primera narración del acontecimiento apenas terminado, y con anterioridad a cualquier mirada de naturaleza histórica dirigida hacia el período. Y esas interpretaciones judiciales asumieron, por definición, un carácter oficial y normativo.

La acción de esa justicia de un nuevo tipo se ejerció a la vez en un marco nacional e internacional. Pero sólo los tribunales militares aliados constituían una verdadera novedad, pues los fenómenos de depuración política eran una tradición de todos los regímenes políticos. Las innovaciones jurídicas y judiciales –calificaciones de “crímenes contra la paz” o “crímenes contra la humanidad”, debates en torno de la calificación de “genocidio”– que esos tribunales utilizaron como base o discutieron de manera profusa causaron un sobresalto duradero del derecho internacional, en cuanto se inscribían a las claras en una lógica universal, aunque esa justicia haya sido denunciada (no sin algunos argumentos fundados) como la “justicia de los vencedores”.137

Otra originalidad estriba en el hecho de que esos procesos jurídicos y judiciales se desenvolvieron durante un extenso lapso: iniciados en 1944-1945, prosiguieron a lo largo de más de medio siglo. En la mayoría de los países involucrados, particularmente Alemania y Francia, la justicia no intervino de manera regular y continua. Como hemos visto, se expresó en primer lugar apenas terminada la guerra, en la huella y la agudeza del acontecimiento, y luego, de dos a tres décadas más tarde, sobre otras bases, en otro contexto y con otras finalidades. En este aspecto, es importante recordar que la “segunda depuración”, al menos en Francia, ocasionó una seria conmoción jurídica. En contra de un principio jurídico ancestral, por primera vez se reabrieron causas luego de la sanción de varias amnistías o la vigencia de la prescripción. Ahora bien, la “imprescriptibilidad”, para el tema que nos interesa aquí, significa concretamente que el tiempo de la justicia y el tiempo de la historia ya no están separados y, al menos por un momento, se mueven al unísono y unas veces se cruzan y otras se separan: “El régimen de imprescriptibilidad nos hace a todos contemporáneos de los crímenes pasados cuyos culpables están con vida”.138

En otras palabras, con la ley de imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, votada en 1964, pero sobre todo con su aplicación desde hace unos veinte años, la construcción jurídica del tiempo, y por lo tanto de la historia, experimentó desde 1945 una ruptura política, jurídica y cultural de primera importancia, aunque a veces haya estado enmascarada por la aspereza de los debates sobre la memoria del genocidio. Nunca se insistirá lo suficiente en que la singularidad de la Shoah es un criterio que no se aplica sólo a la historia del acontecimiento propiamente dicho, sino también a la historia de su recuerdo. Y esa singularidad es perceptible en las relaciones inéditas que la justicia y la historia han alimentado desde hace más de medio siglo con respecto a ese pasado.


Fuentes jurídicas, interpretaciones judiciales

En una primera fase, de la posguerra a la década de 1960, el derecho y la justicia condicionaron indirectamente la escritura de la historia a través de las instrucciones llevadas a cabo en circunstancias excepcionales, las calificaciones penales adoptadas, los debates generados en una escala muy grande y, por último, las sentencias dictadas. Esos procesos reunieron, a menudo en medio de la urgencia y bajo la presión de los desafíos nacionales e internacionales de la posguerra, un corpus considerable de fuentes: documentos, testimonios, fotografías, películas, otras tantas fuentes “construidas” por el procedimiento judicial, un procedimiento que, por añadidura, sufrió una doble influencia jurídica, anglosajona y francesa. La lógica de esos tribunales, como la de cualquier otro, era la capacidad de decir si tal individuo era culpable o inocente del crimen del que se lo acusaba, y tal como éste era definido por la ley en vigencia, ya hubiera sido ella modificada o no en virtud de las circunstancias excepcionales. Ahora bien, los documentos de Nuremberg, al igual que los correspondientes a las depuraciones nacionales, fueron los primeros utilizados para hacer la historia del nazismo y la guerra, y a veces no hubo otros durante mucho tiempo. En contra de lo sostenido por una leyenda tenaz, la masa de documentos disponibles sobre este período fue, en líneas generales, incomparablemente más grande y de acceso más rápido que los relacionados con cualquier otro acontecimiento del siglo XX, y en la mayor parte de los países involucrados la historia de la guerra se emprendió mucho antes que en otros períodos históricos y de ella se encargaron organismos especializados, como ya hemos señalado.

En otras palabras, la celebración de procesos favoreció y aceleró en cierto modo la investigación histórica. Pero los corpus judiciales tenían una finalidad y una lógica propias diferentes de los corpus reunidos por los historiadores. Por otra parte, los historiadores que los utilizaron destacaron con frecuencia el carácter específico de esas fuentes de origen judicial, que eran a la vez un recurso extraordinario y un conjunto que debía manejarse con precaución, pues tenía ya el aspecto de un corpus “secundario”, seleccionado, interpretado, encerrado en la lógica de la calificación.

Dos ejemplos pueden ilustrar esta situación. En 1951 aparece uno de los primeros estudios generales sobre el exterminio de los judíos, escrito por el historiador Léon Poliakov. El libro se funda casi íntegramente en los archivos del Tribunal Militar Internacional.139 Por su mismo proyecto, la obra se diferencia de la lógica de Nuremberg, pues se concentra en aquel exterminio, omitido por el tribunal actuante. En otros aspectos, sin embargo, es tributario si no prisionero de ella. Así, el autor sólo dedica unas pocas páginas al papel de Vichy en la “solución final” y enuncia una idea que hoy parece sorprendente: “De hecho, Vichy fue el factor preponderante en la suerte más clemente corrida por los judíos de Francia [en comparación con los otros países ocupados]”.140 La visión de un Vichy que entregaba a los judíos extranjeros pero “protegía” a los judíos franceses es la resultante, sin duda, de un análisis personal del autor e incluso de un sentimiento ampliamente compartido por un sector de la opinión francesa. Pero también se inscribe en la lógica de la posición adoptada por la acusación francesa en los procesos de Nuremberg, que ignoró las responsabilidades propias del “estado francés” en el exterminio de los judíos, por razones a la vez políticas y jurídicas: el objetivo esencial de los Aliados era juzgar a las máximas autoridades alemanas y no a sus cómplices de las distintas naciones ocupadas, y ese principio fue defendido con rigor por el Gobierno Provisorio de la República Francesa, a cuyo entender el enjuiciamiento de los responsables del régimen de Vichy era de la incumbencia exclusiva de la nación soberana. En ese sentido, el auto de acusación francés sobre los crímenes nazis es doblemente significativo del contexto de la época: la parte consagrada a las persecuciones contra los judíos y a su exterminio es muy escasa en comparación con la atención prestada a la cuestión de los rehenes, la represión contra la Resistencia, el trabajo obligatorio y hasta el saqueo económico; y en ese conjunto, considerable y voluminoso, la cuestión de una eventual responsabilidad francesa apenas se menciona.141

El proceso de Nuremberg orientó entonces los primeros estudios históricos y les brindó la oportunidad de aparecer rápidamente. Así, la obra pionera de Léon Poliakov es quizá la primera susceptible de incluirse en la llamada corriente “intencionalista” (un término que se acuñará mucho más adelante, en la década del sesenta), opuesta a la denominada corriente “funcionalista”. En cierto modo, al privilegiar la “intención criminal” en desmedro del análisis de los procesos y mecanismos sociales, esa corriente se inscribe en la lógica retórica y argumental de los juicios de posguerra y extiende y prolonga su visión del nazismo.

Volvemos a encontrar la vigencia de esta lógica en la obra reciente de Daniel J. Goldhagen, que podemos calificar de “ultraintencionalista”, pues desemboca en el principio de culpa colectiva.142 Sin entrar aquí en el fondo de su demostración, se puede señalar simplemente que ese libro está construido en su totalidad como una requisitoria que procura explorar las motivaciones, las intenciones explícitas o implícitas, no sólo de los nazis sino de los alemanes en su conjunto. Negándose a tomar en cuenta las “circunstancias” (¿atenuantes?), el autor centra su atención en los “agentes del Holocausto”, su psicología, sus motivaciones, su comportamiento. No pretendemos decir aquí si la perspectiva adoptada está bien fundada o no; nos limitaremos a indicar que su trabajo se inscribe en el registro de una pesquisa criminal de cargo, que procura ante todo poner de manifiesto la premeditación, actitud en cierto modo típica de toda la llamada historiografía “intencionalista”, que no carece, como es evidente, de algunos fundamentos históricos y morales. Y eso es precisamente lo que hace cualquier tribunal, que por su naturaleza misma tiene el deber de evaluar los actos criminales con referencia a las intenciones de sus autores, y se preocupa de manera secundaria por su lógica sociológica o antropológica y menos aún por su significación histórica, tarea que corresponde en principio a la posteridad. Puede decirse así que la justicia juzga los actos por las intenciones, mientras que la historia juzga las intenciones por los actos.143

El peso de la lógica judicial se hizo sentir asimismo en los primeros relatos históricos sobre el régimen de Vichy, en particular el primer estudio de conjunto publicado en 1954 por Robert Aron.144 Lo esencial de la documentación del autor proviene de las actas taquigráficas no publicadas de los procesos del Tribunal Supremo, que en la época constituyen una masa abundante. Aron llega incluso a señalar en su bibliografía que, “cualquiera sea la opinión que se tenga acerca de tal o cual sentencia dictada por los jurados de ese tribunal, es indudable, en efecto, que durante los procesos (con excepción, por desdicha, de los del mariscal Pétain y Pierre Laval) se presentaron todos los documentos oficiales y privados, favorables o desfavorables a los acusados”.145 Esta afirmación, asombrosa en retrospectiva, muestra hasta qué punto el primer historiador del período se apoya por entero (y ciegamente) en el trabajo de documentación judicial. Además, la narración sigue los principales autos de acusación y las líneas centrales de defensa desarrolladas durante los procesos por los dignatarios del régimen. Y lo hace en particular alrededor de la cuestión de si el régimen de Vichy podía o no ser considerado como culpable de “traición”, principal motivo de inculpación ante el Tribunal Supremo. A título de ejemplo, el único anexo de esta obra de más de seiscientas cincuenta páginas se relaciona con el problema de si el gobierno de Pétain había decidido o no declarar la guerra a Inglaterra en enero de 1942, cosa que el autor juzga como “una de las acusaciones más graves pronunciadas contra el gobierno de Vichy [y] formulada por el ministerio fiscal del Tribunal Supremo de Justicia”; pretende, además, discutirla, como si su principal interlocutor imaginario fuera la justicia misma.146 Por otra parte, la obra de Aron ilustra una idea ya expresada con anterioridad: implícitamente, la depuración en Francia encerró los primeros cuestionamientos acerca de Vichy y el período de la Ocupación en una lógica consistente en evaluar caso por caso, importantes o subalternos, cuál había sido el grado de implicación, de “inteligencia” con el enemigo. Esos procesos no insistieron mucho en el proyecto político propio del régimen y no supieron ver o percibir la naturaleza autóctona del antisemitismo francés ni el papel de Vichy en el exterminio, una laguna que volvemos a encontrar en casi todas las primeras obras sobre la Ocupación.

De la misma manera, las ordenanzas de 1944 del GPRF definieron jurídicamente el régimen de Vichy como “una autoridad de facto”,147 definición legal aún vigente en nuestros días y que no deja de estar en contradicción con la nueva política de la memoria, implementada en Francia desde hace algunos años. Esta concepción tuvo una fuerte influencia sobre las representaciones dominantes y especialmente en la historiografía, que hasta fines de la década de 1960 percibió ese régimen como un poder desprovisto de toda legitimidad real ante los franceses y como un “paréntesis” en la historia de Francia. Por último, debe recordarse que las leyes de amnistía de 1951 y 1953, que pusieron un término que se creía definitivo a los procesos de depuración, impidieron durante mucho tiempo escribir con libertad sobre el período, pues prohibían en principio citar nombres de personas condenadas en la época de la Liberación. También en este caso el derecho y la representación jurídica de los acontecimientos condicionaron la escritura de la historia.

Es cierto, sería absurdo pretender que el mero peso de lo jurídico explique los contenidos y las formas de la primera generación de obras históricas dedicadas al tema, y menos aún las formas de la memoria colectiva. Tanto las representaciones jurídicas como las interpretaciones históricas participan, desde luego, de un mismo contexto político y cultural, aunque las primeras sean menos flexibles que las segundas. Ello no impide que los primeros relatos históricos acerca de la Ocupación o el nazismo hayan sido posibles en parte gracias al impulso de los procesos y los documentos disponibles antes de los plazos habituales (por entonces de cincuenta años). Pero también fueron en gran medida tributarios de ellos.


El rechazo del paradigma judicial

La historiografía de la década de 1970 quiso deshacerse de esa lógica judicial original, para lo cual propuso otras grillas de interpretación, distintas de la lógica de la inocencia o la culpa en el sentido judicial de estos términos. Para atenernos a la historiografía de la Francia ocupada, es el caso de Eberhard Jäckel, Robert Paxton y una serie de historiadores franceses de la misma época. Las hipótesis iniciales ya no son las inducidas por los procesos. No se trata ahora de analizar la “colaboración” como una traición, sino como una estrategia y una ideología inscriptas a la vez en una coyuntura corta y una tradición política de larga duración. Hay así una ruptura con los análisis de Robert Aron, particularmente visible en Robert Paxton. Éste rompe al mismo tiempo con las fuentes del historiador francés; utiliza los archivos alemanes relacionados con la ocupación de Francia, documentos que habían sido muy poco consultados en los procesos de depuración (al igual que en el proceso Papon…). Esa elección metodológica permite al historiador norteamericano llevar a cabo una ruptura historiográfica decisiva, al arrojar luz sobre la parte de autonomía de Vichy, el peso del antisemitismo y la amplitud de las reformas contempladas, otros tantos elementos que tenían poca o ninguna injerencia en las calificaciones dispuestas por el Tribunal Supremo: “Robert Aron había trabajado casi exclusivamente a partir de los documentos del Tribunal Supremo de Justicia, reunido durante la Liberación para juzgar a los hombres de Vichy. Éstos, por supuesto, trataban de defenderse contra los cargos de violación del artículo 75 del Código Penal –contacto con el enemigo en tiempo de guerra–, lo cual reducía todo a la influencia alemana y la situación de fuerza en que se habrían encontrado los alemanes frente a ellos”, explicó no hace mucho el propio Paxton.148

En otros términos, fue menester romper de manera radical con la idea jurídica de una “autoridad de facto” para comprender la naturaleza profunda del régimen y su peso en la opinión y la historia de Francia. Fue preciso abandonar el concepto de “traición” para entender el de “colaboración de estado”. Así como fue necesario dejar a un lado una lógica inquisitorial para apreciar el comportamiento de los franceses, tal cual lo hizo Philippe Burrin, que también rechazó los paradigmas jurídicos y judiciales, tanto los de 1945 como los de las décadas del ochenta y el noventa:

La depuración, que contribuía a fijar la imagen del pasado cercano, procuraba liquidar el pasivo de la Ocupación definiendo y aislando a un grupo de responsables, sobre quienes se concentraba y se desahogaba el sentimiento colectivo, purgando al mismo tiempo las ambivalencias, las ambigüedades, las incertidumbres que habían marcado la experiencia vivida de muchos franceses […]. A partir de la década de 1970, esa imagen del pasado se quebró: la depuración parecía frustrada y una suerte de cultura de la sospecha, alimentada por la sensación de un gran olvido o una prolongada mentira, difundía la impresión de crímenes impunes, responsabilidades atribuidas de manera insuficiente, un pueblo francés que se había sumergido en su totalidad en las aguas turbulentas del período. […] El historiador no puede confirmar ni una ni otra de esas imágenes.149
Burrin ha abarcado así una gama mucho más amplia y matizada que la cubierta por la definición misma de los procesos de depuración y, en consecuencia, toda una corriente de la historiografía, prisionera de una visión exclusivamente política de la Ocupación. Pues –debemos señalarlo– el influjo de las categorías jurídicas sobre la escritura de la historia significa casi siempre, en el ámbito abordado aquí, el privilegio de una lectura política de los hechos en detrimento de otros factores (sociales, culturales, etc.). Por definición, los procesos de depuración –y muy en especial los del Tribunal Supremo– fueron en lo esencial procesos políticos. Su objetivo no era reconstruir un orden social perturbado ni obtener una mera reparación para las víctimas. Tenían la misión de fundar o, mejor, refundar un orden político mediante el castigo de los actos criminales cometidos en el marco de otra legitimidad, o al menos de otra legalidad, aunque fuera “de facto”, y considerada como no conforme a los principios republicanos. Si bien el historiador debe tomar nota de esa ausencia de legitimidad, sólo puede estudiar la colaboración como un hecho social comprobado, al margen de los marcos jurídicos, y sin preocuparse sobremanera por su grado de “legitimidad”. Tal es al menos la postura que prevalece desde hace varios años, no sin que los historiadores reciban a causa de ella críticas y hasta ataques, habida cuenta de que en el mismo momento el discurso público, al contrario, busca otra vez formas explícitas de juicio y condena.


Las relaciones peligrosas

La renovación historiográfica de la década de 1970 sobre la Ocupación se inscribía en un movimiento social y cultural de gran amplitud que afectaba el conjunto de la sociedad francesa; se trataba de un fenómeno del que ni los historiadores ni la opinión tomaron conciencia de inmediato, así como no fue posible percibir el alcance de la reapertura de las causas judiciales contra antiguos nazis y colaboracionistas. Esta configuración histórica inédita también hizo que se tejieran lazos por lo menos ambiguos entre la historia y la justicia.

Los enjuiciamientos franceses (al contrario de lo que sucedió en Alemania) fueron en primer lugar y ante todo el deseo de las víctimas o sus descendientes. En contraste con los procesos de depuración, casi todos iniciados por la acción pública, los procesos recientes fueron la consecuencia de denuncias y por lo tanto de una acción militante que recurrió a la investigación histórica como un arma preferencial. Esos militantes crearon circuitos paralelos y a menudo autónomos de producción histórica, a veces en asociación con los trabajos universitarios y otras en oposición a ellos. Pero las causas judiciales recientes se desarrollaron igualmente de manera simultánea con la maduración de una nueva historiografía, la revelación de nuevos archivos gracias a la ley de enero de 1979 y el aumento del número de historiadores (“profesionales” o “aficionados”) que se interesaban en ese pasado, publicaban y ampliaban el espectro de cuestionamientos sobre el período. Ahora bien, esos debates y escritos también favorecieron, de manera indirecta, una nueva demanda de justicia, un deseo tardío de reparación, y ayudaron, voluntariamente o no, a los policías y magistrados actuantes en esos complejos expedientes.

