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Argentina: el tiempo largo de la violencia política

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Liminar.
Verdad y memoria: escribir
la historia de nuestro tiempo

Anne Pérotin-Dumon
Verdad, justicia, memoria

Introducción

El derecho humano a la Verdad.
Lecciones de las experiencias latinoamericanas de relato de la verdad

Juan E. Méndez

Historia y memoria.
La escritura de la historia y la representación del pasado

Paul Ricœur

Maurice Halbwachs y la sociología de la memoria
Marie-Claire Lavabre
Argentina: el tiempo largo
de la violencia política


Introducción

La violencia en la historia argentina reciente: un estado de la cuestión
Luis Alberto Romero

Movilización y politización: abogados de Buenos Aires entre 1968 y 1973
Mauricio Chama

La Iglesia argentina durante la última dictadura militar.
El terror desplegado sobre el campo católico (1976-1983)

Martín Obregón

Testigos de la derrota.
Malvinas: los soldados y la guerra durante la transición democrática argentina, 1982-1987

Federico Guillermo Lorenz

Militares en la transición argentina: del gobierno a la subordinación constitucional
Carlos H. Acuña y
Catalina Smulovitz


Conflictos de la memoria en la Argentina.
Un estudio histórico de la memoria social

Hugo Vezzetti
Chile: los caminos de la historia
y la memoria


Introducción

El pasado está presente.
Historia y memoria en el Chile contemporáne
o
Peter Winn

Historia y memoria del 11 de septiembre de 1973 en la población La Legua de Santiago de Chile
Mario Garcés D.

La Michita (1964-1983): de la reforma universitaria a una vida en comunidad
Manuel Gárate-Chateau

El testimonio de experiencias políticas traumáticas: terapia y denuncia en Chile (1973-1985)
Elizabeth Lira

La superación de los silencios oficiales en el Chile posautoritario
Katherine Hite

Irrupciones de la memoria: la política expresiva en la transición a la democracia en Chile
Alexander Wilde
Perú: investigar veinte años
de violencia reciente


Introducción

“El tiempo del miedo” (1980-2000), la violencia moderna y la larga duración en la historia peruana
Peter F. Klarén

¿Por qué apareció Sendero Luminoso en Ayacucho?
El desarrollo de la educación y la generación del 69 en Ayacucho y Huanta

Carlos Iván Degregori

Pensamiento, acción y base política del movimiento Sendero Luminoso.
La guerra y las primeras respuestas de los comuneros (1964-1983)

Nelson Manrique

Familia, cultura y “revolución”.
Vida cotidiana en Sendero Luminoso

Ponciano del Pino H.

Juventud universitaria y violencia política en el Perú.
La matanza de estudiantes de La Cantuta y su memoria, 1992-2000

Pablo Sandoval

En busca de la verdad y la justicia.
La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú

Coletta Youngers
Archivos para un pasado reciente y violento: Argentina, Chile, Perú

Introducción

Archivos de la represión y memoria en la República Argentina
Federico Guillermo Lorenz

Archivos para el estudio del pasado reciente en Chile
Jennifer Herbst con
Patricia Huenuqueo


Los archivos de los derechos humanos en el Perú
Ruth Elena Borja Santa Cruz
El pasado vivo:
casos paralelos y precedentes


Introducción

Cegados por la distancia social.
El tema elusivo de los judíos en
la historiografía de posguerra en Polonia

Jan T. Gross

Guerra, genocidio y exterminio:
la guerra contra los judíos en una era de guerras mundiales

Michael Geyer

Tres relatos sobre nuestra humanidad.
La bomba atómica en la memoria japonesa y estadounidense

John W. Dower

Anatomía de una muerte: represión, derechos humanos y el caso de Alexandre Vannucchi Leme en el Brasil autoritario
Kenneth P. Serbin

La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000
Henry Rousso
Historia reciente
y responsabilidad social


Introducción

La experiencia de un historiador en la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala
Arturo Taracena Arriola

La historia aplicada: perito en el caso Pinochet en la Audiencia
Nacional de España

Joan del Alcàzar

Dentro del silencio.
El Proyecto Conmemorativo de Ardoyne, el relato comunitario de la verdad y la transición posconflicto en Irlanda del Norte

Patricia Lundy y
Mark McGovern


“Sin la verdad de las mujeres la historia no estará completa”.
El reto de incorporar una perspectiva de género en la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú

Julissa Mantilla Falcón


Militares en la transición argentina: del gobierno a la subordinación constitucional

Carlos H. Acuña
Catalina Smulovitz




INTRODUCCIÓN1

Las transiciones democráticas latinoamericanas confrontan un problema común: ¿cómo consolidar un régimen cuya legitimidad se funda en la participación democrática, la justicia y el respeto a los derechos humanos y, a la vez, obtener la colaboración de un actor como las Fuerzas Armadas, que hasta ayer constituyó el eje del régimen autoritario y aún hoy reivindica las estrategias represivas utilizadas? La vigencia e importancia de este interrogante muestra que las violaciones de los derechos humanos no son sólo un problema del pasado autoritario, son también una cuestión del presente y del futuro de nuestras democracias. El problema, además de ser relevante por sus implicaciones éticas, es central para la determinación del éxito o fracaso del proceso de consolidación democrática.

En el contexto latinoamericano, la transición democrática argentina es excepcional: el juzgamiento y condena de importantes responsables de violaciones a los derechos humanos definen esa singularidad. A pesar de que en etapas sucesivas el proceso político derivó en la limitación de los alcances de la política de sanciones hasta desembocar en el indulto y la liberación de los condenados, la distribución de costos y beneficios políticos que resultó de los juicios no pudo ser totalmente revertida. Una vez que la lógica jurídica transformó a los datos de la historia en pruebas, ni el indulto ni la amnistía pudieron retrotraer la cuestión de los derechos humanos a situaciones en las que una ley de olvido o una amnistía anticipada evitan toda investigación y juzgamiento.

Tanto en el debate político como en la discusión académica el problema de cómo tratar a los responsables del terrorismo de estado y, simultáneamente, asegurar la transición consolidación democrática (TCD) se ha planteado como una opción entre dos estrategias contradictorias. Algunos señalan que para neutralizar la oposición de aquellos actores ligados al régimen autoritario, es necesario disminuir la incertidumbre que a éstos les plantea la apertura democrática. Sugieren, entonces, que para que las Fuerzas Armadas colaboren, o al menos no atenten contra la TCD, deben recibir a cambio un beneficio que elimine la amenaza e incertidumbre que el proceso de democratización les plantea. Si la prioridad es reducir los riesgos que amenazan la consolidación democrática, el no juzgamiento de militares por las violaciones de los derechos humanos, o “dar vuelta la página”, parece surgir como conclusión lógica.

Otros, en cambio, hemos argumentado que el castigo judicial de las violaciones de los derechos humanos puede resultar la estrategia más adecuada para una exitosa consolidación del régimen constitucional. Esta posición no surge de consideraciones meramente éticas ni de una lectura “juridicista” de las relaciones de poder, sino que se sostiene a partir de los efectos que la presencia o ausencia de castigo judicial al terrorismo de estado tiene sobre los costos y beneficios políticos de implementar estrategias autoritarias.

¿En qué forma se producen dichos efectos? El proceso judicial se caracteriza por la aplicación de criterios universales y abstractos basados en el principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Aun cuando la interpretación de la ley admite cierto rango de resoluciones posibles, los criterios que caracterizan al procedimiento judicial limitan el espacio de intercambio y negociación de bienes políticos entre los actores en pugna. Esto no significa que los efectos de dichos procedimientos sean neutros, ya que una ley genera costos diferenciales entre los diversos grupos sociales. La ley reorganiza la forma en que se resuelven los conflictos redefiniendo la estructura de costos y beneficios que determinan la probabilidad de realización de los intereses de los diversos grupos sociales.2 Aun cuando una ley no tenga destinatarios particulares y concretos –esto es, aun cuando no constituya una amenaza selectiva–, sí puede establecer la universalidad y magnitud de los costos en que incurrirán aquellos que decidan transgredirla. En consecuencia, para los actores ligados al régimen autoritario, la certidumbre que puede producir el proceso judicial no tiene que ver con la certidumbre de que se obtendrán beneficios selectivos si participan del juego democrático, sino con la certidumbre de que incurrirán en costos si deciden desertar del mismo. De esta forma, entonces, en tanto el proceso judicial puede establecer que los costos en que incurrirán aquellos que deserten del juego democrático serán mayores que los de permanecer en el mismo, el juzgamiento puede llegar a constituirse en un mecanismo de disuasión de futuras estrategias autoritarias y, consecuentemente, en un importante factor de reproducción de estabilidad democrática.

El objetivo de nuestro trabajo es analizar las razones que explican la particular dinámica que asumió la lucha política ligada a los derechos humanos y a las tensiones cívico-militares en el caso argentino, desde el golpe militar de 1976 hasta el presente. A partir del uso de premisas de análisis estratégico, este trabajo explica por qué los actores hicieron lo que hicieron, qué factores determinaron sus conductas políticas, cómo y por qué la articulación de estas distintas conductas determinó el proceso de lucha política, así como el significado de este proceso para el éxito o el fracaso de la consolidación democrática en la Argentina.

Para los lectores ansiosos aclaramos que nuestras conclusiones mostrarán:
1) que la política de persecución penal que caracterizó a la primera etapa de la transición argentina no fue la diseñada por el Poder Ejecutivo sino la consecuencia de la articulación del conjunto de estrategias implementadas por los actores en juego;
2) que la dirección que adoptó este proceso no respondió a los objetivos de máxima de ninguno de los actores intervinientes en la lucha política ligada a las violaciones de derechos humanos;
3) que la compleja dinámica que adoptó la lucha política ligada a los derechos humanos y las tensiones cívico-militares hasta el presente, parece haber resuelto las tensiones y luchas intramilitares que marcaron la presidencia de Raúl Alfonsín y permite prever que, en el largo plazo, el actor militar quedará sin capacidad para cuestionar y, por ende subordinado, al poder constitucional. Esta nueva situación no necesariamente implicará la desaparición de conflictos con el Ejecutivo alrededor de cuestiones tales como la asignación de partidas presupuestarias o la definición de funciones militares; y
4) que una de las razones centrales que explican la subordinación militar al poder constitucional es la altísima amenaza y el costo que la investigación y condena judicial por las violaciones de derechos humanos implicaron para las Fuerzas Armadas, a pesar de la serie de concesiones otorgadas por los gobiernos de Raúl Alfonsín y Carlos Menem.



EL “PROCESO DE REORGANIZACIÓN NACIONAL”: DERECHOS HUMANOS, DICTADURA Y TERRORISMO ESTATAL

Aun cuando la dictadura militar que en marzo de 1976 tomó el poder en la Argentina compartió con el resto de los regímenes autoritarios del Cono Sur una serie de rasgos, estas características comunes no nos permiten explicar ni las estrategias políticas y represivas implementadas, ni los procesos de transición resultantes. Como es sabido, tanto en la Argentina, como en Chile, Brasil y Uruguay los regímenes militares intentaron realizar dos grandes tareas: “normalizar” la economía3 y reimplantar el “orden” en la sociedad mediante la resubordinación del sector popular. La “normalización” de la economía implicó la implantación de un modelo basado en la redistribución negativa del ingreso, la disminución del producto bruto industrial y el aumento del desempleo estructural.4 Por su parte, la reestructuración del conjunto de la sociedad implicó un sistema de exclusión y desmovilización política de los sectores populares activos en la etapa anterior, la destrucción de los recursos organizacionales que habían sustentado dicha activación, y la supresión de la ciudadanía y de la democracia política. A fin de realizar estos objetivos (“normalización de la economía” y “reestructuración de la sociedad”), las Fuerzas Armadas, como institución, decidieron ocupar el aparato de estado. Esta decisión incluyó además una definición de los mecanismos institucionales que iban a gobernar el proceso de toma de decisiones de la corporación militar y otra respecto de la modalidad y alcance de la estrategia de resubordinación y reestructuración de la sociedad. Sin embargo, tal como muestran los distintos casos, de estos objetivos socioeconómicos comunes ni se “dedujeron” las mismas metas y estrategias políticas militares, ni se desembocó en transiciones y órdenes democráticos similares.

El 24 de marzo de 1976 una junta de comandantes tomó el poder. Además de anunciar la destitución de las autoridades constitucionales, y que las Fuerzas Armadas asumían el control de la república, modificó las reglas de competencia y funcionamiento del gobierno, suspendió la vigencia de la última parte del artículo 23 de la Constitución Nacional5 y reglamentó el funcionamiento de los órganos de gobierno. La Junta no sólo disolvió el Congreso Nacional, las legislaturas provinciales y los concejos deliberantes sino que también otorgó facultades legislativas al Poder Ejecutivo. Asimismo modificó la composición de la Corte Suprema nacional y de los Tribunales Superiores de Provincia y declaró “en comisión” a la totalidad de los jueces, los cuales, para ser confirmados, debieron jurar fidelidad a las “Actas y Objetivos del Proceso de Reorganización Nacional”.6 De esta forma, desde el primer día del golpe militar, desapareció el principio de división de poderes consagrado en el texto constitucional así como la posibilidad de recurrir a la justicia para garantizar límites al ejercicio de un poder arbitrario.

A este conjunto de instrumentos legales de orden general se agregaron otros, tendientes a restringir derechos civiles en campos específicos. El mismo 24 de marzo la Junta Militar recortó el derecho a la libre asociación a través del decreto núm. 6, que suspendía la actividad política de los partidos, y a través del decreto núm. 9, que prohibía la actividad gremial. Esta última medida fue, a su vez, acompañada por la intervención militar de los principales sindicatos. Por otra parte, y si bien las restricciones a la libertad de prensa tuvieron lugar fundamentalmente vía mecanismos coactivos (bombas en periódicos, persecución y desaparición de periodistas, órdenes verbales, etc.), en marzo de 1976 se dio a conocer el comunicado núm. 19, en donde se establecían penas de hasta diez años para quien divulgara o difundiera a través de cualquier medio, noticias, comunicados u opiniones con el propósito de perturbar, perjudicar o disminuir el prestigio de las actividades de las Fuerzas Armadas.7 Asimismo, en la ley 21.264 se estableció que aquellos que incitaran por cualquier medio a la violencia colectiva o alteraran el orden público serían juzgados por tribunales militares, los cuales, además de poder aplicar procedimientos sumarísimos, podían obviar dar las razones por las que estimaban adecuadas determinadas pruebas.

Y si bien todos estos rasgos caracterizaron a la dictadura militar argentina, los mismos no alcanzan a describir ni las dimensiones ni la magnitud del terror que desde el estado se desarrolló en esos años. Es más, en tanto la modalidad de represión implicó la destrucción de muchas de las pruebas, aún hoy es imposible la evaluación definitiva de sus alcances. Así, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas (CONADEP) a la vez que documentó en 1984 la desaparición de ocho mil novecientas sesenta personas, aclaró que estimaba que el número de víctimas excedía significativamente los nueve mil casos.8 Por otra parte, Amnesty International estimó que el número de víctimas superaba las quince mil y otros organismos defensores de los derechos humanos como Madres de Plaza de Mayo y el Servicio Paz y Justicia han sostenido que las víctimas alcanzan las treinta mil personas.

Como ya señaláramos, la decisión de la Junta de tomar el poder estuvo acompañada por dos definiciones adicionales: una referida a los mecanismos institucionales que iban a gobernar el proceso de toma de decisiones de la corporación militar y otra respecto de la modalidad de la estrategia represiva. Estas definiciones, hechas por la Junta de Comandantes antes del golpe, incorporaban las “lecciones” que podían extraerse de la experiencia del último gobierno militar argentino y del gobierno militar que en 1973 había tomado el poder en Chile. Ambas definiciones, con respecto a las reglas para la toma de decisiones y la política represiva, fueron estrategias cuidadosamente diseñadas. Y, al menos en el caso de la estrategia represiva, es sabido que los comandantes conocían no sólo las “ventajas” de la misma, sino también algunos de sus riesgos.9

¿Qué factores explican estas dos definiciones? La fijación del mecanismo de toma de decisiones estaba destinada a garantizar que el poder político fuese ejercido por la corporación militar en forma conjunta (por las tres Fuerzas).10 La Junta Militar, compuesta por los comandantes en jefe de las tres armas, era la máxima autoridad del estado, y tenía atribuciones para fijar las directivas generales del gobierno, para designar y reemplazar al presidente, a los miembros de la Corte Suprema, al Procurador General de la Nación, al Fiscal General de Investigaciones Administrativas, a los gobernadores provinciales, así como a todos los otros funcionarios del gobierno. Sus decisiones eran por mayoría, excepto en el caso de la designación o revocación del presidente, decisión para la cual se exigía unanimidad. Una de las manifestaciones de este ejercicio conjunto del poder por parte de la Junta Militar fue la asignación, sobre la base de un criterio aritmético, del control de las distintas jurisdicciones del aparato estatal (ministerios, gobernaciones, etcétera) a cada una de las armas (33% para cada una). El objetivo de este conjunto de disposiciones era evitar las dificultades de sucesión y la personalización del poder que habían caracterizado al gobierno militar argentino entre 1966 y 1973.

La decisión acerca de los alcances y la modalidad de la estrategia represiva a implementar tuvo lugar, según lo señalado por el general Ramón Camps, a partir de una resolución adoptada por el comandante en jefe del Ejército en una reunión ocurrida en septiembre de 1975.11 En dicha reunión, en la que habrían participado el comandante en jefe del Ejército, Jorge Rafael Videla, el jefe del Estado Mayor, Roberto Viola, y los generales Jefes de Cuerpo, se acordó que además de los cambios en la normativa legal era necesario desarrollar una estrategia clandestina de represión y que los opositores no sólo debían ser neutralizados sino también exterminados físicamente.12 Varias razones explican la estrategia represiva elegida. La decisión de exterminar físicamente a los opositores estaba basada en la experiencia de la anterior dictadura: esta vez los militares estaban decididos a impedir que un eventual gobierno civil pusiera en libertad a sus opositores, evitando así que los mismos reiniciaran una ofensiva política. Por su parte, la clandestinidad de las acciones represivas tenía dos propósitos: en relación con el frente externo, evitar y retardar las protestas y presiones internacionales como las que había tenido que enfrentar la dictadura chilena, y evitar también una eventual oposición de la diplomacia vaticana, que podría haber dificultado las buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica argentina que la Junta se proponía profundizar.13 En relación con el frente interno, la clandestinidad y arbitrariedad de la estrategia represiva aseguraba la efectividad de las operaciones en tanto impedía la fiscalización y el control del ejercicio del poder militar, y resultaba en la paralización por el terror de las respuestas y defensas de la población.

La mayor parte de la represión tuvo lugar a través de procedimientos clandestinos. Los denominados “grupos de tareas” de las Fuerzas Armadas operando en todo el territorio nacional bajo la dirección centralizada de las Fuerzas Armadas, pero a su vez con significativos niveles de autonomía, detuvieron, sin órdenes de arresto, a miles de personas en campos de concentración clandestinos ubicados generalmente en dependencias militares o policiales. En estos centros, los prisioneros eran interrogados bajo tortura con el fin de obtener información acerca de posibles futuras víctimas.14

El carácter clandestino de dichos centros, así como la inexistencia de órdenes de arresto, permitió evitar cualquier tipo de control o investigación judicial, dificultó la identificación de los captores, a la vez que permitió negar la existencia de prisioneros. Eventualmente las jefaturas militares de cada zona decidieron el destino de “sus” prisioneros: mientras unos fueron liberados y otros transferidos a centros de detención legales, la mayoría fue asesinada y sus cuerpos “eliminados”, pasando a engrosar las filas de los “desaparecidos”. Estas jefaturas también decidieron el destino de los niños secuestrados junto a sus padres o nacidos durante el cautiverio de sus madres. En cientos de casos resolvieron no devolverlos a la familia de las víctimas y optaron por entregarlos ya sea a personal militar interesado en los mismos o a orfanatos para su eventual adopción por individuos que desconocían la verdadera identidad y procedencia de los mismos.15

Aun cuando en el discurso militar el objetivo de la represión aparecía restringido a una “guerra contra la subversión”, diversos factores determinaron que la misma adquiriera un carácter total. Por un lado, la definición de los potenciales enemigos fue tan amplia que no dejó categoría social por incluir.16 Además de miembros de organizaciones guerrilleras, entre las víctimas se cuentan sindicalistas, políticos, sacerdotes, monjas, empresarios, profesionales, periodistas, novelistas, estudiantes, niños, parientes o amigos de las víctimas originales, un obispo y hasta un embajador nombrado por el propio gobierno militar.17

Por otro lado, si bien la represión tuvo un carácter sistemático y metódico, hubo ciertos hechos que, al aparecer como arbitrarios e incomprensibles, reforzaron el terror y el miedo que la represión debía producir. Como no había reglas que permitieran discriminar entre las conductas “permitidas” y “desviadas”, la inmensa mayoría de los ciudadanos pasaron a percibirse como potenciales víctimas. El terror no sólo eliminó la escena pública sino que también se instaló en el mundo privado. Los mecanismos del terrorismo estatal fueron reforzados por explícitas amenazas públicas a la mayoría de la población por parte de importantes miembros del gobierno, como por ejemplo, cuando el general Ibérico Saint Jean –gobernador de la provincia de Buenos Aires– afirmó en mayo de 1977:

Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después […] a sus simpatizantes, enseguida […] a aquellos que permanecen indiferentes y finalmente mataremos a los tímidos.18
De esta forma, el terrorismo de estado, a la vez que eliminó a la guerrilla, neutralizó a la mayoría de las organizaciones populares e intimidó y disuadió a potenciales opositores transformándose, entonces, en un extendido mecanismo de control social de la población.19

A este cuadro hay que agregar que el aparato represivo incluyó, además, una dimensión internacional. Los integrantes de las Fuerzas Armadas y organismos de inteligencia de dictaduras limítrofes (como la boliviana, chilena, paraguaya y uruguaya) gozaron de “luz verde” para asesinar o secuestrar a opositores residentes en la Argentina. Por otro lado, integrantes de “grupos operativos” de la Fuerzas Armadas y servicios de inteligencia argentinos llevaron adelante acciones, que cubrieron desde asesinatos, secuestros o campañas de “acción psicológica” en Bolivia, Brasil, Chile, España, Francia, México, Paraguay, Uruguay y Venezuela, creando esto diversas tensiones con aquellos países gobernados democráticamente.

Si bien es cierto que la mayor parte de la represión y de las violaciones de derechos tuvieron lugar a través de procedimientos clandestinos, cabe señalar que desde el mismo día del golpe se creó una legalidad “de facto” que sirvió para justificar la eliminación y violación de derechos previamente consagrados.20 Esta legalidad “de facto”, además de no cumplir, en la mayoría de los casos, con los requisitos de previsibilidad, generalidad y racionalidad que caracterizan, por definición, a una ley, justificó expresamente su carácter discrecional.21 Este uso discrecional del derecho configuró una situación caracterizada por la ausencia de límites jurídicos al ejercicio del poder, por la creación de tipos penales imprecisos u omnicomprensivos, así como por una tendencia a obviar la fundamentación de las decisiones.22

La estrategia represiva tuvo un lugar central en la estructura del poder militar. Esta centralidad se manifiesta no sólo porque, como era de esperar, la participación en la represión implicó mayores cuotas de poder interno dentro de la estructura del régimen militar,23 sino también por las amplias consideraciones que antecedieron a la puesta en marcha del operativo represivo.

Desde muy temprano los comandantes prestaron atención a las “ventajas y riesgos” que la metodología represiva elegida implicaría para la vida institucional de sus respectivas fuerzas. Por un lado, los comandantes de las tres fuerzas sabían que era necesario comprometer personal y profesionalmente a un gran número de sus efectivos en el accionar y la metodología represiva elegida, a fin de evitar que los miembros de las fuerzas que no participaran directamente en la represión se desentendieran de la defensa y responsabilidad de la metodología represiva empleada.24 Por el otro, los comandantes sabían, porque así lo habían advertido especialistas militares franceses y norteamericanos,25 que como consecuencia del carácter clandestino que asumiría la represión era altamente probable que aquellos sectores de la institución directamente implicados en las tareas operativas terminaran autonomizándose organizacionalmente, y utilizando dicha autonomía para obtener beneficios económicos particulares.26 Por lo tanto, era de esperar, como efectivamente ocurrió, rupturas en la cadena de mandos, enfrentamientos entre el personal que participaba y el que no participaba de los operativos represivos,27 y la paulatina pérdida de transparencia en la administración económica de las fuerzas en la medida en que los operativos clandestinos requerían de una logística (mantención de centros de detención, personal, combustible, viajes –algunos internacionales–, armas, etc.) que sólo podía ser contabilizada y controlada a través de una administración “paralela” (en “negro”) de fondos. Corrupción y ruptura de la cadena de mandos eran fenómenos previsibles por el tipo y estructura de represión elegida: brindaba altos beneficios y eficiencia político-militar para los objetivos castrenses de corto plazo (aniquilamiento de la guerrilla y de toda forma de oposición, desmantelamiento de la organización de sectores populares, amedrentamiento del conjunto de la población), y sentaba las bases estructurales para la corrosión de las instituciones militares en el mediano plazo. Por ello, y según lo revela el discurso pronunciado por el general Albano Harguindeguy en mayo de 1978, el gobierno militar tenía prevista la implementación de un plan de saneamiento institucional para prevenir las esperables consecuencias en el mediano plazo (corrupción económica y ruptura de la cadena de mandos).28 Sin embargo, a poco tiempo de haberse iniciado el “saneamiento”, fue interrumpido debido a la intensificación y prioridad que cobraron los conflictos interfuerzas producto de las disidencias que despertaba la implementación del plan político destinado a asegurar los objetivos de mediano y largo plazo de las Fuerzas Armadas.29

Estos conflictos se vieron, paradójicamente, potenciados por acciones de fuerza clandestinas ejecutadas por los propios grupos operativos que, como consecuencia de la implementación de la estrategia represiva, habían adquirido crecientes niveles de autonomía. De esta forma entonces, uno de los efectos imprevistos del accionar clandestino de las Fuerzas Armadas y de su consecuente autonomización organizativa fue la incorporación de la violencia clandestina como método de resolución de los conflictos internos de poder dentro del propio aparato militar.30

¿Cuáles fueron las respuestas e iniciativas que marcaron el accionar de la ciudadanía y de los debilitados actores sociales y políticos del período? En el comienzo sólo hubo víctimas y cómplices por acción u omisión. La magnitud y extensión de la represión, así como la omisión de acciones o denuncias por parte de los partidos, los sindicatos, la iglesia y la prensa colocaron a la ciudadanía en una situación de completa indefensión. Aun cuando el silencio de los sindicatos y de los partidos puede ser atribuido al hecho que, en una primera etapa, sus cuadros fueron unas de las principales víctimas de la represión, cabe señalar que, en una segunda etapa, no fueron estas organizaciones las que lideraron el proceso de denuncias de la represión desarrollada. En los primeros meses de la dictadura militar una serie de grupos y organizaciones,31 nacidos muchos de ellos como consecuencia del repliegue de otras instituciones, comenzaron a denunciar el accionar represivo del gobierno. En esta primera etapa los organismos de derechos humanos se dedicaron a salvar víctimas de la represión, presionando para lograr su aparición o instrumentando mecanismos para facilitar su salida del país, a recabar información sobre lo que estaba sucediendo, y a publicitario en el país y en el exterior a fin de presionar al gobierno para que abandonara su política represiva.

