El testimonio de experiencias políticas traumáticas: terapia y denuncia en Chile (1973-1985)
Elizabeth Lira
INTRODUCCIÓN
En muchos países, al final de las dictaduras y guerras civiles, se han establecido comisiones de la verdad que han escuchado a las víctimas y han reconstruido la historia de las violaciones de derechos humanos ocurridas durante el período examinado. La coincidencia de miles de testimonios ha posibilitado la identificación de los recintos secretos de detención, sus rutinas cotidianas así como los procedimientos represivos y el clima de terror instalado en las víctimas y en la sociedad. El reconocimiento oficial de lo ocurrido ha hecho exigible al estado procurar la justicia y la reparación de las víctimas.
En el caso de las violaciones de derechos humanos en Chile miles de personas dieron testimonio durante el régimen militar denunciando detenciones arbitrarias, torturas, desaparición de personas y ejecuciones políticas ante organismos nacionales e internacionales de derechos humanos, tribunales de justicia, espacios terapéuticos y medios de comunicación entre otros, desde 1973 en adelante. Después de 1990, la Comisión de Verdad y Reconciliación reconstituyó la situación de muertos y desaparecidos por razones políticas (1990-1991) y luego la Comisión de Prisión Política y Tortura (2003-2005) recibió testimonios de miles de personas que fueron detenidas y torturadas entre 1973 y 1990.
La tortura, la desaparición de un familiar, así como sobrevivir a la propia ejecución eran situaciones simultáneamente políticas y personales, identificadas en la mayoría de los casos como experiencias traumáticas. Los represores eran agentes del estado que ejecutaban la política definida por el régimen militar. Los perseguidos eran declarados “enemigos de la patria” y un peligro para la seguridad nacional.
En este trabajo se analiza el testimonio de experiencias políticas traumáticas como instrumento terapéutico en el tratamiento de víctimas de tortura y de otras víctimas de violaciones de derechos humanos durante el régimen militar en Chile. Consideramos como testimonio el relato personal realizado por quien ha sido protagonista de hechos que tenían implicaciones sociales, políticas o criminales entre 1973 y 1990 y que ha sido testigo de lo sucedido a otros que compartían su situación. En este contexto, el testimonio de la experiencia represiva comprende el relato descriptivo o en primera persona acerca de la detención, los interrogatorios y la reclusión de quien estuvo preso por motivos políticos. En los casos de detenidos desaparecidos o ejecutados políticos el relato suele ser realizado por un familiar. Casi siempre incluye la situación de detención, la desaparición o ejecución de su hija o hijo, de su padre o madre y de su compañera o compañero y las acciones realizadas para encontrarlo y conocer las circunstancias de su muerte y las consecuencias de esta situación sobre los miembros de la familia.
La primera parte del trabajo describe la función terapéutica del testimonio. En la segunda parte se analiza la función social del testimonio al ser utilizado para denunciar las violaciones de derechos humanos.
PSICOTERAPIA Y REPRESIÓN POLÍTICA
La modalidad de trabajo que describiremos fue una de las respuestas de los profesionales de salud mental ante las consecuencias de las violaciones de derechos humanos sobre las personas y las familias. Es importante recordar que el régimen militar se inauguró con una política de represión masiva contra los partidarios del gobierno derrocado. El país fue declarado en estado de guerra interna y se suspendieron las garantías y derechos individuales. Más de cinco mil personas fueron detenidas entre el 11 y el 13 de septiembre de 1973 a lo largo del país y más de dieciocho mil fueron detenidas en los meses siguientes.
1 La mayoría de los detenidos fueron torturados brutalmente durante horas, días o semanas. Miles de personas partieron al exilio. Muchas fueron ejecutadas sumariamente. Otras desaparecieron después de ser detenidas.