En esa etapa volvieron a producirse cruces entre el discurso y la acción jurídica y judicial por un lado y el discurso histórico por otro. Empujada por la acción militante y la presión creciente de la opinión pública, y pese a las reticencias notorias del estado, la justicia de la “segunda depuración” volvió a entrar en escena. Pero lejos de proponer una interpretación del contexto del período de la guerra, como habían debido hacerlo por necesidad y con premura los magistrados y otros actores de la depuración de 1945, esa justicia se apoyó esta vez en los trabajos históricos existentes e incluso en desarrollo. Es cierto, los magistrados instructores realizaron investigaciones independientes y apuntaron a determinados individuos en su carácter de tales. Pero la comprensión general del período y el enfoque global del contexto histórico les fueron proporcionados por los trabajos históricos llevados a cabo en los veinte años previos. Era tanto más inevitable, entonces, que con excepción de los inculpados y de una parte de los demandantes, la gran mayoría de los actores de esos procesos no hubieran conocido los años de guerra.

En otras palabras, los mismos que habían sentido la necesidad de romper con la lógica judicial comprobaron que la justicia los utilizaba. Durante los procesos Touvier y Papon, los historiadores citados a comparecer, ya lo fueran por la acusación, las partes civiles o la defensa y aceptaran testimoniar o se negaran a hacerlo, eran en su gran mayoría los mismos que se habían diferenciado en mayor o menor medida del discurso jurídico de las décadas de 1940 y 1950. Más allá de las vicisitudes individuales y de las motivaciones que llevaron a algunos a los tribunales y a otros no, hay en ese sentido una originalidad propia de las causas francesas, muy tardías con respecto a los hechos: fue preciso juzgar a hombres del pasado cuando el trabajo histórico ya había avanzado mucho y ofrecía, en todo caso, datos fácticos y grillas de análisis que la justicia podía utilizar de inmediato, lo cual, desde un punto de vista científico, no significa desde luego que ese trabajo deba considerarse como “terminado” ni que escape a un cuestionamiento posible por parte de los historiadores futuros. La situación fue diferente en Alemania, donde la reapertura de las causas judiciales en la década del sesenta se produjo en paralelo con el desarrollo historiográfico sobre el nazismo y magistrados e historiadores trabajaron de consuno, con anterioridad a los procesos propiamente dichos, en la fase de recolección de documentos y la etapa de la instrucción.


El historiador, un actor de la justicia


Lo expuesto precedentemente ilustra las dificultades con que tropezamos aquí a la hora de distinguir análisis científico y compromiso cívico o profesional. En el cruce de ambos se anuda la cuestión de la “competencia” [“expertise”], es decir la puesta a disposición de un saber científico o técnico, sea de manera espontánea o en razón de un pedido más o menos apremiante, al servicio de una acción diferente de la producción del saber o la enseñanza. El hecho de que el pasado se haya convertido en un dominio de la acción, y en particular de la acción pública (y no sólo en el sentido judicial del término), constituye a mi entender uno de los problemas más intrigantes de la cultura contemporánea. Ahora bien, en ese contexto era inevitable que los propios historiadores se transformaran en actores y no pudieran mantener su papel de meros espectadores, sobre todo en el caso de los especialistas de la última guerra.

Terminaré entonces esta parte consagrada a la justicia como campo de investigación con algunas palabras sobre mi propia actitud frente a la “demanda social”, y especialmente la demanda judicial. Si tuviera que resumir mi posición, diría que, como investigador y, a la vez, como responsable de un organismo inmerso desde su creación en el corazón de las tormentas de la memoria, quise respetar una separación razonada de los saberes. Me situé en la óptica de lo que Michel Foucault llama “intelectual específico”, opuesto por él al intelectual universal, cuyo arquetipo es Jean-Paul Sartre.150 Con un matiz importante que se diferencia de uno y otro: a mi juicio, los científicos deben asumir su posición de autoridad, no para valerse de un discurso de superioridad, que estaría naturalmente fuera de alcance, sino para no dejarse inundar por los discursos de “opinión”, los discursos “identitarios”, la marejada de lo imaginario, característica en especial de las representaciones actuales sobre la historia. Hacerlo es la mejor manera de conservar su función crítica.

De tal modo, me situé en una posición de “comentarista” de los procesos y causas en curso, con el propósito de mantener esa función crítica. Lo hice en oportunidad de la causa contra René Bousquet, de una manera clásica, para recordar el contexto histórico y comentar –en la prensa y no en un recinto judicial– ciertos documentos de un proceso que nunca habría de sustanciarse.151 Hice otro tanto en el proceso Touvier, que seguí en su totalidad y luego de negarme a testimoniar como me lo había pedido, con cortesía y la mayor de las discreciones, el abogado Joe Nordmann, precisamente para preservar mi libertad de expresión.152 Durante el proceso Papon también me negué a comparecer como testigo, por razones que he desarrollado en La Hantise du passé y en un artículo reciente,153 y que obedecen a las circunstancias en las cuales se me planteó la solicitud, a las condiciones mismas de la competencia requerida y, por último, a una profunda reticencia ética ante la postura judicial en la que el historiador corre el riesgo de dejarse atrapar. En el marco de este trabajo, diré simplemente que esa negativa me hizo reflexionar con intensidad sobre las condiciones de ejercicio del oficio de historiador, los límites y los riesgos de una historia del tiempo presente que se enfrenta al dolor vivo del pasado. También me fortaleció en la convicción de que la escritura de la historia, aun la más cercana, era una condición indispensable del ejercicio de la libertad, incluida la de juzgar.



REFLEXIONES FINALES

Mis preocupaciones actuales me inclinan hacia una reflexión sobre las relaciones entre historia y justicia, como prolongación de mis investigaciones acerca de la memoria que ya no ocupan hoy un lugar central; y me llevan, asimismo, hacia una reflexión epistemológica sobre la definición y los fundamentos teóricos de la historia del tiempo presente, tal como ésta se practica concretamente desde hace unos veinte años. Me gustaría terminar estas páginas con esa inspiración, planteando dos interrogantes.

1. De los trabajos comentados aquí, ¿es posible deducir hilos conductores, algunas preocupaciones o problemáticas constantes?

Como se sospechará, la respuesta es a mi entender afirmativa, aun cuando deba aclarar una vez más que esas problemáticas no me pertenecen en exclusividad y corresponden, en cambio, a un medio de investigación y un contexto determinado. Desde mis primeros trabajos sobre la economía me interesé en la cuestión de las rupturas y las continuidades, una noción que vale la pena precisar y afinar un poco. No se trata de atenerse a la oposición simple entre ambos términos, y por lo tanto entre dos tipos de situaciones históricas que queden, así, delimitadas con claridad. En efecto, por definición (y casi por esencia…), hacer historia es reflexionar sobre las rupturas y las continuidades, así como hacer música es dar forma a una melodía, una armonía y un ritmo. Una vez recordadas estas obviedades, el trabajo comienza. Ahora bien, siempre me sorprendió que, en muchos análisis históricos, la “ruptura” o la “continuidad” se presentaran a veces en cuanto procesos globales, como si todos los átomos de una sociedad vivieran y se movieran al mismo ritmo. Sea como fuere, creo que la plusvalía del historiador proviene de su capacidad de sacar a la luz temporalidades diferenciadas y situar en ellas a los distintos actores, así como poner de manifiesto sus interacciones. Eso es sobre todo lo que traté de hacer en mis trabajos relacionados con el período de Vichy propiamente dicho, ya se ocuparan de los actores económicos o de las cuestiones culturales.

De hecho, la cuestión más delicada –en todo caso, la que más me interesó– no consiste en el mero señalamiento de dos estados históricos diferentes entre sí: antes de Vichy y durante Vichy, durante Vichy y después de Vichy, sino en el análisis de la transición misma, el paso de un estado a otro, el momento de la “crisis”, del “acontecimiento” que marca a la vez un final y un principio. De allí mi interés constante por el período de Vichy (Sigmaringen, la depuración); de allí mi inquietud de comprender el significado de una transición política, el papel que cumplen en ella, por ejemplo, las instituciones y los actores judiciales, y de allí, por fin, mis observaciones sobre la necesidad de utilizar cronologías “escurridizas”, sin olvidar nunca que se trata de artificios de método y no de una descripción de la realidad “tal como ha sido”.

De manera análoga, tuve que reflexionar sobre la cuestión de la comparación en historia, aun cuando mis trabajos en ese terreno todavía se encuentren en sus inicios. También aquí toda comparación histórica, en el tiempo como en el espacio, debe tomar en cuenta el carácter a veces artificial de la empresa. En todo caso, es necesario distinguir los registros de análisis. Se puede aislar en primer lugar lo que compete a la percepción de lo contemporáneo: la comparación entre el nazismo y el estalinismo, o entre el fascismo y el comunismo, es una realidad del debate político, científico e intelectual europeo desde la década de 1930, cualesquiera sean, por lo demás, las posiciones de los historiadores en tal o cual época; esas posiciones, por otra parte, no corresponden a una verdad científica “pura”, sino que participan plenamente de aquellos debates. En segundo lugar, es posible poner de relieve filiaciones directas o indirectas entre fenómenos y momentos históricos distintos, hayan sido o no percibidos como tales por los contemporáneos: existe una relación entre la depuración más o menos fallida de los cuadros comunistas en Europa central, luego de 1989, y la desnazificación o las depuraciones posteriores a 1945, aunque sólo sea porque el recuerdo de la segunda tuvo influencia sobre la primera, fundamentalmente en Alemania. En tercer lugar, el historiador (como el sociólogo) puede concebir la comparación como un marco problemático y por lo tanto de manera puramente heurística, lo cual le sirve para poner de manifiesto universales o problemas constantes de la historia, a la vez que compara situaciones heterogéneas: traté, y trato en mis trabajos actuales, de mostrar que el juicio de los crímenes perpetrados por el “antiguo régimen”, en los períodos de transición democrática, corresponde a ese registro, y de allí el interés por lo que pasa en Sudáfrica, América Latina y Europa central.

Desde luego, es raro que, en historia comparada, el historiador no deba relacionar estos tres registros de análisis. Por ejemplo, hay sin duda una relación entre la existencia casi secular de un debate sobre la comparación entre el fascismo y el comunismo y la mayor o menor pertinencia de esa comparación en el plano científico, aun si se tiene en cuenta la posición relativa del historiador. De igual modo, existe una relación bastante clara entre todas las formas jurídicas o judiciales vigentes en los períodos de transición democrática (o de restablecimiento de la democracia) desde 1945, que obedece por un lado al precedente jurídico, político y moral de Nuremberg, y por otro al surgimiento de una justicia fundada en los derechos del hombre, de vocación internacional y universal, que pretende juzgar todas las dictaduras, en todas las épocas y los lugares en que se encuentren, en virtud de principios superiores a los principios tradicionales de territorialidad o soberanía.

De todos los problemas que se plantean al historiador, el que atrajo más mi atención fue, en definitiva, el de las relaciones entre el pasado y la escritura de la historia, una de las configuraciones de la dialéctica entre pasado y presente. El “presente” debe entenderse aquí como el contexto del propio historiador, aquel en el cual éste trabaja, en el que enuncia su discurso y utiliza su lenguaje, porque es un barquero entre los hombres del pasado que estudia y los hombres del presente a quienes se dirige. También es preciso entenderlo como el punto de partida de toda problemática de historiador, incluida la que pretende interesarse en el pasado más lejano, y a fortiori si estudiamos el pasado reciente. Debe concebírselo, por último, como la finalidad de todo trabajo histórico que procure escapar a la mera erudición gratuita.

En virtud de esta visión del oficio, que sólo cobró cuerpo de manera muy progresiva y se nutrió de la experiencia a la vez profesional, cívica y personal, he definido mis objetos de investigación intentando siempre reflexionar, a la vez, sobre el objeto estudiado, la manera de estudiarlo y la posición de quien lo estudiaba. Creo que esto se advierte con bastante nitidez en mis trabajos sobre la memoria, que se alimentaron al mismo tiempo de una reflexión sobre el pasado y una observación del presente, sin olvidar jamás que en esta materia el historiador es tanto un actor como un observador. Si bien se mira, tengo la impresión de describir una postura científica que es, después de todo, bastante clásica.

2. ¿El proyecto anunciado como introducción está cumplido? ¿Y podemos, por medio de la “ego-historia” y el análisis de una trayectoria singular, deducir enseñanzas acerca de la evolución más general de la historiografía de los últimos veinte años?

He intentado mostrar hasta qué punto el rumbo científico de un investigador tiene una dependencia recíproca con su medio de investigación, su contexto, la experiencia que extrae de la observación de su época o de su intervención en ella. Así, las elecciones temáticas sucesivas presentadas en este trabajo se inscribieron en preocupaciones culturales e intelectuales que superan el caso individual: de la política a la empresa, de la economía a la memoria, de la memoria a la justicia se manifiesta con bastante claridad, creo, una sensibilidad al tiempo presente. Y la claridad es mucho más grande porque la relación entre contexto cultural y elección científica siempre es del orden de la dialéctica y no del determinismo. La historiografía de la memoria es una corriente nacida de la “era de la conmemoración” y a la vez dio a ésta, a cambio, una mejor visibilidad, al mismo tiempo que conservaba mal que bien su necesaria posición crítica. El simple hecho de nombrar las cosas, de proponerse una forma de taxonomía, dio una consistencia y un soporte a fenómenos reales, sin duda, pero a veces ignorados o percibidos de manera difusa. Creo haber mostrado que el problema de la memoria de la guerra entra en esa configuración, pues el manejo de las secuelas del nazismo, el genocidio y la ocupación, pese a ser un problema que no dejó de recorrer las sociedades europeas desde 1945, se reveló en toda su profundidad y toda su amplitud a partir de mediados de la década de 1970.

La sensibilidad al tiempo presente ha derivado en una atención a la demanda social, una demanda social de historia, otra característica que comparto con la mayoría de los historiadores que se ocupan del siglo XX y que es en sí misma un fenómeno esencial de nuestras sociedades contemporáneas. Por “demanda social” es preciso entender el conjunto de las solicitaciones exteriores al medio de la investigación o la enseñanza, que abarcan realidades muy diferentes. La noción barre un espectro que incluye demandas con objetivos precisos del estado, la justicia, las colectividades locales, organismos públicos o privados, asociaciones y a veces individuos aislados, sin olvidar lo esencial, es decir la interpretación más o menos fiel, la “traducción” (en el sentido sociológico del término) hecha por los investigadores de una expectativa global de la sociedad, que puede ser real o presunta, explícita o implícita. Este último criterio, por lo demás, permite diferenciar la demanda social de la competencia técnica, que no es sino uno de sus aspectos, el más saliente y también el más expuesto a la crítica. La cuestión de la justicia se incluye en este esquema porque el interés por el tema ha sido en parte la consecuencia de un contexto –la judicialización creciente de las representaciones del pasado–, al mismo tiempo que el resultado de solicitaciones explícitas dirigidas a los historiadores para inducirlos a convertirse en actores de la justicia, desde la lógica de una demanda de reparación de los crímenes cometidos bajo Vichy.

En este aspecto, me parece absurdo ver en la sensibilidad a la demanda social el indicio de una hipotética “crisis” de la historia, salvo que se sostenga la idea arcaica del sabio encerrado en su torre de marfil y que, de vez en cuando, toma su megáfono para arengar al pueblo e indicarle el camino por seguir. Muy por el contrario, estoy convencido de que la historia del tiempo presente debe, por definición, confrontarse con esa demanda, analizarla, comprender sus razones –que remiten a la cuestión del estatus del pasado en nuestras sociedades– y valerse de ella como un reservorio de fuentes y problemáticas: creo haber presentado en este trabajo numerosos ejemplos de ese estado de ánimo, tanto en mis investigaciones individuales como en las del IHTP, en particular sobre la cuestión de la depuración. En otras palabras, no podemos decir que la demanda social sea constitutiva del proceder de la historia del tiempo presente, como si fuera de ella no hubiera salvación; al contrario, la manera de responder a esa demanda –lo cual implica en ciertos casos negarla– es un problema específico de esta historiografía.

Asumir esa demanda social es para el historiador una manera como cualquier otra de adentrarse en la ciudad e internarse en su época. Y es también un modo de decir que si la historia no pertenece, desde luego, a los historiadores, toca a éstos, con todo, ocuparse de una parte de su escritura y su transmisión.


Traducción de Horacio Pons




Anexo

PUBLICACIONES Y TRABAJOS (1979-2000)


Obras
  • Un Château en Allemagne. Sigmaringen, 1944-1945. París: Ramsay, 1980. Reeditado como Pétain et la fin de la Collaboration. Sigmaringen, 1944-1945. Bruselas: Complexe, 1984.
  • Le Syndrome de Vichy 1944-198…, París: Seuil, 1987, col. XXe siècle. Segunda edición revisada y actualizada, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours. París: Seuil, 1990, col. Points-Histoire. Versión inglesa: The Vichy Syndrome. History and Memory in France since 1944. Traducción de Arthur Goldhammer, prefacio de Stanley Hoffmann, Cambridge: Harvard University Press, 1991 y 1994.
  • La Collaboration. Les noms, les thèmes, les lieux. París: MA, 1987.
  • Les Années noires. Vivre sous l’Occupation. París: Gallimard, 1992, col. Découvertes.
  • Vichy, un passé qui ne passe pas. Con Éric Conan. París: Fayard, 1994, col. Pour une histoire du XXe siècle. Nueva edición aumentada. París: Gallimard, 1996, col. Folio/Histoire. Versión inglesa y nueva edición refundida. Vichy, An Ever-Present Past. Traducción de Nathan Bracher, prefacio de Robert Paxton. Hanover y Londres: University Press of New England, 1998.
  • La Seconde Guerre mondiale. Guide des sources conservées en France, 1939-1945. Con Brigitte Blanc y Chantal de Tourtier-Bonazzi. París: Archives nationales, 1994.
  • La Hantise du passé. Entretien avec Philippe Petit. París: Textuel, 1998, col. Conversations pour demain. Versión inglesa. The Haunting Past: History, Memory, and Justice in Contemporary France. Traducción de Ralph Schoolcraft, prefacio de Ora Avni. Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2002.

Dirección de obras

  • De Monnet à Massé. Enjeux politiques et objectifs économiques dans le cadre des quatre premiers Plans (1946-1965). París: Éd. du CNRS, 1986 (premio Osiris de la Academia de Ciencias Morales y Políticas).
  • La Planification en crises (1965-1985). Epílogo de Pierre Bauchet. París: Éd. du CNRS, 1987.
  • Histoire politique et sciences sociales. Con Denis Peschanski y Michael Pollak. Les Cahiers de l’IHTP, 18. Junio de 1991. Reedición, Bruselas: Complexe, 1991, col. Questions au XXe siècle.
  • Le Régime de Vichy et les Français. Actas del coloquio internacional. CNRS, 11 a 13 de junio de 1990. François Bédarida y Jean-Pierre Azéma (dirs.). Con la colaboración de Denis Peschanski y Henry Rousso. París: Fayard/IHTP, 1992.
  • La Vie des entreprises françaises sous l’Occupation. Une enquête à l’échelle locale. Con Robert Frank y Alain Beltran. París: Belin, 1994.
  • 1945: Consequences and Sequels of the Second World War. Con David Dilks y Peter Romijn. Bulletin du Comité international d’histoire de la Deuxième Guerre mondiale. Montreal: 2 de septiembre de 1995, 18º Congreso Internacional de Ciencias Históricas, 27/28, 1995.
  • Stalinisme et nazisme. Histoire et mémoire comparées. Bruselas y París: Complexe/IHTP, 1999, col. Histoire du temps présent.