En los primeros años, el gobierno militar pudo neutralizar con bastante eficiencia la visibilidad pública de estas denuncias en el ámbito nacional. En esos años, en el ámbito nacional, la labor de los organismos estuvo concentrada en asegurar la supervivencia de las víctimas. Era necesario organizar las denuncias ante instituciones nacionales y extranjeras y organizar e instruir a los familiares sobre las estrategias a seguir a fin de recuperar con vida a sus familiares. La estrategia que adoptaron estos organismos fue en el mediano plazo exitosa, sin embargo, es de notar que la estrategia elegida no fue producto del conocimiento ex ante acerca de la posible efectividad de la misma.32 La mayoría de estos organismos se fundó como consecuencia de la magnitud de la represión y en la mayoría de ellos su proceso de construcción institucional implicó también un proceso de aprendizaje de las posibles acciones a desarrollar.

En el ámbito internacional la efectividad de las denuncias de los organismos no pudo ser neutralizada tan fácilmente por el gobierno. Las denuncias de individuos y de los organismos locales ante organismos internacionales de derechos humanos resultaron en demandas, pedidos y sanciones. A partir de fines de 1976, las denuncias efectuadas por los organismos locales empezaron a tener impacto y dieron lugar a medidas de política por parte de organismos no gubernamentales como Amnesty International y por parte de gobiernos extranjeros. A fines de 1976 se produjo la visita de una misión de Amnesty International.33 El informe de la misma, publicado en marzo de 1977, incluyó la primera lista pública de víctimas de desapariciones. Al finalizar 1976, un informe del Departamento de Estado de los Estados Unidos ya admitía que en la Argentina se estaban produciendo importantes violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, a diferencia de lo que pasaría un año más tarde, el informe sugería que, por razones de seguridad, se continuara la asistencia financiera para compras militares y de seguridad.34 A partir de 1977, las denuncias de los organismos de derechos humanos se combinaron con la introducción en la política exterior americana de la cuestión de los derechos humanos. Este cambio, atribuible tanto a las posiciones de principios sustentadas por algunos miembros de la coalición demócrata de ese momento, como a la estrategia de presión sobre la situación interna de la Unión Soviética, permitió expandir el alcance de las denuncias a la vez que legitimó a los denunciantes. En 1977, Patricia Derian, secretaria adjunta de Asuntos Humanitarios y de Derechos Humanos de la Secretaría de Estado, visitó tres veces el país. En febrero de 1977, el secretario de Estado de los Estados Unidos, Cyrus Vance, anunció que su gobierno planeaba reducir en diecisiete millones de dólares la ayuda militar para la Argentina debido a las violaciones de derechos humanos que estaban ocurriendo, determinación que fue reforzada en julio por una decisión del Congreso que dispuso eliminar todo tipo de asistencia militar hasta tanto la situación de los derechos humanos mejorara.

El gobierno militar respondió a la estrategia desplegada por los organismos de derechos humanos de diversas maneras. En el ámbito interno, la estrategia del gobierno incluyó la represión, la negación de lo denunciado, la difamación, así como la formulación de un discurso de derecho “alternativo”. Desde un comienzo, tanto los miembros como los dirigentes de estos organismos fueron víctimas de la represión estatal. Entre las acciones represivas que sufrieron estos organismos puede citarse la detención-desaparición en 1977 del primer grupo dirigente de las Madres de Plaza de Mayo, el encarcelamiento en 1980 de los miembros de la conducción del CELS y en 1977 el encarcelamiento y tortura de Adolfo Pérez Esquivel (Coordinador Nacional y Latinoamericano del Servicio Paz y Justicia), a quien el gobierno militar mantuvo detenido a disposición del Poder Ejecutivo hasta 1979.

En forma paralela a la estrategia represiva, y en particular cuando la repercusión internacional de las denuncias de los organismos se filtró en el ámbito nacional, el gobierno argentino se vio obligado a armar una serie de estrategias discursivas tendiente a responder a las acusaciones. Por un lado, el gobierno intentó encuadrar a las violaciones a los derechos humanos denunciadas como el producto de “excesos” circunstanciales e inevitables de una guerra, y evitar así la responsabilidad gubernamental por los hechos denunciados. Simultáneamente, y en forma contradictoria con este intento de descargo parcial, el gobierno trató de defender globalmente la estrategia represiva utilizada con el argumento de que, dada la naturaleza del enemigo que se debía enfrentar, la misma era una respuesta estatal necesaria y legítima. A diferencia de lo que ocurría en la primera versión, en este caso no se buscaban atenuantes parciales. En esta versión el objetivo era defender a la estrategia represiva elegida in toto a partir de invertir el sentido de las denuncias. Las víctimas se convertían en victimarios y los victimarios se convertían en defensores de la vida.35 La represión, por su parte, se transformaba en legítima defensa ante el riesgo de “morir colectivamente”.36 El intento de desarrollar un discurso alternativo tuvo en la frase “los argentinos somos derechos y humanos” su ilustración paradigmática. Finalmente, y aunque resulte obvio, cabe señalar que esta última estrategia se orientó también a descalificar la validez de las denuncias a partir de descalificar moral y políticamente a los denunciantes.

El gobierno desarrolló, también, un conjunto de estrategias para contrarrestar las acciones de los organismos en el ámbito internacional. En esta esfera, la estrategia gubernamental incluyó no sólo acciones diplomáticas en organismos internacionales como la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas37 sino también campañas publicitarias por parte de conocidas empresas de relaciones públicas americanas.38 En los organismos internacionales los principales objetivos del gobierno argentino fueron evitar cualquier debate público que pudiera llevar a críticas del accionar de la Junta y evitar que la Argentina apareciera en las listas de Naciones Unidas que denunciaban a los violadores de derechos humanos.39 El embajador Gabriel Martínez, representante argentino ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, desarrolló esta tarea con bastante efectividad y contó para ello con la colaboración en la Comisión de los representantes del gobierno de la Unión Soviética, que también veían cuestionado a su gobierno por las denuncias sobre violaciones a los derechos.



LA BÚSQUEDA MILITAR DE UNA SALIDA POLÍTICA O ¿CÓMO CLAUSURAR EL PASADO?


A fines del año 1977, momento en que el gobierno reconoce haber alcanzado la victoria militar en su “guerra antisubversiva”,40 surgen, dentro de las mismas Fuerzas Armadas, varios proyectos orientados a diseñar las bases del orden político futuro.41 Sin embargo, para la implementación de cualquiera de ellos, las Fuerzas Armadas necesitaban que los sectores civiles aprobaran pública y manifiestamente lo realizado en la represión lo cual, a su vez, debía resultar en un compromiso de no revisión del pasado.

Varios fueron los intentos desarrollados por el gobierno para cerrar la cuestión. Además de las propuestas oficiales que más adelante se describen, hubo otras que miembros de la Junta, como el almirante Massera, desarrollaron en forma paralela a fin de fortalecer su poder personal.42 Asimismo cabe señalar que las políticas desarrolladas por la Junta para cerrar este tema dieron lugar a importantes conflictos intramilitares, que llegaron a derivar en una sublevación militar.43

El primer camino elegido por el gobierno para “blanquear” la política represiva llevada adelante involucró a un organismo internacional: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Si bien la decisión de invitar a la Comisión generó disputas entre los miembros de la Junta,44 para el entonces presidente Videla la visita debía servir para mostrar al mundo y al país no sólo que la represión en la Argentina había sido producto de una “guerra” necesaria pero acotada sino también que la misma era ya una cuestión del pasado. Sin embargo, el informe de la Comisión tuvo consecuencias distintas de las deseadas por Videla y por algunos otros miembros del gobierno militar. El informe,45 que recién se conoció en abril de 1980, fue mucho más crítico de lo esperado por el gobierno; en consecuencia, no pudo ser utilizado para cerrar el caso. Por el contrario, el informe terminó legitimando tanto interna como internacionalmente los reclamos de los organismos de derechos humanos y los preparativos para la visita constituyeron el primer indicio de la capacidad organizativa de los organismos. Ahora bien, aun cuando los resultados fueron distintos a los esperados por el gobierno militar, es de destacar que fue la necesidad de cerrar el pasado la que hizo que el gobierno militar se arriesgara a invitar a una comisión de inspección cuyos informes creía pero no tenía la certeza, de poder controlar.

En 1979, antes de que se conociera el informe de CIDH, la Junta inició un primer intento de reorganización de la actividad política conocido con el nombre de “el diálogo político”.46 El objetivo de este “diálogo” era la creación de un nuevo régimen. Desde la perspectiva militar, “la victoria en la guerra antisubversiva” otorgaba derechos y legitimaba su voluntad de formar un nuevo orden en el cual las Fuerzas Armadas debían tener un rol institucional relevante y permanente. Las Fuerzas Armadas conservarían la capacidad de tutelar los límites del disenso de una futura democracia y una fuerza política afín, conformada a partir de la agregación de los diversos partidos provinciales de derecha, garantizaría la continuidad de sus políticas y presencia militar en el gobierno.47 Para participar del nuevo orden era preciso acordar con ciertas condiciones, en particular, era preciso acordar con la política represiva desarrollada. De esta forma, y por otra vía, el gobierno volvía a intentar el acuerdo de los sectores civiles para “blanquear” el pasado. Desde el punto de vista militar, el grado de oposición y discrepancia con los métodos utilizados permitía diferenciar a los aliados de los adversarios y enemigos.48 Y sólo aquellos que acordaran con los métodos utilizados podrían ser invitados a participar del nuevo orden que empezaría a discutirse en las reuniones del llamado “diálogo político”. No nos detendremos ahora a analizar por qué para las Fuerzas Armadas el acuerdo con la política represiva era la condición insoslayable para discriminar a los potenciales participantes del nuevo orden.49 Aquí sólo queremos subrayar que la temprana preocupación militar por eliminar al tema de las violaciones de los derechos humanos de la agenda política de la transición a un régimen civil, contribuyó a darle centralidad. Y de esta forma, el tema que las Fuerzas Armadas pretendían solucionar, primero por medio de la justificación y luego a través del olvido, se transformó en una cuestión insoslayable de la transición.

En 1980, el Premio Nobel de la Paz fue otorgado a Adolfo Pérez Esquivel. El premio tuvo diversas consecuencias. Por un lado dio lugar a que las actividades internacionales del movimiento de derechos humanos empezaran a articularse con las tareas que los mismos venían desarrollando en el país. Por otra parte, el premio legitimó internamente la actividad y las demandas del movimiento por los derechos humanos en general, le dio nuevos ímpetus y obligó a que paulatinamente el conjunto de los actores políticos y sociales se pronunciaran frente a un tema que hasta ese momento, muchos de ellos, habían preferido obviar. De esta forma, los intentos del gobierno por cerrar el tema debieron enfrentar una dificultad adicional.

Durante 1980 y 1982 los planes políticos del gobierno militar empezaron a enfrentar dificultades que a la vez que permitían prever un crítico aumento de la tensión sociopolítica, limitaron su capacidad para imponer condiciones al resto de los actores políticos y sociales. Por un lado, el recambio presidencial del general Videla por el general Viola, en vez de producir la estabilidad gubernamental buscada, resultó en un golpe palaciego por el cual el general Viola terminó siendo reemplazado por el general Galtieri. El golpe, además de poner en evidencia que las Fuerzas Armadas eran incapaces de asegurar la estabilidad política que decían garantizar, también puso al desnudo la profundidad de las tensiones intramilitares. Por otro lado, la grave situación económica, caracterizada por la magnitud que había alcanzado la deuda externa, caída de la tasa de inversión, recesión y crecientes tasas de inflación, dio indicios de una crisis con consecuencias de mediano y largo plazo. Finalmente, el régimen enfrentó, en esos años, un aumento de la capacidad de movilización opositora tanto en lo referido a reclamos sindicales como a aquellos referidos a las violaciones a los derechos humanos.50

Varios analistas han señalado que en este contexto, caracterizado por el aumento de la tensión política y social, la invasión a las Islas Malvinas fue la “solución” que encontró la conducción militar para congelar la creciente oposición. Argumentan que el gobierno pretendió redefinir la red de alianzas y oposiciones que por ese entonces le resultaba desfavorable a través de una acción que, al estar relacionada con un reclamo histórico, resultaría en la adhesión de la gran mayoría de los actores sociopolíticos nacionales. Los análisis históricos del conflicto han demostrado que, una vez producido el desembarco, la Junta decidió no retirarse de las islas porque visualizó que la campaña militar podía redundar en importantes beneficios políticos internos.51 Sin embargo, estos mismos estudios demuestran que las razones que motivaron la aventura militar estuvieron sólo parcialmente relacionadas con la situación interna.52 Por lo tanto, a los fines de este análisis deben separarse las razones específicas que motivaron la decisión de la Junta de intervenir militarmente en Malvinas, de las consecuencias y efectos políticos que dicha decisión tuvo para la supervivencia del régimen militar.



LA ADMINISTRACIÓN POLÍTICA DE UNA RETIRADA MILITAR DESORDENADA


Si antes del 2 de abril de 1982 el gobierno tenía aún cierta capacidad para imponer condiciones para una apertura, luego de la derrota de junio la situación había cambiado. La derrota no sólo afectó la capacidad del gobierno militar para imponer su autoridad frente a la sociedad, sino que también agudizó los conflictos intramilitares.53 Entre el 22 de junio y el 10 de setiembre de 1982, el pacto interfuerzas que sostenía el ejercicio conjunto del poder por parte de la Junta se quebró.54 El Ejército, sin el acuerdo de la Fuerza Aérea ni de la Armada, se hizo cargo del poder político. Estas divisiones no sólo redujeron la capacidad de negociación de los militares frente a las fuerzas civiles, impidiéndoles imponer aquellos objetivos de máxima que habían marcado sus acercamientos a las fuerzas civiles en los años precedentes (esto es, acuerdo que garantizara la inserción constitucional de las Fuerzas Armadas en el futuro gobierno civil), sino que también les impidieron acordar internamente qué debía negociarse, con quiénes y a través de qué medios. En estas circunstancias, y dadas las dificultades para el acuerdo, los objetivos del poder militar en su relación con las fuerzas civiles se concentraron en la obtención de una solución al tema de las violaciones a los derechos humanos. Como consecuencia de la crisis post-Malvinas, el gobierno militar replanteó sus objetivos políticos: tuvo que abandonar la estrategia orientada a la formación de un partido de derecha propio destinado a constituirse en primera minoría electoral e intentó negociar con la oposición un pacto de salida.

Más allá de las preferencias del gobierno militar en términos electorales, éste intentó negociar con la oposición una serie de cuestiones que reflejaban el rango de preocupaciones de los distintos sectores militares. En noviembre de 1982, el gobierno hizo conocer a los partidos los quince temas que entendía era necesario “concertar” a fin de “concluir con la institucionalización del país”. Entre éstos se destacaban: “la lucha contra el terrorismo”, “los desaparecidos”, “el conflicto Malvinas”, “la investigación de ilícitos” y “la presencia constitucional de las Fuerzas Armadas en el próximo gobierno constitucional”.55 Ante la imposibilidad de conseguir la aceptación de los mismos en un “pacto de salida”,56 el gobierno militar se vio obligado a imponer, en forma unilateral, aquellas condiciones que consideraba intransigibles. Tres fueron las medidas que conformaron el último intento militar por imponer condiciones antes de su salida. El 28 de abril de 1983 las Fuerzas Armadas dieron a conocer el llamado “Documento Final” en donde fijaban su posición frente a las violaciones a los derechos humanos.57 Ese mismo día se conoció un “Acta Institucional”, en la cual la Junta establecía que todas las operaciones contra el terrorismo que habían sido llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas debían ser consideradas actos de servicio y por lo tanto no eran punibles. Finalmente, dos semanas antes de las elecciones sancionó la ley de Pacificación Nacional, habitualmente conocida como ley de autoamnistía,58 que otorgaba inmunidad a los sospechosos de actos terroristas y a todos los miembros de las Fuerzas Armadas por crímenes cometidos entre el 25 de mayo de 1973 y el 17 de junio de 1982. A estas tres medidas hay que agregar el dictado del decreto núm. 2726/83 que en los últimos días del gobierno militar dispuso la destrucción de los documentos referidos a la represión militar.59

De esta forma, la estrategia implementada por las Fuerzas Armadas, a la vez que ratificó la importancia que para las mismas tenía la cuestión de los derechos humanos, colocó al tema en un lugar central de la agenda y negociaciones de la transición.

La aceleración de los tiempos que caracterizó a la escena política post-Malvinas, así como la evidente descomposición que sufrió el gobierno militar, tuvo una consecuencia paradójica; obligó a los partidos a “sostener al mismo régimen al que se habían enfrentado con el fin de darse tiempo para acceder ordenadamente al gobierno”.60 A pesar del caos en el que se encontraban las Fuerzas Armadas luego de la derrota militar, los líderes de la Multipartidaria no reclamaron la entrega inmediata del poder sino que siguieron demandando un calendario cierto para la apertura electoral. Y, si bien se negaron a formar un gobierno cívico militar, prefirieron que fueran las Fuerzas Armadas las que lideraran el proceso de transición61 a fin de que las mismas dieran algún tipo de “solución” a los problemas de derechos humanos, corrupción y endeudamiento externo que temían heredar.

El proceso de liberalización no se caracterizó por la explosión y radicalización de demandas sociales, por el contrario, su signo dominante fue la búsqueda de un principio fundante de orden. En un contexto donde la profusión y circulación de relatos sobre el terror y la punzante presencia de los organismos de derechos humanos, ponía de manifiesto la magnitud de las arbitrariedades cometidas por el poder, así como la vulnerabilidad de las personas, la demanda de la sociedad tuvo como reclamo central el restablecimiento de un nuevo pacto político. En la búsqueda de este nuevo pacto fundante los partidos optaron entre: a) construir un orden sobre la base de negociaciones con el debilitado gobierno militar acordando con el mismo acciones de gobierno futuras, como la no investigación de las violaciones a los derechos humanos, a fin de garantizar el proceso de transición; o b) construir un orden jurídico alternativo sobre la base del imperio de la ley y el respeto a la persona que no se subordinase a las demandas del poder militar.

Más allá de los valores que, indudablemente, incidieron en la elección de las estrategias electorales y de las aptitudes para el liderazgo demostradas por cada uno de los candidatos; la estrategia elegida por los partidos mayoritarios estuvo también condicionada por la dinámica de la competencia interna, así como por las expectativas de triunfo electoral de cada uno de ellos. Las tibias y a veces ambiguas declaraciones que, a lo largo del período electoral, hizo Italo Luder, el candidato peronista, en relación con la cuestión militar y al tratamiento de las violaciones de los derechos humanos, pueden ser entendidas, en parte, como consecuencia de las expectativas de un seguro triunfo electoral. Por razones históricas62 y coyunturales,63 el peronismo descontaba su triunfo. En consecuencia, su candidato consideró innecesario esforzarse por conquistar el voto descontento que se aglutinaba alrededor de las demandas de los organismos de derechos humanos y evaluó más conveniente minimizar sus enfrentamientos con las Fuerzas Armadas.64 Si su triunfo estaba asegurado, el establecimiento de una pacífica relación política con las Fuerzas Armadas era una tarea de los tiempos preelectorales. Calmar un potencial frente de conflicto con las Fuerzas Armadas era una prioridad impuesta no sólo por el futuro sino también por el pasado. Entre 1955 y 1973, las relaciones del peronismo con las Fuerzas Armadas habían estado marcadas por duros enfrentamientos, y en 1976, el gobierno militar que ahora dejaba el poder había depuesto por la fuerza a un gobierno peronista del cual Luder había sido presidente provisional. En ese contexto, la estrategia del candidato peronista prefirió no confrontar abiertamente a las demandas del poder militar.

Para el candidato radical la situación preelectoral era distinta. No sólo se vio obligado a enfrentar en las internas a un candidato emparentado con el tradicional aspirante presidencial del radicalismo, sino que también debió enfrentar a una línea interna que había mostrado tener buenas relaciones con el poder militar. Por lo tanto, sea porque le era necesario diferenciarse de su oponente en el partido o porque al no tener certeza acerca de su triunfo electoral precisaba conquistar el voto que el candidato peronista había optado por desestimar, o porque no requería asegurar ex ante una pacífica relación con las Fuerzas Armadas, el candidato radical necesitó, desde un primer momento, diferenciarse y definirse en algunos de los temas que el resto de los candidatos preferían mantener en la ambigüedad.65 Curiosamente, y dada la arbitrariedad jurídica y la represión que habían caracterizado el gobierno militar, el candidato radical pudo proyectar una imagen de distancia y enfrentamiento frente al régimen militar y a su oponente electoral, basándose en la revolucionaria y, a la vez, conservadora demanda del restablecimiento del estado de derecho y del imperio de la ley.

De las dos estrategias electorales, la del candidato radical ofreció mayores resultados y, en octubre de 1983, Raúl Alfonsín alcanzó la victoria con el apoyo mayoritario para sorpresa de muchos. De esta forma, las Fuerzas Armadas había alcanzado uno de sus objetivos “de mínima”: evitar la victoria peronista. Sin embargo, sus objetivos con respecto a la “cuestión” de los derechos humanos distaban de haberse cumplido: en 1983, ya sea porque los últimos actos del gobierno militar ratificaron la importancia que para las Fuerzas Armadas tenía la cuestión de los derechos humanos, como porque la campaña del partido triunfador la transformó en el eje de su programa, la cuestión quedó ubicada en el centro del debate político y entre las preocupaciones del futuro gobierno democrático. Así, la construcción del estado de derecho y la defensa de los derechos humanos se convirtió en un programa de gobierno.



LA FALLIDA ESTRATEGIA DE ALFONSÍN: TRATAMIENTO JUDICIAL LIMITADO Y AUTODEPURACIÓN MILITAR

Lo ocurrido a partir de diciembre de 1983 no fue el resultado del éxito de una estrategia en particular sino la consecuencia de un proceso de lucha política en el cual tanto el gobierno, las Fuerzas Armadas como el movimiento por los derechos humanos vieron fracasar sus objetivos de máxima.

¿Qué objetivos tenía cada uno de estos actores? ¿Qué respuesta pretendían dar al problema?

La estrategia del gobierno era bifronte: a la vez que intentaba sancionar a miembros de las Fuerzas Armadas que hubieran cometido violaciones a los derechos humanos buscaba incorporar a los militares al juego democrático. A fin de conseguir este doble objetivo el gobierno intentó implementar una estrategia que debía resultar en el autojuzgamiento de los militares. Desde la perspectiva gubernamental una autodepuración exitosa permitiría sancionar judicialmente a algunos de los responsables, cumpliendo así con promesas electorales, sin enemistarse con las Fuerzas Armadas en su conjunto.66

¿Qué hizo el gobierno para alcanzar estos objetivos? Tres días después de asumir el gobierno, el presidente Alfonsín, en su carácter de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, dictó dos decretos, el núm. 158/83 ordenando el arresto y la prosecución de los miembros de las tres primeras juntas militares que gobernaron al país entre 1976 y 1983, por ofensas criminales tales como privación ilegítima de libertad y tortura;67 y el núm. 157/83 ordenando la persecución penal por asociación ilícita, atentados contra el orden público y la paz interior de líderes guerrilleros entre los que se encontraban Mario Eduardo Firmenich, Fernando Vaca Narvaja, Enrique Gorriarán Merlo y Roberto Perdía.

Este aspecto de la estrategia gubernamental resultaba de importancia, pues la persecución penal de líderes guerrilleros era la pieza con la que pretendía sustentar frente a la opinión pública y las propias Fuerzas Armadas que no se estaba articulando una campaña “antimilitar”, sino tratando de sancionar a “los dos demonios” responsables por la violencia política de la década previa.68 Desde el punto de vista del gobierno, esta igualación de responsabilidades resultaría creíble si lograba detener y juzgar a algunos de los civiles acusados por actividades guerrilleras. Por ello, puso especial empeño en obtener, como efectivamente lo hizo en 1986, la extradición de Mario Firmenich de Brasil.69

A fin de que la estrategia gubernamental fuera posible, era necesario asegurar la sanción de otras dos leyes, una debía derogar la ley de Pacificación Nacional (o de autoamnistía) sancionada a último momento por el gobierno militar y otra debía especificar el alcance de la responsabilidad penal y la jurisdicción en la cual se realizarían las prosecuciones ordenadas.

El 29 de diciembre de 1983 el congreso aprobó casi por unanimidad la sanción de la ley 23.040 que derogaba la ley de autoamnistía. Sin embargo, la estrategia gubernamental empezó a encontrar dificultades cuando en el parlamento empezó a debatirse la ley de Reforma del Código Militar (ley 23.049) en la que se especificaba la jurisdicción donde tendrían lugar los juicios, así como la extensión y los alcances de la responsabilidad penal.

La ley 23.049 de Reforma al Código Militar confería al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas la jurisdicción inicial para la prosecución del personal militar pero establecía una instancia de apelación automática en tribunales civiles. La ley autorizaba a los tribunales civiles a hacerse cargo del proceso, cualquiera fuese el estadio de los mismos, en caso de que la corte militar demorara injustificadamente más de seis meses el trámite de los mismos. La propuesta inicial del gobierno incluía también un artículo que afirmaba respecto de la obediencia debida que “se presumirá, salvo prueba en contrario, que se obró con error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida”. Se suponía que esta provisión iba a permitir al gobierno establecer distintos niveles de responsabilidad y que, por consiguiente, sólo aquellos que hubieran tenido capacidad para tomar decisiones, es decir, aquellos que hubieran dado las órdenes y sólo aquellos que se hubieran excedido en el cumplimiento de las mismas serían imputables. De acuerdo con este criterio aquellos que hubieran obedecido órdenes aberrantes no podían ser condenados en tanto debía presumirse que habían actuado en la suposición de que las órdenes eran legales. El proyecto del Ejecutivo no sólo pretendía restringir ab initio los alcances de la política de juzgamiento, a su vez, los criterios utilizados para limitar la extensión del castigo tenían por objeto crear certidumbre en las Fuerzas Armadas acerca de los riesgos y alcances que la política de persecución elegida podía implicar para las mismas.