Esta situación llevó a representantes de diversas denominaciones religiosas a crear en octubre de 1973 el Comité de Cooperación para la Paz, con el fin de otorgar defensa legal a los perseguidos. Durante 1975 se creó la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (FASIC). En enero de 1976, la Vicaría de la Solidaridad del Arzobispado de Santiago sustituyó al Comité Pro Paz disuelto por presiones del régimen. Esas instituciones proporcionaron asistencia legal y humanitaria a las personas que solicitaban ayuda.
Se constataba día tras día que la represión política tenía efectos devastadores sobre las personas y sus familias. Por ello, algunos profesionales de salud mental empezaron a proporcionar atención de emergencia en sus consultas particulares como parte de la red de apoyo creada en los organismos de derechos humanos. Solamente en septiembre de 1977 se inició en FASIC el Programa Médico Psiquiátrico formado por médicos psiquiatras, psicólogos y asistentes sociales.
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Las personas que consultaron en 1977 y 1978 en su mayoría eran presos políticos que habían sido condenados en consejos de guerra y tramitaban la conmutación de la pena de cárcel por extrañamiento, es decir, debían partir al exilio acogiéndose al decreto ley 504, de 1975.
3 En pocos días salían de la prisión, se reunían con la familia y emigraban. En la mayoría de los casos era posible realizar sólo una o dos sesiones, individuales, familiares o grupales según los casos. Se trabajó principalmente en grupos caracterizados como “grupos de orientación al exilio” formados por ex presos y sus familias. Los participantes pudieron hablar del impacto de la represión política sobre sus vidas, principalmente acerca de los efectos de la tortura. Hablaron de sus temores e incertidumbres y pudieron anticipar también las dificultades del exilio que se avecinaba. Un número cercano a los cinco mil presos políticos conmutaron la pena de cárcel por el exilio según el decreto ley ya mencionado y tramitaron a través de FASIC su salida del país entre 1975 y 1980. Cerca de seiscientos recibieron atención psicológica (familiar, grupal o individual) entre 1977 y 1980.
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El atropello a la dignidad personal, la situación de amenaza generalizada y el desamparo legal y social había afectado a las familias de distintas maneras. El prisionero político había pasado mucho tiempo separado de su familia, recibiendo visitas esporádicas bajo condiciones de extremo control, desconociendo muchas veces los detalles de lo que les había ocurrido a sus familiares después de su detención y había temido por ellos. A su vez, la familia había presenciado con impotencia la detención, la incomunicación y la reclusión de su familiar y temía por su integridad física y psicológica y por su vida. La incertidumbre, el temor y la inseguridad se sumaban a la confusión ante las acusaciones oficiales difundidas por los medios de comunicación acerca de que el padre, el esposo o esposa, la hija o hijo, el hermano o la hermana era un delincuente que había cometido los peores crímenes. Los problemas económicos, el aislamiento, los miedos y las rabias circulaban entre las familias, y los conflictos entre sus miembros se agudizaban.
La mayoría de los ex presos señalaban que necesitaban reivindicar su dignidad y su honor. Habían carecido de las más elementales condiciones procesales y habían sido acusados de los peores crímenes en nombre de la defensa de la patria, estigmatizándolos como delincuentes. Requerían ser reconocidos como protagonistas y militantes de un proyecto de cambio social y político legítimo y no como gestores de un proyecto criminal.
Los profesionales observaban que la realización de denuncias y acciones en los tribunales exigiendo justicia favorecían la recuperación moral y psicológica de los afectados. Por esta razón se consideró la posibilidad de elaborar la denuncia en el contexto del proceso terapéutico que incluía atención médica integral, medicación y terapia ocupacional, entre otras. El objetivo primordial de la intervención era aliviar los síntomas y permitir a las personas restablecer sus vínculos afectivos y sociales, recuperando el control sobre su vida.
La propuesta de grabar el testimonio fue acogida con gran interés por quienes consultaban. La grabación era percibida como una forma de registro permanente de su experiencia que confirmaba que aquello les había sucedido “efectivamente”, contradiciendo la negación oficial de la tortura y, en muchos casos, de la detención, no obstante existir testigos de la misma.