Dirección de números especiales de revistas

  • “Les guerres franco-françaises”. Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 5. Enero-marzo de 1985. Con Jean-Pierre Azéma y Jean-Pierre Rioux.
  • “Histoires d’Allemagnes”. Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 34. Abril-junio de 1992. Con Hinnerk Bruhns y Étienne François.
  • “Stratégies industrielles sous l’Occupation”. Histoire, Économie et Société, 3. 1992. Con Dominique Barjot.

Colaboraciones en obras colectivas

  • “Les élites économiques dans les années quarante”. “Le Elites in Francia e in Italia negli anni quaranta”. Italia Contemporánea, 153, 1983, y Mélanges de l’École française de Rome, 95, 1983-2, pp. 29-49.
  • “À contre courant: l’Association pour défendre la mémoire du Maréchal Pétain”. Alfred Wahl (dir.). Mémoire de la Seconde Guerre mondiale. Metz: Centre de recherche historique et civilisation de l’Université de Metz, 1984, pp. 111-123.
  • “Où en est l’histoire de la Résistance?”. Études sur la France de 1939 à nos jours. París: L’Histoire/Seuil, 1984, pp. 113-155, col. Points-Histoire.
  • “The reactions in France: the sounds of silence”. Geoffrey H. Hartmann (dir.). Bitburg in Moral and Political Perspective. Bloomington: Indiana University Press, 1986, pp. 52-65.
  • “Cet obscur objet du souvenir”. Institut d’histoire du temps présent. La Mémoire des Français. Quarante ans de commémorations de la Seconde Guerre mondiale. París: Éd. du CNRS, 1986, pp. 47-61.
  • “Le ministère de l’Industrie dans le processus de planification: une adaptation difficile (1940-1969)”. De Monnet à Massé. Enjeux politiques et objectifs économiques dans le cadre des quatre premiers Plans (1946-1965). París: Éd. du CNRS, 1986 (premio Osiris de la Academia de Ciencias Morales y Políticas), pp. 27-40.
  • “Les paradoxes de Vichy et de l’Occupation: contraintes, archaïsmes et modernités”. Patrick Fridenson y André Straus (dirs.). Le Capitalisme français, XIXe-XXe siècle. Blocages et dynamismes d’une croissance. París: Fayard, 1987, pp. 67-82.
  • Le Capitalisme français, XIXe-XXe siècle. “Économie de guerre”. pp. 117-122, “Nationalisations”, pp. 412-421, y “Planification”, pp. 437-449. Janine Brémond (dir.). Dictionnaire d’histoire économique. De 1800 à nos jours. Les grands thèmes, les grandes puissances. París: Hatier, 1987.
  • “Le Plan, une affaire d’État ? Les responsables des commissions du Ier au XIe Plan”. Con Michel Margairaz. La Planification en crises (1965-1985). Epílogo de Pierre Bauchet, París: Éd. du CNRS, 1987, pp. 19-78.
  • “Vichy face à la mainmise allemande sur les entreprises françaises”. Claude Carlier y Stefan Martens (dirs.). La France et l’Allemagne en guerre. Septembre 1939-novembre 1942. París: Institut Historique Allemand, 1990, pp. 469-489.
  • “Remembering Vichy. From 1944 to the trial of Barbie and others”. J. P. B. Jonker, A. E. Kersten y G. N. van der Plaat (dirs.). Viftig Jaar na de Inval. Geschiedschrijving en Tweede Wereldoorlog. Amsterdam: Vrije Universiteit Amsterdam, 1990, pp. 186-196.
  • “Vichy: politique, idéologie et culture”. “Pratiques et politiques culturelles dans la France de Vichy”. Les Cahiers de l’IHTP, 8. Junio de 1988, pp. 13-25. Reeditado en Jean-Pierre Rioux et al. La Vie culturelle sous Vichy. Bruselas: Complexe, 1990, pp. 19-39, col. Questions au XXe siècle.
  • “Pour une histoire de la mémoire collective: l’après-Vichy”. Histoire politique et sciences sociales. Con Denis Peschanski y Michael Pollak. Les Cahiers de l’IHTP, 18. Junio de 1991. Reedición, Bruselas: Complexe, 1991, pp. 163-176.
  • Mein Kampf, le best-seller des années trente” y “Le grand capital a-t-il soutenu Hitler?”. L’Allemagne de Hitler. 1933-1945. París: L’Histoire/Seuil, 1991, pp. 45-52 y 149-169, respectivamente, col. “Points-Histoire”.
  • “Vichy et la ‘modernisation’”. Reconstructions et modernisation. La France après les ruines 1918, 1945. París: Archives nationales, 1991, pp. 77-81.
  • “‘L’épuration’ Politische Säuberung in Frankreich”. Klaus-Dietmar Henke y Hans Voller (dirs.). Politische Säuberung in Europa. Die Abrechnung mit Faschismus und Kollaboration nach dem zweiten Weltkrieg. Múnich: Deutscher Taschenbuch Verlag, 1991, pp. 192-240.
  • “L’impact du régime sur la société: ses dimensions et ses limites”. Le Régime de Vichy et les Français, Français. Actas del coloquio internacional. CNRS, 11 al 13 de junio de 1990. François Bédarida y Jean-Pierre Azéma (dirs.). Con la colaboración de Denis Peschanski y Henry Rousso. París: Fayard/IHTP, 1992, pp. 573-600.
  • “La Seconde Guerre mondiale dans la mémoire des droites françaises”. Jean-François Sirinelli (dir.). Histoire des droites en France. Volumen 2, Cultures. París: Gallimard, 1992, pp. 549-620.
  • “La domination allemande”. La Vie des entreprises françaises sous l’Occupation. Une enquête à l’échelle locale. Con Robert Frank y Alain Beltran. París: Belin, 1994, pp. 9-39.
  • “Vichy et les entreprises”. Con Robert Frank y Alain Beltran. París: Belin, 1994, pp. 41-66.
  • “La mémoire n’est plus ce qu’elle était”. Écrire l’histoire du temps présent. Études en hommage à François Bédarida. París: CNRS Éditions, 1993, pp. 105-113. Versión portuguesa, “A memória não é mais o que era”. Marieta de Moraes Ferreira y J. Amado. Usos e abusos da história oral. Río de Janeiro: Fundação Getúlio Vargas, 1996, pp. 93-101.
  • “L’économie: pénurie et modernisation”. Jean-Pierre Azéma y François Bédarida (dirs.). La France des Années noires. Dos volúmenes, volumen 1. De la défaite à Vichy. París: Seuil, 1993, pp. 427-451.
  • “La France inconsolable ou le deuil perpétuel des années noires”. 1945: Consequences and Sequels of the Second World War. Con David Dilks y Peter Romijn, pp. 325-338.
  • “Collaboration et collaborationnisme”, pp. 199-201. “Épuration”, pp. 338-342, y “Régime de Vichy”, pp. 1048-1054. Jean-François Sirinelli (dir.). Dictionnaire historique de la vie politique française au XXe siècle. París: PUF, 1995.
  • “The Vichy syndrome. History and memory since 1944”. Jacques Revel y Lynn Hunt (dirs.). Histories. French Constructions of the Past. Nueva York: The New Press, 1995, pp. 644-649.
  • “L’archive ou la quête du manque”. Actas del coloquio. “Actualité et patrimoine écrit”. Roanne, 26 y 27 de septiembre de 1995. Roanne: FFCD/ARALD, 1996, pp. 92-98. Versión portuguesa. “O arquivo ou o indício de uma falta”. “Historiografia”. Número especial de Estudos Históricos, 9(17), 1996, pp. 85-91.
  • “Did Bousquet falsify history in his defense plea?”. Denis Peschanski. pp. 74-81. “Why did the High Court acquit Bousquet?” pp. 96-100. “Did the purge achieve its goals?” pp. 100-104, y “Reflections” (sobre el proceso Touvier), pp. 155-169. Richard J. Golsan (dir.). Memory, the Holocaust and French Justice. The Bousquet and Touvier Affairs. Hanover: The University Press of New England, 1996.
  • “Usos do passado na França de hoje”. Olga Rodrigues de Moraes von Simson (dir.). Os desafíos contemporâneos da história oral 1996. Campinas, Brasil: Centro de memória-Unicamp, 1997, pp. 11-26.
  • “Le ‘syndrome de Vichy’: la justice, la mémoire et l’histoire”. Jean-Jacques Becker, Annette Wieviorka et al. Les Juifs de France de la Révolution française à nos jours. París: Liana Lévi, 1998, pp. 400-402.
  • “Réflexions sur l’émergence de la notion de mémoire” Martine Verlhac (dir.). Histoire et mémoire. Grenoble: CRDP, 1998, pp. 73-85.
  • “Le statut de l’oubli”. Académie universelle des cultures, Pourquoi se souvenir?. París: Grasset, 1999, pp. 109-112.
  • “The historian, a site of memory”. Sarah Fishman, Laura Lee Downs, Ioannis Sinanoglou, Leonard V. Smith y Robert Zaretsky (dirs.). France at War. Vichy and the Historians. Nueva York: Berg, 2000, pp. 285-302.
  • “Vichy, Collaboration, Resistance”. Lawrence Kritzman (dir.). Columbia History of Twentieth-Century Thought. Nueva York: Columbia University Press, de próxima aparición.
  • “Justiz, Geschichte und Erinnerung in Frankreich. Überlegungen zum Papon-Prozess”. Norbert Frei, Dirk van Laak y Michael Stolleis (dirs.). Geschichte vor Gericht, Historiker, Richter und die Suche nach Gerechtigkeit. Múnich: C. H. Beck, 2000, pp. 141-163.
  • “Juger le passé? Justice et histoire en France”. Florent Brayard (dir.). Le Génocide des juifs entre procès et histoire, 1943-2000. Actas del coloquio francoalemán de Potsdam. Einstein-Forum, enero de 1998, Bruselas: Complexe, 2000, col. Histoire du temps présent.

Artículos científicos

  • “L’organisation industrielle de Vichy”. Revue d’histoire de la Deuxième Guerre mondiale, 116. Septiembre de 1979, pp. 27-44.
  • “L’aryanisation économique: Vichy, l’occupant et la spoliation des juifs”. “Les Juifs de France et d’Algérie pendant la Seconde Guerre mondiale”. Número especial de YOD. Revue des études modernes et contemporaines hébraïques et juives, 15-16. 1982, pp. 51-79.
  • “L’histoire appliquée ou les historiens thaumaturges”. Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 1. Enero-marzo de 1984, pp. 105-121. Versión inglesa. “Applied history, or the historian as miracle-worker”. The Public Historian, 6. Otoño de 1984.
  • “Vichy, le grand fossé”. “Les guerres franco-françaises”. Número especial de Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 5. Enero-marzo de 1985, pp. 55-79. Versión italiana. “Vichy, il grande fossato”. Rivista di storia contemporanea, 4. 1985.
  • “Le Plan, objet d’histoire”. “L’action industrielle de l’État”. Número especial de Sociologie du travail, 27. Marzo de 1985, pp. 239-250.
  • “La mémoire et l’histoire: l’exemple de Vichy”. French Politics and Society, 5(3). Junio de 1987, pp. 7-13.
  • “Le ‘Juif Marat’. Antisémitisme et contre-révolution, 1886-1944. Drumont, Daudet, Céline, Bernardini”. En colaboración con Élisabeth Roudinesco. L’Infini. Septiembre de 1989, pp. 94-113.
  • “L’épuration, une histoire inachevée”. Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 33. Enero-marzo de 1992, pp. 78-105.
  • “Vichy, la guerre et les entreprises”. Con Michel Margairaz, en “Stratégies industrielles sous l’Occupation”, número especial de Histoire, Économie et Société, 3. 1992, pp. 337-367.
  • “Une justice impossible: l’épuration et la politique antijuive de Vichy”. “Présence du passé, lenteur de l’Histoire. Vichy, l’Occupation, les Juifs”. Número especial de Annales ESC, 3. Junio de 1993, pp. 745-770.
  • “Le souvenir de la Seconde Guerre mondiale et des persécutions antisémites. Contexte historique et repères chronologiques”. Número especial de Annales ESC, 3. Junio de 1993, pp. 799-809.
  • “L’épuration des magistrats à la Libération”. Con Alain Bancaud, en “L’épuration de la magistrature de la Révolution à la Libération: 150 ans d’histoire judiciaire”. Número especial de Histoire de la Justice, 6. 1994, pp. 117-144.
  • “Le syndrome de l’historien”. “The Vichy syndrome”. Dossier, French Cultural Studies, 19(2). Otoño de 1995, pp. 519-526.
  • “Sortir du dilemme: Pétain, est-ce la France?”. “Le débat continue…”. Le Débat, 89. Marzo-abril de 1996, pp. 198-204 y 206-207, respectivamente (respuestas a Nathalie Heinich, “Sortir du silence: justice ou pardon?”. Le Débat, 89, marzo-abril de 1996, pp. 191-197).
  • “The Dreyfus affair in Vichy France: past and present in French political culture”. “The fate of the European Jews, 1939-1945”. Número especial de Studies in Contemporary Jewry. 1997, pp. 153-169.
  • “Quel lieu pour la mémoire nationale?”. Le Débat, 99. Marzo de 1998, pp. 154-161.

Ensayos bibliográficos

  • “L’activité industrielle en France de 1940 à 1944. Économie ‘nouvelle’ et occupation allemande. Orientation bibliographique”. Bulletin de l’Institut d’histoire du temps présent, 38. Diciembre de 1989, pp. 25-68.
  • Justice, répression et persécution en France de la fin des années 1930 au début des années 1950. Ensayo bibliográfico. Con Jean-Claude Farcy. Les Cahiers de l’IHTP, 24. Junio de 1993.

Prefacios

  • Julien Papp. La Collaboration dans l’Eure 1940-1944. Un département à l’heure de Vichy. París: Tirésias, 1993, pp. 7-14.
  • Norbert Frei. L’État hitlérien et la société allemande 1933-1945. París: Seuil, 1994, pp. 7-27.
  • Hans Mommsen. Le National-socialisme et la société allemande. Dix essais d’histoire sociale et politique. París: Éd. de la Maison des sciences de l’homme, 1997, pp. 7-10.

Artículos de evaluación, reseñas y varios (selección)154

  • “Sigmaringen, le dernier carré de la Collaboration”. L’Histoire, 44. Abril de 1982, pp. 6-19.
  • “Quand le business s’intéresse à l’histoire”. Con Félix Torres. L’Histoire, 55. Abril de 1983, pp. 70-75.
  • “Sondage: Les Français et la Libération, quarante ans après”. Con Robert Frank. L’Histoire, 67. Abril de 1984, pp. 60-71.
  • “L’affaire Barbie ou la mémoire déchirée”. Universalia, 1984, pp. 241-245.
  • “Collaborer”, en “Résistants et collaborateurs. La France dans les années noires”. Número especial de L’Histoire, 80. Julio-agosto de 1985, pp. 48-61.
  • “Un jeu de l’oie de l’identité française” (Les Lieux de mémoire, volumen 2, La Nation). Vingtième Siècle. Revue d’histoire 15. Julio-septiembre de 1987, pp. 151-154.
  • “La négation du génocide juif”. L’Histoire, 106. Diciembre de 1987, pp. 76-79. Reedición, “Portrait d’un faussaire: Paul Rassinier”, en “Auschwitz et la Solution finale”. Número especial de Les Cahiers de l’Histoire, 1998, pp. 100-101.
  • “En quête des camps de la mort pour soldats du Reich”. Con Sélim Nassib. Libération, 4. Diciembre de 1989, y “L’invention d’un génocide”. Le Monde, 27 abril de 1990 (contrainvestigación sobre la obra de James Bacque. Other Losses. Toronto: Stoddart, 1989).
  • “De Verdun à Vichy: la carrière d’un Maréchal”, en “L’année 1940: la guerre, l’exode, Vichy”. Número especial de L’Histoire, 129. Enero de 1990, pp. 96-102.
  • “Qu’est-ce que la ‘Révolution nationale’?”, número especial de L’Histoire, 129. Enero de 1990, pp. 42-49.
  • “1940. Cinquante ans après”. Universalia, 1990, pp. 420-422.
  • “Les dilemmes de l’épuration à la sortie du régime autoritaire”. La Nouvelle Alternative, 21. Marzo de 1991, pp. 5-8.
  • “‘Säuberungen’, gestern und heute”, en “Rückkehr der Geschichte”, número especial de Transit. Europäische Revue, 2. Junio de 1991, pp. 187-192.
  • “Les trois piliers de la réthorique réactionnaire” (Albert O. Hirschman, Deux siècles de réthorique réactionnaire), Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 33. Enero-marzo de 1992, pp. 141-143.
  • “Histoire et justice”, debate con Serge Klarsfeld, en “Que faire de Vichy?”. Número especial de Esprit, 5. Mayo de 1992, pp. 16-38.
  • “Le dossier Bousquet”. Con Pierre Laborie, Annette Lévy-Willard, Denis Peschanski, Robert Paxton y Philippe Rochette, Libération. Suplemento de la edición del 13 de julio de 1992. Versión inglesa en Richard J. Golsan (dir.). Memory, the Holocaust and French Justice, The Bousquet and Touvier Affairs. Hanover: The University Press of New England, 1996.
  • “Rappels” (crónicas del proceso Touvier). Libération. 17 de marzo a 20 de abril de 1994. Versión inglesa en Richard J. Golsan (dir.). Memory, the Holocaust and French Justice, The Bousquet and Touvier Affairs. Hanover: The University Press of New England, 1996.
  • “Génocide: quelle place dans la mémoire?”, L’Histoire, 222. Junio de 1998, pp. 84-86.
  • “Qu’est-ce que l’histoire du temps présent?”, Page des libraires. Septiembre de 1998, pp. 26-27.
  • “Faut-il juger Pinochet?”, L’Histoire. Enero de 1999, p. 98.

Trabajos no publicados

  • “Saint-Gobain et le développement de la chimie organique, 1941-1954”. François Caron (dir.). L’Innovation dans la chimie française depuis la Seconde Guerre mondiale: les matières plastiques, ATP-CNRS. “Science, technologie, société”. Dactilografiado, IHTP-CNRS, 1982.
  • “Les matières plastiques en France pendant la Seconde Guerre mondiale”, ATP-CNRS.