Sin embargo, en la discusión parlamentaria de la ley, tanto por presión de los movimientos de derechos humanos como por presiones partidarias, se introdujeron algunas modificaciones que más adelante mostraron ser críticas para el éxito de la estrategia gubernamental. En particular, en el debate parlamentario se introdujo una modificación que impidió el uso indiscriminado del concepto de “obediencia debida” tal como aparecía en el proyecto original del Ejecutivo. El artículo 11, finalmente aprobado, interpretativo del concepto de “obediencia debida” estableció que “se podrá presumir, salvo evidencia en contrario, que se obró con error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida, excepto cuando consistiera en la comisión de hechos atroces o aberrantes”. La inclusión de este artículo además de impedir al gobierno limitar, desde el inicio, el número de posibles imputados, introdujo un factor de incertidumbre en su relación con las Fuerzas Armadas en tanto los alcances de la ley iban a ser definidos de forma contingente en los diversos procesos judiciales.

A pesar de esta modificación, en febrero de 1984, muchos creían que el gobierno había sentado las bases de lo que sería su política de derechos humanos. El éxito de la misma dependía, fundamentalmente, de que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas hiciera su parte. Si éste no cumplía, las modificaciones que se habían introducido a la ley 23.049 iban a complicar la implementación de la estrategia gubernamental. Sin embargo, en aquel momento fueron pocos los que se percataron de la importancia y gravedad de los cambios introducidos en la discusión parlamentaria.

Además de estas piezas la estrategia inicial del gobierno incluyó la formación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). Esta comisión debía recibir denuncias y pruebas sobre desapariciones, remitirlas a la justicia, averiguar el paradero de personas desaparecidas, así como determinar la ubicación de niños sustraídos. En la estrategia de la Presidencia, la constitución de la CONADEP permitía obstruir la formación de una comisión investigadora bicameral. Desde el punto de vista del gobierno una comisión bicameral, al otorgar mayores atribuciones al congreso en la formulación de la política de derechos humanos y al tener facultades para tomar declaración indagatoria a presuntos responsables, ponía en peligro su objetivo de limitar el enjuiciamiento y condena a unos pocos jefes militares. Si bien estas razones explican por qué el Ejecutivo decidió la formación de la CONADEP es de destacar que los efectos de su labor tuvieron una repercusión que superó con creces lo esperado al momento de su creación.

¿Cuáles eran los objetivos de las Fuerzas Armadas en esta etapa y qué acciones implementaron para lograrlos? En relación con la cuestión de los derechos humanos, su objetivo central era impedir el trate miento judicial del tema y que personal militar o policial fuera condenado por violaciones a los mismos.70 Ambos objetivos era precondiciones para evitar la revisión y condena social sobre el rol político que habían cumplido estas instituciones en la Argentina Sin embargo, cuando a poco tiempo de asumido el gobierno constitucional la ley de autoamnistía fue derogada, el intento militar de resolver definitivamente el tema sin que mediara una revisión judicial se vio frustrado.

Ante los cambios en la situación que supusieron los decretos y las leyes dictadas por el nuevo gobierno, las Fuerzas Armadas reafirmaron legalidad de las órdenes emitidas, insistieron en clasificar con “excesos” a crímenes que algún subordinado pudiera haber cometido y volvieron a aclarar que los mismos ya habían sido juzgados durante el propio gobierno militar. ¿Cuál fue la reacción de los miembros de la juntas ante el proceso judicial? El general Jorge R. Videla, por ejemplo, asumió responsabilidad en general por las operaciones llevadas a cabo durante la “guerra antisubversiva” pero negó tener conocimiento y culpabilidad de los actos por los cuales lo acusaba.71 La posición de Videla, así como la de Massera, implicaba en los hechos asumir responsabilidad sólo por los aspectos legales de la represión y desplazar la responsabilidad de las violaciones a sus subordinados.

Formalmente, la resistencia de las Fuerzas Armadas a encuadrarse dentro de la estrategia de autodepuración del gobierno se puso en evidencia el 25 de septiembre de 1984 cuando el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas expresó en un documento enviado a la Cámara Federal que las órdenes acuñadas por las cúpulas militares para la represión eran “inobjetablemente legítimas” y que en consecuencia para investigar la conducta de las cúpulas sería menester previamente verificar si había habido ilicitud en los actos de los ejecutores “inmediatos” de los hechos represivos.72 En la práctica, el documento del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas implicaba la frustración de la estrategia de autodepuración propiciada por el Ejecutivo. La negativa del Consejo para juzgar se explica no sólo porque una sentencia hubiera significado una condena política a las Fuerzas Armadas, sino también por la ausencia de incentivos para los propios jueces militares Luego de la aprobación de la ley 23.049, que establecía una instancia de apelación civil automática de las sentencias dictadas por el Consejo Supremo, era de esperar que el Consejo Supremo se negara a sancionar judicialmente a los acusados. ¿Por qué iba el Consejo Supremo a hacerse cargo de la estrategia de autodepuración del ejecutivo cuando la apelación civil automática creaba otra instancia que se haría cargo de la sanción? En ese contexto, ¿por qué iba el Consejo Supremo a hacerse cargo de implementar una estrategia, que, si bien podía redundar en el saneamiento institucional de la imagen de las Fuerzas Armadas, implicaba introducir otro eje de conflicto entre los propios militares? En otras palabras, ¿qué incentivo tenían los jueces del Consejo Supremo para constituirse en “verdugos” de sus propios “compañeros” cuando existía una instancia superior civil que podía afrontar los costos de juzgarlos? De esta forma, y más allá de las críticas que se puedan hacer a la decisión y a los argumentos esgrimidos por el Consejo, es de destacar la racionalidad de su determinación y la infundada expectativa gubernamental de que el Consejo Supremo condenaría a los acusados. Cuando el Consejo Supremo se negó a juzgar a sus ex camaradas, la Cámara Federal de Buenos Aires decidió hacerse cargo de la prosecución de las Juntas.

En esta primera etapa, y desde la perspectiva de las Fuerzas Armadas, el balance de los resultados obtenidos fue variado. Las Fuerzas Armadas, a pesar de la ley de autoamnistía no pudieron impedir que se reabriera la discusión y el debate sobre las violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, si bien no alcanzaron sus objetivos de máxima, el resultado de la lucha política en la que estaban inmersas fue capaz de frustrar algunos de los objetivos de los movimientos de derechos humanos: 1) evitó el juzgamiento civil en primera instancia, 2) obstruyó la formación de una Comisión Investigadora Bicameral, 3) impidió el juzgamiento de civiles y oficiales por complicidad, responsables por omisión de denuncias de actos criminales y 4) impuso un criterio de responsabilidad penal que dejaba, ya entonces, a un significativo número de oficiales jóvenes fuera del alcance de la justicia.

¿Qué pasó con los objetivos del movimiento por los derechos humanos? También, en esta etapa, su suerte fue variada. La centralidad que había adquirido el tema en la transición, así como la movilización política que se había gestado a su alrededor, hicieron posible, por un lado, la derogación de la ley de autoamnistía, dieron lugar a que el tema no se cerrara como pretendían las Fuerzas Armadas y forzaron a que el mismo se encuadrara en alguna instancia en donde hubiera algún tipo de castigo judicial. Sin embargo, el tratamiento judicial que terminó recibiendo la cuestión se alejaba de las pretensiones del movimiento: la jurisdicción en primera instancia fue militar, no hubo comisión bicameral y los niveles de responsabilidad establecidos libraron del tratamiento judicial a numerosos oficiales jóvenes.73

En este contexto, en donde los objetivos de máxima del gobierno, del movimiento de derechos humanos y de las Fuerzas Armadas ya se habían visto frustrados, se produce el ingreso del Poder Judicial como un actor autónomo en la disputa. Su entrada implicó un cambio de ámbito y de las reglas para la resolución del conflicto y derivó en un cambio en la dinámica de las disputas. A partir de ese momento, y por unos meses, la lógica jurídica primó por sobre la lógica política que hasta entonces había gobernado la lucha.74



DE LA LÓGICA POLÍTICA A LA LÓGICA JURÍDICA: EL INGRESO DEL PODER JUDICIAL COMO ACTOR AUTÓNOMO

Es en estas condiciones que cada uno de los actores fundamentales llegó al juicio a los ex miembros de las juntas militares. Este inició sus audiencias públicas en abril de 1985 y finalizó el 9 de diciembre del mismo año con una sentencia unánime en la que se condenaba al general Jorge Rafael Videla y al almirante Emilio Massera a prisión perpetua, al general Roberto Viola a diecisiete años en prisión, al almirante Armando Lambruschini a ocho años, y a tres años y nueve meses al brigadier Agosti. Los miembros de la Junta que gobernó al país entre 1979 y 1982 –general Galtieri, almirante Anaya, brigadier Lami Dozo y brigadier Graffigna–, fueron sobreseídos de los cargos por considerar la Cámara que la evidencia en su contra era insuficiente e inconclusa.75

Más allá de los comentarios que pudiera despertar la sentencia, considerada benigna no sólo por las organizaciones de derechos humanos y apelada por las defensas que cuestionaron la legalidad del procedimiento en su conjunto, cabe señalar que el juicio se constituyó en el espacio en donde la lógica jurídica, al transformar los datos de la historia en pruebas, terminó produciendo la información legítima sobre lo que había pasado en los últimos años en la Argentina.76 La lógica jurídica, expuesta públicamente, tuvo la capacidad de ordenar el pasado, dar verosimilitud y dejar fuera de toda sospecha al relato de los testigos, constituyéndose en un efectivo mecanismo para el juicio histórico y político del régimen dictatorial.77 El producto del juicio no fue sólo la sentencia a los comandantes de las tres primeras juntas; como consecuencia del mismo quedó comprobado el carácter sistemático de la represión desatada por el gobierno militar y se acopió información que dio lugar a que se iniciaran y continuaran con nuevos datos, juicios a otros responsables. Esta última consecuencia, que en la sentencia de la Cámara Federal quedó explicitada en el famoso punto 30,78 constituyó un serio problema para la estrategia gubernamental. El juicio a las Juntas, que en la estrategia gubernamental debía configurar el fin de la “cuestión derechos humanos”, terminó reabriendo el tema. A partir de ese momento y luego de la abrumadora avalancha de pruebas que significó el juicio, los argumentos del gobierno para tratar de cerrar el tema dejaron de invocar a la ética de la democracia para dar lugar a la “razón de estado” y al pragmatismo político.


¿Cómo controlar la acción judicial?
Una nueva frustración presidencial


En este nuevo contexto, en donde los efectos de la intervención de la lógica jurídica en el conflicto mostraban las restricciones que enfrentaba la estrategia política del gobierno y en donde la presión político-militar de las Fuerzas Armadas crecía ostensiblemente, el Ejecutivo empezó a desarrollar una serie de acciones a fin de controlar dos frentes. Por un lado, y con el objetivo de limitar el impacto de la intervención de la lógica jurídica, implementó diversas medidas tendientes a restringir los alcances del fallo. Por el otro, y para asegurar la aquiescencia militar hasta tanto la otra faceta de su estrategia rindiera frutos, intentó un acuerdo con el jefe del Estado Mayor basado en la promesa presidencial de que antes de la finalización de su mandato aquellos que fueran condenados serían perdonados.79 Esta promesa permite entender de qué forma pudo el ejecutivo demorar la reacción militar a los juicios, por qué las desobediencias militares a las órdenes judiciales no fueron más frecuentes, a la vez que permite entender la aceptación de la estrategia judicial por parte del jefe del Estado Mayor.80

En abril de 1986 empieza a implementarse la estrategia gubernamental destinada a recortar los alcances de los fallos judiciales. El 24 de ese mes trasciende en algunos diarios el contenido de las “Instrucciones al Fiscal General del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas”81 enviadas por el Ministro de Defensa. En las mismas se especificaba una peculiar interpretación de lo previsto en el artículo 11 de la ley 23.049. En particular, las instrucciones establecían:

1) que los subordinados serán responsables penales sólo cuando hayan ejercido capacidad decisoria, hayan conocido la ilicitud de las órdenes o hayan ejecutado hechos atroces o aberrantes;
2) que se deberá entender que el subordinado ejerció capacidad decisoria sólo en aquellos casos en que se apartó de las órdenes impartidas;
3) que se deberá considerar que los subordinados actuaron con “error insalvable” sobre la legitimidad de la orden, salvo en aquellos casos en que la acción cumplida no fuera consecuencia de órdenes recibidas; y,
4) que los subordinados son responsables de la ejecución de delitos aberrantes sólo cuando la conducta de los mismos configure un exceso en el cumplimiento de las órdenes recibidas.82

Como se puede observar, las instrucciones apuntaban a reducir radicalmente el número de acusados por las violaciones a los derechos humanos. Las mismas permitían eximir de culpas a acusados de tortura, secuestro o asesinato en todos aquellos casos en que se demostrara que habían actuado de acuerdo con órdenes impartidas. De esta forma, dos años después de haber perdido, en febrero de 1984, la batalla parlamentaria para restringir los alcances de la prosecusión penal, el gobierno trató de reimponer su estrategia a través de un procedimiento ad hoc. Sin embargo, este primer intento de cerrar políticamente la cuestión no prosperó. Cuando las “Instrucciones a los Fiscales Militares” trascendieron, además de encontrar una fuerte oposición en las filas del partido peronista, en sectores del propio partido radical y en los organismos de los derechos humanos,83 se produjo una fuerte reacción en la Cámara Federal de Capital, la que amenazó con su renuncia en bloque.84 Pocos días después, cuando Alfonsín pronunció el tradicional discurso del 1° de mayo ante la Asamblea Legislativa, quedó en claro que el intento había fracasado. En esa oportunidad, el presidente anunció que daría nuevas instrucciones para evitar que la “obediencia debida” pudiera amparar a aquellos que por su capacidad decisoria hubieran cometido hechos ilícitos o aberrantes.

El segundo intento gubernamental de cerrar el tema abordó la cuestión desde otro frente. En vez de considerar como inimputables a los responsables de violaciones a los derechos humanos, se optó por establecer literalmente un “punto final” a la cuestión, fijando una fecha tope hasta la cual podrían ser requeridos a prestar declaración indagatoria presuntos participantes de violaciones a los derechos humanos. Luego de la fecha fijada, sesenta días a partir de la publicación de la ley, se extinguía la posibilidad de llevar acciones penales en causas aún no iniciadas. A diferencia de lo que sucedía con las “Instrucciones”, la inimputabilidad, en este caso, derivaba no de la inocencia por la comisión de actos “con error insalvable”, sino de la prescripción de una acción penal. La ley,85 que fuera denunciada por los organismos de derechos humanos como una amnistía encubierta,86 tuvo un efecto inesperado. Las Cámaras Federales de Córdoba, Bahía Blanca, Tucumán, Rosario, Mendoza, Comodoro Rivadavia y La Plata, suspendieron la feria judicial de enero y se abocaron en esos sesenta días a las causas pendientes. El 23 de febrero de 1987, fecha en que vencía el plazo previsto por la ley, habían quedado procesados más de trescientos oficiales de alta graduación.87

De esta forma, si bien la presidencia consiguió que la ley fuera aprobada, las consecuencias prácticas de la misma constituyeron a este segundo intento en un nuevo fracaso. A pesar de ello, esto es, a pesar de que la presidencia no obtuvo los resultados deseados, el dictado de la ley de Punto Final traspuso un umbral: por primera vez, adquirió forma legal y explícita la limitación a los alcances del tratamiento judicial por violaciones a los derechos humanos y, por primera vez desde 1983, el trámite de su sanción no alcanzó a generar una oposición capaz de obstruir su pasaje.



¿CÓMO CONTROLAR LA ACCIÓN JUDICIAL?
LA EXITOSA ESTRATEGIA MILITAR


El 14 de abril de 1987, y como consecuencia de la negativa del entonces mayor Ernesto Barreiro a presentarse ante la Cámara Federal de Córdoba, se inició la primera crisis militar abierta del gobierno democrático. Ya a mediados de febrero seis oficiales de la Armada habían amenazado con no presentarse ante la justicia; sin embargo, cuando se los amenazó con darles de baja88 y se ordenó su captura, cambiaron de actitud y se presentaron detenidos. En abril, en cambio, la crisis no pudo ser contenida y se agravó cuando el 17 de abril un nuevo foco, esta vez en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo al mando del teniente coronel Aldo Rico, se sumó a la rebelión. La principal demanda de los rebeldes era una “solución política” para el problema de los juicios, que en los códigos argentinos era un eufemismo para referirse a la amnistía. Asimismo, los carapintadas89 solicitaron la renovación de la cúpula del arma, el cese de la presunta “campaña de desprestigio llevada a cabo por los medios de comunicación”, y la no sanción a los participantes de la rebelión.90 La rebelión concluyó el domingo 19 de abril, luego de que el presidente Alfonsín hablara con los insurrectos en Campo de Mayo. En los cinco días que duró el levantamiento, se pusieron en evidencia algunos hechos que, además de determinar la forma de resolución del mismo, se constituyeron en datos centrales de las futuras rondas del conflicto. Mientras el gobierno y la ciudadanía se vieron confrontados con un grupo de militares que recurría a las armas para hacer oír sus reclamos, mostrando la intensidad que había adquirido la demanda, los rebeldes y las Fuerzas Armadas en general se encontraron con una generalizada y amplia movilización de la sociedad civil, que ponía de manifiesto el repudio que la rebelión y la posibilidad de un retorno de un gobierno militar generaban en la población. Asimismo, y en relación con la capacidad de mando de las autoridades civiles y militares, el levantamiento puso de relieve otros datos. Por otra parte, la composición del grupo sublevado puso en evidencia la gravedad que habían adquirido los cuestionamientos a la autoridad del comandante en jefe del Ejército. Finalmente, las sucesivas postergaciones de la represión a los sublevados mostraron la incapacidad del poder civil para ser obedecido en las Fuerzas Armadas, a la vez que reafirmaron la percepción sobre la debilidad del mando del comandante en jefe del Ejército. De esta forma, entonces, en esos cinco días cada uno de los actores del conflicto tuvo oportunidad de conocer las amenazas y los límites de las fuerzas que enfrentaba. Aun cuando las otras consecuencias del motín recién comenzaron a develarse a los pocos días de su finalización, el Acta de Compromiso Democrático que los partidos firmaron el 19 de abril incluía un punto que, si bien quedó oscurecido por la inédita amplitud del acuerdo interpartidario, anticipaba las soluciones que se le intentaría dar al conflicto. En el punto 3 de dicha acta podía leerse: “Que la reconciliación de los argentinos sólo será posible en el marco de la Justicia, del pleno acatamiento a la ley y del debido reconocimiento de los niveles de responsabilidad de las conductas y hechos del pasado”.91 De esta forma, con la firma del Acta de Compromiso quedaron avaladas, por la mayoría de los partidos y de un amplio conjunto de organizaciones sociales, las bases para volver a introducir el concepto de obediencia debida en el conflicto.

A partir de la crisis de Semana Santa, la mayor parte de la dirigencia política, así como los órganos de prensa, iniciaron un debate acerca de lo que pasó a llamarse la “situación militar”. En mayor o menor medida, las posiciones reflejaron la aceptación por parte de la dirigencia política del reclamo de los insurrectos: dar una respuesta extrajudicial al problema. Para algunos, la solución debía provenir del Poder Ejecutivo, se argumentaba que éste podía indultar a los acusados con proceso. Para otros la solución debía provenir del legislativo, vía una ley de amnistía o la sanción de una ley que especificara grados de responsabilidad. El 13 de mayo, a menos de un mes de la rebelión militar, el presidente remitió al congreso el proyecto de ley de Obediencia Debida. Su envío, además de indicar que se había optado por dar algún tipo de respuesta a las demandas de los amotinados, puso en evidencia que la solución elegida pretendía compartir las responsabilidades entre los distintos órganos de gobierno. La aprobación de la ley iba a dejar tanto la presidencia como al legislativo implicados en el cierre del problema militar.

¿Qué establecía la ley? ¿En qué forma intentaba cerrar el problema? La ley finalmente aprobada92 establece que aquellos individuos que a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias, no son punibles por delitos que hayan violado los derechos humanos en tanto se presume que obraron en virtud de obediencia debida.

¿Cuáles fueron los efectos de la ley? ¿Consiguió cerrar la discusión del tema? Para importantes sectores de la población la ley mostró la renuncia del gobierno a defender uno de los temas que en 1983 le habían permitido constituirse en la principal garantía de la defensa de la democracia y del estado de derecho. El gobierno argüía que no había negociado con los insurrectos, que ya en su plataforma electoral estaba prevista la necesidad de distinguir grados de responsabilidad. Es más, el gobierno también podría haber señalado que desde febrero de 1984 intentaba infructuosamente sancionar una ley que incluyera el concepto de “obediencia debida” tal como fuera aprobado más tarde. Sin embargo, dado el conjunto de circunstancias que rodearon a la sanción de la ley, a partir de ese momento, el gobierno no pudo impedir que las políticas implementadas fueran percibidas como producto de su debilidad y de las presiones ejercidas. Los hechos efectivamente mostraban que se estaba desandando un camino. Su sanción, además de mostrar que no todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, volvió a indicar que la fuerza era un eficaz instrumento para el logro de fines políticos en la Argentina. No obstante, a pesar de las reversiones que implicó su sanción, el camino elegido por el gobierno para cerrar el tema continuó dejando abierto un flanco en la disputa con las Fuerzas Armadas Ya que, y a pesar de todo, la ley no implicó una reivindicación política del accionar represivo desarrollado por las Fuerzas Armadas a partir de 1976. Aquellos que se acogieron a sus efectos, debieron admitir que los hechos por los cuales se los eximía de castigo eran delitos. En consecuencia, en tanto la ley que debía cerrar la cuestión no alteró el juicio político-moral sobre lo realizado por el gobierno militar, aun después de la sanción de la ley de Obediencia Debida este frente de conflicto quedó abierto.



UN NUEVO ACTOR, UN NUEVO PROBLEMA:
¿QUÉ HACER CON LOS CARAPINTADAS?


Después de la rebelión de Semana Santa, un nuevo frente de conflicto se abrió en la relación del gobierno con las Fuerzas Armadas. A la disputa de la cuestión derechos humanos se le superpuso el conflicto acerca de qué debía hacerse con los participantes de las rebeliones militares, conflicto que en realidad escondía la lucha sobre la capacidad de influencia de los emergentes sectores rebeldes en las decisiones del arma.

La preeminencia que alcanzó esta nueva disputa tuvo diversas consecuencias. Al modificarse el peso relativo de los temas en debate, la discusión acerca de cómo sancionar a los responsables de las violaciones a los derechos humanos quedó opacada por el debate acerca de cómo reinstaurar la cadena de mandos en el Ejército. La relevancia que empezó a adquirir en la escena política la irresuelta cuestión militar implicó, además, cambios en el poder relativo y en la visibilidad pública de las acciones de los actores que intervenían en la lucha política. A partir de este momento las demandas y acciones de los organismos de derechos humanos, así como la autonomía decisoria del Poder Judicial, quedaron oscurecidas y subordinadas a las decisiones que comenzó a exigir la resolución del problema militar. Aun cuando ni el Poder Judicial ni los organismos de derechos humanos desaparecieron de la escena, la clave militar que adquirió el conflicto tendió a minimizar la influencia y el protagonismo que estos actores habían mostrado en coyunturas anteriores. Cuando la disputa acerca de la cuestión derechos humanos se superpuso con el conflicto alrededor de la restauración del orden militar, el tema y el objeto central de la lucha política se transformó y esta redefinición modificó también la relevancia estratégica de las acciones de los actores intervinientes. Mientras los organismos de derechos humanos, los partidos y el Poder Judicial pasaron a un segundo plano, el Estado Mayor del Ejército, los carapintadas y el Poder Ejecutivo se constituyeron en dominantes.

Las páginas que siguen muestran las transformaciones que sufrió la cuestión de los derechos humanos cuando la clave militar del conflicto pasó a dominar la disputa.



ESTADO MAYOR vs. CARAPINTADAS:
LA LUCHA POR LA CONDUCCIÓN DEL EJÉRCITO


Luego de Semana Santa, los carapintadas suponían que, en tanto en esos días se habían constituido en voceros de una demanda generalizada de las Fuerzas Armadas, podrían contar con el apoyo tácito de la mayoría de sus miembros, sin embargo, la lectura que los carapintadas hacían de la rebelión tendió a minimizar la importancia de algunas de las consecuencias de la misma. En Semana Santa los rebeldes no sólo habían expresado una demanda generalizada de la fuerza, también habían cuestionado explícitamente al generalato, quebrando la cadena de mandos. De esta forma abrieron un conflicto institucional que iba a restarles potenciales apoyos dentro del arma. A partir de este momento, ellos también tendrían que atender dos frentes: al gobierno y a los generales.

Los acontecimientos que siguieron a la rebelión muestran que aun cuando el gobierno estaba dispuesto a satisfacer en gran medida la principal demanda de los rebeldes, esto es, finalizar los juicios a los responsables de violaciones de derechos humanos, ni el gobierno ni importantes sectores del generalato estaban dispuestos a satisfacer aquellas demandas que implicaban reforzar el poder político carapintada dentro del arma. Luego de Semana Santa, aunque los sectores rebeldes consiguieron el pase a retiro del general Héctor Ríos Ereñú, jefe del Estado Mayor del Ejército, no pudieron imponer a su sucesor. El gobierno nombró en su reemplazo al general Dante J. Caridi, quien, por sus coincidencias con Ríos Ereñú, no contaba con la simpatía de los carapintadas. Los rebeldes tampoco consiguieron evitar ser penalizados por su intervención en la insurrección de Semana Santa. El teniente coronel Rico, cabecilla de la insurrección, y los otros líderes de la rebelión fueron sometidos a la justicia militar93 por disposición del Ministerio de Defensa. En mayo de 1987,94 un juez federal se declaró competente en la causa iniciándose, entonces, una disputa por la competencia de la misma. Cuando en diciembre de ese año el Procurador General de la Nación dictaminó que era la justicia militar la que debía juzgar a los amotinados, el Poder Ejecutivo logró evitar que el tratamiento del conflicto militar se le fuera nuevamente de las manos.95 De esta forma, el Ejecutivo insistía en su estrategia de autojuzgamiento y ausencia de intervención civil, confiando en que una resolución intramilitar del conflicto gozaría de una mayor probabilidad de éxito. Hasta tanto la cuestión de la competencia se resolvió, el general Caridi, nuevo jefe del Estado Mayor del Ejército, aprovechó instrumentos administrativos para penalizar a aquellos que participaron en la rebelión: puso en disponibilidad e inició sumarios a unos, y neutralizó la presencia de otros a través de las decisiones de la Junta de Calificaciones encargada de decidir los ascensos y destinos.96

Las insurrecciones que siguieron, “Monte Caseros”, “Villa Martelli” y el último levantamiento de diciembre de 1990, fueron centralmente producto de la incorporación del clivaje intramilitar en el conflicto. Es cierto que en los tres casos los rebeldes mantuvieron su demanda de que la sociedad reconociera y reivindicara “la legitimidad política y moral de la lucha antisubversiva”. Sin embargo, las tres rebeliones se iniciaron como consecuencia de la disconformidad de los sectores carapintadas ante los castigos que la cúpula castrense les impuso.