El testimonio era un proceso penoso y al mismo tiempo aliviador. La grabación se transcribía y se trabajaba con el texto en algunas sesiones, volviendo sobre el relato y sus detalles, sobre las emociones, sobre la tristeza, la culpa. El testimonio era finalmente el documento que encerraba la historia de la persona tal y como quería comunicarla. Esta forma de trabajo fue implementada principalmente en los casos de presos políticos torturados y se fue adaptando a los requerimientos de los pacientes y a la mejor comprensión acerca de su función terapéutica. En 1980 se analizaron los resultados obtenidos en los primeros casos atendidos y se revaluaron en 1981. Esta experiencia psicoterapéutica y sus resultados fueron publicados en los años siguientes.
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La atención de víctimas de la represión política tenía un fuerte impacto moral y emocional sobre todos aquellos que trabajaban con las víctimas. Ese impacto era encauzado hacia el cuidado y la protección de la vida de las personas y también hacia la necesidad de denunciar lo que sucedía ante los tribunales, ante las iglesias, la opinión pública nacional e internacional, entre otros.
6 Las denuncias enfatizaban las secuelas que se advertían en las personas y en las familias, en particular los efectos traumáticos que persistían en el tiempo y se buscaba impedir que continuara la represión política.
7 De esta manera, la denuncia canalizaba parcialmente la rabia y la violencia asociada a este tipo de casos, no solamente para los consultantes sino también para los abogados, terapeutas y trabajadores de derechos humanos.
PSICOTERAPIA Y MEMORIA
La psicoterapia para las víctimas de la represión política era un ámbito profesional desconocido. Fue necesario investigar sobre diagnóstico y tratamiento en situaciones relativamente afines tales como las situaciones de persecución durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos de esos estudios documentaban la sintomatología observada en ciertos casos clínicos, pero muy pocos se referían a los procesos terapéuticos. Eso hizo necesario rastrear en los trabajos que dieron origen a la investigación clínica y terapéutica sobre el trauma a mediados del siglo XIX. Se trataba de casos de mujeres jóvenes que presentaban una sintomatología angustiosa, cuadros de parálisis parcial no vinculados a las estructuras neurológicas correspondientes o cegueras repentinas sin que fuera posible atribuirlas a algún daño sensorial. Se trataba de patologías invalidantes que resultaban incomprensibles para el conocimiento científico de ese entonces. El significado de la sintomatología no era claro, aunque los médicos consideraban que ese comportamiento se debía a “algo mental” de origen emotivo. Las hipótesis de diagnóstico y tratamiento se fueron construyendo sobre la base de atribuir el origen de la “enfermedad” a una experiencia intolerable que no había podido ser procesada psicológicamente. En consecuencia, se requería encontrar modalidades de tratamiento que permitieran acceder a esa experiencia. Esta manera de aproximarse a los casos surgió durante la segunda mitad del siglo XIX, en el hospital de la Salpêtrière de París. El médico neurólogo Jean-Marie Charcot trabajaba con esos casos y buscaba la manera de comprender y tratar esa patología. Atribuía gran importancia terapéutica a la posibilidad de recordar lo sucedido y para ello utilizó la hipnosis. Se pudo observar que en estado de trance la persona “recordaba” lo que hoy sería caracterizado como “el hecho traumático”.
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La mayoría de los casos atendidos remitían a experiencias de abuso sexual u otras experiencias conflictivas vinculadas a la sexualidad. Las pacientes eran mujeres y el diagnóstico global fue “histeria”, connotando una vinculación específica a la sexualidad femenina. En muchos casos parecía que la experiencia sufrida había constituido una amenaza existencial de gran envergadura. Se suponía entonces que el origen del trauma se vinculaba a un conflicto moral y psicológico (de origen religioso o cultural) asociado a una experiencia sexual principalmente abusiva. La persona disociaba el recuerdo de la experiencia vivida y de todos aquellos elementos significativos vinculados a ella, intentando funcionar como si aquello no hubiera sucedido jamás. Suprimido el recuerdo solamente quedaban los síntomas que expresaban de manera aparentemente “incomprensible” la huella de esa experiencia intolerable.