Trabajos para cine y teatro

  • Sigmaringen. Das Ende der Kollaboration. Realizado por Pierre Mathias, Bayerischer Rundfunk, 1980, asesor histórico.
  • Vichy-Fictions. De Jean-Pierre Vincent, sobre textos de Bernard Chartreux y Michel Deutsch, Teatro Nacional de Estrasburgo, 1980, y Théâtre des Amandiers de Nanterre, 1995. Asesor histórico junto con Daniel Lindenberg.
  • Les Voyages du Maréchal. Con Christian Delage y Denis Peschanski. Coproducción INA/CNRS-Audiovisuel/Vidéothèque de Paris, 1990, 26 minutos; distribución: Les Années noires, CNRS-Audiovisuel, 1994.
  • Sigmaringen, l’ultime trahison. Con Rachel Kahn y Laurent Perrin. France 3/Cinétévé, 1996, 52 minutos.
  • Les Patrons sous Vichy. De Marc Mopti y Jean-Charles Deniau, asesor histórico con Michel Margairaz, 1997, 52 minutos.
  • Comment faire l’histoire du temps présent? Le Canal du savoir. Diciembre de 1997, 60 minutos (col. Arts et éducation, 137).

Traducción de Horacio Pons



NOTAS

1. Fue utilizada especialmente por Jean Guéhenno, Journal des années noires 1940-1944. París: Gallimard, 1947.

2. Un detalle de las publicaciones del autor se encontrará en el anexo. (N. de E.).

3. La expresión es de Pierre Nora, quien, con otros, defendía el principio mismo de una escritura de la historia contemporánea en un momento en que ésta aún no era reconocida. Abogaba entonces por una “investidura del presente por la mirada del historiador”, y en consecuencia por una toma en consideración asumida de la subjetividad del observador. Cf. Pierre Nora (dir.), Essais d’égo-histoire. Maurice Agulhon, Pierre Chaunu, Georges Duby, Raoul Girardet, Jacques Le Goff, Michelle Perrot, René Rémond. París: Gallimard, 1987, y en particular la presentación, pp. 5-7. En la época, Nora pidió a algunos historiadores de distintas generaciones sus respuestas ante esta obra: véase el dossier “Autour de l’égo-histoire”. Con François Dosse, Arlette Farge, François Hartog, Jacques Revel, Henry Rousso y Éric Vigne, Le Débat, 49. Marzo-abril de 1988.

4. Tal como sucede, por ejemplo, con la mayoría de las obras correspondientes a la década de 1950, ya sean hagiográficas como las de la familia y el entorno de Pierre Laval, producidas bajo el amparo del Hoover Institute, La Vie de la France sous l’Occupation (1940-1944). Tres volúmenes, París: Plon, 1957, o muy claramente “antivichystas”, como la réplica dada al título anterior por el Comité de Historia de la Segunda Guerra Mundial: Pierre Arnoult et al., La France sous l’Occupation. París: PUF, 1959. Ocurre otro tanto con las obras de Henri Amouroux, en especial La Vie des Français sous l’Occupation. Dos volúmenes, París: Fayard, 1961, o su Grande histoire des Français sous l’Occupation, 1939-1945. Diez volúmenes, París: Robert Laffont, 1976-1993, que, curiosamente, incluye en la “Ocupación” los años 1939 y 1945. Y cuando los títulos de las obras hacen referencia explícita a “Vichy”, es porque se ocupan directamente del “estado francés”, como en el libro de Robert Aron (con la colaboración de Georgette Elgey). Histoire de Vichy 1940-1944. París: Fayard, 1954.

5. Acerca del historiador estadounidense Robert Paxton y de su obra se tratará más adelante.

6. La obra de Philippe Burrin, La France à l’heure allemande, 1940-1944. París: Seuil, 1995 [traducción castellana: Francia bajo la ocupación nazi: 1940-1944. Barcelona: Paidós, 2003], una etapa fundamental en la historiografía de este período, escapa claramente a esa tendencia. Su título señala una inquietud manifiesta de invertir la perspectiva, no sólo al devolver al ocupante alemán a su justo lugar, sino al proponer un análisis demostrativo de que los comportamientos políticos, sociales, económicos o culturales de la época se polarizaron esencialmente en torno de esa presencia sufrida, y no alrededor de la existencia de Vichy.

7. El estado de los conocimientos disponibles en la época puede observarse en la bibliografía realizada por Jean-Baptiste Duroselle para los programas de concursos de oposición y el profesorado de 1972 y 1973, en los que la prueba de historia contemporánea tocaba el tema de “Francia desde febrero de 1934 hasta mayo de 1958” (Historiens et Géographes, 232. Octubre de 1971, pp. 77-94). Era la primera vez que esos concursos abordaban con tanta “osadía”, dixit el autor, el período contemporáneo y en especial los años de ocupación. Esta bibliografía es anterior a la publicación de las actas del coloquio de la Fondation nationale des sciences politiques, celebrado el 6 y 7 de marzo de 1970: René Rémond (dir.), Le Gouvernement de Vichy, 1940-1942. Institutions et politiques. París: Armand Colin, 1972. También es previa a la aparición en Francia del segundo libro de Robert Paxton, La France de Vichy 1940-1944. Prefacio de Stanley Hoffmann, París: Seuil, 1973 (nueva edición revisada y puesta al día por el autor: 1997) [traducción castellana: La Francia de Vichy: vieja guardia y nuevo orden, 1940-1944. Barcelona: Noguer, 1974]. He abordado estas cuestiones en Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990, sobre todo en la sección dedicada a “La mémoire savante”, p. 276 y siguientes.

8. Sobre este punto, remito a los análisis que hice con Éric Conan: Vichy, un passé qui ne passe pas. París: Gallimard, 1966, col. Folio Histoire (primera edición, París: Fayard, 1994); véase la segunda parte.

9. Al recibirme al comienzo de mis investigaciones, con indulgencia y alguna reserva frente a mis gestos antifascistas, Jean-Pierre Azéma me advirtió de las indudables dificultades de trabajar sobre Vichy y la colaboración a causa de los fenómenos de reticencia o circunspección, pero añadió que eso no era nada en comparación con lo que esperaba a los historiadores de la Resistencia: una premonición cuya profunda pertinencia pude apreciar desde entonces, principalmente en su compañía.

10. En un coloquio reciente en homenaje a Robert Paxton, Pascal Ory sostuvo, en una evocación de sus primeros trabajos sobre la Ocupación, que fueron el resultado exclusivo de un compromiso moral, sin vínculo con sus preocupaciones científicas concretas. La afirmación es exagerada, sin duda, pero expresa una opinión merecedora de reflexión. Cf. Pascal Ory, “Why be so cruel? Some modest proposals to cure the Vichy syndrome”. “To overcome a past: Vichy France and the historians. A symposium in honor of Robert Paxton”. Maison française, Universidad de Columbia, 26 y 27 de septiembre de 1997. Las actas se publicaron con la siguiente referencia: Sarah Fishman, Laura Lee Downs, Ioannis Sinanoglou, Leonard V. Smith y Robert Zaretsky (dirs.), France at War. Vichy and the Historians. Nueva York: Berg, 2000.

11. Recuerdo una visita hecha a Pierre Cézard, por entonces conservador en jefe de la sección contemporánea, a principios de 1976, cuando iniciaba mis primeras investigaciones para la tesina de maestría. Cézard me recibió con mucha amabilidad; me explicó que una parte de los archivos que yo buscaba (los de los Comités de Organización) se había quemado en un incendio accidental –lo cual era cierto– y que, de todas maneras, me equivocaba al suponer que iba a poder tener acceso a documentos sobre la patronal francesa durante la guerra. Debo agregar que, dos años después, el mismo Cézard, una vez promulgada la ley sobre los archivos, acogió mucho más favorablemente mis pedidos y a continuación me proporcionó una ayuda considerable en mis investigaciones, como lo hicieron, por lo demás, todos sus sucesores.

12. El 3 de octubre de 1985, Jean-Pierre Azéma y yo realizamos una larga entrevista a Pierre Cézard para Vingtième Siècle, que jamás se publicó pero cuya grabación en audio está disponible en mis archivos personales. En realidad, harían falta varios libros para hablar de la cuestión de los “archivos de Vichy”, su accesibilidad, los problemas que plantean y los fantasmas que acarrean. Cf. H. Rousso y É. Conan, Vichy, un passé qui ne passe pas. París: Gallimard, 1966, capítulo 2, y algunos de mís artículos sobre el tema, en especial “L’archive ou la quête du manque”. Actualité et patrimoine écrit, actas del coloquio de Roanne, 26 y 27 de septiembre de 1995, Roanne: FFCD/ARALD, 1996, pp. 92-98, y “Quel lieu pour la mémoire nationale?”. Le Débat, 99, marzo-abril de 1998, pp. 154-161. Remito asimismo a la guía en cuya redacción colaboré, realizada por la sección contemporánea de los Archivos Nacionales: véase Henry Rousso, Brigitte Blanc y Chantal de Tourtier-Bonazzi, La Seconde Guerre mondiale. Guide des sources conservées en France, 1939-1945. París: Archives nationales, 1994. En una literatura profusa y desigual, cf. “Transparence et secret. L’accès aux archives contemporaines”. Número especial de La Gazette des archives, segundo y tercer trimestre de 1997, nueva serie, 177-178.

13. Cuando René Rémond publica su artículo “Plaidoyer pour une histoire délaissée. La fin de la IIIe République”, que también es un alegato por la historia contemporánea, lo hace en la Revue française de science politique, 7(2). 1957, pp. 253-270, y no en una revista de historia.

14. Uno de los textos más estimulantes que existía entonces sobre estas cuestiones es el de Pierre Nora, “Le retour de l’événement”. Jacques Le Goff y Pierre Nora (dirs.), Faire de l’histoire. Volumen. 1. Nouveaux problèmes. París: Gallimard, 1974, pp. 210-227 [traducción castellana: Hacer la historia. Volumen 1. Nuevos problemas. Barcelona: Laia, 1985], que exponen parte de los problemas de lo que algunos años después llegaría a ser la “historia del tiempo presente”: la memoria, la relación con la actualidad, el peso del acontecimiento y su cambio de percepción en la segunda mitad del siglo XX, etcétera.

15
“El consulado [de Italia en Alejandría] utiliza esta fórmula condescendiente para designar a los ex otomanos que adquirieron la nacionalidad italiana en virtud del sistema de protección. Pero la noción encubre una realidad vaga y la definición de sus límites es asunto delicado. Para algunos, en efecto, se trata de una simple nacionalidad prestada, utilizada con fines prácticos; en este sentido, el caso más célebre es el de Henri Curiel. Según las circunstancias, un mismo individuo puede hacer valer tal o cual ciudadanía, y no es infrecuente que los miembros de una misma familia hayan adoptado nacionalidades diferentes, repartidas entre Francia, Italia y Holanda. Por un azar de la historia, la nacionalidad italiana fue en este aspecto particularmente apreciada, no porque ofreciera ventajas específicas, sino porque demostró ser una de las más fáciles de conseguir; ¡como el Registro Civil de la ciudad de Livorno se había quemado en un incendio [a principios de siglo], todos los documentos se hicieron humo y los individuos en busca de una nacionalidad podían, en consecuencia, apropiarse con comodidad de generaciones de antepasados livorneses!”
Anouchka Lazaref, “Italiens, italianité et fascisme”. Robert Ilbert e Ilios Yannakakis, con la colaboración de Jacques Hassoun (dirs.), Alexandrie 1860-1960. Un modèle éphémère de convivialité: communautés et identité cosmopolite. París: Autrement, 1992, pp. 96-97. Véase también Gudrun Krämer, The Jews in Modern Egypt 1914-1952. Seattle: University of Washington Press, 1989, p. 17, así como la tesis de Robert Ilbert, Alexandrie, 1830-1930: histoire d’une communauté citadine. El Cairo [París]: Institut français d’archéologie orientale, 1996.

16. Franceses de Argelia. (N. del T.)

17. Me inicié como sustituto durante las vacaciones, a principios del ciclo lectivo de 1981, en el marco de una convocatoria del Centro Nacional de la Investigación Científica [Centre National de la Recherche Scientifique, CNRS]: François Caron (dir.), L’Innovation dans la chimie française depuis la Seconde Guerre mondiale: les matières plastiques, ATP-CNRS “Science, technologie, société”. Dactilografiado, IHTP-CNRS, 1982. A continuación, en octubre de 1981, ingresé como asociado de investigación al CNRS y se me destinó de inmediato al IHTP. En él proseguí mi carrera hasta octubre de 1994, fecha en la cual, luego de haber sido elegido director de investigación en el CNRS, asumí el cargo de director de la unidad, que ocupo hasta el día de hoy.

18. Cf. Le Monde, 7 de febrero de 1980, y Le Figaro, 7 de febrero de 1980. El IHTP dispone, desde luego, de un fondo de archivos importante, conservado en los archivos públicos desde 1998.

19. El CHGM se basaba en una red de investigadores en cada departamento francés, con mucho arraigo en el plano local. Únicos autorizados por el Comité para consultar los fondos de los archivos departamentales en lo concerniente a la Segunda Guerra Mundial, sus “corresponsales” realizaban las “indagaciones” propiciadas por aquél, y también solicitaban declaraciones a los testigos. Dentro del IHTP se conservó y desarrolló la red de corresponsales, así como la relación con una serie de ex resistentes que habían tomado la costumbre de considerar el CHGM como una casa de todos, característica que durante algunos años se prolongó en el Instituto, con un espíritu un tanto diferente. La presentación del CHGM estuvo la mayoría de las veces a cargo de Henri Michel: cf. por ejemplo “Le Comité d’histoire de la Deuxième Guerre mondiale”, Revue d’histoire de la Deuxième Guerre mondiale, 124. Octubre de 1981, pp. 1-17, escrito con una pluma polémica y amarga, pues se publicaba en el momento de su sucesión; también los distintos directores del IHTP se ocupaban de presentarlo, desde un punto de vista a menudo institucional. De hecho, hay aquí un excelente tema de investigación posible sobre la historiografía y la memoria de la guerra, e incluso sobre la historia de las instituciones y la política científica en el ámbito de las ciencias sociales en Francia durante las décadas de 1950 y 1960.

20. Sobre las razones que presidieron la creación del IHTP, cf. Histoire et temps présent. Journées d’études des correspondants départementaux, 28-29 novembre 1980. París: CHGM-IHTP (CNRS), 1981, en especial los textos de Henri Michel, Edmond Lisle –en la época director científico encargado de ciencias sociales en el CNRS, que tuvo un papel esencial en el establecimiento del IHTP–, François Bédarida y René Rémond, que durante mucho tiempo presidió el consejo científico del nuevo instituto, a cuyo nacimiento había contribuido.

21. Acerca de la idea de “matriz”, véanse François Bédarida, “Penser la Seconde Guerre mondiale”. André Versaille (dir.), Penser le XXe siècle. Bruselas: Complexe, 1990, pp. 115-138, y Jean-Pierre Azéma, “La Seconde Guerre mondiale matrice du temps présent”. IHTP, Écrire l’histoire du temps présent. En hommage à François Bédarida. Prefacio de Robert Frank, París: CNRS, 1993, pp. 147-152.

22. Esta entrevista, solicitada por el periodista Philippe Ganier-Raymond, suscitó muchos debates, en especial sobre la cuestión de su oportunidad y su publicación. La perspectiva que da el tiempo la muestra como una de las primeras manifestaciones del “deber de memoria” y su explotación mediática. El reportaje procuraba relanzar el debate sobre el antisemitismo francés de los años de guerra y para ello aducía, entre otras cosas, que los alemanes no habían sido los únicos responsables: el copete de presentación del artículo mencionaba el caso de Kurt Lischka, juzgado y condenado ese mismo año en Alemania. Sobre el impacto de la entrevista, cf. H. Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990, p. 163 y siguientes.

23. Creo haber sido, en 1987, el primero en acuñar este neologismo inspirado en el término “negadores”, por entonces principalmente utilizado por George Wellers, pues había que contrarrestar en el plano semántico el uso tergiversado que Robert Faurisson y sus adeptos hacían de la palabra “revisionismo”. Cf. Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990, primera edición, p. 166.

24. Sobre la influencia de Robert Paxton, cf. Jean-Pierre Azéma y François Bédarida (dirs.), Le Régime de Vichy et les Français. París: Fayard, 1992, en especial la primera parte, “L’historiographie de Vichy d’hier à aujourd’hui”. Con colaboraciones de Jean-Pierre Azéma, Bernard Laguerre, Renée Poznanski y Olivier Wieviorka, pp. 23-74, y Jean-Pierre Azéma y François Bédarida, “Vichy et les historiens”. “Que faire de Vichy?”. Número especial de Esprit. 5, mayo de 1992, pp. 43-51; véanse asimismo H. Rousso. Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990, p. 276 y siguientes, y sobre todo la obra colectiva publicada recientemente en homenaje al historiador norteamericano, France at War. Vichy and the Historians. Nueva York: Berg, 2000, en la cual participo con un texto, “The historian, a site of memory”.

25. Robert O. Paxton, Vichy France: Old Guard and New Order, 1940-1944. Nueva York: Knopf, 1972, publicada el año siguiente en francés, La France de Vichy1940-1944. Prefacio de Stanley Hoffmann, París: Seuil, 1973 (nueva edición revisada y puesta al día por el autor: 1997) [traducción castellana: La Francia de Vichy: vieja guardia y nuevo orden, 1940-1944. Barcelona: Noguer, 1974].

26. Véanse en particular Stanley Hoffmann, “Aspects du régime de Vichy”. Revue française de science politique, enero-marzo de 1956, y “Collaborationism in Vichy France”. Journal of Modern History, 40(3). Septiembre de 1968, reeditado en Preuves, julio-septiembre de 1969. Ambos textos fueron incluidos en Stanley Hoffmann, Essais sur la France. Déclin ou renouveau?. París: Seuil, 1974, capítulos 1 y 2.

27. Eberhard Jäckel, La France dans l’Europe de Hitler. Prefacio de Alfred Grosser, París: Fayard, 1968 (original: Frankreich in Hitlers Europa. Sttutgart: Deutsche Verlags-Anstalt, 1966).

28. En particular, Henri Michel, Vichy, année 40. París: Robert Laffont, 1966; Pétain, Laval, Darlan, trois politiques?. París: Flammarion, 1972, y Pétain et le Régime de Vichy. París: PUF, 1978, col. Que sais-je?.

29. Marc Ferro, “Permanences, analogies ou résurgences?”. Dossier, “L’histoire anachronique”. Les Temps modernes, 410. Septiembre de 1980, p. 389. Sobre la analogía entre el septenato giscardiano y Vichy, cf. H. Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990, p. 196 y siguientes.