Monte Caseros, por ejemplo, se precipitó ante la resistencia de Rico a aceptar cambios en su situación procesal. El 14 de enero de 1988, miembros del Regimiento de Magdalena se prepararon para hacer cumplir la orden del juez militar que disponía la prisión preventiva atenuada del cabecilla carapintada. Esa misma noche, Rico fugó del lugar donde se alojaba. Al cabo de dos días, reapareció en el Regimiento 4 de Infantería Mecanizada de Monte Caseros desde donde anunció que estaba al mando de la unidad, que desconocía la autoridad del general Caridi y que estaba decidido a obtener “una solución política al problema de la secuelas de la guerra contra la subversión” ya que los acuerdos de Semana Santa no se habían cumplido. El general Caridi se trasladó a la zona y ordenó el cerco del regimiento amotinado. Si bien no hubo combates, hubo tiroteos intimidatorios y tres oficiales resultaron heridos como consecuencia de la explosión de una mina colocada por las fuerzas rebeldes. El 18 de enero, Rico se rindió sin combatir.97 Al finalizar el enfrentamiento Caridi siguió al mando del Ejército; Rico, en cambio, fue dado de baja y quedó detenido.

¿Por qué fracasaron, en esta oportunidad, los carapintadas? En primer lugar hay que señalar que, esta vez, los motivos de los rebeldes no consiguieron transformarse en una causa común al conjunto de los miembros del arma. Luego de la sanción de la ley de Obediencia Debida, el número de procesados por causas relacionadas con violaciones de los derechos humanos se había reducido drásticamente.98 Y aun cuando amplios sectores de las Fuerzas Armadas reclamaban una amnistía que incluyese a los miembros de las Juntas y la reivindicación política de la “guerra”, en el contexto de la ley de Obediencia Debida sus reclamos más urgentes aparecían en vías de solución. Por ello, en enero de 1988, Rico no consiguió convencer que el levantamiento estaba originado por motivos que excedían su propia situación personal. Por otra parte, ante la repetición de episodios en donde la ruptura de la cadena de mandos servía como instrumento para avanzar causas sectoriales y ante el peligro que éstas significaban para el futuro del Ejército, las simpatías que el cabecilla carapintada gozaba entre la oficialidad empezaron a verse debilitadas.99

Al finalizar Monte Caseros, Rico, junto con otros cuatrocientos participantes de la insurrección, fueron recluidos en el penal militar de Magdalena. A diferencia de lo que había sucedido con otros levantamientos militares (1962, 1963, 1971 y 1979), esta vez el castigo alcanzó a los oficiales subalternos. En febrero de 1988, había trescientos noventa y seis procesados por su participación en las dos últimas insurrecciones, cientoveintisiete de los cuales se encontraban en prisión.100 A lo largo de 1988 muchos de los que participaron en los alzamientos o mostraron simpatías hacia los mismos fueron penalizados a través de las ya mencionadas medidas administrativas como la política de ascensos y destinos. Así, por ejemplo, en febrero de 1988 se da a conocer el relevo del general Auel, la baja de dos oficiales y el retiro de otros ocho; en marzo, nueve oficiales subalternos son sometidos a Consejo de Guerra, se pasa a retiro a un teniente coronel, a un mayor y a dos capitanes, y se dictan prisiones preventivas rigurosas para otros dos coroneles. En julio, veintiséis oficiales son declarados ineptos por la Junta de Calificaciones del Ejército, diecisiete pasan a situación de disponibilidad por disposición de Caridi y el subjefe del Estado Mayor, general González, pasa a retiro por divergencias con la conducción del Ejército con respecto al tratamiento de los carapintadas.101



La respuesta carapintada: de las armas a la política

Después de la derrota de Monte Caseros y ante un aislamiento creciente, los líderes carapintada iniciaron un gradual proceso de politización.102 Este cambio en la estrategia del sector riquista de los carapintadas es atribuible al hecho que en Monte Caseros lo mismos se vieron confrontados con la siguiente evidencia: si sólo optaban por el enfrentamiento armado con sus propios camaradas la estrategia de presión militar podía ser exitosa para el logro de sus otras demandas. Sin embargo, los riesgos de escalar la violencia de conflicto interno eran altos. Por un lado, aún no era claro que disponían de medios militares suficientes para triunfar, y por el otro, una vez que empezaran a matar camaradas era factible no sólo que perdieran apoyo interno sino también que una estrategia explícita en favor de la ruptura de la cadena de mandos resultara e la pérdida de los escasos apoyos que habían logrado entre los oficiales superiores. Ante estas dificultades la estrategia de politización aparecía como una opción más ventajosa. Antes de lanzarse a un enfrentamiento abierto con el generalato era necesario hacer proselitismo. Había que convencer a oficiales y suboficiales y sumar apoyos de sectores civiles.103 A partir de febrero de 1988, Rico y sus más cercanos colaboradores inician una campaña periodística en la cual critican a la jefatura del Ejército e incursionan en la crítica de la política económica, social y educativa del gobierno. Grupos de la derecha nacionalista se acercaron públicamente a los líderes del movimiento mientras que algunos de sus miembros estableciera contactos con políticos y sindicalistas.104 Paulatinamente su discurso se fue alejando de las cuestiones estrictamente militares y si reclamos empezaron a confundirse con otros como los bajos salarios de los trabajadores, la desocupación y la independencia económica. Así la reivindicación de un nuevo rol para el Ejército se mezcló con la crítica social y con tradicionales consignas nacionalistas. Sin embargo, como veremos más adelante, el corrimiento hacia la política tuvo consecuencias distintas a las esperadas por los carapintadas.

A fines de 1988, la Junta de Calificaciones debía decidir los ascensos de los oficiales superiores entre los que se encontraba el del coronel Seineldín. Desde el inicio del movimiento carapintada, el nombre de Seineldín había aparecido como ejemplo del arquetipo de soldado al que se orientaba el movimiento. Se le adjudicaban excelentes cualidades profesionales y se lo reconocía como líder moral del movimiento. A pesar de que ni en Semana Santa ni en Monte Caseros el “legendario” coronel había participado directamente por encontrarse en Panamá cumpliendo funciones de asesor militar, su nombre era infaltable cuando se mencionaban las fuentes ideológicas y los líderes del movimiento. En noviembre de 1988, la Junta de Calificaciones decidió no recomendar su ascenso al cargo de General de Brigada. La decisión, enmarcada en la política de neutralización de los carapintadas, fue interpretada por los mismos como una última provocación. En un contexto en el que a lo largo del año la jefatura del Ejército había castigado a sus simpatizantes denegándoles ascensos o enviándolos a destinos inocuos o incómodos, cuando se confirmó que el coronel no ascendería, sus simpatizantes iniciaron un nuevo levantamiento.

El 30 de noviembre, cuarenta y cinco comandos de la Prefectura Naval abandonaron su base vivando a los líderes carapintadas y llevándose vehículos blindados, armas y municiones. A los dos días, la Escuela de Infantería de Campo de Mayo se sumó a la sublevación de los comandos aclarando que la misma se hallaba bajo el comando del coronel Seineldín. Por primera vez desde el inicio del movimiento carapintada, Seineldín participaba directamente de una insurrección. Había abandonado sin autorización su destino en Panamá e ingresado al país para hacerse cargo de la rebelión. En la tarde del 2 de diciembre se iniciaron las acciones militares para reprimir al movimiento, las que fueron contestadas por los rebeldes y tuvieron como saldo un herido. Ese mismo día, la mayor parte de los rebeldes abandonó Campo de Mayo y se dirigió al Batallón de Arsenales 101 de Villa Martelli. Este estaba ubicado en una zona densamente poblada, lo cual dificultaba las tareas de represión por parte de las fuerzas leales a Caridi y aumentaba el peligro para la población civil. Seineldín también iba a descubrir que la ubicación del batallón tenía algunas desventajas: la cercanía a la Capital dejó a los sectores carapintadas más expuestos al asedio de civiles que en forma organizada, algunos, y otros espontáneamente, empezaron a concentrarse y a hostigar a los militares rebeldes. Aunque el Estado Mayor del Ejército había dispuesto la represión del alzamiento, los mayores enfrentamientos tuvieron lugar con civiles que atacaron a cuartel sublevado.105 Al finalizar la tarde, el Estado Mayor de Ejército anunció “en relación a los hechos en desarrollo y teniendo como comunes objetivos la cohesión, el honor y conciliación de nuestro Ejército, para evitar inútil derramamiento de sangre entre camaradas, así como perturbaciones a los ciudadanos de la Nación Argentina, cesan las operaciones, el señor coronel Mohamed Alí Seineldín, en su calidad de jefe, asume las responsabilidades que le corresponden de acuerdo a las leyes y reglamentos militares en aras de aquellos objetivos”.106

La forma en que finalizó el episodio resultaba indudablemente anticlimática y pocos podían explicar qué había sucedido. Las versiones periodísticas coinciden en señalar que Seineldín decidió deponer su actitud luego de un encuentro con el general Caridi, del cual también participó el general Isidro Cáceres, comandante de la Brigada de Infantería.107 En dicho encuentro se habría concretado un “pacto militar”, sin la intervención del poder civil y ante la presencia del general Cáceres como testigo confiable para las dos partes. Según la versión carapintada, este “pacto” comprendía los siguientes puntos: 1) reemplazo de Caridi por Cáceres antes del 21 de diciembre, 2) aumento sustancial de salarios, 3) la no aplicación de sanciones a los participantes de las tres crisis militares, 4) reivindicación de la lucha antisubversiva y 5) ley de amnistía a sancionarse entre las elecciones y la entrega del poder. Para Caridi y el Estado Mayor el pacto sólo implicaba un acuerdo para promover las reivindicaciones comunes del arma (esto es, salarios, reivindicación de la lucha antisubversiva y amnistía) pero no suponía une renuncia a la aplicación de las sanciones que eran visualizadas como indispensables para preservar la disciplina de la institución. El gobierno, por otra parte, al no haber participado del encuentro y de acuerdo no se consideraba comprometido. Las divergencias en la interpretación de lo que había ocurrido indicaban que, pese a todo, el conflicto seguía sin resolverse.


Neutralización política de los carapintadas
y debilitamiento del poder civil


Los hechos que sucedieron a Villa Martelli indican que el Estado Mayor del Ejército estaba dispuesto a presionar en favor de todos los puntos demandados por Seineldín en el presunto acuerdo, con excepción de aquel referido a la suspensión de las sanciones a los participantes de las sublevaciones. Sin embargo, cabe aclarar que para el Estado Mayor presionar por estas demandas no significaba rendirse a las presiones. En los últimos meses, y a fin de fortalecer su posición, el Estado Mayor del Ejército se había encargado de plantear la mayoría de estas cuestiones como preocupaciones propias. Su intención era mostrar que éstas no constituían las demandas de una facción particular y que era el Estado Mayor el único con capacidad para llevar adelante la defensa de los “intereses” del Ejército en su conjunto. La estrategia del Estado Mayor apuntaba a apropiarse de aquellas demandas de los carapintadas ligadas a las preferencias mayoritarias en el arma, dejando a estos en el lugar de peticionantes de causas particulares. Por su parte, el gobierno, que no había participado del acuerdo pero que estaba interesado en aislar a los carapintadas y fortalecer al Estado Mayor, se mostró dispuesto a avalar la posición de éste con una salvedad: además de considerar necesarias las sanciones a los amotinados el gobierno aclaró que no estaba dispuesto “a otorgar una reivindicación al terrorismo de estado”.108 El apoyo del gobierno a la posición del Estado Mayor del Ejército se manifestó en dos anuncios: el aumento de sueldos al personal militar,109 y en declaraciones de Alfonsín, que aun cuando no reivindicaban explícitamente a la lucha antisubversiva, mostraban un acercamiento a las posiciones del Ejército.110 Por último, el propio pase a retiro del general Caridi, ocurrido dentro de los plazos previstos en el presunto pacto, no puede considerarse como un total triunfo carapintada, ya que en esta ocasión, al igual que lo que sucedió en Semana Santa, el sucesor –general Francisco Gassino– no era uno de sus candidatos y significaba una continuidad de las políticas de Caridi.

En síntesis, durante la sublevación de Villa Martelli hubo dos novedades que redefinieron la dinámica posterior del conflicto. Por un lado, la reacción de la sociedad civil incluyó, además de concentraciones masivas en repudio de la rebelión, movilizaciones significativas alrededor de los cuarteles sublevados que derivaron en enfrentamientos directos entre la población civil y los rebeldes. La magnitud de los enfrentamientos llevó al editorialista de La Nación a señalar que la reiteración de estas rebeliones podía resultar en una “guerra civil”. El comentario era sugestivo, ya que ponía en evidencia la imposibilidad de seguir manteniendo al conflicto del Ejército como un conflicto interno y los riesgos que éste suponía para la reaparición de la violencia en la escena política argentina.

Por el otro, en Villa Martelli se hizo evidente una nueva fractura en el campo carapintada. Ya hemos mencionado la coexistencia de dos estrategias dentro de los propios carapintadas: una más “política”, encabezada por Rico a partir de su derrota en Monte Caseros, y otra “militar”, que se volvió a manifestar en Villa Martelli. Sin embargo, en esta última crisis también se hizo evidente la ruptura de la cadena de mandos dentro del propio comando carapintada. Varios de los jefes y oficiales que acompañaron a Seineldín en el levantamiento se mostraron en desacuerdo con la resolución que éste acordó con el Estado Mayor del Ejército, ya que entendían que el “pacto” concretado no garantizaba el inmediato relevo de Caridi ni otorgaba garantías para asegurar la identidad del sucesor.

Si al finalizar la sublevación de Villa Martelli la posición del Estado Mayor del Ejército había resultado vigorizada, la misma se vio fortalecida aun más por un acontecimiento imprevisto. El 23 de enero de 1989, un grupo, ligado al disuelto Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), copó el Regimiento de Infantería de La Tablada.111 Las operaciones de represión para recuperar el cuartel se prolongaron por más de veinticuatro horas y fueron transmitidas en forma directa y permanente por la televisión. Los violentos enfrentamientos que se produjeron dejaron un saldo de treinta y nueve muertos y sesenta y dos heridos. Al finalizar los disparos y luego que la sociedad presenciara por más de un día lo que algunos medios denominaron “la Batalla de La Tablada”, el Ejército había conseguido varias victorias. Por un lado, la vehemencia y decisión demostrada en la represión del copamiento había servido para desestimar las acusaciones carapintadas sobre la incapacidad de los “generales de escritorio”. Así, la represión del copamiento le permitía al Estado Mayor una reivindicación interna que iba a tener consecuencias en el enfrentamiento con aquellos sectores que se autocaracterizaban como imbuidos del “verdadero espíritu del soldado”. Por otro lado, la violencia desatada por el grupo atacante abrió la puerta para reivindicar y legitimar el concepto de guerra que según las Fuerzas Armadas había caracterizado el contexto en el cual se dio la represión durante la dictadura militar. Dado el impacto que sobre la opinión pública tuvieron las imágenes del combate, una vez finalizado el mismo las Fuerzas Armadas consiguieron que volviera a considerarse favorablemente su demanda de intervención en conflictos internos y en inteligencia interior. En su mensaje del 25 de enero de 1989, Alfonsín anunció la creación del Consejo Nacional de Seguridad (CONASE) organismo conformado por los ministros de Interior, Defensa y Relaciones Exteriores, por el secretario de la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE), los jefes de las tres armas y por los jefes del Estado Mayor Conjunto, a fin de asesorar al gobierno en materia de “acción antisubversiva”.112

Los organismos de derechos humanos se vieron doblemente golpeados como consecuencia del ataque. Por un lado, el fortalecimiento del Ejército y el mejoramiento de su imagen pública afectaban negativamente la efectividad de su crítica y de su denuncia de las violaciones a los derechos humanos. Por otra parte, el hecho que dos personas relacionadas con el copamiento (uno participando en la operación militar y el otro acusado de participar en la organización previa del hecho) habían sido conocidos miembros de organismos defensores de los derechos humanos, los colocaba en una difícil posición pública. Y si bien estos organismos repudiaron inmediatamente la utilización de la violencia como un medio para realizar objetivos políticos, este repudio no consiguió evitar la pérdida de espacio público que implicó la asociación con el hecho de dos de sus ex integrantes.



ESPERANDO AL NUEVO PRESIDENTE: REACOMODAMIENTOS Y JUGADAS DE ÚLTIMO MOMENTO


En marzo de 1989, dentro de un contexto donde el Estado Mayor del Ejército había quedado fortalecido, la Junta de Calificaciones del Ejército sancionó a trece oficiales que habían participado del alzamiento de Villa Martelli,113 haciéndose de esta forma evidente la ruptura del presunto acuerdo entre los carapintadas y el Estado Mayor del Ejército. Los sectores carapintadas denunciaron la ruptura del pacto. Sin embargo, simultáneamente recomendaron a sus simpatizantes no responder a estas supuestas provocaciones.114 ¿Cómo explicar esta sugerencia luego de la trayectoria que hemos reseñado? La novedosa actitud de los sectores carapintadas estaba basada en las expectativas que a lo largo de la campaña electoral estos se fueron construyendo respecto de la política militar que implementaría en caso de triunfar el candidato de oposición Carlos Menem. Consideraban que éste no sólo levantaría las sanciones que estaba imponiendo el Estado Mayor del Ejército, sino también que su líder Mohamed Seineldín cumpliría importantes funciones en el nuevo gobierno. Estas expectativas se basaban en ciertos gestos que habían marcado la campaña del candidato peronista así como por contactos que dirigentes de sectores de la derecha del peronismo habían establecido con los jefes carapintadas.115 No interesa analizar aquí si existía alguna correlación entre lo expresado por los allegados al candidato peronista y las expectativas carapintadas. Lo cierto es que las expectativas generadas fueron suficientes para establecer un compás de espera en las actividades de la facción carapintada que se extendió hasta diciembre de 1990.

Ya hemos señalado cómo, a partir del levantamiento de Monte Caseros, la posición del Estado Mayor del Ejército empezó a afianzarse. Este afianzamiento es atribuible, además de las razones ya mencionadas, a la mayor efectividad que el Estado Mayor empezó a mostrar en la defensa de las reivindicaciones de los miembros del arma. Contó para ello con la contribución del gobierno, que ante el riesgo de debilitar al Estado Mayor frente al mando carapintada, se mostró más proclive a satisfacerlo. Así, cuando la resolución del conflicto con los sectores carapintadas quedó en suspenso, el Estado Mayor reforzó su campaña en favor de la amnistía y de la reivindicación política de la lucha antisubversiva.

A partir de fines de 1988, la cuestión de si iba a haber o no amnistía se instaló en la campaña electoral y fue motivo de definiciones por parte de los candidatos. Mientras el candidato radical hizo declaraciones en contra de una amnistía,116 el candidato peronista reclamó en un primer momento la necesidad de una ley de pacificación117 y meses más tarde señaló que “por ahora no era partidario de una ley de amnistía”.118 Luego de las elecciones, el tema se introdujo explícitamente en las negociaciones en donde se acordaron las condiciones para una transferencia anticipada del poder. Desde la perspectiva de Menem era “necesario y lógico que fuera el presidente Alfonsín quien resolviera los problemas en el ámbito castrense”.119 Según diversas versiones periodísticas, en la reunión que Alfonsín mantuvo con Menem para acordar las condiciones de la transferencia anticipada,120 el presidente habría solicitado al candidato electo que convalidase con su firma un decreto del Poder Ejecutivo destinado a indultar a los militares condenados y bajo proceso judicial por causas relacionadas con violaciones a los derechos humanos.121 Mientras representantes del gobierno radical negaron la existencia de tal solicitud,122 Menem declaró que luego de consultar con su partido había decidido no firmar el mencionado decreto.123

Al margen de la disparidad de relatos sobre el contenido de la reunión, fuentes independientes afirman que la estrategia original del presidente Alfonsín incluía para una segunda etapa, y luego de la realización de los juicios y de la condena de los acusados, un perdón a los procesados.124 Nuestro análisis de la estrategia alfonsinista mostró que en una primera etapa esta se orientaba a castigar a los responsables de violaciones a los derechos humanos, aunque en forma limitada y focalizada en casos paradigmáticos. El objetivo de dicha estrategia era doble. Por un lado, el castigo debía servir para mostrar que, a partir de ese momento, en la política argentina las conductas autoritarias eran costosas y punibles. Desde esta perspectiva el castigo debía servir como una disuasión de prácticas autoritarias futuras. Por el otro, y en una sociedad que estaba empezando a reconocer las ventajas del imperio de la ley, el tratamiento judicial de los responsables de las violaciones a los derechos humanos tenía por objetivo indicar que esta era un medio eficiente para garantizar el orden político si todos los ciudadanos, aun los más poderosos, estaban bajo su imperio.

Si bien la segunda parte de la estrategia alfonsinista nunca llegó a implementarse, diversas fuentes señalan que el gobierno no abandonó las esperanzas de llegar a implementarla antes de su reemplazo. Esta segunda etapa de la estrategia gubernamental incluía el perdón de aquellos que habían sido procesados y condenados por violaciones a los derechos humanos. ¿Cuál era la lógica de este perdón? La imagen de Alfonsín frente al conjunto de las Fuerzas Armadas había quedado muy deteriorada pues estaba finalizando su mandato con una mayoría militar convencida de que había intentado “destruir” a las Fuerzas Armadas125 Para un político como Alfonsín, con aspiraciones de continuar gravitando en la primera línea de la política nacional, la recomposición de su imagen frente a los grupos militares resultaba de gran importancia. Por otra parte, un indulto constituiría una importante pieza para terminar de legitimar la posición del Estado Mayor del Ejército en su “interna”, especialmente en un momento donde éste enfrentaba alta incertidumbre tanto con respecto a cómo lo trataría Menem, como con respecto al papel que el presidente entrante le asignaría a los carapintadas. Si Alfonsín conseguía el apoyo del candidato electo, aprovechando su vigorizado consenso, podía intentar el perdón desde una posición de fuerza.

Menem, sin embargo, no estaba dispuesto a compartir los beneficios potenciales que una medida como ésta podía traerle a futuro en el frente militar. Por otra parte, al evitar que con una medida como el indulto Alfonsín se “redimiera” frente a las Fuerzas Armadas, el candidato electo consiguió mantener abierta la antinomia que a lo largo del gobierno radical se fue gestando entre los militares y el radicalismo. Sin embargo, y aún cuando en junio de 1989 el indulto no llegó a concretarse, el tema ingresó en la agenda no sólo como un reclamo sectorial sino como una medida que ahora parecía contar con el aval de la dirigencia política.126

En este contexto, en donde el indulto o la amnistía quedaron planteados como una eventualidad altamente probable, se volvió a reactivar el conflicto entre los sectores carapintadas y el Estado Mayor por el control político del arma. Desde el punto de vista del generalato, era necesario que, cualquiera fuese la forma que asumiera la “solución política” a la cuestión militar, ésta quedase planteada como su propia “conquista”. Para ello era necesario que junto con la sanción de alguna de estas medidas, se castigara a los militares que habían participado en las sublevaciones militares recientes. Para los sectores carapintadas, en cambio, la “solución política” debía incluirlos, ya que esto demostraría sus méritos en la obtención de la misma. En caso contrario, su capacidad de influencia interna se vería altamente perjudicada. Luego que la Junta de Calificaciones del Ejército decidiera declarar “no aptos para continuar en el grado” a tres oficiales de conocida militancia carapintada, el coronel Seineldín decidió denunciar que el general Cáceres había roto el pacto que se había sellado al finalizar la sublevación de Villa Martelli.127 La denuncia de la ruptura del pacto, además de poner en evidencia la iniciación de un nuevo round en el conflicto, estaba probablemente destinada a presionar a las futuras autoridades constitucionales. Además del indulto o amnistía a los responsables de violaciones a los derechos humanos, el nuevo gobierno debería decidir cuál de los dos sectores en que se dividía el Ejército iba estar en condiciones de controlarlo. Y aun cuando la renovación de conflicto despertó inquietud, no derivó en un nuevo enfrentamiento militar. Declaraciones ambiguas por parte de las autoridades electas ponían de manifiesto que el nuevo gobierno aún no había definido un curso de acción para resolver el problema político dentro del Ejército.128 En esta situación y hasta tanto hubiera definiciones del poder político, la presión y la amenaza de futuros levantamientos aparecían como la estrategia más conveniente para el sector carapintada.



LA ESTRATEGIA DE MENEM: INDULTO A CAMBIO DE OBEDIENCIA


A pocos días de asumir, el nuevo gobierno anunció que se pensaba sancionar un indulto o una amnistía para militares y guerrilleros.129 A partir de este primer anuncio se sucedieron una serie de declaraciones y comentarios que indicaban que si bien existía la decisión de hacerlo, aún no había una determinación respecto de la forma y alcance que tomaría la medida. Los comentarios también diferían en relación con la fecha en que se anunciaría la misma. Las marchas y contramarchas que rodearon al anuncio merecen dos comentarios. Por un lado, revelan los desacuerdos existentes en el propio gobierno acerca de las características, forma y alcance que debía tener la medida. Algunos de estos desacuerdos se manifestaron no sólo a través de declaraciones públicas discordantes sino también en tempranas renuncias de funcionarios a cargo de áreas en donde se debía decidir la medida.130 Por otro lado, la anticipación con la cual la futura decisión fue presentada en la escena política hizo que cuando la medida fue finalmente anunciada, la misma fuera aceptada como un hecho que ya había sido consumado y al que sólo restaba formalizar. La anticipación del anuncio tuvo un efecto curioso, hizo que se la esperara y que se estuviera a la expectativa de su consumación. Y si bien es cierto que antes de su anuncio hubo masivas protestas131 y que las encuestas de opinión pública señalaban que más del 68% de la población rechazaba la medida, los gestos de oposición no alcanzaron para revertir la decisión del gobierno.