Aunque inicialmente el objetivo del tratamiento era acceder a la experiencia traumática y a las emociones que habían sido reprimidas, en la hipnosis el recuerdo se producía en un estado alterado de conciencia y aunque desencadenaba emociones de gran intensidad, no modificaba el estado mental de la paciente. La imposibilidad de acceder posteriormente al recuerdo recuperado bajo hipnosis hacía que lo que se había “descubierto” se mantuviera disociado y permaneciera reprimido, es decir, continuara en el “olvido”.
Sigmund Freud, que había estado en el hospital de La Salpêtrière en París trabajando con Charcot, descartó posteriormente la hipnosis y exploró otras alternativas, utilizando finalmente la asociación libre y desarrollando, hacia fines del siglo XIX, el psicoanálisis como práctica clínica y teoría psicológica. Su trabajo clínico con este tipo de casos describió cómo el recuerdo reprimido rescatado de las profundidades del olvido era clave en el proceso de mejoría. Observó que la catarsis asociada al recuerdo producía un alivio ostensible, aunque casi siempre transitorio. Concluiría más tarde que los síntomas desaparecerían y el alivio podría ser duradero si ese recuerdo llegara a formar parte de un saber del sujeto sobre sí mismo y su historia. Era necesario que la persona comprendiera cuándo y cómo esa experiencia había amenazado su existencia y cómo el síntoma “traducía” el significado de la experiencia y, al mismo tiempo, la defensa y la “negociación” psicológica para sobrevivir, lo que implicaba asumir y elaborar el significado de la experiencia y no solamente “recordar” lo sucedido, que era lo que ocurría en la catarsis.
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Atribuíamos importancia a esta discusión por sus analogías con algunos aspectos de las situaciones que enfrentábamos. Sin embargo, una diferencia importante era que no estábamos trabajando con memorias suprimidas y olvidadas por completo. También trabajábamos con fragmentos de memorias penosas y persistentes que abrumaban a las personas cotidianamente. Se trataba de un pasado reciente que para muchos no llegaba todavía a ser pasado sino que era vivido como un presente traumático. La intervención terapéutica se realizaba sobre memorias vivas y al mismo tiempo sobre memorias disociadas. Nos parecía que era necesario recordar, verbalizar y nombrar, pero a veces era imposible: no había palabras. Sin embargo, hablar y decir permitía ordenar en parte las dimensiones caóticas y fragmentadas del recuerdo. Pero la palabra y la memoria estigmatizaban y aislaban a las víctimas. Pocos querían escuchar y saber lo que les había sucedido. Muchos negaban. Otros se angustiaban y se llenaban de miedo y tampoco querían saber. Un silencio general rodeaba a la represión política como si aquello solamente existiera en la mente de las víctimas.
EL TESTIMONIO COMO INSTRUMENTO TERAPÉUTICO (1978-1982)
La psicoterapia de las víctimas de la represión política, en particular de quienes fueron torturados y estuvieron presos durante varios años, permitió identificar un hecho central: para muchos de ellos, el compromiso político constituía el eje más significativo de sus vidas y había jugado un papel decisivo en su capacidad de resistir las atrocidades. Esa capacidad de enfrentar lo insoportable surgía del valor de aquello por lo cual se había luchado y se había amado más que la propia vida.
10 A su vez, la pérdida que significaba la derrota del proyecto político en lo personal, se asociaba y subordinaba a la pérdida sufrida por la sociedad chilena.
Para algunos la percepción de derrota era acompañada también por una disposición a reflexionar sobre su responsabilidad en el fracaso de dicho proyecto, buscando repensar y proyectar su vida ante el cambio de escenario político que cambiaba su lugar y su poder. Otros subrayaban la angustia ante “la muerte y la pérdida” del proyecto político, como si la suerte del país y la suya propia fueran una sola y misma cosa. Esa percepción de pérdida irreversible desmoronaba sus defensas y el sentido de su resistencia ante la catástrofe vital experimentada. Algunos se aferraban a las prácticas partidarias como si la rigidez de los rituales garantizara la permanencia del proyecto y el sentido de sus vidas. Era angustioso para ellos percibir que carecían de control sobre muchas situaciones que los afectaban vitalmente y que estaban expuestos a nuevas detenciones o a perder la vida o tener que salir del país para protegerla.