30. Además de los trabajos de Jean Bouvier, François Caron y Maurice Lévy-Leboyer, que dominaban por entonces la historia económica contemporánea –estos autores habían creado un seminario común a las universidades París I, París IV y París X–, entre quienes habían abordado directamente el período de la Ocupación puede mencionarse a Patrick Fridenson (que fue uno de los primeros en escuchar con interés mi proyecto de maestría sobre los Comités de Organización), Histoire des usines Renault. Volumen. 1, Naissance de la grande entreprise, 1898-1939. París: Seuil, 1972, y Richard F. Kuisel, “The legend of the Vichy synarchy”. French Historical Studies, 6(3). Primavera de 1970, pp. 365-398; “Vichy et les origines de la planification économique (1940-1946)”. Le Mouvement social, 98. Enero-marzo de 1977, pp. 77-102, y su obra fundamental, Capitalism and the State in Modern France. Renovation and Economic Management in the Twentieth Century. Nueva York: Cambridge University Press, 1981 (traducción francesa: Le Capitalisme et l’État en France. Modernisation et dirigisme au XXe siècle. Prefacio de Jean-Noël Jeanneney, París: Gallimard, 1984).

31. Yves Durand, Vichy (1940-1944). París: Bordas, 1970. Este librito de 176 páginas, destinado a los estudiantes, se publicó al mismo tiempo que la primera edición estadounidense del libro de Robert Paxton, lo cual explica que ambos autores se ignoraran mutuamente (en su bibliografía, Durand no cita el primer libro de Paxton, Parades and Politics at Vichy. The French Officer Corps under Marshall Pétain. Princeton: Princeton University Press, 1966). Esta obra muestra que la historiografía francesa, pese a la desventaja de unos archivos públicos por entonces inaccesibles, no acusaba el retraso dramáticamente descripto a continuación por cierto discurso común, según el cual el relanzamiento de la historia de Vichy había sido obra exclusiva de historiadores norteamericanos.

32. Y. Durand, Vichy (1940-1944). París: Bordas, 1970, p. 77.

33. Las bases de esta teoría se encuentran en El capital de Marx, en El imperialismo, fase superior del capitalismo, de Lenin, en los trabajos de Hilferding acerca del capital financiero y sobre todo en las obras del economista ruso Eugen Varga, La Crise économique, sociale, politique (1935). Introducción de Jean Charles y Serge Wolikow, París: Éditions sociales, 1976, y Le Capitalisme du XXe siècle. Moscú: Éd. du Progrès, s.f. [1966]. Entre la abundante literatura existente en la época acerca del tema, cf. Paul Boccara, Études sur le capitalism monopoliste d’État, sa crise et son issue (1973). París: Éditions sociales, 1977, así como los Cahiers d’histoire de l’Institut Maurice Thorez. En particular el dossier “Crise et politiques économiques”, 16. 1976, con artículos de Yves-Claude Lequin, Paul Boccara, Jean Bouvier, Jacques Marseille, Pierre Saly y Jean-Paul Scot.

34. Aunque no era comunista ni compañero de ruta, y ni siquiera simpatizante (venía del trotskismo de los liceos), tuve la oportunidad de participar en algunos seminarios del Institut Maurice Thorez, que buscaba entonces atraer a los intelectuales. Asistí sobre todo al de Jean Bouvier, pues era uno de los ámbitos más activos sobre estas cuestiones, con el seminario interuniversitario citado en la nota 27. Dejé de frecuentar el lugar el día en que escuché a dos economistas del partido (hoy comunistas “críticos”) fulminar a los historiadores presentes por ser incapaces de datar con certeza el advenimiento del “CME”. Esta información aún llena de lagunas tenía visiblemente un carácter urgente, pues nos encontrábamos en el contexto de la reactualización del programa común, preludio a la ruptura de la Unión de la Izquierda, y cuando la cuestión de las nacionalizaciones constituía el nudo de las discusiones. Mi sensibilidad naciente a la demanda social acababa de tropezar con uno de sus límites.

35. Henry Rousso, “Les Comités d’organisation. Aspects structurels et économiques, 1940-1944”. Tesina de maestría bajo la dirección de Pierre Vilar, Universidad de París I, 1976. Lo esencial de ese trabajo se publicó en Henry Rousso, “L’organisation industrielle de Vichy. Perspectives de recherches”. Revue d’histoire de la Deuxième Guerre mondiale, 116. Septiembre de 1979, pp. 27-44.

36. El conjunto de esos trabajos se reunió en el volumen de anexos 1-A adjunto a mi tesis de habilitación, que agrupa los principales artículos científicos y colaboraciones en obras colectivas sobre el tema, publicados entre 1979 y 1993. Es necesario agregarles la codirección de una obra colectiva, resultado de una extensa investigación del IHTP, originalmente encarada por Jean Bouvier en el CHGM: Alain Beltran, Robert Frank y Henry Rousso (dirs.), La Vie des entreprises sous l’Occupation. Une enquête à l’échelle locale. París: Belin, 1994.

37. Sobre esta cuestión, véase el trabajo de Adrian Jones, “Illusions of sovereignty: business and the Organization Committees of Vichy France”. Social History. Enero de 1986. De una manera general, acerca de la historia económica de la Ocupación, remito a mi ensayo bibliográfico “L’activité industrielle en France de 1940 à 1944. Économie ‘nouvelle’ et occupation allemande. Orientation bibliographique”. Bulletin de l’Institut d’histoire du temps présent, 38. Diciembre de 1989, pp. 25-68, del que se encontrará una versión más completa y actualizada por mí en La Vie des entreprises sous l’Occupation. Une enquête à l’échelle locale. París: Belin, 1994, pp. 431-445. La referencia fundamental con respecto a estas cuestiones sigue siendo, a mi juicio, la tesis de Michel Margairaz, L’État, la direction des finances et de l’économie en France (1932-1952). Histoire d’une conversion. Seis volúmenes, Université de Paris I, 1989, publicada en dos volúmenes, con el mismo título, en una versión en la cual no están todos los anexos y con un prefacio de François Bloch-Lainé, París: Comité pour l’histoire économique et financière de la France, 1991. Como es lógico, desde entonces la bibliografía ha crecido. Entre los títulos esenciales conviene mencionar: sobre la actitud de la patronal francesa, Jean-Claude Hazéra y Renaud de Rochebrune, Les Patrons sous l’Occupation. París: Odile Jacob, 1995; sobre la cuestión de la escasez y las restricciones, Jean-Marie Flonneau y Dominique Veillon (dirs.), Le Temps des restrictions (1939-1949), Les Cahiers de l’IHTP, 32-33. 1996, y sobre el Servicio de Trabajo Obligatorio [Service du travail obligatoire, STO], Bert Zielinsky, Staatskollaboration. Vichy und der “Arbeitseinsatz” für das Dritte Reich. Münster: Westfälisches Dampfboot, 1995, así como la tesis de Jean-Pierre Harbulot, Le STO dans la région de Nancy. Une administration régionale face aux exigences allemandes en matière de main d’œuvre. Tres volúmenes, Nancy: Université de Nancy, 1997; sobre la Carta de Trabajo, véase el estudio de Jean-Pierre Le Crom, Syndicats, nous voilà! Vichy et le corporatisme. Prefacio de Robert Paxton, París: Les Éditions de l’Atelier/Les Éditions ouvrières, 1995. Es preciso mencionar también los trabajos en curso de Hervé Joly y los de Arne Radtke, así como el coloquio organizado por la Universidad de Franche-Comté y el Museo de la Resistencia y la Deportación de Besançon, “L’Occupation, l’État français et les entreprises”. 24 a 26 de marzo de 1999. Pueden citarse, asimismo, los trabajos de Annie Lacroix-Riz, entre ellos su última obra, Industriels et banquiers français sous l’Occupation. París: Armand Colin, 1999, pero para prevenir sobre su falta de credibilidad científica.

38. Sobre la historia de la planificación, dirigí dos obras en el marco del IHTP: De Monnet à Massé. Enjeux politiques et objectifs économiques dans le cadre des quatre premiers Plans (1946-1965). París: CNRS, 1986, y La Planification en crises (1965-1985). Epílogo de Pierre Bauchet, París: CNRS, 1987. Acerca de la cuestión del “neocorporativismo”, es decir la constitución de lazos privilegiados entre sectores económicos o ramas industriales por un lado, y administraciones públicas especializadas por otro, en particular las diferentes direcciones del Ministerio de Industria, cf. mi colaboración, “Le ministère de l’Industrie dans le processus de planification: une adaptation difficile (1949-1969)”. H. Rousso (dir.), De Monnet à Massé. Enjeux politiques et objectifs économiques dans le cadre des quatre premiers Plans (1946-1965). París: CNRS, 1986, pp. 27-40.

39. Cf. Commission consultative des dommages et réparations, Dommages subis par la France et l’Union française du fait de la guerre et de l’occupation ennemie (1939-1945). Nueve volúmenes, París: Imprimerie nationale, 1951.

40. Cf. la obra clásica y siempre de referencia de Alan S. Milward, The New Order and the French Economy. Oxford: Clarendon Press, 1970. Véanse asimismo las obras de Richard J. Overy, entre ellas War and Economy in the Third Reich. Segunda edición, Nueva York: Oxford University Press, 1995.

41. Aspecto desarrollado en Henry Rousso, “Vichy face à la mainmise allemande sur les entreprises françaises”. Claude Carlier y Stefan Martens (dirs.), La France et l’Allemagne en guerre. Septembre 1939-novembre 1942. París: Institut historique allemand, 1990, pp. 469-489.

42. Aunque recién en 1933 tomó la designación de Centro Politécnico. (N. del T.)

43. Cf. Henry Rousso, “L’aryanisation économique: Vichy, l’occupant et la spoliation des juifs”. “Les juifs de France et d’Algérie pendant la Seconde Guerre mondiale”. Número especial de YOD. Revue des études modernes et contemporaines hébraïques et juives, 15-16. 1982, pp. 51-79. En la actualidad este artículo ha sido ampliamente superado: el despojo de los bienes judíos fue desde entonces objeto de investigaciones profundas. Cf. Philippe Verheyde, Les Mauvais comptes de Vichy. L’aryanisation des entreprises juives. Prefacio de Michel Margairaz, París: Perrin, 1999; Jean Laloum, Les Juifs dans la banlieue parisienne des années 20 aux années 50: Montreuil, París: CNRS, 1998; la tesis que está terminando Jean-Marc Dreyfus sobre la arianización de los bancos y, por último, los informes de las dos comisiones recientemente creadas para echar luz sobre esta cuestión: Primer ministro, Mission d’étude sur la spoliation des Juifs de France, “Rapport d’Étape, avril-décembre 1997”. París, 31 de diciembre de 1997 (dactilografiado), a la espera del informe final anunciado para abril de 2000, y “Les acquisitions immobilières de la Ville de Paris entre 1940 et 1944 sont-elles le produit des spoliations?”. Rapport établi par le Conseil du Patrimoine Privé de la Ville de Paris, avec le concours de son Groupe d’experts, Hôtel de Ville, París: 16 de noviembre de 1998 (dactilografiado). Designado miembro de la segunda comisión junto con otros historiadores y juristas, mi participación en sus trabajos fue, empero, muy escasa.

44. Véase H. Rousso, “Vichy face à la mainmise allemande sur les entreprises françaises”. Claude Carlier y Stefan Martens (dirs.).

45. Cf. Henry Rousso, en colaboración con Michel Margairaz, “Vichy, la guerre et les entreprises”. “Stratégies industrielles sous l’Occupation”. Número especial de Histoire, Économie et Société, 3. 1992, realizado bajo la dirección de Dominique Barjot y Henry Rousso, pp. 337-367, así como “Vichy et les entreprises”. A. Beltran, R. Frank y H. Rousso (dirs.), La Vie des entreprises sous l’Occupation. Une enquête à l’échelle locale. París: Belin, 1994, pp. 41-66.

46. Ése fue el espíritu prevaleciente en la preparación del coloquio del IHTP celebrado en el CNRS entre el 11 y el 13 de junio de 1990, sobre el tema “Le régime de Vichy et les français”. La iniciativa se apoyaba particularmente en la hipótesis de la necesidad de distinguir la Francia de Vichy de la Francia bajo Vichy, una manera de evitar la sobrestimación del peso de lo político y lo ideológico en el análisis del período. Cf. J. P. Azéma y F. Bédarida (dirs.), Le Régime de Vichy et les Français. París: Fayard, 1992, y en especial el capítulo de mi redacción, “L’impact du régime sur la société: ses dimensions et ses limites”, pp. 573-600. Este viraje conceptual se inspiraba principalmente en las tesis funcionalistas alemanas sobre el nazismo, y de manera más específica las de Martin Broszat. Cf. la única obra de este autor traducida al francés, L’État hitlérien. L’origine et l’évolution des structures du Troisième Reich. París: Fayard, 1985 (original: Der Staat Hitlers: Grundlegung und Entwicklung seiner inneren Verfassung. Múnich: Deutscher Taschenbuch Verlag, 1969), y sobre todo, con referencia a la cuestión abordada aquí, “Resistenz und Widerstand”, en Martin Broszat (dir.), Bayern in der NS-Zeit. Seis volúmenes, Múnich: Oldenbourg, 1977-1983, volumen. 4, pp. 691-709. El interés que, como una buena parte de mis colegas del IHTP, presté a esta corriente historiográfica alemana, me valió el honor de prologar las traducciones francesas de dos de sus autores más representativos: Norbert Frei, L’État hitlérien et la société allemande 1933-1945. París: Seuil, 1994, pp. 7-27, y Hans Mommsen, Le National-socialisme et la société allemande. Dix essais d’histoire sociale et politique. París: Éd. de la Maison des sciences de l’homme, 1997, pp. VII-X.

47. Alusión a la influencia ejercida en ese terreno por Ernest Labrousse, codirector junto con Fernand Braudel de la monumental Histoire économique et sociale de la France. París: PUF, 1970. (N. del T.).

48. H. Rousso (dir.), De Monnet à Massé. Enjeux politiques et objectifs économiques dans le cadre des quatre premiers Plans (1946-1965). París: Éd. du CNRS, 1986, y La Planification en crises (1965-1985). Epílogo de Pierre Bauchet, París: Éd. du CNRS, 1987. En un principio, organicé el sector junto con Emmanuel Chadeau, ingresado en la misma época que yo al IHTP.

49. A. Beltran, R. Frank y H. Rousso (dirs.), La Vie des entreprises sous l’Occupation. Une enquête à l’échelle locale. París: Belin, 1994.

50. Henry Rousso, Un château en Allemagne. Sigmaringen, 1944-1945. París: Ramsay, 1980; reeditado con el título de Pétain et la fin de la Collaboration, Sigmaringen, 1944-1945. Bruselas: Complexe, 1984 y 1999.

51. Louis-Ferdinand Céline, D’un château l’autre. París: Gallimard, 1957 [traducción castellana: De un castillo a otro, Barcelona: Lumen, 1972]. Sobre su traslado a Sigmaringen y el derrumbe de Alemania, véase también su novela Nord. París: Gallimard, 1960 [traducción castellana: Norte. Barcelona: Lumen, 1980]. Cf. asimismo los dos Cahiers de l’Herne (3, 1963, y 5, 1965) dedicados a él, que contienen numerosos documentos sobre el episodio; véase por último Louis-Ferdinand Céline, Lettres des années noires. Edición establecida y presentada por Philippe Alméras, París: Berg International, 1994, col. Faits et représentations.

52. Además del trabajo emprendido con Philippe Alfonsi y André Cayatte (a quienes no tuve la oportunidad de conocer directamente), en 1980 me desempeñé como asesor histórico del Teatro Nacional de Estrasburgo junto con otros universitarios, entre ellos Daniel Lindenberg, que trabajaba desde mucho tiempo atrás con esa institución, para el montaje de un espectáculo dirigido por Jean-Pierre Vincent sobre textos de Bernard Chartreux y Michel Deutsch: Vichy-Fictions, cuya primera parte, “Violences à Vichy”, se repuso en mayo de 1995 en el Théâtre aux Amandiers de Nanterre. Cf. Bernard Chartreux, Violences à Vichy. París: Stock, 1980, col. Théâtre ouvert, y la reedición, Violences à Vichy II. Nanterre y Amandiers: Éditions théâtrales, 1995, así como Michel Deutsch, Convoi. París: Stock, 1980, col. Théâtre ouvert.

53. Entre las más importantes o más significativas, además de las obras ya citadas, debemos mencionar en orden cronológico: Jean-Pierre Azéma, La Collaboration 1940-1944. París: PUF, 1975, col. Documents histoire. Gérard Miller, Les Pousse-au-jouir du Maréchal Pétain. Prefacio de Roland Barthes, París: Seuil, 1975, col. Le champ freudien. Pascal Ory, Les Collaborateurs, 1940-1945. París: Seuil, 1976, y La France allemande (1933-1945). Paroles du collaborationnisme français. París: Gallimard/Julliard, 1977, col. Archives; Serge Klarsfeld, Le Mémorial de la déportation des juifs de France. París: edición del autor, 1978; Jean-Pierre Azéma, De Munich à la Libération, 1938-1944. París: Seuil, 1979 (tomo 14 de la Nouvelle histoire contemporaine); Michael R. Marrus y Robert O. Paxton, Vichy et les juifs. París: Calmann-Lévy, 1981, y Serge Klarsfeld, Le Rôle de Vichy dans la Solution finale de la question juive en France-1942. París: Fayard, 1983, y Le Rôle de Vichy dans la Solution finale de la question juive en France-1943-1944. París: Fayard, 1985.

54. Entre los trabajos precursores, cf. Philippe Joutard, Ces voix qui nous viennent du passé. París: Hachette, 1983 [traducción castellana: Esas voces que nos llegan del pasado. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000].

55. Cf. Maurice Halbwachs, Les Cadres sociaux de la mémoire (1925). Epílogo de Gérard Namer, París: Albin Michel, 1994 [traducción castellana: Los marcos sociales de la memoria. Barcelona: Anthropos, 2004], y La Mémoire collective (1950), edición crítica establecida por Gérard Namer, París: Albin Michel, 1997 [traducción castellana: La memoria colectiva. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2004]. Este último texto, inconcluso, redactado antes de la guerra y muy diferente del primero, se publicó varias veces desde 1950. La versión de 1997 fue objeto de una revisión íntegra por el sociólogo Gérard Namer (uno de los pioneros de la reflexión actual sobre la memoria), a tal punto que constituye virtualmente otro libro, establecido a partir del manuscrito original. Debo aclarar que la versión que utilicé (como todos los investigadores antes de 1997) es una versión denunciada hoy por Namer –y de manera convincente– como una “mistificación” llevada a cabo por la familia y los primeros editores. Cf. Gérard Namer, “Préface”. M. Halbwachs, La Mémoire collective (1950), edición crítica establecida por Gérard Namer, París: Albin Michel, 1997, p. 9. En 1982, dentro del IHTP recién creado, Namer coordinó un grupo de trabajo sobre la memoria colectiva, junto con Jean-Pierre Rioux y la ayuda de Danièle Voldman. También es autor de una obra precursora, Batailles pour la mémoire. La commémoration en France 1944-1982. París: SPAG/Payrus, 1983.