El 8 de octubre de 1989 Menem anunció el indulto. Entre sus doscientos setenta y siete beneficiarios había militares comprometidos en violaciones a los derechos humanos, militares condenados por su intervención en la guerra de las Malvinas, militares condenados por su participación en las sublevaciones ocurridas durante el gobierno radical, así como civiles sancionados por actividades guerrilleras. Fueron excluidos del decreto los ex comandantes Videla, Viola, Massera y Lambruschini; los generales Camps, Richieri y Suárez Mason, así como el jefe montonero Mario Firmenich. Al agrupar el masivo indulto a condenados y procesados por causas de origen tan diverso, consiguió opacar y esconder el debate sobre las consecuencias que el mismo tenía para la cuestión de los derechos humanos en particular. Se debatió su significación en la interna militar y las razones que habían llevado al gobierno a incluir a notables jefes guerrilleros y a militares que no sólo habían sido condenados por la justicia civil sino también por la propia justicia militar. El “promiscuo agrupamiento”, como lo calificó en esos días un matutino,132 consiguió que se diluyera la idea de que centralmente se estaba revirtiendo la decisión política de sancionar judicialmente a los responsables de violaciones a los derechos humanos.

¿Cuáles fueron las consecuencias del indulto en el conflicto intramilitar? ¿Acaso el hecho de que Rico, Seineldín y los otros procesados por su intervención en las rebeliones militares fueran indultados no indicaba que finalmente habían logrado su objetivo de evitar ser castigados y reafirmado su capacidad de presión interna? Una primera lectura de los hechos permitía afirmar que ése había sido el resultado del conflicto. Es más, la cena que el coronel Seineldín compartió con el presidente Menem al día siguiente de conocida la medida tendía a confirmar esa interpretación. Sin embargo, al cabo de una semana se dieron a conocer declaraciones del general Cáceres y decisiones de la Junta de Calificaciones del Ejército que mostraban que la resolución del conflicto interno del Ejército había tenido un resultado distinto al que la lista de carapintadas indultados permitía suponer. Entre julio y octubre de 1989 el general Cáceres acordó con el ministro de Defensa que la inclusión de los militares carapintadas en el decreto de indulto no iba a ser un obstáculo para que luego el Estado Mayor aplicara las sanciones disciplinarias que considerara pertinentes.133 De esta forma entonces, mientras el poder ejecutivo aparecía sancionando una medida que parecía no atacar al sector carapintada, simultáneamente dio su aval para que el Estado Mayor del Ejército hiciera uso de los recursos institucionales que poseía para neutralizar la influencia de los carapintadas y reafirmar así su capacidad de mando en la fuerza. El indulto que les permitió a los carapintadas evitar ser sancionados por cortes civiles no les sirvió para obtener impunidad en el ámbito militar. El 21 de octubre se dio a conocer la baja de Rico134 junto con la de otros tres oficiales carapintadas. Unos días más tarde se conocen las instrucciones de Cáceres a la Junta de Calificaciones del Ejército: quienes más jerarquía tenían al producirse las sublevaciones de Semana Santa, Monte Caseros y Villa Martelli, recibirán el mayor castigo.135 Las decisiones de Cáceres fueron reafirmadas días más tarde por el propio presidente, quien declaró no tener inconvenientes en firmar la baja de Rico o de cualquier otro militar en sus condiciones si el pedido venía con la firma del ministro de Defensa y contaba con el visto bueno del comandante del arma.136 El 2 de noviembre se conocen las primeras decisiones de la Junta de Calificaciones: Seineldín y otros diecinueve oficiales que intervinieron en las sublevaciones son separados de las filas activas del Ejército.137 La respuesta carapintada asumió dos formas. Por un lado, sus cabecillas, Rico y Seineldín, decidieron recurrir a instrumentos institucionales y apelaron ante Menem, en su carácter de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, las resoluciones adoptadas por la Junta de Calificaciones.138 Por el otro, y ante la evidencia de que estaban perdiendo capacidad de presión política en las decisiones del arma, optaron por reforzar su estrategia de politización destinada tanto a mantener vigente su presencia pública como a extender y ampliar sus apoyos fuera de la institución militar.

A partir de noviembre de 1989, los líderes carapintadas, junto a sus seguidores, participan en exhibiciones “gimnásticas” en lugares públicos, hacen frecuentes apariciones en programas de radio y televisión y realizan giras políticas por diversas zonas del país.139 A medida que las decisiones de la Junta de Calificaciones se fueron conociendo, las declaraciones públicas de los carapintadas se volvieron crecientemente críticas y amenazantes. Ante el pase a retiro obligatorio de Seineldín, en diciembre de 1989, los carapintadas hicieron circular un documento en el que se declaraban en “libertad de acción”.140 Cuando se anunció que en una segunda tanda de indultos beneficiaría a los ex comandantes y a Firmenich, los carapintadas no pudieron continuar legitimando su actividad a partir del reclamo de demandas “institucionales”. En este nuevo contexto, las razones que justificaban su existencia tuvieron que ser por primera vez pública y explícitamente definidas en forma independiente de las “demandas institucionales” que hasta ese momento habían esgrimido. En diciembre de 1989, Rico señalaba que el indulto a los ex comandantes no solucionaría la interna del Ejército.141 Días antes el propio Rico había declarado que el Ejército Nacional debía ser “un factor de poder institucional con participación en el diseño y construcción del proyecto nacional”.142 Si bien la creciente politización le permitió a los carapintadas sumar nuevos adeptos entre sectores civiles de ultraderecha y mantener cierta aceptación entre los cuadros subalternos del Ejército, la misma también redundó en un mayor aislamiento político tanto dentro de las propias Fuerzas Armadas como entre los civiles pertenecientes a los partidos políticos mayoritarios.

La trayectoria de la influencia de los carapintadas había sido clara: mientras su discurso se presentó “apolítico” y portador de demandas que enfrentaban al conjunto de la fuerza militar con el conjunto de los civiles, como fue el reclamo de suspensión de la persecución penal de cientos de oficiales, su poder de convocatoria dentro de las Fuerzas Armadas fue alto y el uso de las armas durante los levantamientos un mero símbolo de determinación. A medida que perdieron el monopolio de este tipo de reclamos: 1) sus acciones dieron prioridad a la defensa de sus cuadros frente a la persecución a que los sometía el Estado Mayor por haber quebrado la cadena de mandos, y 2) su discurso intentó legitimar la defensa de sus intereses sectoriales como una lucha entre distintas visiones sobre el papel del soldado y del Ejército frente a los problemas de la Argentina actual. La resultante politización de su discurso terminó restándoles apoyo entre los cuadros que, en un primer momento, habían compartido sus reclamos y que habían considerado la persecución de aquellos que habían sido “valientes portavoces” del sentir mayoritario de la fuerza como una injusticia. Así, el ciclo aislamiento-politización-mayor aislamiento redujo progresivamente su poder de convocatoria intramilitar, disminuyó la probabilidad de que sus camaradas bajo las órdenes del Estado Mayor se negasen a reprimirlos en futuros levantamientos, y los enfrentó a dos opciones: o abandonaban el frente militar, pasando a plantear sus reclamos y propuestas con respecto al país y al papel del Ejército en el plano de la lucha política partidaria; o bien intentaban detener el progresivo achicamiento de su espacio de acción intramilitar a través de un aumento de la violencia que les permitiera derrotar militarmente al Estado Mayor y suplir así la caída de apoyo interno. Ya vimos cómo y por qué la línea carapintada ligada a Rico después de Monte Caseros optó por el primer camino. Las características y los resultados que arrojó el último enfrentamiento entre sectores internos del Ejército, en diciembre de 1990, muestran que los carapintadas ligados a Seineldín optaron por el segundo curso de acción.

Más allá de las coincidencias entre estos dos grupos carapintadas, su común formación como comandos, el papel que le asignaban al liderazgo y a la superioridad moral que le atribuían al soldado, los distintos cursos de acción emprendidos por Rico y Seineldín no son sólo atribuibles a diferencias de “cálculo” respecto del costo-beneficio de la lucha política en el ámbito civil o en el ámbito militar. Existen, también, importantes diferencias ideológicas entre estos dos líderes y sus respectivos seguidores. El populismo de Rico, al asimilar los “valores nacionales” a los intereses “del pueblo”, considera que a lo largo del tiempo y con trabajo político la mayoría popular terminará reconociendo sus propios intereses en los objetivos nacionales perseguidos por el grupo riquista. Como en la lógica del peronismo en sus orígenes, el principio de identidad entre nación y pueblo le permite a Rico afrontar el juego democrático no desde la valorización principista de las reglas del régimen político, sino desde el “reconocimiento” pragmático que la contienda electoral le posibilitará constituir una mayoría y acceder al poder. El nacionalismo seineldinista, en cambio, es elitista y católico fundamentalista. Para Seineldín los valores “nacionales” no sólo son inmutables sino que no necesariamente pueden ser reconocidos como tales por las mayorías populares. Por lo tanto, la compulsa numérica que caracteriza a la contienda democrática no puede constituirse en un criterio para su defensa y realización. Si los “objetivos y valores nacionales” no necesariamente coinciden (ni siquiera “a la larga”) con las preferencias mayoritarias, entonces, sólo la organización y lucha de una elite que concentre suficiente poder para imponerse a las otras elites, se muestra como curso de acción con alguna probabilidad de éxito. Seineldín es claro cuando rechaza el modelo pluripartidista, se enorgullece de no haber votado nunca, y su lucha apunta al restablecimiento del “orden tradicional”, para lo cual “habrá que pelear” aun cuando esto signifique “luchar contra el demonio”.143 Los distintos “cálculos” hechos en su momento por Seineldín y Rico encierran, entonces, distintas cosmovisiones que definen, a su vez, percepciones diferenciadas respecto de la factibilidad y probabilidad de éxito que las estrategias violentas o electorales tienen para alcanzar los objetivos perseguidos. Esta distinción no implica, sin embargo, que un grupo sea democrático y el otro no. Más bien está destinada a explicar por qué dentro del autoritarismo que caracteriza a ambos grupos carapintadas, el sector riquista puede encontrar beneficios en participar del juego electoral y el sector seineldinista, en cambio, no puede visualizarlo como una estrategia conveniente.144


Carapintadas: vuelta a las armas y derrota final

Desencantados con Menem, con algunos de sus miembros lanzados a la actividad política como civiles, y frente a la caída de su influencia intramilitar y la previsible pérdida de control en el corto plazo sobre unidades con “poder de fuego”, los carapintadas hicieron un último esfuerzo para parar el avance del Estado Mayor y arrastrar a sus camaradas indecisos. El 3 de diciembre de 1990 tomaron la sede del Estado Mayor del Ejército, la fábrica de tanques TAM, el Regimiento 1 Patricios, el Batallón 601 de Intendencia, un regimiento en Gualeguaychú y dos dependencias de Prefectura. Fue este el levantamiento más sangriento y violento de los carapintadas. La represión del alzamiento por parte de las fuerzas leales se inició en las primeras horas de la mañana y, a diferencia de lo ocurrido en los levantamientos anteriores, fue contundente y no se demoró. Al finalizar el día había dieciséis militares y cinco civiles muertos, cincuenta heridos y más de trescientos detenidos. El coronel Seineldín, que se hallaba detenido en San Martín de los Andes,145 asumió la responsabilidad por la jefatura del levantamiento. Nuevamente los sublevados habían declarado que el levantamiento no excedía el terreno de una cuestión interna del Ejército. El presidente Menem, sin embargo, no dudó en calificarlo como un intento de golpe de estado.146 A diferencia de lo que había ocurrido en ocasiones anteriores, cuando finalizó la rebelión no quedaban dudas acerca de cuál había sido su resultado: los carapintadas habían sido militarmente derrotados y políticamente neutralizados.

¿Qué había cambiado en esta oportunidad para que la derrota fuera tan amplia y clara? Son varios los elementos que permiten explicarla. Algunos ya los hemos mencionado. En primer lugar, en un contexto caracterizado por el reciente indulto y la inminencia de un segundo, así como por la creciente politización de los objetivos del movimiento carapintada, la adhesión a los mismos por parte de la oficialidad del Ejército sólo podía sostenerse sobre la base de la lealtad política. En segundo lugar, en esta oportunidad los carapintadas estuvieron dispuestos a romper una regla implícita de los enfrentamientos intramilitares en la Argentina cuando, al iniciar el ataque mataron con alevosía a sus propios camaradas. De esta forma, cerraron la puerta a las negociaciones que en oportunidades anteriores les habían permitido salidas más ambiguas. Finalmente, la reiterada ruptura de la cadena de mandos así como el hecho de que los apoyos mayoritarios a los líderes carapintadas provenían de cuadros de baja graduación,147 pusieron en evidencia a la oficialidad del Ejército los peligros que para la supervivencia de la institución suponía un triunfo de los rebeldes. Horacio Jaunarena, ministro de Defensa de Alfonsín, al referirse a los riesgos que generaba la fractura interna del Ejército había señalado que la dinámica de enfrentamientos podía llevar a la “sovietización del Ejército…, y a un principio de disolución de las Fuerzas Armadas”.148 En esta oportunidad, el mismo Aldo Rico, al intentar diferenciarse de Seineldín, lo acusó de introducir “la lucha de clases en el Ejército”.149 Es más, los suboficiales no sólo habían participado en número “desproporcionadamente” mayor al que caracteriza a la institución, sino que también habían adquirido un importante rol en el diseño y la organización del levantamiento, poniendo en duda la capacidad del propio Seineldín para controlar a sus seguidores.150 De esta forma, el levantamiento de diciembre de 1990 hizo evidente para la oficialidad del Ejército que si los carapintadas no eran neutralizados, el Ejército como institución vertical enfrentaba el riesgo de su destrucción.

El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas fue el encargado de juzgar en primera instancia y mediante procedimientos sumarísimos al personal militar que participó en este último alzamiento. En su sentencia, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas absolvió a dos oficiales y castigó a los máximos cabecillas del movimiento, con penas que llegaban a la reclusión por tiempo indeterminado. El 15 de abril de 1991 se inició la etapa civil del juicio que, al igual que el juicio a los ex comandantes de 1985, también fue oral y público. En su alegato final, la Fiscalía de la Cámara solicitó en todos los casos un incremento de las penas impuestas por el Consejo Supremo de las FFAA, a la vez que pidió la reclusión por tiempo indeterminado y la prisión de los dos oficiales que habían sido absueltos por la justicia militar (un teniente coronel y un mayor). El 2 de septiembre de 1991, la Cámara Federal condenó a reclusión por tiempo indeterminado a Seineldín e impuso penas que iban de los veinte a los dos años y medio al resto de los cabecillas de la sublevación. Si bien la Cámara Federal no absolvió a ninguno de los acusados, las penas impuestas fueron en la mayoría de los casos menores a las aplicadas por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas.151

Cuando se conocieron los nombres de los participantes de la sublevación de diciembre de 1990, pudo comprobarse que de los docientos setenta y siete indultados a fines de 1989, ciento setenta y cuatro habían intervenido en la rebelión.152 Algunos analistas conjeturaron que el inminente segundo indulto iba a retrasarse. Sin embargo, antes de que llegaran a conocerse las sentencias por la última rebelión, el Poder Ejecutivo dio a conocer el segundo indulto, que comprendía a los integrantes de las dos primeras juntas militares y a los generales Camps, Suárez Mason y Richieri, así como a Mario Firmenich y a otros civiles.153 Son varias las razones que explican por qué para la Presidencia tenía sentido sancionar el segundo indulto. Por un lado, su sanción reafirmaba la estrategia menemista de perdonar las rebeliones pasadas pero castigar las desobediencias presentes o futuras. Por el otro, el indulto afianzaba al Estado Mayor del Ejército al obstruir la posibilidad de que los carapintadas volvieran a colocarse en el lugar de los voceros de las causas “corporativas” del Ejército.

La política argentina nos presenta, a partir de febrero de 1991, a un actor militar aparentemente obediente y subordinado al poder civil. ¿Es éste un fenómeno de corto plazo que variará apenas el sector militar victorioso se recomponga de las recientes convulsiones y haga pesar la cohesión tan trabajosamente alcanzada? En este complejo proceso de lucha, de marchas y contramarchas, ¿cuál será el futuro de la democracia en la Argentina?, ¿fueron los juicios a los militares responsables por la sistemática violación de los derechos humanos un gesto “demasiado” ético para las riesgosas condiciones de transición democrática?

Nuestras conclusiones muestran que ya es posible responder estos interrogantes.



LA TRANSICIÓN DE LAS FUERZAS ARMADAS DEL GOBIERNO A LA SUBORDINACIÓN CONSTITUCIONAL

Con respecto al comportamiento de los actores en el proceso político argentino, el análisis muestra que la estrategia política de la conducción militar tuvo tres momentos diferenciados. En una primera etapa el objetivo central era resubordinar a la sociedad a fin de reestructurar la política y la economía. En esta fase, y como parte del objetivo de resubordinación social, se implementó una estrategia represiva destinada a paralizar y neutralizar todo tipo de oposición. Su diseño tuvo en cuenta la necesidad de impedir eventuales contraofensivas políticas y de evitar tempranas protestas nacionales e internacionales que podrían haber abortado el logro de los objetivos militares. En esta etapa, la efectividad de la acción militar fue alta y la capacidad de oposición de los actores sociales fue neutralizada. En un segundo momento, luego que la Junta evalúa haber alcanzado una victoria militar, la acción se concentra en el diseño del orden político futuro. La constitución de ese orden, en donde las Fuerzas Armadas debían tener una inserción institucional permanente, requería no sólo que las fuerzas civiles aceptaran ser tuteladas en el futuro por los militares sino también la legitimación pública de la represión realizada. Por diversos motivos, entre los que se destacan los conflictos intramilitares, las crecientes dificultades del plan económico, así como el impacto que a nivel nacional e internacional empezaron a tener las denuncias por violaciones a los derechos humanos, las Fuerzas Armadas no logran imponer su plan de salida tutelada. Es en este contexto que se produce la guerra de Malvinas. La derrota militar redefinió totalmente los recursos políticos de los actores. En el espacio público emergieron temas y actores con capacidad de cuestionar con mayor impacto a la autoridad militar. Y la intensificación de los conflictos intramilitares, que se produjo como consecuencia de la derrota de Malvinas, les impuso a las Fuerzas Armadas grandes dificultades para acordar internamente un plan de salida global. Sin embargo, las trabas que el Poder Ejecutivo encontró para imponer su autoridad ante la sociedad y en las propias Fuerzas Armadas no impidió que el mismo intentara administrar políticamente la retirada del poder. Sus objetivos principales, evitar un triunfo electoral del peronismo e impedir que el futuro gobierno civil revisara el pasado, se realizarían sólo parcialmente. El sorpresivo triunfo electoral de Alfonsín satisfacía uno de sus objetivos. Sin embargo, la centralidad que la cuestión de los derechos humanos adquirió en la campaña, constituyéndola como fundamento de la legitimidad del futuro gobierno democrático, terminó colocando al tema que los militares pretendían cerrar con el olvido como uno de los ejes centrales del programa del primer gobierno constitucional.

El análisis histórico también muestra que Raúl Alfonsín buscó construir un equilibrio que le permitiese castigar a responsables de las violaciones a los derechos humanos y, simultáneamente, obtener obediencia militar. Con el objetivo de lograr un juzgamiento limitado y la autodepuración militar, desarrolló una estrategia destinada a reducir el espacio de acción de los poderes legislativo y judicial, así como el de actores como el movimiento de derechos humanos, a la vez que infructuosamente intentó que la justicia militar juzgara a algunos militares. Las acciones opositoras de algunos partidos y del movimiento de derechos humanos frustraron, a través del Congreso, el intento presidencial de limitar los alcances de los juicios. El Ejecutivo no sólo no consiguió sancionar las cláusulas legales tendientes a limitar el tratamiento judicial sino que además tuvo que enfrentar la resistencia militar a la aplicación de la estrategia de autodepuración. El significado y alcance del juicio civil a los ex comandantes fue radicalmente diferente al buscado por el gobierno, no sólo porque las Fuerzas Armadas se resistieron a penalizar la acción represiva desarrollada por las juntas militares sino también porque la magnitud de las pruebas recogidas durante la investigación, en vez de constituir a los acusados en unos pocos “chivos expiatorios” de la culpabilidad militar, dieron lugar a la iniciación de una centena de procesos a oficiales de las tres fuerzas. Así, el juicio, en vez de “cerrar” simbólicamente el capítulo del terrorismo de estado, sancionando a unos pocos y lavando la imagen de las Fuerzas Armadas frente a la opinión pública, “abrió” una incierta nueva coyuntura en la lucha política. En esta coyuntura, no sólo importantes nuevos actores participaron con sorpresiva autonomía con respecto al Ejecutivo,154 sino que los actores enfrentaron una nueva estructura de opciones155 y de costo-beneficio,156 así como nuevas reglas de resolución del conflicto que, a su vez, redefinieron la eficiencia de los recursos con los que contaba cada uno de ellos.157

Los sucesivos intentos del Ejecutivo (“Instrucciones a los Fiscales Militares” y la ley de Punto Final) para colocar bajo su control los efectos del proceso judicial, mostraron a un gobierno que debió modificar los fundamentos de su política: si en un primer momento las razones éticas y de principios justificaban su estrategia, en una segunda instancia las “razones de estado” se convirtieron en su fundamento. Su nuevo fracaso, atribuible a la reacción de los partidos políticos (incluida la del propio partido oficial), la de los organismos de derechos humanos y la del Poder Judicial, creó las condiciones para el surgimiento del actor carapintada y para la serie de nuevas “coyunturas estratégicas” que, como vimos, se sucedieron siguiendo una “clave” intramilitar. El gobierno de Alfonsín no logró nunca alcanzar el equilibrio entre la demanda social de justicia y la reivindicación militar de la “guerra sucia”. La persecución penal de los responsables de las violaciones a los derechos humanos en la transición argentina no respondió a la estrategia del Ejecutivo pues frustró los dos elementos centrales de la misma, a saber: el juzgamiento limitado a unos pocos y la autodepuración militar.

También, desde un primer momento el éxito de los organismos de derechos humanos y de los partidos de oposición fue parcial: frustraron elementos centrales de la estrategia militar y del ejecutivo pero fracasaron en sus intentos de constituir una comisión bicameral y de obviar al fuero militar. No pudieron, por ende, reducir la influencia del Ejecutivo sobre la investigación de lo sucedido ni la de los militares sobre el juzgamiento de sus camaradas acusados. La progresiva pérdida de influencia por parte del movimiento, así como el indulto a los condenados que la Fiscalía calificó como por crímenes de lesa humanidad, ponen en evidencia que los logros de este actor, aunque claves para el proceso, también fueron parciales.

El Poder Judicial, por su parte, vio sus objetivos de máxima frustrados; primero, cuando la promulgación de la ley de Obediencia Debida imposibilitó la continuación de los juicios que la información acumulada hasta entonces y el punto 30 de la sentencia a los ex comandantes indicaban como necesarios y, luego, cuando los recientes indultos presidenciales suspendieron los efectos punitorios de sus decisiones.

Finalmente, las Fuerzas Armadas tuvieron que enfrentar el peor de los escenarios posibles: la realización de los juicios y la condena de su conducción por ser los principales responsables del diseño e implementación de la metodología represiva basada en la sistemática y generalizada violación de los derechos humanos. Es más, los costos para el Ejército se agravaron como consecuencia del conflicto que se suscitó entre su Estado Mayor y los carapintadas. Con respecto al Estado Mayor, cabe señalar que, a pesar de haber alcanzado el beneficio del indulto y la victoria frente a los carapintadas, no consiguió neutralizar la profunda redefinición de su posición relativa que el juicio generó en su relación con el conjunto de los civiles, ni ha podido anular los costos y riesgos que resultaron de la politización de las instituciones militares. Por otra parte, si los objetivos carapintadas eran alcanzar un indulto o amnistía para los detenidos y avanzar sobre la conducción del arma, su derrota político-militar en diciembre de 1990 les impidió capitalizar el efecto que su accionar pudo haber tenido en la realización del primer objetivo.

Por ello es que concluimos que la dirección que adoptó la transición en la Argentina, no respondió a los objetivos de máxima de ninguno de los actores intervinientes en la lucha política ligada a los derechos humanos.

Desde un punto de vista más dinámico y contemplando actores que redefinen sus estrategias según la coyuntura, puede señalarse que fueron reiteradas las veces en que estos actores, frente al fracaso de sus estrategias en un ámbito dado, intentaron redefinir su probabilidad de éxito cambiando el ámbito y las reglas del conflicto o reiterando sus estrategias en una coyuntura posterior. En ocasiones, estos intentos fracasaron. En otras, aun cuando lograron alcanzar el objetivo buscado, el cambio de ámbito y de reglas de resolución del conflicto alteraron el significado político de la victoria. Un claro ejemplo de esto es la forma en que se interpretó la aprobación de la ley de Obediencia Debida. En cierta forma y en tanto la aprobación de la ley finalmente logró limitar los alcances de las sanciones judiciales, su aprobación podría haber sido considerada como un “éxito” del gobierno de Alfonsín. Sin embargo, en un contexto en donde ya estaba claro que las Fuerzas Armadas no demostrarían arrepentimiento por lo sucedido, en donde los ex comandantes ya habían sido condenados, y en donde los carapintadas habían mostrado la impotencia del gobierno para reprimirlos, el significado y costo político de este aparente “triunfo” gubernamental fue diferente a las ventajas políticas que el gobierno radical esperaba obtener con el mismo proyecto al inicio de su gestión.