Por su parte, la violencia represiva y la indefensión generalizada habían producido desconfianza e inseguridad en la relación con los otros y consigo mismos. En muchos casos se alteraba el juicio de realidad. El miedo afectaba el pensamiento y las funciones cognitivas básicas, dando crédito a rumores que aumentaban la inseguridad.
La ilegalización de los partidos políticos de la Unidad Popular y de muchas organizaciones sindicales y sociales había destruido las redes sociales en las que estaban insertos. Muchos perdieron sus trabajos y sus medios de vida, empobreciéndose dramáticamente. Todo ello contribuía a que muchos se abrumaran y se aislaran, corriendo el riesgo de interiorizar lo que les ocurría como una pérdida insuperable, dándose por vencidos.
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La situación terapéutica podía constituir una suerte de tregua, un espacio en el que se podía hablar y se podía pensar. Para ello era fundamental establecer un vínculo de confianza que pudiera contener el dolor y la rabia y que permitiera proyectar la propia vida bajo estas nuevas y adversas circunstancias.
Los fragmentos siguientes de los testimonios de José, Pedro y Diego, quienes fueron presos políticos entre 1973 y 1978, ilustran las posibilidades de esa elaboración. Todos ellos habían sido condenados de por vida. Cuando fueron atendidos, habían optado por conmutar la pena de cárcel por exilio y estaban por salir a los distintos países que les habían otorgado visa. Se iban a separar después de haber compartido casi cinco años de cárcel y de haber pasado juntos los interrogatorios y torturas. En ese sentido, sus testimonios fueron resultado del diálogo que sostuvieron entre sí, a propósito de la represión padecida y sus consecuencias pero también por la separación forzosa debido a la partida al exilio. La elaboración de la experiencia represiva vivida había ocurrido entre ellos durante los largos años de reclusión.
Dijeron que se habían preguntado muchas veces acerca de “quién soy, qué me pasó, qué me perturba, qué me duele, dónde estoy y para dónde voy”. Los hechos vividos fueron entramados por cada uno en un relato escueto que, si bien soslayaba en parte aquellos aspectos que sentían que los desmoronaban, a la vez proporcionaban, por su concisión misma, las claves de su supervivencia.
El relato grabado fue transformado en un testimonio, excluyendo aquellos aspectos más íntimos y penosos que habían sido comunicados en las sesiones. Separaron lo íntimo y privado de aquello que, aunque también era personal, consideraban que formaba parte de lo público y social.
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José, militante socialista, detenido el 30 de septiembre de 1973.
Yo soy José, tengo veintinueve años, nací en el campo cerca de Chanqueahue. […] Llegué a ser miembro de la seguridad del presidente Allende. Llega el 11 de septiembre y se acaba todo. Caí como todos los compañeros en una situación de inseguridad, en la cual no se sabía qué hacer. […] Muchos compañeros determinaron entregarse [voluntariamente]. Según alegaron, no había que resistir, y se entregaron; de ellos, cuatro fueron liquidados al poco tiempo; Otros [que fueron encontrados y detenidos] fueron encarcelados, entre ellos, yo. De los encarcelados hubo fusilados sin sentencia, veintiséis fueron muertos.