56. Entre quienes más me inspiraron en los comienzos de mi investigación es preciso mencionar a: Antoine Prost, Les Anciens combattants et la société française, 1914-1939. Tres volúmenes, Histoire, sociologie, mentalités et idéologies. París: Presses de la FNSP, 1977, y Les Anciens combattants (1914-1939). París: Gallimard/Julliard, 1977, col. “Archives”, cuya lectura me orientó en cuanto a los métodos y las problemáticas posibles de un trabajo referido a la supervivencia del pasado; el primer tomo de Pierre Nora (dir.), Les Lieux de mémoire, 1, La République. París: Gallimard, 1984, en el cual abrevé una inspiración teórica sobre el concepto de memoria; véase también su artículo “Mémoire collective”, en Jacques Le Goff, Roger Chartier y Jacques Revel (dirs.), La Nouvelle histoire. París: Retz, 1978, pp. 398-401 [traducción castellana: “Memoria colectiva”. La nueva historia, Bilbao: Mensajero, 1988]; los trabajos de Krzysztof Pomian, entre ellos L’Ordre du temps. París: Gallimard, 1984 [traducción castellana: El orden del tiempo. Gijón: Júcar, 1990], e incluso los de Philippe Joutard, La Légende des Camisards. Une sensibilité au passé. París: Gallimard, 1977, y por último, pero de manera más indirecta, los trabajos de Maurice Agulhon sobre la simbólica republicana: Marianne au combat. L’imagerie et la symbolique républicaines de 1789 à 1880. París: Flammarion, 1979, seguido diez años después por Marianne au pouvoir. L’imagerie et la symbolique républicaines de 1880 à 1914. París: Flammarion, 1989, así como los de Jacques Le Goff, Histoire et mémoire. París: Gallimard, 1988, col. Folio (primera edición, Storia e memoria. Turín: Einaudi, 1977-1982). Cf. la bibliografía de la primera edición de H. Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990, de 1987, muy aumentada para la segunda edición de 1990 debido al desarrollo considerable de los trabajos sobre la memoria en esos años.

57. En 1982, la Comisión de Historia de la Historiografía del CISH [Comité international des sciences historiques], integrada por Charles-Olivier Carbonell, Georg I. Iggers, Arnaldo Momigliano, Wolfgang Mommsen y otros, crea la revista cuadrilingüe Storia della storiographia. Rivista internazionale. Aunque dedicada a la historia de la profesión, la publicación también se ocupa de la historia de los usos del pasado. Y en 1989, a iniciativa de Saul Friedländer, se funda la revista History and Memory, consagrada a cuestiones relacionadas con la Shoah. Hay que recordar, sin embargo, que uno de los primerísimos lectores de Maurice Halbwachs fue su colega Marc Bloch: cf. la reseña que éste hace de Les Cadres sociaux de la mémoire en la Revue de synthèse historique. Tomo XL (nueva serie, tomo XIV), 118-120, 1925, pp. 73-81.

58. François Bédarida (dir.), L’Histoire et le métier d’historien en France 1945-1995. París: Éditions de la Maison des sciences de l’homme, 1995, y el dossier “La responsabilité sociale de l’historien”. Diogène, 168. 1994; Jean Boutier y Dominique Julia (dirs.), Passés recomposés. Champs et chantiers de l’histoire. París: Autrement, 1995; Roger Chartier, Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétude. París: Albin Michel, 1998; François Dosse, L’Histoire en miettes. Des “Annales” à la “nouvelle histoire”. París: La Découverte, 1987 [traducción castellana: La historia en migajas. De “Annales” a la “nueva historia”. Valencia: Alfons el Magnànim, 1988]; Gérard Noiriel, Sur la “crise” de l’histoire. París: Belin, 1996 [traducción castellana: Sobre la crisis de la historia. Madrid: Cátedra, 1997], y Qu’est-ce que l’histoire contemporaine? París: Hachette, 1998; Bernard Lepetit, Les Formes de l’expérience. Une autre histoire sociale. París: Albin Michel, 1995, y Antoine Prost, Douze leçons sur l’histoire. París: Seuil, 1996, col. “Points-Histoire” [traducción castellana: Doce lecciones sobre la historia. Madrid: Cátedra, 2001]. Es preciso agregar a Reinhart Koselleck, Le Futur passé. Contribution à la semantique des temps historiques. París: EHESS, 1990 [traducción castellana: Futuro pasado: para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona: Paidós, 1993], y L’Expérience de l’histoire. París: Gallimard/Seuil, 1997, col. “Hautes études”, así como buena parte de la obra de Paul Ricœur; estos dos últimos filósofos se cuentan entre los pocos que, en su disciplina, se han interesado más en la historia de los historiadores que en la historia de la filosofía.

59. Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou métier d’historien. Edición crítica preparada por Étienne Bloch, prefacio de Jacques Le Goff, París: Armand Colin, 1993, p. 65 [traducción castellana: Apología para la historia o el oficio de historiador. México: Instituto Nacional de Antropología/Fondo de Cultura Económica, 1998].

60. Con respecto a esta cuestión, además de los trabajos citados de Antoine Prost sobre los ex combatientes, es preciso mencionar los de Jean-Jacques Becker, Stéphane Audoin-Rouzeau, Annette Becker y todo el equipo constituido en torno del Historial de Péronne. Cf. en particular la obra colectiva que ellos dirigieron, junto con Jay M. Winter y Gerd Krumeich: Guerres et culture, 1914-1918. París: Armand Colin, 1994. También deben mencionarse los trabajos de George L. Mosse –autor poco conocido en Francia–, sobre todo una de sus obras esenciales, Fallen Soldiers. Reshaping the Memory of the World Wars. Oxford: Oxford University Press, 1990, que acaba de traducirse al francés con el título de De la Grande Guerre au totalitarisme. La brutalisation des sociétés européennes. Prefacio de Stéphane Audoin-Rouzeau, traducción de Edith Magyar, París: Hachette, 1999. Sobre la memoria de la Gran Guerra, véase también Jay Winter, Sites of Memory, Sites of Mourning. The Great War in European Cultural History. Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press, 1995. Sobre la comparación entre las dos guerras, véase el coloquio “La violence de guerre. Approches comparées des deux conflits mondiaux”, organizado conjuntamente por el Centre de recherche de l’Historial de Péronne y el IHTP, 27 a 29 de mayo de 1999. Los trabajos correspondientes se publicaron en Stéphane Audoin-Rouzeau, Annette Becker, Christian Ingrao y Henry Rousso (dirs.), La Violence de guerre: 1914-1945. Approches comparées des deux conflits mondiaux. Bruselas y París: Complexe/IHTP, 2002.

61. En el capítulo introductorio de su última obra, Les Origines républicaines de Vichy. París: Hachette, 1999, titulado “Pour une autre histoire du temps présent”. Gérard Noiriel reprocha a los historiadores del tiempo presente su excesiva dependencia de la “demanda social”, en nombre de la defensa de una “sociohistoria” cuyo maestro inspirador es Pierre Bourdieu. Soy uno de los blancos específicos de esa crítica, pues hace referencia a Le Syndrome de Vichy, de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990, pero erra un poco el tiro y desconoce las condiciones […] sociohistóricas precisas en las cuales se elaboró esta obra (si es cierto que tiene un interés real en ello). Por otra parte, es de sorprender que el heredero autoproclamado de Marc Bloch entre los historiadores de lo contemporáneo titule su obra “los orígenes de…” Y nos hace pensar aún más la crítica machacona de una historia del tiempo presente prisionera, en apariencia, de una visión aferrada al “acontecimiento”, cuando Gérard Noiriel, feroz partidario de la “larga duración”, nos arrastra a la prehistoria de Vichy… situada en algún lugar en medio del “entre-dos-guerras”..

62. He planteado un primer esbozo de estas hipótesis en “Vichy, le grand fossé”. “Les guerres franco-françaises”. Número especial (preparado en colaboración con Jean-Pierre Azéma y Jean-Pierre Rioux) de Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 5. Enero-marzo de 1985, pp. 55-79.

63. El proceso al mariscal Pétain se inició el 23 de julio de 1945, unos tres meses después de su regreso a Francia desde Suiza, donde se le había ofrecido asilo. En su fallo del 15 de agosto, el Tribunal Supremo de Justicia lo condenó a la pena capital, la degradación nacional y la confiscación de sus bienes, pero sugirió que, en vista de su elevada edad, la sentencia de muerte no se llevara a cabo. El general De Gaulle la conmutó rápidamente por prisión perpetua. Pétain murió en 1951 en la ciudadela de la isla de Yeu. (N. del T.)

64. Henry Rousso, “À contre courant: l’Association pour défendre la mémoire du Maréchal Pétain”. Alfred Wahl (dir.), Mémoire de la Seconde Guerre mondiale. Metz: Centre de recherche historique et civilisation de l’université de Metz, 1984, pp. 111-123.

65. Durante la “querella escolar” de 1984, una asociación denominada “La mémoire courte”, que reivindicaba una tradición de izquierda, publicó en Le Monde del 16 de marzo una solicitada del mismo título en la que se proclamaba “del lado de la Resistencia contra los milicianos y los colaboracionistas, con Jean Moulin y De Gaulle y contra Laval y Pétain”. En ese mismo diario se suscitó entonces una guerra de solicitadas en la cual la asociación de defensa de Pétain participó con una contribución publicada el 13 de julio de 1984 (cf. “Les guerres franco-françaises”. Número especial (preparado en colaboración con Jean-Pierre Azéma y Jean-Pierre Rioux) de Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 5. Enero-marzo de 1985, en el cual publicamos la totalidad de esos textos, pp. 156-167). Condenada en 1990 por “apología de crímenes o delitos de colaboración”, la ADMP llevó el caso a la Corte Europea de Derechos del Hombre. En un fallo del 23 de septiembre de 1998, catorce años después de los hechos, ese tribunal condenó a Francia por violación del artículo 10 de la Convención Europea de Derechos del Hombre, referido a la libertad de expresión (caso Lehideux et Isorni c. France, 55/1997/839/1045). Objeto de muy poca publicidad, esa sentencia es importante porque va aún más lejos que las jurisdicciones nacionales que emiten fallos sobre interpretaciones de la historia o el método de los historiadores (véase la tercera parte de este trabajo): se trata aquí de una jurisdicción europea que define lo lícito y lo ilícito en lo concerniente a la manera de interpretar la historia nacional de uno de los países miembro y, más aún, en lo relacionado con el episodio más trágico de la historia de Europa, si no de la historia “europea”.

66. No menciono, por ejemplo, el caso Boutemy, nombre del ex prefecto de los departamentos de Loira y Ródano durante el régimen de Vichy, senador y luego ministro de salud en 1953, acusado por los comunistas de haber financiado a ciertos partidos políticos con el dinero del Consejo Nacional de la Patronal Francesa (CNPF) y cuyo pasado constituyó, por supuesto, un elemento de cargo. El episodio, como es evidente, entraba en el marco de mi análisis, sin invalidarlo, por otra parte, porque se sitúa al final de la depuración, en el momento de las leyes de amnistía y por lo tanto antes de que la cuestión desapareciera del debate político. En René Barjeton, Dictionnaire biographique des préfets, septembre 1870-mai 1982. París: Archives nationales, 1994, p. 115, se encontrará una noticia biográfica precisa sobre André Boutemy. Sobre el contexto político del caso, véase la reciente tesis de Gilles Richard, Le Centre national des indépendants et paysans de 1948 à 1962, ou l’échec de l’union des droites françaises dans le parti des modérés. Tres volúmenes, París: IEP, 1998, en especial la p. 252 y siguientes. Véase asimismo el dossier dedicado a Jean Pronteau, uno de los diputados comunistas que interpeló al gobierno de Mayer acerca de la presencia de Boutemy, y cuyos archivos están en poder del IHTP, en Les Cahiers de l’IHTP, 74. Noviembre de 1999. Con respecto a la memoria de la guerra dentro de la derecha, cf. Henry Rousso, “La Seconde Guerre mondiale dans la mémoire des droites françaises”. Jean-François Sirinelli (dir.), Histoire des droites en France. Volumen. 2, Cultures. París: Gallimard, 1992, pp. 549-620.

67. Cf., por ejemplo, Christian Bougeard y Jean-Marie Guillon, “La Résistance et l’histoire, passé/présent”. “La Résistance et les français. Nouvelles approches”. Les Cahiers de l’IHTP, 37. Diciembre de 1997, pp. 29-45, cuyas críticas sobre la historia de la memoria de la Resistencia serían admisibles si no fuera por el reflejo hagiográfico del que a una parte de la historiografía francesa le cuesta desembarazarse, y que presta malos servicios a la “causa” defendida. De una factura más fina, cf. Robert Frank, “La mémoire empoisonnée”. Jean-Pierre Azéma y François Bédarida (dirs.), La France des années noires. Volumen. 2, De l’Occupation à la Libération. París: Seuil, 1993, pp. 483-514, que intenta analizar a la vez el recuerdo de la Resistencia y el de Vichy.

68. Pieter Lagrou, The Legacy of Nazi Occupation. Patriotic Memory and National Recovery in Western Europe, 1945-1965. Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press, 2000; versión francesa: Mémoires patriotiques et occupation nazie. Résistants, requis et déportés en Europe occidentale, 1945-1965. Bruselas y París: Complexe/IHTP, 2003, col. “Histoire du temps présent”.

69. Remito a dos trabajos de investigación que me parecen importantes, realizados en la huella de Le Syndrome de Vichy: Vichy, un passé qui ne passe pas. París: Gallimard, 1966, obra escrita con un periodista particularmente al tanto de estas cuestiones y que abarca en lo esencial la historia de la memoria entre 1990 y 1995 y constituye, por ende, una forma de continuación del precedente; y “La Seconde Guerre mondiale dans la mémoire des droites françaises”. Jean-François Sirinelli (dir.), Histoire des droites en France. Volumen. 2, Cultures. París: Gallimard, 1992, fundada sobre una investigación casi totalmente de primera mano acerca de los partidos de derecha, en especial la historia del RPF [Rassemblement du Peuple Français] y las otras agrupaciones gaullistas.

70. François Furet, La Révolution, 1770-1880. París: Hachette, 1988, col. Histoire de France.

71. Especialmente en un debate con Marie-Claire Lavabre; cf. Henry Rousso, “Pour une histoire de la mémoire collective: l’après-Vichy”. Y la respuesta de Marie-Claire Lavabre, “Du poids et du choix du passé. Lecture critique du ‘syndrome de Vichy’”. Denis Peschanski, Michael Pollak y Henry Rousso (dirs.), Histoire politique et sciences sociales. Bruselas: Complexe, 1991, pp. 243-278, col. Questions au XXe siècle (primera edición en Les Cahiers de l’IHTP, 18, junio de 1991). Véase también la tesis de Marie-Claire Lavabre, Histoire, mémoire et politique: le cas du parti communiste français. Dos volúmenes, París: IEP, 1992. Una parte de esta obra se publicó con el título de Le Fil rouge. Sociologie de la mémoire communiste. París: Presses de la FNSP, 1994.

72. Crítica que me ha hecho Antoine Prost y que suscitó en mí muchas reflexiones, en cuanto esa “crispación”, por ejemplo alrededor del año 1971 (estreno de Le Chagrin et la pitié. Indulto clandestino a Paul Touvier, inclusión del Frente Popular y Vichy en el programa del profesorado y los concursos de oposición, etc.), significaba descuidar lo que yo intentaba mostrar en otros aspectos, a saber, que las modificaciones de las representaciones del pasado obedecían a temporalidades diferenciadas y no lineales, como todos los fenómenos culturales.

73. Aludo, desde luego, al impacto “mediático” –es decir fuera del campo científico– de los trabajos de Zeev Sternhell, así como los de Philippe Burrin, Pierre Milza y numerosos historiadores anglosajones más o menos conocidos en Francia. Sin desconocer sus profundas divergencias ni hacer mías todas las tesis del historiador israelita (que desempeñó, con todo, un papel esencial), creo que la difusión y hasta la popularidad de sus puntos de vista participan del “síndrome de Vichy”, en cuanto destacan la misma idea de una culpa francesa oculta o subestimada y una complicidad con el “mal del siglo”, mientras el estalinismo escapaba al oprobio padecido por el nazismo o el fascismo.

74. Posibilidad sugerida por la adopción de un programa común de la izquierda en 1971 y concretada con su victoria en las elecciones presidenciales de 1981. (N. de E.)

75. Lo ocurrido en Francia después de que Henry Rousso escribiera estas líneas confirma su análisis. La desaparición de prácticamente todos los jefes históricos de la Resistencia, así como de los miembros de sus familias y entornos que controlaban su memoria, ha devuelto la libertad a los historiadores. Se han publicado, en consecuencia, biografías de la mayor parte de esos dirigentes, en primer lugar la de Jean Moulin escrita por Jean-Pierre Azéma. Véase Jean-Pierre Azéma, Jean Moulin: le politique, le rebelle, le résistant. París: Perrin, 2003. (N. de E.)

76. Como es sabido, el término se popularizó en esa misma época gracias al filme de Claude Lanzmann, difundido en 1985. La palabra dio origen a vivos debates semánticos, no carentes de cierto dogmatismo un poco ignorante de las realidades históricas y lingüísticas. Los partidarios de este término hebreo, que significa “catástrofe”, quieren privilegiarlo en desmedro de cualquier otro, en especial el de “genocidio”, a fin de resguardar el principio de “unicidad” o “singularidad” del exterminio de los judíos, y también contra el de “holocausto”, aunque éste, en verdad, tiene poco uso en francés. No obstante, se ha difundido universalmente a raíz de la serie norteamericana de Marvin Chomsky, transmitida en 1978/1979, pero en el mundo anglosajón se empleaba desde mucho tiempo atrás. Al respecto cabe recordar un hecho poco conocido o en todo caso rara vez señalado por los historiadores franceses, pero no falto de significación. En la declaración de independencia del nuevo estado de Israel, de 1948, se menciona el exterminio de los judíos europeos. En la versión oficial en hebreo se utiliza el término shoah, habitual desde entonces en Israel. En la versión oficial en inglés se lo traduce por… holocaust: “The recent holocaust which engulfed millions of Jews in Europe” [“El reciente holocausto que devoró a millones de judíos en Europa”]. Cf. Walter Laqueur y Barry Rubin (comps.), The Israel-Arab Reader. A Documentary History of the Middle-East Conflict (1969). Nueva York: Penguin Books, 1984, p. 126 (el documento íntegro en inglés figura en la nota 26). Peter Novick, The Holocaust in American Life. Nueva York: Houghton Mifflin, 1999, p. 133, se encontrará la versión en hebreo.