Es, quizá, sólo el gobierno de Menem el que surge hasta ahora con un mayor grado de éxito con respecto a sus objetivos. Aunque de llegada tardía a la escena de esta lucha y, por ende, con un menor desgaste político que todos los otros actores intervinientes, Menem decidió un intercambio: su disposición a otorgar el indulto a todos los condenados y acusados tanto por violaciones a los derechos humanos como por los levantamientos, a cambio de un compromiso de obediencia militar al poder civil. Sin las obligaciones electorales de Alfonsín, Menem intentó solucionar el “problema militar” afianzando al Estado Mayor mientras dialogaba con los carapintadas. El éxito de su estrategia también fue parcial. No consiguió evitar que los rebeldes se cansaran de escuchar y pasaran a la acción armada; sin embargo, logró que durante la represión del levantamiento las fuerzas leales al Estado Mayor trataran a los insurrectos como enemigos, y logró también la recomposición de la cadena de mandos. La severidad que caracterizó el castigo impuesto a los oficiales que participaron en la última rebelión mostró el nuevo intento gubernamental por redefinir las reglas de su relación con los militares: se perdonarán los crímenes cometidos en el pasado, pero se castigarán rigurosamente la desobediencia presente o futura.

¿Qué evita, a esta altura de los acontecimientos, que el sector militar victorioso se recomponga de las recientes convulsiones y haga pesar la cohesión alcanzada bajo la forma de los tradicionales planteos militares al poder civil en la Argentina?

La actual posición de las Fuerzas Armadas en la Argentina no es atribuible sólo a factores circunstanciales. La gestión de gobierno durante el período 1976-1983 implicó un altísimo desgaste, del que los conflictos a los que hemos hecho referencia en el trabajo son sólo una manifestación. En primer lugar, la sistemática violación de los derechos humanos con que enfrentaron a la guerrilla y a los sectores populares en general, dio lugar al surgimiento de un mayoritario resentimiento hacia las mismas. En este sentido, la investigación ligada al juicio y su realización sólo acentuaron una tendencia ya instalada en la sociedad argentina. De hecho, el proceso judicial fue una consecuencia de la demanda de justicia que caracterizó al proceso electoral por el que las Fuerzas Armadas abandonaron el poder. En segundo lugar, la profunda crisis socioeconómica en la que desembocaron las políticas aplicadas por los militares no sólo produjo resentimiento en los sectores populares, sino que alejaron a los importantes grupos de la burguesía que tradicionalmente constituyeron el eje de la alianza políticoeconómica que dio sustento social a los gobiernos de las Fuerzas Armadas. A partir de las políticas que implementaron las Fuerzas Armadas, dejaron de mostrarse previsibles y se constituyeron en una fuente de incertidumbre para los intereses de aquellos grupos.158 En tercer lugar, la debacle de Malvinas, además de constituir un nuevo factor de enfrentamiento con los civiles en general, fue otra muestra de lo imprevisible y riesgoso que podía ser el comportamiento militar para la burguesía y para viejos aliados internacionales como los Estados Unidos. Es más, la derrota de Malvinas generó dos profundos clivajes “internos”: por una parte, la ruptura de las relaciones interfuerzas (que se produjo durante la última etapa de la dictadura, cuando la Armada y la Fuerza Aérea abandonaron la junta militar y se negaron a participar en la elección del general Bignone como presidente) y, por otra, el corte “horizontal” entre los generales que habían tenido responsabilidad en las políticas y acciones del Ejército y los oficiales subalternos que habían cumplido acciones de primera línea, tanto en el proceso de represión, como en Malvinas. Como es sabido, estos últimos responsabilizaban a la mayoría del generalato por una mala planificación y ejecución del combate en las islas, y por haber mantenido una actitud burocrática, cuando no corrupta, durante la dictadura.

El enfrentamiento interno que se inició en Semana Santa se dio en un contexto caracterizado: 1) por el descrédito y aislamiento de las Fuerzas Armadas, no sólo del conjunto de la sociedad sino también de sus tradicionales compañeros de ruta, 2) por la reducción de sus presupuestos como consecuencia de las políticas implementadas desde la asunción del gobierno democrático y 3) por el enfrentamiento interno generado por la asignación de responsabilidades por la derrota en la guerra de Malvinas.

La ruptura de la cadena de mandos fue una consecuencia y un acelerador de la crisis militar. La solidaridad y el apoyo que concitaron, en un primer momento, los carapintadas, sumados al desprestigio “interno” del generalato, mostraron un nuevo escenario para los conflictos militares. Los enfrentamientos no fueron como los que caracterizaron a los conflictos entre “azules” vs. “colorados” o “nacionalistas” vs. “liberales” donde la instiución aparecía dividida verticalmente y en donde, más allá de quién resultase victorioso, la institución se mantenía en pie. Esta vez el conflicto surgía como un enfrentamiento entre oficiales subalternos con apoyo de suboficiales vs. “el generalato”.

En ese contexto, la expansión o persistencia de la influencia carapintada creaba, de hecho, una pesadilla para el Ejército. La “lucha de clases” sólo podía terminar con la destrucción de la institución como tal, ya que la potencial victoria carapintada implicaba la remoción de la mayoría del personal superior y la victoria del generalato la baja de los cuadros subalternos. Si bien los puntos más conflictivos de las tensiones internas han sido resueltos, el papel cumplido por las Fuerzas Armadas durante la gestión de gobierno sigue siendo visualizado como la causa central de su aislamiento social y político y de las graves crisis internas ocurridas en los últimos años. Los vencedores de los carapintadas han sido claros al respecto: si la prioridad es la supervivencia de la institución, las Fuerzas Armadas no pueden correr los riesgos propios de la intervención política. En este caso, al igual que lo que ocurre con otros actores sociales, la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder constitucional no deriva de nacientes valores democráticos, sino del reconocimiento de que si ciertos límites son traspasados se pone en peligro la supervivencia del actor como tal. De esta forma y como consecuencia de la crisis que comienzan a sufrir las Fuerzas Armadas a partir de su gestión de gobierno, así como por las derivaciones políticas y legales que tuvo la lucha política ligada a los derechos humanos, es posible prever que, en el largo plazo, el actor militar ha perdido los incentivos para cuestionar al poder constitucional y quedado subordinado al mismo. Es de destacar, sin embargo, que la disminución de su capacidad de amenaza no necesariamente implicará la desaparición de conflictos con el poder civil en relación con cuestiones tales como presupuesto, asignación de gastos internos, definición de funciones militares, etcétera. Aun cuando estos otros conflictos puedan influir en las decisiones del Ejecutivo no es de esperar, dadas las razones expuestas, que estos otros conflictos puedan amenazar su estabilidad.

Además de la erosión de sus tradicionales alianzas con importantes actores sociales y de la emergencia de costosos clivajes internos, la actual situación de las Fuerzas Armadas ha sido afectada por la transformación del escenario internacional y por la crisis del estado. En relación con el impacto que los cambios en la escena internacional han tenido sobre la capacidad militar para actuar en la política interna debe señalarse que, en tanto el fin de la “guerra fría” ha resultado en la desaparición de la “amenaza comunista”, se ha erosionado uno de los argumentos tradicionalmente utilizados para justificar las intervenciones militares preventivas en la política interna. Por otra parte, los acuerdos del Mercosur y la firma de los acuerdos de paz con Chile han resultado en la transformación de viejas hipótesis de conflicto y en la conversión de viejos potenciales enemigos en aliados, v.g. Brasil. Finalmente, otras dos consecuencias del reciente realineamiento político y económico con los Estados Unidos han sido la desarticulación de un proyecto balístico (el misil Cóndor) y la aceptación por parte del gobierno argentino del Tratado de Tlatelolco. Ambas decisiones implican una reversión de la política nuclear que los gobiernos de la Argentina venían implementando desde fines de la década de 1940. Todos estos factores han incentivado la búsqueda de nuevas misiones militares, tales como la participación en misiones de fuerzas de paz de las Naciones Unidas y han resultado en un desplazamiento del rol de los militares en la política interna. Si bien la eventual participación militar en la “guerra contra la droga” puede desembocar en el restablecimiento de misiones internamente orientadas, el conjunto de cambios que han tenido lugar en los últimos tiempos indican que, a diferencia del pasado, las futuras actividades de los militares no estarán exclusivamente focalizadas en la política interna.

Por su parte, la crisis del estado y la reconversión económica han resultado en una significativa disminución de la participación militar en el presupuesto nacional y en actividades económicas tales como la producción de armas (quebrando un sistema de producción militar estatal que se comenzó a estructurar en la década del veinte). Asimismo, debido a la crisis del estado muchas bases militares han sido desmanteladas, varias empresas militares han sido privatizadas y el personal (profesional y no profesional) se vio sustancialmente reducido. Como consecuencia de estos cambios los recursos con los que contaban los militares se han transformado, lo que a su vez ha derivado en una radical modificación de su poder como actor político.159

En síntesis, la profunda transformación de la estructura de relaciones que caracteriza a las Fuerzas Armadas (relaciones intra e interfuerzas y relaciones con otros actores de la política), así como la modificación de la estructuras de recursos y de la lógica político-organizacional tiende a la constitución de unas Fuerzas Armadas con capacidad y voluntad políticas muy distintas de las que marcaron la historia argentina de las últimas seis décadas.

Finalmente, es necesario reconsiderar el impacto de los juicios en el proceso democrático. ¿Fueron los juicios un gesto “demasiado” ético para las riesgosas condiciones de la transición democrática?

¿Tuvieron un papel desestabilizador del proceso democrático o contribuyeron, en cambio, a su consolidación?

Para evaluar si el tratamiento judicial de las violaciones a los derechos humanos fortaleció o debilitó la consolidación democrática, es necesario responder si este tratamiento consiguió, a pesar del indulto posterior, redefinir los costos de desertar del juego democrático. El contexto arriba descrito muestra que el nivel de amenaza que el juicio y sus consecuencias, incluyendo el desafío carapintada, generaron para las Fuerzas Armadas como institución fue de tal magnitud que cualquier cálculo militar sobre una eventual intervención política no podrá dejar de considerar los nuevos costos e inaceptables riesgos institucionales que esta opción confronta. Por otra parte, para saber si el perdón neutraliza los efectos de disuasión buscados con la imposición del castigo o si debilita la confianza en el sistema judicial y en los fundamentos éticos del régimen democrático, es necesario analizar las condiciones en las que fue otorgado así como el significado político que el mismo adquiere. Si el perdón aparece como un acto de voluntad gubernamental independiente de las presiones militares, es factible que el mismo pueda incorporar al régimen democrático a aquellos sectores que, como los militares, hasta ese momento se veían amenazados por dicho régimen.

Más allá de las condiciones ético-políticas que nos mueven a repudiar el indulto, reconocemos la posibilidad de que en una primera etapa el tratamiento judicial permita redefinir los costos en que se incurrirá si se volviera a apelar a prácticas autoritarias, mientras que en una etapa posterior el perdón pueda neutralizar los riesgos de un aislamiento político prolongado por parte de las Fuerzas Armadas Sin embargo, para que este segundo efecto sea posible es necesaria la aplicación de una sanción en la primera etapa. El efecto integrador del perdón sólo es posible si en una primera instancia hubo castigo ya que, como agudamente señalara Hannah Arendt, “los hombres son incapaces de perdonar aquello que no pueden castigar”.160 En consecuencia, al evaluar los efectos políticos del perdón para la consolidación de una democracia, no es posible comparar el caso argentino, donde el perdón se produce luego de la imposición de un castigo, con otros casos latinoamericanos, como el uruguayo, donde el perdón es consecuencia de la imposibilidad de implementar un castigo. Una vez que hubo castigo, el perdón podrá minimizar los costos impuestos, pero no equipara la situación a aquellos casos en los que una ley de olvido o una amnistía anticipada evitan toda investigación y juzgamiento.

Es por ello que una de las razones centrales que explican la subordinación militar al poder constitucional es la altísima amenaza y costo que la investigación y condena judicial por las violaciones a los derechos humanos implicaron para las Fuerzas Armadas, a pesar de la serie de concesiones iniciadas en el gobierno anterior y completadas con el indulto dictado por el actual.




NOTAS

1. Los autores agradecen los comentarios y sugerencias de Jaime Malamud-Goti y Leonardo Pérez Esquivel.

2. De esta forma, aun cuando la imposición de una nueva regla no implica la resolución de un conflicto, en tanto la misma sí implica una nueva forma de organizar dicha resolución su sanción puede inducir a nuevos comportamientos.

3. Juan Corradi ha señalado que la originalidad de los regímenes autoritarios en el Cono Sur ha sido su capacidad para ejercer a la vez los dos tipos de violencia sistemática y generalizada que caracterizan al mundo contemporáneo: la violencia del estado total y la violencia del mercado. Juan Corradi. “The Mode of Destruction: Terror in Argentina”. Telos (54), 1982-1983, p. 67. Como se sabe, las políticas económicas de los gobiernos militares brasileños no se caracterizaron por el neoliberalismo que marcó a los otros tres casos. En Brasil, la “normalización de la economía” implicó el intento de mantener un fuerte papel socieconómico del estado.

4. Con respecto a los efectos de las políticas económicas implantadas por los diversos gobiernos de la dictadura militar basta la siguiente descripción de los cambios ocurridos entre 1975 y 1982: “el producto industrial cayó en más del 20%, ubicándose en niveles similares a los de quince años atrás; la ocupación se redujo en un 35% del personal de producción, expulsando en total alrededor de cuatrocientas mil personas; la participación de la industria en el PBI disminuyó del 28% al 22%, asociándose esto a una mayor tercerización de la economía con menores niveles de productividad; cerraron alrededor del 20% de los establecimientos fabriles de mayor tamaño; […] el nivel de inversión en equipos durables de producción disminuyó en los últimos cinco años a una tasa superior al 5% anual; la participación de los asalariados en los ingresos cayó del 49% en 1975 al 32,5% en 1982”. J. V. Sourrouille, B. Kosacoff y J. Lucángeli. Transnacionalización y Política Económica en la Argentina. Buenos Aires: CET, 1985, p. 141.

5. La suspensión de la última parte del artículo 23 implicó de hecho la eliminación del “derecho de opción”. Esta violación de las garantías individuales se vio, a su vez, agravada porque el Poder Ejecutivo “en virtud de las facultades que dimanan del estado de sitio” decidió poner a su disposición una numerosa cantidad de detenidos. Según el informe de la CONADEP, el gobierno militar, en ejercicio de esta última facultad, detuvo a 4.029 personas por menos de un año, a 2.296 entre uno y tres años, a 1.172 entre tres y cinco años, a 668 entre cinco y siete años y a 431 entre siete y nueve años. La CONADEP ha registrado que, por lo menos, 157 detenidos a disposición del PEN pasaron luego a revistar en la categoría de desaparecidos una vez que se emitió el decreto disponiendo la libertad de los mismos. Cf. CONADEP. Nunca Más. Buenos Aires: EUDEBA, 1984, p. 409. Finalmente, cabe agregar que el uso de esta facultad (poner a disposición del PEN) implicó de hecho la imposición de severas condenas sin formulación de cargos ni juicio previo, por lo que violaba sistemáticamente el derecho a justa defensa.

6. CONADEP. Op. cit., p. 391.

7. Citado en M. L. Freund. “The law and Human Rights”. Worldview. Mayo, 1979, p. 40. La censura no se restringió a la prensa escrita y oral, sino que abarcó el cine y la literatura (cubriendo autores que iban desde Ho Chi Min a Saint Exupery). En el informe enviado por la Comisión núm. 3 de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos en diciembre de 1979, se señala que “persisten las restricciones que afectan al normal ejercicio al derecho de informar y opinar libremente. La clausura ilegal (aunque pasajera) de diarios y revistas, las detenciones de periodistas, las amenazas y atentados contra los medios de difusión, continúan comprometiendo seriamente la libertad de prensa en nuestro país”. Y agregaba que era “motivo de constante preocupación la censura previa impuesta en el sector artístico, que comprende la prohibición de difusión de libros, libretos, grabaciones y material filmado y la prohibición de trabajar (generalmente verbal) de actores y músicos, así como las dificultades de escritores para editar”. En este sentido, véanse también las declaraciones de reconocidos periodistas, incluidas en: Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal. Texto Completo de la Sentencia (Tomo l). Buenos Aires: Imprenta del Congreso de la Nación, 1987, pp. 257 y 258.

8. CONADEP. Op. cit.

9. Con respecto a las ventajas y riesgos de la metodología represiva empleada véase más adelante.

10. Para un análisis de los mecanismos de toma de decisión de la junta así como de sus consecuencias véase: Andrés Fontana. “Political Decision Making by a Military Corporation: Argentina 1976-1983”. Tesis de doctorado, University of Texas-Austin, 1987.

11. Ramón Camps. “Apogeo y Declinación de la Guerrilla en la Argentina”. La Prensa, 4 de enero de 1981.

12. Diversas fuentes, entre ellas la ya mencionada del general Camps, certifican que la determinación de derrocar al gobierno, así como la referida al método represivo a emplear, se tomaron a mediados de septiembre de 1975. Véanse R. Camps. Op. cit.; Emilio Mignone. “Derechos Humanos y Transición Democrática en la Sociedad Argentina”. Trabajo presentado en el Schell Center: Yale University, mimeo, 1990. Daniel Frontalini y María Cristina Caiati. El Mito de la Guerra Sucia. CELS, 1984, pp. 32-33. Iain Guest. Behind the Disappearances. Argentina’s Dirty War Against Human Rights and the United Nations. University of Pennsylvania Press, 1990, pp. 21-22; y Claudio Uriarte. Almirante Cero. Biografía No Autorizada de Emilio Eduardo Massera. Planeta. Espejo de la Argentina, 1992, p. 97. Algunas de estas fuentes (cf. Frontalini y Caiati, Guest, Mignone, citados más arriba) hacen notar que la decisión respecto de la metodología represiva a emplear fue cuestionada, aunque acatada, por parte de tres generales. Sin embargo, ninguna de estas fuentes manifiesta conocer la identidad de los mismos y tampoco ninguna de las mismas señala los motivos de la discrepancia ni el destino de dichos generales. El único otro dato conocido acerca de esta crucial decisión es que en esta reunión se habría encargado al general Cardozo la elaboración del plan operativo (cf. Frontalini y Caiati. Op. cit., p. 32. Iain Guest. Op. cit., p. 22).

13. Emilio Mignone. Iglesia y dictadura. Ediciones del Pensamiento Nacional. 1986, p. 47. En relación con el eventual impacto de la diplomacia vaticana en el diseño de la estrategia represiva, Claudio Uriarte señala que, durante la organización del golpe, uno de los latiguillos de Massera era la frase: “Con el Papa no se puede fusilar” (cf. Claudio Uriarte. Op. cit., p. 97).

14. Una pormenorizada descripción de las características que asumió la represión puede leerse en: Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal. Op. cit., capítulos 11 a 16.

15. Esta estrategia de ocultamiento del crimen, vía el cambio de identidad de los niños, ha creado un drama de intensa actualidad para la Argentina. La tarea de recuperación de los niños desaparecidos por parte de sus verdaderos familiares es una tarea que todavía llevará años. Por otra parte, el “éxito” en cada una de estas búsquedas significa el desgarrador trámite (por parte de la autoridad judicial) de contarle al niño que aquellos que ha aprendido a querer como padre y madre durante años no lo son, que en realidad su identidad es otra, que fue separado de sus verdaderos padres quienes han sido asesinados. Asimismo, en los casos donde los “padres adoptivos” fueron miembros del aparato represivo, los niños se enteran que aquellos que lo cobijaron son, en realidad, criminales que colaboraron en el secuestro y muerte de sus padres, así como en el ocultamiento de su paradero a su legítima familia.

16. En una conferencia de prensa con periodistas ingleses, el entonces general Videla afirmó: “un terrorista no es solamente alguien con un revólver o con una bomba, sino también cualquiera que difunde ideas que son contrarias a la civilización occidental y cristiana”. The Times. Londres: 4 de enero de 1978, citado en M. L. Freund. Op. cit.

17. Nos referimos a monseñor Angelelli, obispo de La Rioja, quien fue asesinado por personal de inteligencia en 1977, y al embajador nombrado por la Junta Militar ante el gobierno de Venezuela, Héctor Hidalgo Solá, secuestrado y “desaparecido” por un grupo operativo con base en la Escuela de Mecánica de la Armada.

18. Cable de United Press Internacional: Nueva York, 25 de mayo de 1977. Citado en Enrique Vázquez. PRN. La última: origen, apogeo y caída de la dictadura militar. Buenos Aires: EUDEBA, 1985, p. 73; y en María Laura San Martino de Dromi. Historia política argentina 1955-1988. Volumen. 2, Buenos Aires: Astrea, 1988, p. 337. Véase también una versión similar de esta declaración en Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas. Testimonios sobre la represión y la tortura. Volúmenes 7, 8 y 9, Buenos Aires, 20 de setiembre de 1984, p. 4.

19. Juan Corradi. Op. cit., p. 70.

20. El “Proceso de Reorganización Nacional” dictó más de mil quinientas leyes, más que cualquier otro gobierno, de facto o de jure, en la historia argentina. (Cf. Enrique Groisman. “El Sistema Jurídico frente a las Secuelas del Proceso de Reorganización Nacional”. Alain Rouquié y Jorge Schvarzer. ¿Cómo Renacen las Democracias?. Buenos Aires: Emecé, 1985, p. 214). Asimismo vale la pena señalar que el 25 de junio de 1976 se introdujo en el Código Penal la pena de muerte (ley 21.338). Paradójicamente esta figura legal nunca se utilizó como condena durante los años de la dictadura militar.

21. A modo de ilustración podemos ver la forma en que la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires fundamentó una cesantía sin sumario previo: “las facultades del gobierno militar fundadas en la necesidad que crea la emergencia, deben ser proporcionadas a la emergencia misma. Como ellas no pueden ser previstas en su magnitud, gravedad, duración y naturaleza, esos poderes son discrecionales, quedan librados a la apreciación que de la necesidad hace la autoridad militar y no aceptan ni pueden aceptar otras limitaciones que no sean impuestas por la necesidad misma”. (Cf. El Derecho. T. 86, p. 372. Cit. en Enrique Groisman. Poder y Derecho en el Proceso de Reorganización Nacional. Buenos Aires: CISEA, 1983, p. 33).

22. Enrique Groisman. Op. cit., 1983, p. 39.

23. Véase Andrés Fontana. Op. cit., p. 91. Véase también citado por Fontana. Druetta, Gustavo. “Guerra Política y Sociedad en la Ideología de la Corporación Militar Argentina”. Crítica y Utopía, 10/11, noviembre de 1983.

24. Véase Claudio Uriarte. Op. cit., p. 97.

25. La ya citada reunión de setiembre de 1975 en donde se aprobó la estrategia clandestina de represión, incorporó como parte de los elementos de análisis el asesoramiento de oficiales franceses con respecto a la experiencia obtenida por el Ejército francés en Argelia. En esa guerra el uso de métodos de represión clandestinos afectó la cadena de mandos y dio lugar a la corrupción institucional. Estos temas también habrían sido objeto de discusiones con oficiales estadounidenses, quienes advirtieron que el accionar clandestino desarrollado e implementado en el teatro de guerra vietnamés había producido efectos similares (corrupción y tensiones sobre la cadena de mandos).

26. Véase Fontana. Op. cit., p. 138.

27. Enfrentamiento que a partir de Malvinas se recreó desde la oposición “soldados” vs. “generales de escritorio”.

28. En mayo de 1978, el general Harguindeguy inauguró el Quinto Congreso de Jefes de Policías Nacionales y Provinciales con un discurso en el que señaló: “La crisis que transitamos y la lucha contra la subversión impusieron procedimientos de excepción, además a su amparo, floreció una suerte de matonismo y de prepotencia inaceptables”; “es responsabilidad de ustedes volver a encauzar a los policías en la senda que corresponde. El camino está señalado por la disciplina que enaltece y por la capacidad para sancionar con todo el peso que corresponda a los que se aparten del deber y de las formas éticas”; “por ello, ustedes, señores jefes de las policías provinciales, deben buscar por todos los medios que las instituciones que mandan vayan retomando sus características específicas de fuerzas policiales”. La Nación, 4 de mayo de 1978.

29. Si bien la tensión entre cuadros militares “operativos” y altos oficiales que cumplían funciones “burocrático-políticas” tuvo mayor intensidad en el Ejército, la corrupción económica alcanzó al conjunto de las tres Fuerzas Armadas y de las fuerzas policiales. Bajo el manto de la clandestinidad y del secreto de estado propio de la estrategia represiva implementada, almirantes, generales, brigadieres y policías de alta graduación realizaron y ampararon secuestros, asesinatos, estafas y negociados que intentaron justificar ante sus camaradas de armas en función de las exigencias impuestas por los objetivos políticos de largo plazo. Lentamente, las tensiones entre los que apoyaban la “necesidad” de la estrategia clandestina de represión por razones “políticas” y aquellos que la aprovechaban para el lucro individual, comenzaron a crear tensiones entre el personal militar. De hecho, las Fuerzas Armadas nunca lograron desarticular la profunda integración entre actividades ilegales motivadas por “razones políticas” y acciones ilegales motivadas por la corrupción y el lucro individual. Como se verá más adelante, durante la transición a la democracia, las Fuerzas Armadas terminaron demandando la no investigación de los “ilícitos” (eufemismo para referirse a hechos de corrupción y estafa) y presionaron para que no se juzgara ni indagara a personajes como el almirante Massera o al general Suárez Mason, sistemáticamente sindicados por oficiales entrevistados por estos autores y por otros especialistas, como responsables de crímenes motivados por razones personales o económicas. En tanto personajes como los nombrados podían, en caso de verse enjuiciados, poner en evidencia la profunda interrelación entre los crímenes “políticos” y los ligados al lucro personal, la penalización de la corrupción podía resultar en la condena de la diligencia militar en su conjunto. Las Fuerzas Armadas encontraron finalmente que la impunidad de “sus corruptos” era preferible a que los mismos hiciesen pública la naturaleza y extensión de las responsabilidades criminales de sus cuadros. En consecuencia, el “saneamiento” que se inició no se centró en los cuadros “corruptos” sino en aquellos oficiales que resultaban poco confiables por razones político-ideológicas: por ejemplo los “33 orientales”, un grupo de oficiales de ideología peronista, o miembros de grupos operativos que por “demasiado” tiempo habían estado en contacto, aunque fuese como interrogadores o carceleros, con detenidos considerados cuadros políticos de “alta peligrosidad”. Este último ejemplo era también producto del asesoramiento militar francés sobre la base de la experiencia de Argelia, que había advertido a la diligencia militar que una acabada comprensión de la lógica del “enemigo” siempre implica comenzar a compartirla.