A todo esto yo no me quise entregar. Me fui de mi casa, bueno, era una reacción natural si se quiere dentro de uno, de lo que uno conoce. [Se había ocultado para evitar su detención]. Fui detenido en el pueblo por prevención [en un operativo] por carabineros, y de ahí trasladado a distintos retenes, comisarías, hasta llegar a la Dirección General de Investigaciones. Posteriormente, el mismo día me trasladaron al Estadio Nacional, donde estuve más o menos, durante cuarenta y cinco días. De ahí fui trasladado a la Oficina Salitrera Chacabuco. Posteriormente, quince días después, al Regimiento de Calama. Bueno, ahí empezó un proceso en el cual yo no tuve participación, sino que fui como el hombre que necesitaban, porque si al interrogarme de una forma decía lo que tenía que decir, no lo creían. Si hubieran querido interrogarme para conocer alguna cosa, lo habrían hecho, pero no lo hicieron, me interrogaron tres veces, pero una fue para preguntarme, la otra para golpearme. Sin preguntar nada.
Después de eso viene el proceso, según ellos. […] Bueno, de partida ningún hecho comprobado: que tuve un viaje a Cuba, que fui a aprender artes marciales, actividad guerrillera –absolutamente falso, no lo podía comprobar yo ni ellos tampoco–, la situación de ser miembro de la seguridad del Presidente Allende. Se sabía que era miembro de la seguridad, pero buscaban otras actividades que no eran las de seguridad, sino asaltos y cosas así, nada que ver. Después de eso viene el Consejo de Guerra y en seguida una condena a muerte, firmada y todo; después la intervención –creo yo– del arzobispo. Me rebajaron la condena a perpetua. Después de un año y meses que estuve encarcelado me trasladaron por razones de seguridad a Copiapó; estuve quince días en Iquique, de paso. En Copiapó estuve dos años y tantos, con lo cual hice cuatro años, cuatro meses y días más. Solamente estuve libre desde el 11 hasta el 30 de septiembre de ese año. […]
Toda nuestra situación ha sido tan terrible, ¡y cómo se ha cumplido en parte lo que pretende la Junta! Aquí, si no se puede matar en todo sentido, se trataba de hacer que cada uno viera cada cantidad de problemas que desembocaban en llegar a pensar que la vida no tiene ningún brillo, que no tiene valor, cuando somos nosotros los que le damos ese valor; pienso que prácticamente ése es el logro de lo que la Junta quiere: llevarnos a esa condición de quebrarnos así.
Es lamentable, para mí es lamentable, porque muestra que han logrado en parte lo que querían, y muestra cómo fue tan terrible lo que pasó el 11 de septiembre. Las organizaciones, todos los compañeros quedaron prácticamente desarticulados, y generalmente se cayó en el aislamiento, y el aislamiento fue debilitando a los compañeros, los fue llevando a centrarse en sus problemas, vivir para sus problemas, hasta llevarlos a sentirse inútiles, cuando siempre somos útiles, somos útiles de una u otra manera, y la vida siempre tiene valor, siempre es bonita, todo depende de cómo nosotros tratemos de encontrarle ese valor.
Pedro, funcionario público, detenido el 11 de septiembre de 1973.
Me llamo Pedro U. Tengo treinta años. Nací y me crié en Rancagua. Estuve preso y salí recién. Cuando me encontré fuera de la cárcel tuve una depresión nerviosa, porque me “quise comer la calle”, por usar un término así. Salí de la cárcel, fui donde mi familia, estuve un par de horas ahí y me dieron ganas de salir y recorrer Rancagua de punta a cabo, y anduve y anduve y anduve mirando, no sé, una cuestión media rara, porque salí medio diferente de la cárcel, fue así como un shock el que tuve. Salí medio diferente y sentía como que eso era mentira, era mentira todo lo que estaba viendo. Posteriormente me vine a Santiago y aquí ha sido verdaderamente terrible pasear, caminar, me he ido al paseo Ahumada, he visto, no sé, me da la impresión de ver en la gente cierto automatismo de indiferencia, el trabajo de las hormigas, que no es un trabajo consciente sino que es un trabajo mecánico. Entonces después que llego a la casa como que llego cansado, agobiado, me agobia este trabajo de hormigas, si lo pudiéramos llamar así, tan indiferente, tan frío. Y cada uno va por la calle, se mete a un negocio, sale a tomar la micro y si muere alguien al lado, a nadie le importa; si alguien está pidiendo una limosna, no importa, y si sale en los diarios un asesinato que hay que condenar, a nadie le importa. Y cuando hablan, por ejemplo, lo de Aldo Moro, las declaraciones de gobierno, yo digo: ¡qué cinismo! ¡Cómo repudian esto y todas las cosas que han hecho ellos, que uno ha visto, la experiencia misma de uno! […]13