77. Annette Wieviorka, L’Ère du témoin. París: Plon, 1999. De la misma autora, véase sobre todo Déportation et génocide. Entre la mémoire et l’oubli. París: Plon, 1992. Fue ella quien hizo notar la importancia del proceso Eichmann y me criticó por haberlo olvidado en la cronología de la primera edición de Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990; sigo creyendo, empero, que ese proceso tuvo muy poco impacto en Francia, más allá de algunos círculos de la comunidad judía.

78. Aspecto que Éric Conan y yo desarrollamos en la segunda edición de Vichy, un passé qui ne passe pas. París: Gallimard, 1966, pp. 425-444. La primera edición salió al mismo tiempo que la obra de Pierre Péan, Une jeunesse française. François Mitterrand, 1934-1947. París: Fayard, 1994 [traducción castellana: Una juventud francesa: François Mitterrand, 1934-1947. Barcelona: Juventud, 1996], y en la misma editorial, lo cual hizo que quedáramos atrapados en una tormenta un poco imprevista.

79. Vercors, seudónimo de Jean Bruller, es un escritor de la Resistencia cuya célebre novela Les Silences de la mer apareció fuera de Francia en 1943; Serge Klarsfeld, conocido por su activismo antinazi y cuyas investigaciones permitieron establecer las responsabilidades de muchos nacionalsocialistas, es presidente de la asociación Hijos e Hijas de los Deportados Judíos de Francia. (N. de E.)

80. Sobre este concepto, cf. Jean-Michel Chaumont, La Concurrence des victimes, génocide, identité, reconnaissance. París: La Découverte, 1997; véase también la tesis de maestría en sociología de Sarah Gensburger, Forces et enjeux de mémoire en France: la “figure du Juste”. Dirigida por Marc Lazar. Cuatro volúmenes, Universidad de París X, Nanterre, 1997-1998, una obra muy estimulante que en la puesta en escena y la valorización del “justo” ve un medio de salir del “deber de memoria” en su versión culpabilizante..

81. Fallo del 20 de diciembre de 1985, que introduce la noción de “política de hegemonía ideológica” y considera que la deportación de personas “en razón de sus actividades reales o presuntas en la Resistencia” se ajusta a la definición del crimen imprescriptible contra la humanidad.

82. En la tercera parte de este trabajo se encontrarán precisiones sobre esos procesos. (N. del T.)

83. Hemos reproducido la totalidad del discurso oficial del 16 de julio de 1995 en Vichy, un passé qui ne passe pas. París: Gallimard, 1966, pp. 444-449. Recordemos que la noción de “culpa colectiva”, contraria a los principios generales del derecho, no se aplicó a Alemania, pese a las fuertes presiones ejercidas por los soviéticos en el plano internacional, sobre todo dentro de la ONU.

84. Cf. Libération. 17 de julio de 1995, que lanza la polémica sobre los bienes de los internados judíos de Drancy, primera etapa de un proceso que conducirá a la creación de una comisión ad hoc sobre el despojo.

85. Sobre este caso y mi participación en la mesa redonda organizada por Libération a sugerencia de Raymond Aubrac, calumniado por una obra de Gérard Chauvy, remito a lo que escribí en La Hantise du passé. Entretien avec Philippe Petit. París: Textuel, 1998, p. 91 y siguientes. [Raymond Aubrac, miembro comunista de la Resistencia en Lyon y fundador de Libération en 1941, fue arrestado por la Gestapo el 21 de junio de 1943 junto con Jean Moulin y rescatado el 21 de octubre del mismo año por un comando encabezado por su esposa Lucie. La pareja marchó entonces al exilio en Londres. En un escrito póstumo, Klaus Barbie, torturador de Moulin, sostiene que éste fue traicionado por Aubrac. Gérard Chauvy retoma la acusación en su libro Aubrac: Lyon 1943, París: Albin Michel, 1997, donde sostiene que, si bien su veracidad no puede demostrarse de manera concluyente, en todo el episodio hay elementos contradictorios que permiten abrigar sospechas sobre el comportamiento de Aubrac. (N. del T.)]

86. Declaración de Serge Klarsfeld a Le Figaro. 26 de febrero de 1998, citada por Éric Conan, Le Procès Papon. Un journal d’audience. París: Gallimard, 1998, p. 211.

87. Gran reportero de L’Express, Conan jugó un papel esencial en la revelación de ciertos casos: el destino de los niños judíos arrebatados en 1942 e internados en Pithiviers y Beaune-la-Rolande (cf. Éric Conan, Sans oublier les enfants. París: Grasset, 1991), el pasado de René Bousquet, los ramos de Mitterrand sobre la tumba de Pétain. Demostró ser, además, uno de los cronistas más lúcidos del proceso Papon (cf. É. Conan, Le Procès Papon. Un journal d’audience. París: Gallimard, 1998, p. 211). Por otra parte, Conan es uno de los redactores en jefe de Esprit.

88. Ernst Nolte, “Vergangenheit, die nicht vergehen will”. Frankfurter Allgemeine Zeitung. 6 de junio de 1986; traducción francesa: “Un passé qui ne veut pas passer. Conférence qui, une fois écrite, ne put pas être prononcée”. Rudolf Augstein et al., Devant l’histoire. Les documents de la controverse sur la singularité de l’extermination des juifs par le régime nazi. París: Cerf, 1988, pp. 29-35.

89. Encontramos un magnífico ejemplo de ello en la equiparación que hace el filósofo Pierre Bouretz entre la “querella de los historiadores” en Alemania y los debates alrededor de Vichy en Francia, en la misma época. Véase Pierre Bouretz, “La démocratie française au risque du monde”. Marc Sadoun (dir.), La Démocratie en France. París: Gallimard, 2000, pp. 27-137 (cf. en especial las últimas páginas del texto).

90. Como anécdota, puedo señalar que, víctima de un vago remordimiento algunas semanas antes de la aparición del libro, y puesto que era responsable de la elección del título, propuse otro, más neutro, a mi coautor y al editor, Denis Maraval, quien se negó amablemente a modificarlo. Esta vez la razón estuvo del lado del editor.

91. H. Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990. (1990); véanse las páginas dedicadas a L’Idéologie française de Bernard-Henri Lévy, p. 201 y siguientes.

92. H. Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990. (1990); véanse las páginas dedicadas a L’Idéologie française de Bernard-Henri Lévy, en el capítulo sobre la “memoria judía”, p. 184 y siguientes, y en la sección correspondiente al proceso Barbie, pp. 229 y siguientes.

93. H. Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990. (1990); véanse las páginas dedicadas a L’Idéologie française de Bernard-Henri Lévy, p. 184.

94. H. Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990. (1990); véanse las páginas dedicadas a L’Idéologie française de Bernard-Henri Lévy, p. 241.

95. Pierre Nora, “L’ère de la commémoration”. P. Nora (dir.), Les Lieux de mémoire, 1, La République. París: Gallimard, 1984, p. 977. Por otra parte, Nora tuvo la gentileza de participar en un foro en torno de Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990 (con John Hellmann, Bertram Gordon y yo mismo), en el cual comparó su experiencia y lo que había advertido de la mía con respecto a análisis que se pretenden críticos y distantes pero se convierten en elementos intrínsecos de las cuestiones que deben analizarse: un fenómeno, en resumidas cuentas, bastante frecuente en las otras ciencias sociales. Cf. Pierre Nora, “Le syndrome, son passé, son avenir”, en “Forum: The Vichy syndrome”. French Historical Studies, 19(2), otoño de 1995, pp. 487-493. Véase también mi respuesta: Henry Rousso, “Le syndrome de l’historien”. French Historical Studies, 19(2), otoño de 1995, pp. 519-526.

96. P. Novick, The Holocaust in American Life. Nueva York: Houghton Mifflin, 1999.

97. Sobre la historia de este museo, además de P. Novick, The Holocaust in American Life. Nueva York: Houghton Mifflin, 1999, cf. James E. Young, The Texture of Memory. Holocaust Memorials and Meaning. New Haven y Londres: Yale University Press, 1993; véase asimismo el catálogo de la exposición permanente, Jeshajahu Weinberg y Rina Elieli, The Holocaust Museum in Washington, Nueva York: Rizzoli, 1995.

98. Cf. Peter Reichel, L’Allemagne et sa mémoire. París: Odile Jacob, 1998. Para la considerable literatura sobre la memoria del nazismo, remito a la bibliografía actualizada en 1996 de H. Rousso y É. Conan, Vichy, un passé qui ne passe pas. París: Gallimard, 1966. Pueden agregarse a ella algunos títulos recientes en francés, entre ellos Pierre-Yves Gaudard, Le Fardeau de la mémoire. Le deuil collectif allemand après le national-socialisme. París: Plon, 1997, y Gérard Husson, Une culpabilité ordinaire? Hitler, les Allemands et la Shoah. Les enjeux de la Controverse Goldhagen. París: F.-X. de Guibert, éd., 1997.

99. Cf. Henry Rousso y Éric Conan, Vichy, un passé qui ne passe pas. París: Gallimard, 1966, capítulo 1.

100. Cf. Pierre Mertens, L’Imprescriptibilité des crimes de guerre et contre l’humanité. Étude de droit international et de droit pénal comparé. Bruselas: Université libre de Bruselas, Centre de droit international de l’Institut de sociologie, 1974, y H. Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours (1987). París: Seuil, 1990, p. 112.

101. Sobre la negativa de la Alemania de Adenauer a lanzar persecuciones judiciales contra los ex nazis, véase la obra fundamental, desdichadamente no traducida ni al francés ni al inglés, de Norbert Frei, Vergangenheitspolitik. Die Anfänge der Bundesrepublik und die NS-Vergangenheit. Múnich: C. H. Beck’sche, 1996. Véanse asimismo Florent Brayard (dir.), Le Génocide des juifs entre procès et histoire, 1943-2000. Actas del coloquio francoalemán de Potsdam, Einstein-Forum, enero de 1998, Bruselas: Complexe, 2000, col. Histoire du temps présent, y Norbert Frei, Dirk van Laak y Michael Stolleis (dirs.), Geschichte vor Gericht, Historiker, Richter und die Suche nach Gerechtigkeit. Múnich: C. H. Beck, 2000. [Existe hoy una versión inglesa del libro de N. Frei mencionado en primer término: Adenauer’s Germany and the Nazi Past: The Politics of Amnesty and Integration. Traducción de Joel Golb, Nueva York: Columbia University Press, 2002. (N. del T.)].

102. Sobre este punto, véase la obra escrita por uno de sus abogados, Yoram Sheftel, L’Affaire Demjanjuk. Les secrets d’un procès-spectacle. París: J.-C. Lattès, 1994.

103. Jefe de la Milicia en Lyon, Paul Touvier colaboró con la Gestapo en la represión contra resistentes y judíos. Condenado a muerte en 1946 y 1947, permaneció prófugo durante casi veinticinco años. Nuevamente juzgado y condenado a reclusión perpetua en 1994, muere en la cárcel de Fresnes en 1996. Representante del jefe de la policía de Vichy frente a los alemanes en el norte, Jean Leguay fue inculpado por primera vez en 1979, luego nuevamente en 1986 en el marco del proceso contra Papon, pero su fallecimiento en 1989 puso fin a la causa abierta contra él. De manera similar, la causa abierta contra Bousquet quien había sido secretario general de la policía de Vichy fue cerrada después de su asesinato, en 1995. Secretario general de la prefectura en Burdeos durante la Ocupación, Maurice Papon ocupó luego varios puestos políticos bajo la Quinta República. Condenado en 1998 a diez años de reclusión y a la pérdida de sus derechos cívicos por haber participado en la deportación de 1.560 judíos de la región de Burdeos, purga hasta hoy su pena en la cárcel de Fresnes. (N. del T.).

104. Comenzaron a circular entonces rumores en el sentido de que algunas de esas causas, y en especial la iniciada al ex secretario general de la policía de Vichy, fueron más o menos “frenadas” por el presidente de la República, cosa que éste (Mitterrand) confirmó en su intervención televisiva del 12 de septiembre de 1994.

105. Utilicé esta expresión en La Hantise du passé. Entretien avec Philippe Petit. París: Textuel, 1998, p. 115 y siguientes.

106. Con Alain Bancaud, hemos mostrado cómo funcionó ese proceso en el caso de la depuración de la magistratura en 1945: “L’épuration des magistrats à la Libération”, en “L’épuration de la magistrature de la Révolution à la Libération: 150 ans d’histoire judiciaire”, número especial de Histoire de la Justice, 6, 1994, pp. 117-144.

107. En Grecia y Roma, purificación simbólica por medio de sacrificios, para lavar manchas morales. (N. del T.)

108. Sobre estas cuestiones existen ya varios trabajos en francés, entre ellos los de Philippe Moreau Defarges, Repentance et reconciliation. París: Presses de Sciences Po, 1999 [traducción castellana: Arrepentimiento y reconciliación. Barcelona: Bellaterra, 1999], y “Mémoire, justice et réconciliation”. Dossier especial, Critique internationale, 5. 1999. El lector interesado deberá remitirse sobre todo al estudio fundamental de Neil J. Kritz (dir.), Transitional Justice. How Emerging Democracies Reckon with Former Regimes. Prefacio de Nelson Mandela, tres volúmenes, Washington: United States Institute of Peace Press, 1995, que aborda todas las situaciones transicionales en el siglo XX desde una perspectiva comparativa.

109. Intenté hacer esa comparación de manera muy esquemática en “Les dilemmes de l’épuration à la sortie du régime autoritaire”. La Nouvelle Alternative, 21. Marzo de 1991, pp. 5-8, y “‘Säuberungen’, gestern und heute”. “Rückkehr der Geschichte”, número especial de Transit. Europäische Revue, 2, junio de 1991, pp. 187-192.

110. Sobre estos temas, la bibliografía es considerable y aumenta constantemente. Podemos citar algunos puntos de referencia, entre ellos los trabajos de Mireille Delmas-Marty, sobre todo Vers un droit commun de l’humanité. Entretien avec Philippe Petit. París: Textuel, 1996; Agnès Lejbowicz, Philosophie du droit international. L’impossible capture de l’humanité. París: PUF, 1999, y Antoine Garapon, “De Nüremberg au TPI: naissance d’une justice universelle?”. “Mémoire, justice et réconciliation”, op. cit.; también puede mencionarse la obra de Michael Walzer, Just and Unjust Wars: A Moral Argument with Historical Illustrations. Nueva York: Basic Books, 1977 [traducción castellana: Guerras justas e injustas. Un razonamiento moral con ejemplos históricos. Barcelona: Paidós, 2001], traducido al francés en el momento de la guerra de Kosovo (el libro se escribió en el contexto del final de la Guerra de Vietnam), Guerres justes et injustes. París: Belin, 1999. [La Corte Penal Internacional entró en funciones en 2002; su fiscal general, el argentino Luis Moreno Ocampo, asumió su cargo en 2003. (N. del T.)].

111. Especialmente en el marco del curso “Action publique et sociétés contemporaines” de la Escuela Normal Superior (ENS) de Cachan, donde coordino junto con el sociólogo Jacques Commaille una dirección de estudios sobre la historia y la sociología del derecho y la justicia, combinada con un seminario de investigación común al Grupo de Análisis de Políticas Públicas (GAPP) y el IHTP, dos de los laboratorios de ciencias sociales del CNRS recientemente instalados en el ámbito de la ENS. El interés del IHTP por la historia de la justicia data de 1991, cuando Michelle Perrot y Robert Badinter nos pidieron a Denis Peschanski y a mí que extendiéramos su seminario sobre la “prisión republicana” a los años de la Ocupación y la posguerra, solicitud a la que accedimos; también participaron en el seminario Anne Boigeol y Alain Bancaud, así como Francine Soubiran-Paillet, del GAPP. La renovación de los estudios sobre la justicia se manifestó con la creación, hace unos diez años, de la Asociación para la Historia de la Justicia (fundada por Robert Badinter y Pierre Truche, y en cuyo marco se realizó la investigación ya citada sobre la depuración de los magistrados), la aparición de varias revistas –la más notable de las cuales es Droit et société– y la publicación de diversas obras de referencia, sobre todo Jean-Pierre Royer, Histoire de la justice, París: PUF, 1995, libro que constituye una innovación, pues es poco habitual que un historiador del derecho escriba no una “historia del derecho” en el sentido clásico y muy limitado de la expresión, sino una historia de la justicia, sus instituciones, sus actores, la cultura judicial, etc. Cf. asimismo la obra reciente de Gilles Rouet, Justice et justiciables aux XIXe et XXe siècles. París: Belin, 2000. Para una crítica comentada y muy erudita de la literatura reciente en ciencias sociales sobre la justicia, véase Jacques Commaille, “Une sociologie politique de la justice en œuvres”. Droit et société, 42-43, 1999, pp. 467-510. Se encontrará una bibliografía exhaustiva en la base de datos puesta al día por Jean-Claude Farcy y editada en un CD-ROM por el Ministerio de Justicia (el CD-ROM está disponible en la biblioteca del IHTP).

112. Presenté una comunicación sobre el tema en un reciente coloquio francoargentino celebrado en Buenos Aires: “Historia política comparada de las sociedades francesa y argentina del siglo XX”, Universidad Torcuato Di Tella, 10 y 11 de mayo de 1999, donde, entre otros temas, la cuestión de la depuración como modo de resolución de una crisis nacional se comparó con la salida de la dictadura en la Argentina, asunto del cual se ocupó fundamentalmente mi colega del CNRS, Diana Quattrocchi-Woisson, promotora de esta iniciativa. Por otra parte, desde hace algunos años he hecho numerosas intervenciones sobre este tema en conferencias dictadas en el extranjero.

113. A título de ejemplo, luego de 1989 dirigentes checos y magistrados polacos se dirigieron al IHTP para solicitarle que explicara el desarrollo de la depuración en Francia y aclarara si los modelos jurídicos empleados –en particular la cuestión de la “indignidad nacional”– podían ser de utilidad en otros contextos. Pero al parecer la cuestión de las causas recientes por crímenes contra la humanidad apenas fue mencionada por entonces.

114. Sobre esta cuestión remito a la segunda parte de una obra que dirigí en el marco del IHTP: Stalinisme et nazisme. Histoire et mémoire comparées. Bruselas y París: Complexe/INTP, 1999, que se ocupa del manejo de la “doble herencia”, la del fascismo, el nazismo o la colaboración y la del estalinismo, sobre todo en Hungría, Rumania, Bulgaria, Alemania y Polonia.


115. Instituto fundado después de la Segunda Guerra Mundial en Munich. A partir de los años sesenta, la orientación de sus investigaciones se acerca a la del IHTP, www.ifz-muenchen.de/.

116. En el marco de mis trabajos sobre la justicia y la depuración, publiqué una bibliografía de 166 páginas con Jean-Claude Farcy, Justice, répression et persécution en France de la fin des années 1930 au début des années 1950. Essai bibliographique, Les Cahiers de l’IHTP, 24, junio de 1993, en el cual dedicamos un capítulo a la historiografía de la depuración. Remito a él para las referencias.