30. Si bien en el pasado había habido conflictos de poder entre facciones militares que fueron resueltos por la fuerza (peronistas-antiperonistas, Azules y Colorados, la destitución de Onganía, la destitución de Levingston, etc.), las contradicciones entre cúpulas militares no se habían resuelto en forma clandestina vía operativos de tipo “comando” en los cuales el objetivo fuese eliminar físicamente a miembros u aliados de la cúpula opositora. Es de notar que los efectos de la introducción del terrorismo como resolución de conflictos intramilitares llegan hasta el presente: en los diarios de los primeros diez días de septiembre de 1992 se puede ver una serie de declaraciones del titular de Gendarmería Nacional y del ministro de Defensa confirmando que el atentado sufrido por el primero por medio de una carta-bomba, y del que fuera víctima su ayudante, quien perdió parte de una mano, es obra de “personal de la fuerza” ya identificado y que se encontraría llevando adelante una campaña de oposición político-militar a la conducción de Gendarmería.

31. Entre los organismos de derechos humanos se destacan a nivel nacional aquéllos ligados a los afectados por la represión (como las Madres de Plaza de Mayo, Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y, posteriormente, Abuelas de Plaza de Mayo), aquellos de carácter confesional y de asistencia a las víctimas y sus familias (como Servicio Paz y Justicia o Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos) y, finalmente, los organismos dedicados a tareas de apoyo legal o sistematización de la información (como la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, Centro de Estudios Legales y Sociales y la Liga Argentina por los Derechos del Hombre). Si bien algunos, como el SERPAJ, la Liga Argentina por los Derechos del Hombre o la Asamblea Permanente, habían sido fundados antes del golpe militar, el movimiento en su conjunto adquirió presencia política y social a partir de la lucha que desarrolló enfrentando al gobierno militar. Un interesante análisis de la evolución de estos organismos puede leerse en: Héctor Leis. “El Movimiento por los Derechos Humanos y el Proceso de Democratización Política en la Argentina”. Cuadernos de la Comuna. Núm. 12, Municipalidad Puerto General San Martín, Santa Fe. Véase también Allison Brysk. “The Political Impact of Argentine Human Rights Movement. Social Movement, Transition and Democratization”. Tesis de doctorado, Standford University, 1990.

32. Esto fue confirmado en nuestras entrevistas y charlas con diversos integrantes de la dirigencia de los organismos de derechos humanos (entrevistas con Adolfo Pérez Esquivel –17 de junio de 1992–, Hebe de Bonafini –varias reuniones–, Nora Cortinas –12 y 26 de mayo de 1992–, Emilio Mignone –8 y 22 de mayo de 1991– y Graciela Fernández Meijide –12 y 19 de diciembre de 1989–) e información propia.

33. La misión de Amnesty tuvo lugar entre el 6 y 15 de noviembre de 1976. En Iain Guest, op. cit., capítulo 6, puede leerse un relato sobre la visita así como una descripción de las presiones y amenazas recibidas por los miembros del equipo investigador.

34. Departamento de Estado. Human Rights and U. S. Policy: Argentina, Haiti, Indonesia, Iran, Peru and the Philippines. Report to the U. S. House Committee on International Relations. 31 de diciembre de 1976, p. 6. Citado en Lisa Martin y Kathryn Sikkink. “U. S. Policy and Human Rights in Argentina and Guatemala, 1973-1980”. Mimeo, 1990.

35. El 2 de noviembre de 1976, el almirante Massera pronunció un discurso en el cual esta serie de inversiones de sentido aparecen constantemente: “No vamos a tolerar que la muerte pueda andar suelta en la Argentina. Lentamente, casi para que no nos diéramos cuenta, una máquina de horror fue desatando su impunidad sobre los desprevenidos y los inocentes, en medio de la incredulidad de algunos, de la complicidad de otros y el estupor de muchos… Por eso los que estamos a favor de la vida vamos a ganar, porque mientras nosotros luchamos para ganar la paz, ellos luchan para mantener la guerra; por eso los que estamos a favor de la vida no vamos a tolerar ningún pacto, ninguna conversación y aquellos ambiciosos melancólicos –si los hay– que sueñan con persuasiones imposibles, no sólo serán considerados reos de alta traición a la Patria, sino reos de alta traición a la vida” (véase Uriarte. Op. cit., pp. 140-141).

36. Véase “Derechos Humanos. La Argentina Cuestionada”. Carta Política. Núm. 42, abril de 1977, pp. 20-33.

37. Iain Guest. Behind the Disappearances. Argentina’s Dirty War Against Human Rights and the United Nations. University of Pennsylvania Press, 1990.

38. Véase Iain Guest. Op. cit., p. 69; Enrique Vázquez. Op. cit.

39. Iain Guest. Op. cit., p. 109.

40. En una entrevista con corresponsales ingleses realizada el 17 de diciembre de 1977, el ex presidente Videla afirmó: “Finalmente, y ahora sí respondiendo más concretamente a su pregunta de cuándo va a terminar, quiero decir que la lucha armada contra las organizaciones armadas del terrorismo subversivo está llegando a su fin. Quiero que se entienda bien: no está llegando a su fin el poner término a los excesos de la represión; lo que está llegando a su fin es la lucha armada contra elementos armados de la subversión”. Proceso de Reorganización Nacional. Mensajes Presidenciales. Tomo 2, 1977, p. 104. Meses más tarde, en un agregado hecho en 1978 a la directiva secreta 504 del comando en jefe del Ejército de abril de 1977, puede leerse en sus Considerandos 2 y 3 lo siguiente: “2) A dos años de la iniciación del Proceso de Reorganización Nacional, la aplicación de la Estrategia Nacional Contrasubversiva como respuesta integral del estado, presenta un cuadro de situación en el que queda claramente definida una victoria militar sobre la acción armada del oponente y una relativa normalización de los ámbitos industrial, educacional y religioso, considerados prioritarios. 3) La acción militar directa ha producido un virtual aniquilamiento de las organizaciones subversivas con un desgaste aproximado al 90% de su personal encuadrado, mientras la acción militar de apoyo a las estrategias sectoriales de cada Ministerio, actuando sin la conveniente orientación que le hubiera dado un planeamiento adecuado del sector gubernamental en lo que hace a la Lucha contra la Subversión, ha conseguido sólo una temporaria normalización de los ámbitos prioritarios, donde precisamente ha reforzado su accionar el oponente” (cf. El Diario del Juicio. Año I, núm. 28, 3 de diciembre de 1985). Esta cita muestra que en la evaluación castrense la victoria militar no implicaba la victoria política. En consecuencia, con respecto a los efectos de la victoria militar, la Directiva Secreta 504 concluía en su punto 8: “este cuadro de situación […] nos impone el objetivo de alcanzar una victoria política sobre el oponente […] que en esta fase debe ser preeminentemente político”.

41. Hubo, por lo menos, seis propuestas militares para la transición política. Aquí sólo consideraremos a la que se intentó implementar conocida como “el diálogo político”. Para mayor información sobre las restantes véanse Enrique Vázquez. Op. cit., pp. 66-105. Maria Laura San Martino de Dromi. Historia política argentina, 1955-1988. Volumen 2, Buenos Aires: Astrea, 1988, pp. 343-348 e Inés González Bombal. “El diálogo político: La transición que no fue”. Documento CEDES, núm. 61, Buenos Aires: CEDES, 1991.

42. En su intento por crear una fuerza política propia e independiente de la Junta, el almirante Massera propuso, a fines de 1977, la publicación de una lista completa de presos políticos y “desaparecidos en combate”. La sorprendente propuesta masserista, que coincidió con el inicio de sus contactos con peronistas exiliados y con los propios jefes montoneros, tenía un objetivo central: blanquear su imagen. Luego de su inminente retiro de la Junta, Massera aspiraba a convertirse en el líder de una eventual apertura política que calculaba se produciría en el corto plazo dada la terminación de la “guerra antisubversiva”. Sin embargo, para transformarse en conductor de un proceso de apertura, necesitaba “negociar la posguerra con los representantes de los enemigos vencidos” (Uriarte. Op. cit., p. 196.) y conseguir el apoyo del gobierno de los Estados Unidos. Debe señalarse, sin embargo, que Massera pudo hacer semejante propuesta porque sabía que la misma no sería aceptada por los demás miembros de la Junta. El “bluff” de Massera consistía en aparecer como benévolo ante la certeza de que sus ofrecimientos eran irrealizables. Con respecto a la declaración de Massera y a las sanciones que la misma provocó, véanse La Nación, 22 de febrero de 1978. Convicción, 21 de enero de 1982. La Nación, 7 de febrero de 1982.

43. Como fue la que lideró el general Luciano B. Menéndez reaccionando ante la liberación del periodista Jacobo Timmerman.

44. Kathryn Sikkink y Lisa Martin ha señalado que el gobierno argentino aceptó invitar a la comisión una vez que el vicepresidente Walter Mondale le aseguró que a cambio de dicha invitación el gobierno de los Estados Unidos levantaría las trabas que impedían el otorgamiento de un crédito del Eximbank destinado a la construcción de la represa de Yacyretá. En consecuencia, debe notarse que además de las consideraciones políticas que motivaron la invitación, hubo también concretas consideraciones económicas. Para un análisis de las consideraciones que entraron en los cálculos del gobierno militar al hacer esta invitación, así como las negociaciones internacionales que la misma implicó, véanse: Lisa Martin y Kathryn Sikkink. “U. S. Policy and Human Rights in Argentina and Guatemala, 1973-1980”. Peter Evans, Harold Jacobson y Robert Putnam. Double-Edged Diplomacy: International Bargaining and Domestic Politics. Berkeley: University of California Press, 1993; y Carlos Acuña y Catalina Smulovitz. “Derechos Humanos y Transición Democrática en la Argentina”. CEDES. Mimeo, Buenos Aires: 1990.

45. La Comisión afirmó en su informe “la Comisión ha llegado a la conclusión de que por acción u omisión de las autoridades públicas y sus agentes, en la República Argentina se cometieron durante el período a que se contrae este informe –1975 a 1979– numerosas y graves violaciones de fundamentales derechos humanos”. “En particular la Comisión considera que esas violaciones han afectado: a) el derecho a la vida, en razón de que personas pertenecientes o vinculadas a organismos de seguridad han dado muerte a numerosos hombres y mujeres después de su detención.”, “b) al derecho a la libertad personal”, “c) al derecho a la seguridad e integridad personal”, “d) al derecho de justicia y proceso regular”, etcétera. En virtud de sus conclusiones la CIDH recomendó: 1) en relación con las muertes imputadas a autoridades públicas, “enjuiciar y sancionar, con todo el rigor de la ley, a los responsables de estas muertes” y con respecto a los detenidos-desaparecidos “informar circunstanciadamente sobre la situación de estas personas”. (Cf. Secretaría General, Organización de Estados Americanos –OEA–, Comisión Interamericana de Derechos Humanos –CIDH–; “Informe sobre la Situación de los Derechos Humanos en la Argentina”. Abril de 1980, pp. 291-292, citado en Carlos Acuña. “El ‘Diálogo’ del Gobierno”. Revista del Centro de Investigación y Acción Social. Buenos Aires: Año XXIX, núm. 295/296, agosto/setiembre de 1980, p. 27.

46. Para un análisis pormenorizado del diálogo político y de los planes políticos de mediano y largo plazo de las Fuerzas Armadas véanse Carlos Acuña. Op. cit., e Inés González Bombal. Op. cit.

47. Acuña muestra en su artículo que el objetivo de las Fuerzas Armadas, a diferencia de lo que intentaron los gobiernos militares de Chile y Uruguay, no pudo incluir una reforma constitucional sino que apuntó a agregar las fuerzas de los partidos de derecha en un nuevo partido que resultase en una primera minoría electoral. Para alcanzar este objetivo, el gobierno militar estaba desarrollando acciones tendientes a dividir tanto al radicalismo como al peronismo.

48. El espectro partidario respondió de diferentes formas a este primer intento de diálogo político. Tres fueron las posiciones asumidas con respecto a la disposición a participar del mismo. El primer grupo de partidos, constituido por las agrupaciones consideradas aliadas y potenciales herederos del gobierno militar estuvo formado por el Partido Demócrata Progresista, el Socialismo Democrático, el Partido Federal, los partidos conservadores provinciales, por la Fuerza Federalista Popular y por Línea Popular. El segundo grupo, caracterizado por su disposición a participar y considerado como adversario por el gobierno militar, aunque sin llegar a constituirse en “enemigo”, estuvo conformado por las autoridades nacionales del Movimiento de Integración y Desarrollo, del Partido Comunista y de la Unión Cívica Radical; así como por las oposiciones internas de carácter conservador de los partidos Intransigente, peronista y Popular Cristiano. Finalmente los grupos partidarios que se negaron a aceptar las condiciones impuestas por los militares para el diálogo fueron: las autoridades nacionales del peronismo, del Partido Intransigente, del Partido Socialista Popular, del Partido Socialista Unificado, de la Confederación Socialista, del Frente de Izquierda Popular, del Partido Popular Cristiano y la oposición interna de la Unión Cívica Radical (véase Carlos Acuña. Op. cit., p. 49).

49. En González Bombal, op. cit., puede encontrarse un análisis de las razones por las cuales las Fuerzas Armadas consideraban al “combate contra la subversión” como el elemento fundante de su nueva legitimidad histórica.

50. A modo de ilustración es de hacer notar que el 30 de marzo de 1982 la movilización convocada por los sindicatos, partidos y organismos defensores de los derechos humanos reunió a miles de manifestantes que enfrentaron en forma abierta la represión policial.

51. Las autoridades militares argentinas siempre consideraron improbable que las autoridades británicas intentaran recuperar militarmente las islas. Este error de apreciación, explica no sólo la no existencia de un plan de defensa de sus posiciones una vez que las islas habían sido tomadas, sino también por qué suponían que el desembarco militar no redundaría en altos costos políticos. Véase Lawrence Freedman y Virginia Gamba-Stonehouse. Señales de guerra. El conflicto de las Islas Malvinas de 1982. Buenos Aires: Javier Vergara, 1992, pp. 94, 100, 109 y 168.

52. Según Gamba y Freedman, razones de orden simbólico, el 150º aniversario de la ocupación de las islas, y consideraciones geopolíticas, tales como la revisión del Tratado Antártico y la inminente resolución del segundo fallo papal en relación con el conflicto del Beagle, colocaron al tema de las Malvinas en un lugar central entre las preocupaciones del gobierno militar durante los años 1982 y 1983. Desde la perspectiva militar argentina, era necesario contrarrestar las consecuencias geopolíticas de un fallo papal previsiblemente adverso en la cuestión del Beagle. En consecuencia, y a fin de evitar la potencial pérdida de presencia en el Atlántico Sur y una potencial colaboración logística militar entre Chile y Gran Bretaña, en 1982, para el gobierno argentino era necesario reactivar las negociaciones y alcanzar algún tipo de acuerdo con Gran Bretaña. En enero de 1982, la Junta decidió una política que comprendía la reactivación de las negociaciones y la previsión del empleo del poder militar en caso del fracaso de la primera alternativa. La operación militar prevista inicialmente, además de ser incruenta, incluía la ocupación y retiro inmediato de las islas. Se buscaba evitar una reacción británica y obligar a una negociación. Como es sabido, una vez iniciada la operación militar, la dinámica de los acontecimientos incentivó a la Junta de Comandantes a persistir en una empresa para la que no había elaborado ningún plan de contingencia defensivo. Véase Lawrence Freedman y Virginia Gamba-Stonehouse. Señales de guerra. El conflicto de las Islas Malvinas de 1982. Buenos Aires: Javier Vergara, 1992.

53. Como consecuencia de la participación en las operaciones represivas y en la guerra en Malvinas nuevos conflictos internos se sumaron a las tradicionales divisiones entre “nacionalistas” y “liberales” que habían marcado la historia reciente de las Fuerzas Armadas argentinas. Los enfrentamientos entre “burócratas y soldados” y entre “generales y oficiales
medios”, esto es, entre aquellos que planeaban las operaciones y los que efectivamente las realizaban, se vieron reforzados en Malvinas, donde se volvieron a plantear las mismas oposiciones. Estos nuevos clivajes fueron unos de los puntos centrales del conflicto que invocó el movimiento carapintada para justificar sus rebeliones a partir de 1987.

54. Andrés Fontana. Op. cit., p. 162.

55. Además de los cinco temas señalados el documento de la Junta incluía los siguientes puntos: plan económico, deuda externa, Yacyretá, presupuesto 1984, ley 22.105 (Asociaciones Gremiales de Trabajadores), ley 22.269 (Obras Sociales), diferendo austral (Beagle), vigencia del estado de sitio, estabilidad de la justicia, mecánica y secuencia para el acto eleccionario y para la entrega del poder. “Quince Temas para Concertar que Abarcan una Gama de Asuntos de Gravitación Nacional”. Texto transcripto en El Cronista Comercial, 12 de noviembre de 1952, citado en El Bimestre Político y Económico, Año 1, núm. 6, noviembre-diciembre de 1982, pp. 75-76.

56. Los partidos rechazaron la propuesta de concertación del gobierno militar en un documento dado a conocer el 16 de diciembre de 1952 al concluir la marcha de la “Multipartidaria”. Véase El Bimestre Político y Económico, Año 1, núm. 6, noviembre-diciembre de 1982, pp. 76-75.

57. Véase “EI Juicio Histórico Determinará a Quién Corresponde la Responsabilidad de Métodos Injustos o Muertes Inocentes”. La Nación, 29 de abril de 1983.

58. Ley 22.924, ley de pacificación nacional. 24 de septiembre de 1983.

59. Es de destacar, que el dictado del “Documento Final”, así como la sanción de la ley de Pacificación Nacional, dieron lugar a la reaparición de conflictos internos entre las fuerzas. Véase A. Fontana. Op. cit., p. 183.

60. Inés González. “1983. El entusiasmo democrático”. CEDES. Mimeo, 1992.

61. Raúl Alfonsín se opuso, entonces, a la posición oficial de la conducción de su partido y propuso que el gobierno fuera entregado a un presidente civil que, acompañado por un “gabinete de salvación nacional”, condujera el proceso de transición. Su candidato para el cargo era el ex presidente radical Arturo Illia (véase Redacción, junio de 1982, citado por Andrés Fontana. Op. cit.).

62. El justicialismo nunca había sido vencido en elecciones libres a nivel nacional.

63. Cuando se reabrió la afiliación partidaria, el justicialismo superó rápidamente al resto de los partidos. En cinco meses alcanzó 2.795.000 afiliados, contra los 1.401.000 del radicalismo, su principal opositor.

64. A medida que el gobierno militar fue emplazando las piezas de lo que sería su estrategia para “cerrar” la cuestión derechos humanos, los candidatos tuvieron oportunidad de fijar su posición en relación con estos temas. A continuación se transcriben algunas declaraciones realizadas por Italo Luder luego de que las Fuerzas Armadas dieran a conocer su intención de sancionar una ley de amnistía “desde el punto de vista jurídico sus efectos serán irreversibles, dado que en el derecho penal se aplica la ley más benigna”. Sin embargo, el mismo Luder agregó luego que “a mi juicio en estos momentos, [dicha ley] sin cumplir con recaudos de carácter moral y político va más bien a recibir un rechazo de la opinión pública” (véase La Nación, 2 de agosto de 1983). Si bien es cierto que con posterioridad a estas declaraciones dirigentes del partido Justicialista hicieron otras que mostraban una mayor voluntad de enfrentar a las pretensiones del gobierno militar, durante todo el período de la campaña electoral el peronismo tuvo dificultades para colocarse en el lugar de opositor frontal del mismo. Un análisis de la forma en que los principales partidos se presentaron frente al electorado en esta transición puede leerse en Marcelo Cavarozzi. “El esquema partidario argentino: partidos viejos, sistema débil”. Marcelo Cavarozzi y Manuel Antonio Garretón (eds.). Muerte y resurrección de los partidos políticos. Santiago: FLACSO, 1989.

65. Oponiéndose a lo afirmado en 1980 por Balbín, líder histórico del radicalismo, y a fin de diferenciarse de su competencia interna en el partido, Alfonsín declaró “Creo que hay desaparecidos con vida” (véase Clarín, 23 de octubre de 1983, citado en González Bombal. Op. cit.). En junio y agosto de 1983 contesta al candidato peronista y afirma: “Una ley de amnistía dictada por el actual gobierno militar será declarada inconstitucional por los futuros jueces” (véase La Nación, 4 de junio de 1983, citado en El Bimestre. 1983); y pocos días más tarde agrega “si se sanciona la vamos a derogar” (véase La Prensa, 20 de julio de 1983, citado en El Bimestre, 1983). Es de notar con respecto a la denuncia de desaparecidos con vida en el período previo y posterior a la inauguración del régimen democrático, que Adolfo Pérez Esquivel (en entrevista del 17 de junio de 1992) confirmó que hasta mediados de 1984 se verificaron casos de contactos telefónicos de detenidos-desaparecidos con sus familias. Como ejemplo citó el caso de una detenida-desaparecida cuyas llamadas telefónicas fueron grabadas por sus familiares. Cuando el episodio fue denunciado al ministro del Interior, Antonio Tróccoli, éste reaccionó notificando a la dirigencia de la Policía Federal sobre el hecho y solicitando su intervención. A partir de ese momento las llamadas se interrumpieron y la familia perdió definitivamente contacto con la víctima.

66. En una entrevista con Mark Osiel, Malamud Goti, asesor presidencial en cuestiones relativas a los derechos humanos, admitió que el Ejecutivo tenía intención de actuar “con prudencia” en esta materia, lo que significaba que no intentaría la prosecución criminal de gran número de oficiales responsables. Véase Mark Osiel. “The Making of Human Rights Policy in Argentina: The Impact of Ideas and Interests on a Legal Conflict”. Journal of Latin American Studies. Núm. 18, p. 142. Fasta aseveración ha sido confirmada por los autores en entrevistas realizadas con el mismo Jaime Malamud Goti y con Horacio Jaunarena, secretario de Defensa y luego ministro de Defensa del gobierno radical.

67. Meses más tarde el decreto núm. 3090/84 completó la lista de militares al ordenar la prosecución de otros oficiales superiores como el general Ramón Camps, el general Suárez Mason (quien escapó del país para esconderse bajo un nombre falso en San Francisco, California, hasta su descubrimiento y extradición para ser juzgado en 1988) y el almirante R. Chamorro.

68. La llamada “teoría de los dos demonios” explicaba el reciente autoritarismo en la Argentina como producto de las acciones de dos actores con igual responsabilidad criminal: la guerrilla de izquierda, que había optado por la violencia para alcanzar cambios sociales, y aquellos miembros de las Fuerzas Armadas que habían diseñado una metodología represiva basada en la toma del poder político y la sistemática aplicación del terrorismo de estado.

69. El juicio y condena de este líder guerrillero a treinta años de prisión colocaría otra importante pieza para el futuro de la estrategia gubernamental: cuando las condiciones para que un gesto de “pacificación” como el perdón o liberación de los militares condenados estuviesen dadas, la simultánea liberación del más conocido líder guerrillero se usaría para intentar demostrar que el perdón no era una mera concesión a las presiones militares.

70. Los objetivos de las Fuerzas Armadas en esta etapa no se limitaban a defender una posición con respecto a la cuestión de los derechos humanos. Los diversos sectores internos en los que se dividían las Fuerzas Armadas tenían objetivos en relación con el rol que las mismas debían tener en tareas de seguridad e inteligencia interna, en decisiones relacionadas con potenciales conflictos internacionales como el Beagle y la política sobre Malvinas y en decisiones referidas al diseño y futuro de industria bélica local. A diferencia de lo que ocurría con la posición de las Fuerzas Armadas respecto de la política de persecución por violaciones a los derechos humanos, las posiciones y objetivos de las mismas en el resto de los temas reflejaba y ponía en evidencia la gravedad de los conflictos internos que las habían atravesado en los últimos años. Un inesperado subproducto de la focalización del conflicto con poder civil en las cuestiones relacionadas con la política de persecución penal, fue la postergación de la emergencia del conflicto interno. La oposición a la política de persecución penal intentada por el gobierno civil fue el único objetivo común que permitía a la cúpula castrense mantener cohesionadas a unas Fuerzas Armadas, a la vez que era el único conflicto que les permitía reconstituir su identidad como actor.

71. J. R. Videla. “Ante los Jueces: Escritos presentados ante la Cámara Federal y la Corte Suprema de Justicia de la Nación”. Véanse El Periodista, 19 de abril de 1984, p. 9, y La Nación, 20 de diciembre de 1984, p. 20.

72. Si se hubiera aceptado la posición del Consejo Supremo de la Fuerzas Armadas se debería haber liberado a los miembros de las Juntas que, según el Consejo, sólo tenían una responsabilidad mediata, y se debería haber pasado a tratar las dos mil causas básicas. Recién cuando estos casos fueran juzgados se podía retomar el enjuiciamiento de los “responsables mediatos”. Véase Rama Argentina de la Asociación Americana de Juristas. Argentina. Juicio a los militares. Documentos secretos, decretos-leyes, jurisprudencia. Buenos Aires: 1988, p. 34.

73. Los organismos de derechos humanos tenían, además, los siguientes objetivos: a) la declaración de la desaparición forzada de personas como crimen de lesa humanidad, b) la no confirmación de los jueces nombrados por la dictadura, c) la libertad a los presos, d) la restitución de los niños desaparecidos, y e) la reestructuración militar que incluía el abandono de la Doctrina de la Seguridad Nacional, la supresión de la figura del comandante en jefe, la reducción del presupuesto militar, la desarticulación del aparato represivo y la depuración de los cuadros de las Fuerzas Armadas. De este conjunto de objetivos sólo c) y d) fueron alcanzados en alguna medida. Para una descripción más detallada de los objetivos mediatos e inmediatos de los organismos de derechos humanos en esta etapa véase José Díaz Colodrero, y Mónica Abella. Punto final. Amnistia o voluntad popular. Buenos Aires: Punto Sur Editores, 1987, pp.77-80.

74. La lógica jurídica se diferencia de la política, entre otras razones, por la forma en que trata y constituye en “prueba” a la información, por reducir los márgenes de negociación en sus resoluciones, y por fallar sobre responsabilidades y asignar costos a partir de una escala preestablecida. Las estrategias de los actores deben ajustarse a un ámbito donde las víctimas se constituyen en “testigos”, los victimarios en “acusados”, y las partes con intereses estrictamente políticos en “observadores” de la acción de un conjunto de jueces que se presentan como “neutrales” porque definen la contienda desde reglas preestablecidas sobre la base de principios generales legitimados por preferencias sociales mayoritarias.