Lo otro es que, para mí, Santiago es estar solo. Es estar metido entre dos millones de personas, solo; estar en un recinto apretado de gente, pero solo. Yo pienso como la gente de provincia que viene a Santiago. Uno siente que aquí en Santiago son todos más o menos parecidos, que en el centro la gente se comporta como robots, con cara de robots, de cadáveres. Lo otro es la hipocresía, del que dirá “yo no entiendo tanta hipocresía, para qué?”; eso a uno lo deprime y es mejor no pensarlo, porque si uno se pone a ver todo lo que escriben los diarios, digamos, es claramente programado, ¡y cómo mienten, cómo pueden ser tan hipócritas! Lo mismo en la televisión cuando dan informaciones, yo digo cómo se sentirán ellos, cómo se sentirán como personas, ¿sentirán que están haciendo la historia? ¿Se sentirán los salvadores de Chile? ¿Los salvadores del país? Me imagino que sí.
Seguramente la historia no nos va a nombrar, no nos va a individualizar, pero en una u otra medida, nosotros somos entes partícipes de un momento histórico, de un proceso, y actualmente somos todavía partícipes de la historia, la historia no nos ha dejado de lado, tan sólo si nosotros mismos nos apartamos de ello. Entonces toda la experiencia nuestra debe ir encauzada hacia allá, a ubicarnos nosotros mismos dentro de nuestra vida futura y dentro de toda la vida de este pueblo.
Diego, veintisiete años, condenado a muerte por Consejo de Guerra.
Tenemos una situación adversa –la realidad es adversa, es terrible–, que nos lleva a provocar las crisis en nuestro interior, en nuestras ideas, en nuestras aspiraciones; si nosotros no entendemos esa realidad como un elemento antagónico que nos permite poder enfrentar nuestra propia vida, frente a eso estamos sonados, estamos fritos. Porque si uno cae preso, el mundo sigue igual; cuando a uno lo están interrogando, [uno] sabe que le están poniendo corriente, y afuera la gente está caminando, comprando en la feria o qué sé yo. O sea, eso es lo terrible de descubrir, o sea, el poco significado o la poca importancia que tiene la vida. Realmente la vida no tiene ninguna importancia, la importancia se la da uno, y esa importancia se la da uno en la medida en que uno vea las cosas y las exprese con una mayor dosis de equilibrio, de sentido común, de unidad de criterios. Y en el matrimonio yo creo que eso es importantísimo, lo esencial; por eso que las decisiones del matrimonio mismo, incluso lo que se quiere poner o lo que se quiera hacer, por muy particular que uno lo crea, debe hacerlo ver a la compañera, debe hacerlo ver a la otra persona porque es lo único que nos permite desprendernos un poco y conocernos.
Yo creo que es un asunto muy difícil de superar en la pareja, en el matrimonio. Es reconocer la crítica de la compañera; para mí, mi mujer es antes que nada una compañera; es compañera y la compañera con mayúscula. Yo entiendo el sentido de compañera, lo entendí estando preso, lo entendí cuando la llevaron detenida y la interrogaron, lo entendí cuando me amenazaron con matarla, y lo entendí cuando me amenazaron con llevarme la guagua para meterle corriente, tenía 4 meses. Lo entendí cuando me fue a ver a la fiscalía cuando aparecí por primera vez; lo entendí cuando fue por primera vez a la cárcel y vi la forma en que la registraron, y cómo la tocaban; cuando viajaba hasta allá lloviendo, comprendí el sentido de la palabra compañera. Es decir, antes no captaba; sabía lo que era, porque era mi compañera, porque estaba conmigo, pero lo entendí, mejor dicho, verdaderamente ahí, en ese momento: antes que nada mi mujer es mi compañera, no es propiedad mía.