117. De allí la existencia de dos versiones de ese trabajo, una publicada en alemán, “‘L’épuration’ Politische Säuberung in Frankreich”. K.-D. Henke y H. Voller (dirs.), Politische Säuberung in Europa. Die Abrechnung mit Faschismus und Kollaboration nach dem Zweiten Weltkrieg. Múnich: Deutscher Taschenbuch Verlag, 1991, pp. 192-240, y otra en francés, “L’épuration, une histoire inachevée”. Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 33. Enero-marzo de 1992, pp. 78-105.

118. Klaus-Dietmar Henke y Hans Voller (dirs.), Politische Säuberung in Europa. Die Abrechnung mit Faschismus und Kollaboration nach dem Zweiten Weltkrieg. Múnich: Deutscher Taschenbuch Verlag, 1991.

119. P.-H. Teitgen, “Faites entrer le témoin suivant”: 1940-1958. Rennes: Ouest-France Éd., 1988.

120. El único que advirtió el problema en la época fue el diputado y abogado Jacques Isorni, que el 21 de septiembre de 1952 se refirió a ello en la Asamblea Nacional. Cf. H. Rousso, “L’épuration, une histoire inachevée” Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 33, enero-marzo de 1992, pp. 94-95. Después pude verificar en los archivos de la Dirección de Asuntos Criminales e Indultos del Ministerio de Justicia que esas cifras eran muy plausibles si no exactas, con diferencias de unidades. En los Archivos Nacionales (serie BB 18, registro 7115 y siguientes) se encuentran, en efecto, estadísticas establecidas a iniciativa de Cortes de Apelaciones que muestran la existencia de condenas dictadas por jurisdicciones castrenses, fueran cortes marciales o tribunales militares. Así sucedió en el sudoeste y el sudeste: en el período de agosto y septiembre de 1944 se cuenta un centenar de condenas en la jurisdicción de la Corte de Apelaciones de Agen, de las cuales un poco más de la mitad corresponden a la pena capital, ejecutada en cuarenta y dos casos; también hay un centenar, casi todas ejecutadas, en jurisdicción de la Corte de Apelaciones de Chambéry. En este último caso, es probable que la cifra incluya las setenta y cuatro ejecuciones del Grand-Bornant, llevadas a cabo el 24 de agosto de 1944; esta falta de certeza recuerda que la distinción entre “corte marcial” legal y tribunal militar es muy difícil de establecer, cosa que yo ya señalaba en el artículo citado. Pero sólo se trata de dos ejemplos que confirman la tónica de mis trabajos anteriores. Algún día se advertirá sin duda la conveniencia de encarar una nueva investigación sistemática a la luz de los archivos, hoy disponibles, del Ministerio de Justicia, así como los de la justicia militar, todavía muy cerrados y a veces escandalosamente inaccesibles a los investigadores.

121. Esta cifra es mencionada por magistrados que tuvieron a la vista la totalidad de las estadísticas oficiales del Ministerio de Justicia. Cf. Émile Garçon (dir.), Code pénal annoté. Nueva edición a cargo de Rousselet, Patin y Ancel, París: Sirey, 1952, volumen 1, Articles 1 à 294. Patin, en especial, fue director de asuntos criminales e indultos en los primeros años de la Cuarta República, y siguió de muy cerca la evolución de la depuración judicial, porque sus servicios debían dar regularmente cuenta de ello al ministro de Justicia.

122. Con esa actitud se ajustaban, en los hechos, a la voluntad del Gobierno Provisorio de la República Francesa (GPFR), cuyas ordenanzas fundaron la legitimidad del poder en el momento de la Liberación y sirvieron de base a la depuración.

123. Sobre este punto, entre los trabajos más recientes, véanse los de François Rouquet, L’Épuration dans l’administration française. París: CNRS, 1993, y sus dos artículos publicados en Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 33. enero-marzo de 1992: “L’épuration administrative en France après la Libération. Une analyse statistique et géographique” y “Une affaire ordinaire: le cas A.”, pp. 106-117 y 118-125 respectivamente. Véase asimismo la tesis de Luc Capdevila, Les Bretons au lendemain de l’Occupation. Imaginaire et comportement d’une sortie de guerre 1944-1945. Rennes: Presses universitaires de Rennes, 1999. En la óptica de una historia social de la exclusión y la reincorporación en la depuración de posguerra, es posible remitirse al estudio dedicado a Bélgica (sin equivalente para Francia) de Luc Huyse y Steven Dhondt (con la colaboración de Paul Depuydt, Kris Hoflack e Ingrid Vanhoren), La Répression des collaborations 1942-1952. Un passé toujours présent. Bruselas: Éditions du CRISP, 1993 (primera edición en flamenco, 1991).

124. Ésa fue una de las razones que me indujeron a estudiar la atención concreta prestada al antisemitismo en los procesos de depuración, para tratar de verificar si la vulgata admitida tenía fundamentos o el argumento no había sido forzado en exceso para justificar las causas por crímenes contra la humanidad. Cf. H. Rousso, “Une justice impossible: l’épuration et la politique antijuive de Vichy”. “Présence du passé, lenteur de l’Histoire. Vichy, l’Occupation, les juifs”. Número especial de Annales ESC, 3. Junio de 1993, pp. 745-770. En este artículo intento mostrar, asimismo, que el examen de la dimensión jurídica y judicial (crucial cuando se trata de procesamientos…) puede permitir comprender mejor ciertos procesos; si analizamos también aquí la cuestión central de las calificaciones posibles en la época, podemos demostrar la debilidad de algunas acusaciones. Así, la dirigida contra la magistratura, incluso en nuestros días, y según la cual ésta habría sido protegida durante la depuración (lo que es ampliamente inexacto, como lo mostramos con A. Bancaud en “L’épuration des magistrats à la Libération”. “L’épuration de la magistrature de la Révolution à la Libération: 150 ans d’histoire judiciaire”. Número especial de Histoire de la Justice, 6. 1994) y, por lo tanto, que habría dado muestras de indulgencia con los petainistas y los colaboracionistas, olvida que si bien las instrucciones y por consiguiente las decisiones sobre el archivo y el sobreseimiento de las causas dependen de los magistrados (juez y ministerio fiscal), los veredictos dependen de los jurados, y en este caso de jurados esencialmente resistentes (o asimilados), pues tal era la lógica de las cortes de justicia. Lo cual cambia un poco la naturaleza del problema; la acusación roza entonces el absurdo cuando se la utiliza para denunciar la lentitud de los procesos contemporáneos por crímenes contra la humanidad, pues los magistrados más jóvenes reclutados por el gobierno de Vichy se jubilaron a principios de la década de 1980. En cambio, debemos citar el texto esencial, en forma de terrible requisitoria, de Danièle Lochak, que tuvo una influencia muy importante sobre la historiografía de la Ocupación e incitó a los historiadores a observar con mayor detenimiento la dimensión jurídica y la cuestión de los juristas y los magistrados: “La doctrine sous Vichy ou les mésaventures du positivisme”. CUARAPP. Les Usages sociaux du droit. París: PUF, 1989, pp. 252-285.

125. Jean-Noël Jeanneney, Concordances des temps. Chroniques sur l’actualité du passé. París: Seuil, 1987. El programa que el autor produce en France Culture tiene el mismo título.

126. Cf. Étienne François, “Révolution archivistique et réécritures de l’histoire: la RDA”. H. Rousso (dir.), Stalinisme et nazisme. Histoire et mémoire comparées. Bruselas y París: Complexe/IHTP, 1999, pp. 331-352. A continuación, Klaus-Dietmar Henke fue nombrado director del Hannah-Arendt Institut für Totalitarismus-Forschung, con sede en Dresde. [La Stasi era la policía política de la RDA, y sus archivos están hoy abiertos al público. (N. del T.)].

127. La situación perduró hasta que la ley del 13 de julio de 1990, llamada “ley Gayssot”, hizo del negacionismo un delito. Esta ley consiste, de hecho, en la introducción de un artículo 24 bis en la ley del 29 de julio de 1881 sobre la libertad de prensa, que reprime a quienes hayan impugnado “la existencia de uno o varios crímenes contra la humanidad”.

128. Cf. Le Monde. 6 de mayo de 1983. La sentencia entró en la posteridad con el nombre de “fallo Faurisson”.

129. Cf. Le Monde. 6 de mayo de 1983.

130. Sobre esta cuestión, cf. los trabajos de la jurista e investigadora Nathalie Mallet-Poujoul, “Diffamation et histoire contemporaine”. Légipresse, 134. Septiembre de 1996, pp. 97-105, y “Vie privée et droit à l’image: les franchises de l’Histoire”. Légicom, 20, abril de 1999, pp. 51-68. Véanse también sus notas jurisprudenciales acerca de juicios que demandan la participación de historiadores o periodistas en casos de difamación: sobre una sentencia de la Corte de Apelaciones de París: 17 de septiembre de 1997, en Recueil Dalloz. 1998, “Cahier Jurisprudence”, pp. 433-437, y sobre el caso Chauvy/Aubrac, sentencia de la Corte de Apelaciones de París: 10 de febrero de 1999, “Cahier Jurisprudence”, 10, 2000, pp. 226-231 (agradezco a Marie Cornu, del CNRS, haberme señalado algunas de estas notas). Cf. asimismo la excelente síntesis de Jean-Pierre Le Crom, “Juger l’histoire”. Dossier “Vérité historique, vérité judiciaire”. Droit et société, 38. 1998, pp. 33-46.

131. Gérard Chauvy, Aubrac: Lyon 1943. París: Albin Michel, 1997. [En la polémica con Chauvy, el 29 de junio de 2004 la Corte Europea de Derechos del Hombre dio la razón al matrimonio Aubrac. Según dicho tribunal, la condena de Gérard Chauvy y su editor Albin Michel en abril de 1989 por “difamación pública” en relación con el libro Aubrac: Lyon 1943 no constituía una violación de la libertad de expresión del historiador. A la vez que señalaban que “la búsqueda de la verdad histórica forma parte de la libertad de expresión”, los magistrados europeos, sin pretender “arbitrar la cuestión histórica de fondo”, se consideraban “convencidos por los elementos y el razonamiento aducidos” (en su momento por el tribunal correccional de París). Y concluían que “el contenido de la obra en cuestión no ha respetado las reglas esenciales del método histórico y ha efectuado insinuaciones particularmente graves”. La Corte destacaba que, en la época, la justicia no había ordenado ni la prohibición del libro ni su destrucción, sino la mera inserción en la prensa y los ejemplares de la obra de una advertencia que reprodujera los términos de la condena, lo cual no constituía una medida “excesivamente restrictiva de la libertad de expresión”. (Nota del editor.)]

132. Fallo del Tribunal de Primera Instancia de París, 2 de abril de 1998, caso Aubrac c/Esmenard, Chauvy, p. 29 y siguientes, sobre el examen de la “buena fe”. Acerca de esta cuestión, véase el intercambio entre George Kiejman, abogado del matrimonio Aubrac, y Jean-Pierre Azéma, Le Débat, 102, noviembre-diciembre de 1998, pp. 45-51. A modo de comparación, puede leerse, del mismo George Kiejman, “L’histoire devant ses juges”, así como un artículo de Jean-Denis Bredin, “Le droit, le juge et l’historien”, Le Débat, 32. Noviembre de 1984, pp. 112-125 y 93-111, respectivamente, en un dossier inscripto en el contexto del fallo Faurisson y el caso Jouvenel/Sternhell..

133. Cf. la nota jurisprudencial citada de Nathalie Mallet-Poujoul, Recueil Dalloz, p. 433, que muestra que, desde principios del siglo XIX, una polémica opuso, de un lado, a los juristas que consideraban a los muertos en el mismo concepto que los vivos, esto es, como “personas”, susceptibles por lo tanto de ser difamados, y del otro, a quienes abogaban por una “inmunidad de la historia”, que alcanzaron un triunfo provisorio.

134. Debe aclararse que, al margen de la Segunda Guerra Mundial y la Shoah, esta problemática también tiene vigencia en otros contextos. Véase el libro reciente de Pamela Brandwein, Reconstructing Reconstruction. The Supreme Court and the Production of Historical Truth. Durham: Duke University Press, 1999, que examina el papel esencial desempeñado por la Corte Suprema de los Estados Unidos a fines del siglo XIX y en la década de 1950 en lo concerniente a la interpretación de la Guerra de Secesión y el período posterior, llamado de la “Reconstrucción”. Por otra parte, la concepción de la justicia como productora de representaciones sociales es, en el fondo, una idea bastante clásica, heredada de Max Weber y desarrollada en nuestros días por toda una corriente, ya mencionada, de la sociología política del derecho.

135. En el anexo se encontrarán los trabajos relacionados con estas cuestiones, y en particular “Histoire et justice”, debate con Serge Klarsfeld, en “Que faire de Vichy?”. Número especial de Esprit, 5. Mayo de 1992, pp. 16-38; “Justiz, Geschichte und Erinnerung in Frankreich. Überlegungen zum Papon-Prozess”. N. Frei, D. van Laak y M. Stolleis (dirs.), Geschichte vor Gericht, Historiker, Richter und die Suche nach Gerechtigkeit. Múnich: C. H. Beck, 2000, pp. 141-163, y “Juger le passé? Justice et histoire en France”. F. Brayard (dir.), Le Génocide des juifs entre procès et histoire, 1943-2000. Actas del coloquio francoalemán de Potsdam, Einstein-Forum, enero de 1998. Bruselas: Complexe, 2000, de los que este parágrafo toma sus principales ideas.

136. Sobre esta cuestión poco conocida, véase el artículo de Jean-Jacques Becker, “Crimes de guerre: la leçon de Leipzig”. L’Histoire, 192. Octubre de 1995, pp. 52-56, así como James F. Willis, Prologue to Nuremberg: The Politics and Diplomacy of Punishing War Criminals of the First World War. Westport: Greenwood Press, 1982.

137. Sobre este punto, y en una literatura muy abundante, véanse Catherine Grynfogel, Le Crime contre l’humanité, notion et régime juridique. Tesis de derecho. Dos volúmenes, Toulouse: Université de Toulouse I, 1991, y A. Lejbowicz, Philosophie du droit international L’impossible capture de l’humanité. París: PUF, 1999.

138. Yan Thomas, “La vérité, le temps, le juge et l’historien”. Le Débat, 102. Noviembre-diciembre de 1998, dossier “Vérité judiciaire, vérité historique”, p. 29.

139. Léon Poliakov, Le Bréviaire de la haine. Le IIIe Reich et les juifs. Prefacio de François Mauriac, París: Calmann-Lévy, 1951; reedición, París: Livre de Poche, 1974 [traducción castellana: El Tercer Reich y los judíos. Documentos y estudios. Barcelona: Seix Barral, 1960].

140. Léon Poliakov, Le Bréviaire de la haine. Le IIIe Reich et les juifs. Prefacio de François Mauriac, París: Calmann-Lévy, 1951; reedición, París: Livre de Poche, 1974 [traducción castellana: El Tercer Reich y los judíos. Documentos y estudios. Barcelona: Seix Barral, 1960], p. 268 de la segunda edición.

141Le Procès de Nuremberg. L’accusation française. Cuatro volúmenes, París: Service d’information des crimes de guerre, OFI 1946-1947. Véase en especial el volumen. 3, La Politique allemande d’extermination. Redactado por Charles Dubost, y el volumen. 4, La Condition humaine sous la domination nazie (Europe occidentale). A cargo de Edgar Faure.

142. Daniel Jonah Goldhagen (1996), Les Bourreaux volontaires de Hitler. Les allemands ordinaires et l’Holocauste. París: Seuil, 1997; original, Hitler’s Willing Executioners. Nueva York: Alfred A. Knopf, 1996 [traducción castellana: Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto. Madrid: Taurus, 1997].

143. Tomo esta idea de Jean-Noël Jeanneney, L’Avenir vient de loin. Essai sur la gauche. París: Seuil, 1994, quien cita a Léon Blum, que a su vez se refiere a Proudhon acerca de las relaciones entre justicia y política.

144. R. Aron (con la colaboración de G. Elgey), Histoire de Vichy 1940-1944. París: Fayard, 1954.

145. R. Aron (con la colaboración de G. Elgey), Histoire de Vichy 1940-1944. París: Fayard, 1954, p. 748.

146. R. Aron (con la colaboración de G. Elgey), Histoire de Vichy 1940-1944. París: Fayard, 1954, p. 739.

147. Sobre este punto, véase Fondation Charles-de-Gaulle, Le Rétablissement de la légalité républicaine. Actas del coloquio de Bayeux, Bruselas: Complexe, 1996.

148. Véase Ruth Zylberman, “Robert Paxton. Un américain tranquille à Vichy”. L’Histoire, 203. Octubre de 1996, p. 20.

149. P. Burrin, La France à l’heure allemande, 1940-1944. París: Seuil, 1995, p. 468.

150. Michel Foucault, “La fonction politique de l’intellectuel”. Politique-Hebdo. 29 de noviembre de 1976, reeditado en Dits et écrits 1954-1988. Cuatro volúmenes, edición establecida bajo la dirección de Daniel Defert y François Ewald con la colaboración de Jacques Lagrange, París: Gallimard, 1994, volumen. 3, 1976-1979, texto núm. 184, pp. 109-114 [traducción castellana: “La función política del intelectual”. Saber y verdad, Madrid: La Piqueta, 1991]. Citado por Éric Fassin, “‘L’intellectuel spécifique’ et le PACS: politique des savoirs”. Mouvements, 7. Enero-febrero de 2000. Aunque políticamente anticuado, el texto constituye un punto de referencia para comprender los retos actuales en torno de la competencia en ciencias sociales.

151. Cf. “Le dossier Bousquet”, con Pierre Laborie, Annette Lévy-Willard, Denis Peschanski, Robert Paxton y Philippe Rochette, Libération. Suplemento de la edición del 13 de julio de 1992.

152. Henry Rousso, “Rappels” (crónicas del proceso Touvier), Libération. 17 de marzo a 20 de abril de 1994.

153. H. Rousso, “Justiz, Geschichte und Erinnerung in Frankreich. Überlegungen zum Papon-Prozess”. N. Frei.

154. Con algunas excepciones notables, no se mencionan en esta selección las apostillas y reseñas breves publicadas en Vingtième Siècle o L’Histoire, y tampoco los artículos aparecidos en la prensa: Le Monde, L’Express y Libération, donde entre 1990 y 1994 me encargué, dentro de un pequeño equipo formado además por Arlette Farge, Dominique Kalifa y Michelle Perrot, de la crónica de los libros de historia dedicados al siglo XX.


Centro de Derechos Humanos, Universidad Alberto Hurtado
© 2007-2023 Anne Pérotin-Dumon > Todos los derechos reservados | All rights reserved
Créditos