75. El criterio utilizado por la Cámara para establecer la responsabilidad de los acusados determinó las diferencias en las penas aplicadas. En desacuerdo con lo argumentado por la Fiscalía, que sostenía que la responsabilidad por la represión le correspondía a las Juntas, la Cámara opinó que los responsables eran los comandantes de las fuerzas que hubieran llevado adelante cada hecho. Según Marcelo Sancinetti, “no existía el menor fundamento para haber negado toda responsabilidad horizontal entre los altos jefes de cada arma, cuando, como se ha visto, cada fuerza contaba con la asistencia total de las restantes, por acción y por omisión” (cf. Marcelo Sancinetti. Derechos humanos en la Argentina postdictatorial. Buenos Aires: Lerner Editores Asociados, 1988, p. 33).

76. Oscar Landi. “La Crisis de abril”. Unidos. Año IV, núm. 15, agosto 1987, p. 15.

77. Para un análisis específico de los aspectos jurídicos y culturales del juicio, véanse los capítulos de Luis Moreno Ocampo y de Oscar Landi e Inés González en este libro.

78. En la sentencia de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal se establecía en el punto 30 lo siguiente: “Disponiendo, en cumplimiento del deber legal de denunciar, se ponga en conocimiento del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas el contenido de esta sentencia, y cuantas piezas de la causa sean pertinentes, a los efectos del enjuiciamiento de los oficiales superiores que ocuparon los comandos de zona y subzona de defensa, durante la lucha contra la subversión, y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones”, citado en Marcelo Sancinetti. Op. cit., p. 227.

79. Según lo declarado por el general Ríos Ereñú en una entrevista, el “Presidente Alfonsín había prometido que antes de entregar el mando, aquellos que habían sido condenados serían perdonados. Esto quiere decir que yo, el jefe de Estado Mayor, sabía que el máximo que iban a tener que durar era seis años. Que durante esos seis años, si las cosas iban bien, sólo la Junta Militar y algunos comandantes de cuerpo serían sancionados y que la mayoría no tendría problemas” (nuestra traducción). Citado en Deborah Norden. “Between Coups and Consolidation: Military Rebellion in Post-Authoritarian Argentina”. Tesis de doctorado, University of California-Berkeley, 1992, p. 256. En su libro, Joaquín Morales Solá confirma esta versión cuando señala que “Ríos Ereñú se había entusiasmado con una promesa que le había hecho Borrás. Según el ministro, Alfonsín decidiría una amnistía antes de que concluyera su gobierno y mientras tanto se juzgaría sólo a las juntas militares y a un grupo reducido de jefes que se habían excedido”. Joaquín Morales Solá. Asalto a la ilusión. Buenos Aires: Planeta, 1990, p. 148.

80. La estrategia del Ejecutivo para controlar la reacción militar tenía un punto débil insalvable. A fin de que el jefe de Estado Mayor pudiera garantizar el control y la calma de sus cuadros, el mismo debía, de alguna forma, revelarles el acuerdo. Sin embargo, en el momento en que dicha promesa tomara estado público la oposición que la misma podía generar, tanto entre la ciudadanía como entre aquellos militares que se resistían a que hubiera “chivos expiatorios”, impediría su implementación. En consecuencia, el jefe de Estado Mayor no podía dar a conocer la “promesa” porque esta revelación frustraría su cumplimiento. Y, por otra parte, si sus cuadros no recibían señales acerca de la existencia de un acuerdo se quedaba sin recursos para asegurar la calma de los mismos ante la estrategia legal que pretendía implementar el gobierno.

81. Véase en Marcelo Sancinetti. Op. cit., pp. 229-231.

82. Véase “Instrucciones al Fiscal General del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas”. Marcelo Sancinetti. Op. cit., pp. 229-231.

83. El 16 de mayo de 1986 los organismos de derechos humanos realizaron una marcha en repudio a las “Instrucciones”. Entre otros asistieron a la misma el presidente del bloque radical en la Cámara de Diputados, César Jaroslavsky, y otros dirigentes radicales de primer nivel como Enrique Nosiglia y Marcelo Stubrin.

84. Como consecuencia de las instrucciones renunció el camarista Jorge Torlasco. Dos integrantes de dicha Cámara, Jorge Torlasco y Ricardo Gil Lavedra, confirmaron en entrevistas con los autores la veracidad de esta versión.

85. La ley de Punto Final fue aprobada por el Congreso Nacional, el 22 de diciembre en el Senado y el 23 en Diputados. Casi no tuvo oposición ya que el peronismo renovador no se presentó al recinto y tampoco concurrieron los legisladores radicales que se oponían.

86. Entre otros véase carta enviada por Adolfo Pérez Esquivel (SERPAJ) al Presidente de la Nación el 25 de noviembre de 1986.

87. Según Horacio Verbistky, los camaristas del país “habían decidido un número de procesamientos que superaba en quince veces los deseos oficiales y en tres o cuatro sus previsiones más pesimistas”. Horacio Verbitsky. Civiles y militares. Memoria secreta de la transición. Buenos Aires: Contrapunto, 1987, p. 322. Esta misma apreciación ha sido confirmada por Horacio Jaunarena en una entrevista con los autores. Véase también, Joaquín Morales Solá. Asalto a la ilusión. Buenos Aires: Planeta, 1990, p. 155.

88. La Nación, 19 de febrero de 1987.

89. A los sectores rebeldes se los conoce también como los “carapintadas” ya que durante los días de la insurrección pintaban sus caras con betún. Este gesto tenía connotaciones políticas. Con el camuflage típico de situaciones de combate los rebeldes pretendían señalar que sus miembros eran diferentes de los “generales de escritorio” a quienes consideraban que debían desplazar.

90. Existen varios relatos periodísticos de la rebelión de Semana Santa. Entre otros véase: Jorge Grecco y Gustavo González. ¡Felices Pascuas!. Buenos Aires: Planeta, 1988. Hugo Chumbita. Los carapintada. Historia de un malentendido argentino. Buenos Aires: Planeta, 1990. Jorge Grecco y González. Argentina: El ejército que tenemos. Buenos Aires: Sudamericana, 1990.

91. Clarín, 20 de abril de 1987 (el subrayado es nuestro).

92. El proyecto de ley enviado por el Ejecutivo fue aprobado sin modificaciones en la Cámara de Diputados. Hubo cientodiecinueve votos afirmativos provenientes de representantes radicales, bloquistas, populares jujeños, autonomistas correntinos y renovadores salteños. Los cincuenta y nueve votos negativos correspondieron a representantes del Partido Justicialista, del Partido Intransigente, de la Democracia Cristiana, de la Unión del Centro Democrático, del Movimiento Popular Neuquino, del Movimiento de Integración y Desarrollo y de tres diputados radicales. El proyecto del Ejecutivo fue modificado en el Senado, por iniciativa del senador del Movimiento Popular Neuquino. El texto modificado que se aprobó amplió considerablemente los alcances del proyecto original. La votación en el Senado fue la siguiente: votaron afirmativamente veintitrés senadores entre los que se cuentan los radicales, los bloquistas, los autonomistas de Corrientes y un peronista. Se opusieron cuatro senadores, tres peronistas y uno del desarrollismo. El texto con las modificaciones del Senado fue aprobado por Diputados el 4 de junio de 1987 por ciento veinticinco votos a cincuenta y cuatro.

93. La Nación, 21 de abril de 1987.

94. La Nación, 21 de abril de 1987.

95. La Nación, 2 de diciembre de 1987. Curiosamente, esta vez, los militares involucrados en la insurrección preferían ser juzgados por la justicia civil. Consideraban que la justicia militar estaba en manos de los sectores militares que ellos cuestionaban, y que en consecuencia los procedimientos iban a resultarles adversos.

96. Sobre la estrategia del general Caridi para enfrentara los carapintadas, véase Ernesto López. El Último Levantamiento. Buenos Aires: Legasa, 1988, pp. 118-125.

97. La Nación, 19 de enero de 1988.

98. Rosendo Fraga. La Cuestión Militar. 1987-1989. Buenos Aires: Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría, 1989, p. 118. Como se verá más adelante, el número exacto de los beneficiados se pudo conocer recién en diciembre de 1988, dado que para acogerse a la eximición de culpa cada acusado o condenado debía demostrar ante el tribunal actuante que su causa se encuadraba dentro de las condiciones contempladas por la ley. A pesar de ello, desde el mismo momento de aprobación de la ley, resultó obvio que casi la totalidad de los responsables de las violaciones de los derechos humanos identificados serían beneficiados por la misma.

99. Para otro análisis de las razones que explican la derrota de Rico en Monte Caseros, véase Ernesto López. Op. cit., pp. 145-147.

100. H. Chumbita. Op. cit., p. 85.

101. Según Rosendo Fraga, a fines de 1988 alrededor de cien efectivos (oficiales y suboficiales) no habían sido ascendidos como consecuencia de su participación en las crisis militares. Rosendo Fraga. Op. cit. p. 118.

102. Decir que a partir de este momento la estrategia carapintada se politiza no implica desconocer el alto contenido político que hasta la fecha habían mostrado sus demandas. Sin embargo, a partir de este momento la politización se manifiesta en una serie de rasgos adicionales. Por un lado, el discurso público incursiona en temas tales como la pobreza, la falta de liderazgo político, la corrupción gubernamental, etcétera. Por el otro, llevan adelante una nueva política de alianzas a fin de ampliar sus apoyos entre sectores civiles.

103. Esta percepción sobre el cambio de opciones que se le presentaban y las razones para la variación de estrategia por parte del sector ligado a Aldo Rico fue relatada por el mismo Rico en distintos programas televisivos (“Tiempo Nuevo”, “La Trama y el Revés”, canales 11 y 2, respectivamente, Buenos Aires, diciembre de 1990) en los que, inmediatamente después del sangriento levantamiento de los “seineldinistas” en diciembre de 1990, el ex teniente coronel intentó negar toda responsabilidad y relación con la acción de sus viejos compañeros rebeldes.

104. Los apoyos a los reclamos de este sector carapintada no se circunscribiera a grupos de la derecha tradicional. La Prensa reproduce declaraciones en las que integrantes de la conducción de Montoneros desde La Habana opinaban: “que deben incorporarse [a las agudas luchas sociales que se prevén] a los elementos ‘más conscientes’ de las Fuerzas Armadas, entre los que nombran a Rico, por su presunto pronunciamiento contra la Conferencia de Ejércitos Americanos realizada recientemente en Mar del Plata” (18 de marzo de 1988). Estas afirmaciones se basaron no sólo en coincidencias con respecto a la lucha política nacional, sino que también estuvieron ligadas a objetivos comunes puntuales como era el simultáneo indulto o amnistía de los ex comandantes y de Mario Firmenich, cabeza de Montoneros.

105. El número de víctimas ocurridas durante la sublevación de Villa Martelli, trece muertos y cuarenta y tres heridos, es un buen indicador de la magnitud de los enfrentamientos. Cabe recordar que en Semana Santa no hubo muertos ni heridos y que en Monte Caseros hubo dos heridos.

106. Hugo Chumbita. Op. cit., p. 116.

107. El propio ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, reconoció días más tarde que “seguramente hubo un acuerdo entre leales y rebeldes”. La Nación, 15 de diciembre de 1988.

108. Los límites y alcances de la posición del gobierno fueron explicitados en el discurso que Alfonsín pronunció ante la Asamblea Legislativa el 20 de diciembre de 1988, La Nación, 21 de diciembre de 1988. En relación con la reivindicación de la lucha antisubversiva vale la pena recordar las declaraciones hechas pocos días antes por Jaunarena en un discurso pronunciado en el Colegio Militar. El ministro de Defensa manifestó que la lucha antisubversiva “era necesaria”, pero que, en su mayor parte, se “llevó a cabo fuera del marco de los gobiernos constitucionales” por lo que quedó cuestionada “su legitimidad política y jurídica”. La Nación, 18 de diciembre de 1988.

109. La Nación, 13 de diciembre de 1988.

110. Alfonsín declaró que la lucha antisubversiva fue “casi una guerra”. La Nación, 7 de diciembre de 1988.

111. Este grupo era parte del Movimiento Todos por la Patria (MTP), organización que había centrado gran parte de su actividad política en el tema de los derechos humanos y en la necesidad de organizar una respuesta civil a los levantamientos militares. Distintas fuentes han señalado que las Fuerzas Armadas disponían de información acerca del ataque (véase, por ejemplo, La Nación, 25 de enero de 1989). Asimismo otras fuentes han mencionado el papel que tuvieron los servicios de inteligencia del estado alimentando a este grupo con falsa información respecto de un inminente levantamiento carapintada, con el fin de incentivarlo a llevar adelante un ataque preventivo. La versión que han mantenido los sobrevivientes detenidos durante su enjuiciamiento ha sido que, más allá de las afirmaciones oficiales, un levantamiento carapintada estaba efectivamente por ocurrir y que su ataque lo frustró.

112. La Nación, 25 de enero de 1989. Las discusiones que se dieron en este organismo respecto de los alcances de la intervención de las Fuerzas Armadas en conflictos internos no alcanzaron a tomar forma legal. Sin embargo, cabe destacar que en esos días el vicepresidente declaró que las Fuerzas Armadas “tienen que tener su participación” en tareas de inteligencia y represión en el caso de continuar el rebrote subversivo (Ámbito Financiero, 8 de febrero de 1989). Por su parte, el candidato Carlos Menem declaró que las Fuerzas Armadas “tienen necesidad de hacer inteligencia” porque “son las defensoras de la soberanía a nivel interno” (El Heraldo, 8 de febrero de 1989). Cabe destacar que luego de La Tablada el avance de la posición militar fue tal que la denuncia sobre el fusilamiento posterior a su rendición de tres de los miembros del grupo que llevó adelante el copamiento quedó ensombrecida y como un hecho marginal.

113. La Nación, 16 de marzo de 1989.

114. La Prensa, 13 de abril de 1989.

115. Véanse declaraciones del diputado Miguel Nacul en La Nación, 5 de enero de 1989; declaraciones de R. Dromi, por entonces vocero presidencial ante las Fuerzas Armadas en Página 12, 4 de marzo de 1989, y comentarios periodísticos de La Prensa, 31 de marzo de 1989 y Ámbito Financiero, 5 de abril de 1989.

116. La Nación, 27 de septiembre de 1988; La Nación, 19 de abril de 1989.

117. La Nación, 21 de septiembre de 1988; Página 12, 4 de marzo de 1989.

118. Clarín, 6 de mayo 1989.

119. La Nación, 9 de junio de 1989.

120. Cabe recordar que estas negociaciones tuvieron lugar en un contexto donde el gobierno enfrentaba una gravísima crisis económica, política y social. En ese mes, además de perder las elecciones presidenciales, el gobierno debió confrontar el primer estallido hiperinflacionario y saqueos a supermercados por parte de grupos empobrecidos. El debilitamiento del gobierno había llegado a tal nivel que, finalmente, Alfonsín decidió imponer, sin un acuerdo previo con el candidato electo, la fecha de la entrega adelantada en seis meses del mando.

121. La Nación, 16 de junio de 1989.

122. La Nación, 16 de junio de 1989.

123. Página 12, 18 de junio de 1989.

124. Al respecto, véase la primera nota a pie en el apartado “¿Cómo controlar la acción judicial? Una nueva frustración presidencial” (nota 79).

125. Esta opinión la escuchamos reiteradamente en conversaciones off the record con oficiales de las distintas armas. En general, si bien el tema de la investigación, juicios y condenas por las violaciones de los derechos humanos, era una razón central para justificar la apreciación, la opinión militar también hacía reiterada referencia a los recortes presupuestarios y a la caída del salario sufrida tanto por oficiales superiores y subalternos, como por suboficiales. Respecto de la relación entre recortes presupuestarios y política de defensa, véanse Gerardo Gargiulo. “Gasto militar y política de defensa”. Desarrollo Económico. Volumen 28, núm. 109, abril-junio de 1988, y Andrés Fontana. “Percepción de amenazas y adquisición de armamentos: Argentina 1960-1989”. Documento CEDES, 48. Buenos Aires: 1990.

126. Organizaciones empresarias y miembros de la Iglesia empezaron a dar a conocer documentos y opiniones en los cuales se apoyaba la sanción de una medida como el indulto o amnistía. Véase el comunicado publicado en esos días por la UIA (Unión Industrial Argentina) en La Nación, 25 de junio de 1989 y las opiniones del entonces vicepresidente del Episcopado, monseñor A. Quarracino en Clarín, 28 de junio de 1989.

127. La Nación, 21 de junio de 1989.

128. Desde La Rioja, Menem elípticamente declaró “Yo no puedo ver encerrados a los pájaros” (La Nación, 29 de junio de 1989). Si ningún “pájaro” iba a quedar encerrado, ¿significaba esto que además de los ex comandantes serían liberados los encausados por su participación en las rebeliones?

129. La Prensa, 28 de julio de 1989.

130. El 16 de agosto renuncia el secretario de Defensa, Humberto Romero. Si bien en la renuncia no se explicitan los motivos, fuentes periodísticas ya habían señalado las diferencias que existían entre éste y el ministro de Defensa, Italo A. Luder, respecto de si el perdón debía alcanzar o no a los carapintadas. La Nación señalaba que el secretario renunciante “ha sido un referente para los carapintadas desde los hechos de Semana Santa”. La Nación, 4 de agosto de 1989.

131. La Nación, 9 de septiembre de 1989.

132. Página 12, 9 de octubre de 1989.

133. La Nación, 31 de julio de 1989.

134. Como fuera mencionado en el texto, luego de Monte Caseros, Rico ya había sido dado de baja. Sin embargo, a fin de poder juzgarlo por su participación en estos sucesos por la justicia militar, las autoridades militares tuvieron que restituirle el grado. Cuando el indulto presidencial cerró las causas que estaban en trámite, Rico volvió a su situación anterior y se produjo, entonces, su baja automática. Rico rehusó notificarse de esta segunda baja y declaró que Cáceres no interpretaba “el amplio espíritu del indulto presidencial”. La Nación, 24 de octubre de 1989.

135. La Nación, 25 de octubre de 1989.

136. La Nación, 26 de octubre de 1989.

137. La Nación, 2 de noviembre de 1989.

138. La Nación, 24 de octubre de 1989 y La Nación, 15 de noviembre de 1989.

139. Para seguir el frondoso itinerario de las giras realizadas por Rico y Seineldín véanse, entre otras, las siguientes notas periodísticas: Crónica, 8 de enero de 1990; La Prensa, 21 de enero de 1990; Sur, 24 de enero de 1990; La Prensa, 24 de enero de 1990; Ámbito Financiero, 26 de enero de 1990; Crónica, 3 de marzo de 1990; Sur, 3 de marzo de 1990; Crónica, 4 de enero de 1990; Gente, 19 de abril de 1990.

140. La Nación, 15 de diciembre de 1989.

141. El Cronista Comercial, 28 de diciembre de 1989.

142. Clarín, 9 de diciembre de 1989.

143. Cf. Hugo Chumbita. Op. cit., pp. 270 y 273.

144. Para una caracterización de las diferencias ideológicas entre el “riquismo” y el “seineldinismo” véanse, entre otros y aparte de Chumbita: Jorge Grecco y Gustavo González. Argentina: el Ejército que tenemos. Buenos Aires: Sudamericana, 1990. Raúl Jassen. Seineldín: El Ejército traicionado, la patria vencida. Buenos Aires: Verum et Militia, 1989; y Deborah Norden. Op. cit.

145. El coronel Seineldín se hallaba detenido como consecuencia de una carta que le enviara al presidente con referencia a la situación interna del Ejército. Hubo dos razones para la sanción: además de dar a publicidad la carta, Seineldín envió la misma directamente al presidente y obviando las instancias del jefe del Estado Mayor del Ejército y del ministro de Defensa.

146. La proclama distribuida por los carapintadas anunciaba que el movimiento tenía, entre otros, los siguientes objetivos: “recuperar la conciencia nacional del Ejército y su restablecimiento protagónico institucional como brazo armado de la nación, restituir la ética y moral sanmartiniana y revertir la crisis moral y espiritual de los cuadros, ejercer el mando con autoridad, ejemplo personal y vida austera de soldado y erradicar el estado deliberativo en los cuadros, ordenar las respectivas comisiones de honor o tribunales de honor para juzgar al personal que lo haya transgredido, y juzgar y condenar a quienes hayan cometido actos de corrupción, sustraer a los soldados de todo conflicto interno en el Ejército, requerir del Congreso que en el ejercicio de sus atribuciones constitucionales mantenga la tradicional política de neutralidad de la República”. La Nación, 4 de diciembre de 1990.

147. Según Rosendo Fraga, la proporción de suboficiales respecto de los oficiales que participaron en la sublevación de diciembre de 1990 fue del orden de catorce a uno. Es de destacar que en las Fuerzas Armadas la relación entre suboficiales y oficiales es de aproximadamente cuatro a uno (datos citados en Norden. Op. cit., p. 302).

148. La Nación, 10 de enero de 1988.

149. En declaraciones a diversos medios escritos y orales, entre los que se cuenta el programa de actualidad “Tiempo Nuevo”, Canal 11, Buenos Aires, diciembre de 1990.

150. Aparte de diarios de la época, cf. Deborah Norden. Op. cit., p. 299.

151. Para una comparación entre las penas aplicadas por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, las solicitadas por la Fiscalía y las aplicadas por la Cámara Federal, véase La Nación, 3 de septiembre de 1991.

152. Página 12, 4 de diciembre de 1990.

153. La Nación, 29 de diciembre de 1990.

154. Como la Fiscalía y la Cámara Federal de la Capital Federal.

155. Consideremos, por ejemplo, al actor militar durante el gobierno de Alfonsín. Mientras que en la primera coyuntura sus opciones eran presionar al Ejecutivo o al Legislativo para influir sobre el curso de los acontecimientos, en la segunda, una vez iniciados los juicios, influir sobre estos dos poderes no les traía ningún rédito y debieron optar, entonces, entre aceptar o resistir la orden de comparecer frente a un tribunal civil.

156. Por ejemplo, la acusación a los ex comandantes podía derivar en gravísimas condenas así como en un empeoramiento de la imagen castrense y de las tensiones cívico-militares, especialmente cuando la opinión pública fuese informada de la magnitud de los crímenes cometidos y cuando cientos de oficiales y suboficiales fuesen llamados a declarar. En este sentido, los costos de opciones como presentarse o resistir una citación judicial eran muy diferentes a los costos ligados a las opciones que caracterizaban a la primera coyuntura del proceso.

157. Es obvio que, si bien los jueces pueden resultar más o menos permeables a la presión de las preferencias de distintos sectores, una vez que un conflicto entra en el ámbito judicial recursos como la capacidad de movilización, de lobby sobre los legisladores o el Ejecutivo, así como una mayoría en el Senado, tienden a perder peso o influencia sobre las decisiones de una corte en la medida en que ésta funciona sobre la base de “pruebas”, declaraciones de “testigos” y “acusados”, así como sobre la base de acciones de la fiscalía y de las defensas, y resuelve a partir de “reglas preestablecidas” en un foro donde todos los intereses en pugna actúan como “observadores”.

158. Para un análisis de las razones y forma en que la burguesía redefine su valoración política del automatismo como de la democracia, véase Carlos H. Acuña; “Intereses empresarios, dictadura y democracia en la Argentina actual (O, sobre por qué la burguesía abandona estrategias autoritarias y opta por la estabilidad democrática)”, Documento de Trabajo CEDES, 39. Buenos Aires: CEDES, 1990.

159. Para un análisis detallado de la evolución de la industria y los recursos militares en Argentina, Brasil y Chile véase Carlos. H. Acuña y William C. Smith. “The Politics of ‘Military Economics’ in the Southern Cone: Comparative Perspectives on Arms Production in Argentina, Brazil and Chile”. Security, Democracy, and Development in the Western Hemisphere. A. Varas, L. Schultz y W. Smith (comps.), New Brunswick Transaction, 1994. Es importante recordar la ambigüedad del término “gastos militares” por encubrir muy distintas formas de calcularlos. En nuestro caso nos referimos a gastos laborales de personal militar y civil involucrado en tareas relacionadas con la defensa, operaciones y mantenimiento, adquisición de material, investigación y desarrollo militares, construcción militar, retiros y jubilaciones, gastos en agregadurías militares o cuentas secretas, contribuciones internacionales a instituciones militares, defensa civil, programas militares de relaciones públicas, instituciones militares de salud y educación, inteligencia militar, programas de ayuda militar y programas cívico-militares donde predominan los aspectos militares (ejemplo, aspectos de los programas nucleares o de ciertos sistemas de radares). Al respecto, estos autores muestran que durante el previo régimen democrático (1973-1975) el gasto militar promedio fue de 1,9% del PBI, mientras que entre 1976 y 1983 fue de 4,2% y el promedio del actual régimen democrático (hasta 1993) es de 3% del PBI. Sin embargo, este último promedio encubre una tendencia descendiente que se observa al desagregar el análisis por gobierno y años: mientras durante el gobierno de Alfonsín (1984-1989) el promedio de gastos fue de 3,1% del PBI, el promedio durante gobierno de Menem (1989-1993) muestra un gasto de aproximadamente 2% del PBI, reproduciendo casi la misma tasa del período democrático previo al golpe de 1976. Es más, la tendencia decreciente se fortalece cuando la atención se centra en 1993, año en que el gasto militar promedio con respecto al PBI y sin incluir los retiros y jubilaciones militares (en la Argentina, alrededor del 30% del gasto militar total) cae ya sea a 1,3% en caso de utilizar los viejos indicadores para calcular el producto, ya sea a 1% del PBI en caso de utilizar la medición actual del producto adoptada por parte del Ministerio de Economía y basada en la metodología de la CEPAL (y que incrementa el cálculo del PBI en aproximadamente un 20%). Para una serie de trabajos especializados en el cálculo del gasto militar, véase Thomas Scheetz, “El costo laboral de la seguridad externa e interna: los casos de argentina, Chile, Paraguay y Perú, 1969-1988”. Desarrollo Económico. Volúmenes 30, 118: 237-254; Thomas Scheetz. “The Macroeconomic Impact of Defense Expenditures: Some Econometric Evidence for Argentina, Chile, Paraguay and Peru”. Defense Economics. Diciembre de 1991; Thomas Scheetz. “The Evolution of the Public Sector Expenditures: Changing Political Properties in Argentina, Chile, Paraguay and Peru”. Journal of Peace Research. Mayo de 1992; Thomas Scheetz. “Military Expenditures in South America”. EURAL. Mimeo.

160. Hannah Arendt. The Human Condition. Chicago: University of Chicago Press, 1958, citado en Lawrence Weschler. A Miracle, A Universe. Nueva York: Pantheon Books, 1990, p. 243 (la traducción es nuestra).



Este trabajo fue anteriormente incluido en el libro Juicios, castigos y memorias, Buenos Aires: Nueva Visión, 1995 y se reproduce aquí por gentileza de la editorial. <inicio>

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