Como instrumento terapéutico, el testimonio permitía restablecer las capacidades del yo de la persona que eran necesarias para iniciar un proceso psicoterapéutico. El testimonio conectaba a la persona con sus sentimientos y daba lugar a una catarsis. Dicha catarsis era penosa, violenta, y casi irreal. Podía ser considerada como el inicio de un viaje hacia el pasado que permitía reconocerse en una historia que era propia aunque en ese momento fuera percibida en muchos aspectos como ajena.
En las sesiones, la comunicación reconstituía los hechos de la experiencia represiva así como la historia personal en todas sus dimensiones. El trabajo de elaborar el documento del testimonio daba lugar a una profundización de su contenido. Finalmente se transformaba en la expresión material de una etapa del trabajo realizado. El documento quedaba en poder de la persona y en la carpeta personal que permanecía en la institución. A veces con su nombre e identificación completa. A veces utilizando un seudónimo para proteger su identidad.
En algunas situaciones el testimonio tenía mayor valor terapéutico que en otras. Los ex presos políticos y los torturados experimentaban un alivio importante al comprender mejor cómo la represión y la tortura se habían instalado en sus vidas, y cómo, por otro lado, a pesar de que sus consecuencias los acompañarían por largo tiempo, paradójicamente, la tortura no era “personal”. Torturador y torturado no se conocían previamente; cada uno representaba los “bandos” en conflicto en la sociedad. La crueldad y la intimidad del dolor y la muerte compartidas entre extraños y “enemigos” daban cuenta del conflicto profundo existente en la sociedad, que tarde o temprano habría de volver al espacio público donde se había originado, y donde podría empezar realmente la reparación de las víctimas.
SOBREVIVIENTES DE EJECUCIÓN
La experiencia de sobrevivientes de ejecución es distinta a las de los presos políticos. Al parecer no más de cinco ejecutados sobrevivieron a esa experiencia. Dos de ellos, Lázaro y María, consultaron entre 1979 y 1980.14
Lázaro era un dirigente sindical campesino, de cincuenta y cinco años de edad en el momento de la consulta. Relató haber estado detenido durante nueve días en un recinto policial y luego en un regimiento, de donde fue sacado y llevado en la mitad de la noche a un puente donde fue fusilado el 26 de septiembre de 1973, y arrojado al río. Los impactos de bala no le afectaron órganos vitales y permaneció herido en el lugar, escondido entre matorrales. Caminó durante tres noches hasta llegar a su casa. Permaneció oculto en una pieza durante cinco años, en condiciones de extrema pobreza. Allí sobrevivió gracias al apoyo afectivo de su familia y al compromiso de todos ellos de no comunicar su presencia a nadie, lo que cumplieron incluso los hijos menores que todavía no iban a la escuela.
Un día supe que uno de los tres más pequeñitos –el mayorcito– se pasaba llorando, se pasaba tardes enteras llorando porque el papá se había muerto, entonces el otro lo consolaba. Le decía, “no llorís, Coné” –porque así le decíamos, Coné–, “no llorís Coné que el papito no está muerto”. Tampoco sabía el que lo estaba consolando que yo estaba vivo. Así es que cuando supe que se la pasaba llorando, le dije a mi señora “mira, aquí yo me voy a arriesgar el todo por el todo, porque no vamos a dejar que se enfermen, les vamos a decir que estoy vivo”. Entonces fue la mamá, los llevó al comedor y les dijo “miren, el papá […] el papá no está na’ muerto, el papá está por allí, va a llegar ligerito aquí a conversar con ustedes”. Los fue preparando, entonces luego los trajo y ahí tuvimos una alegría enorme, no se puede decir de otra forma, no hay palabras para esas cosas.
El trabajo terapéutico se desarrolló entre octubre y noviembre de 1979. Apuntó a reconstituir la historia personal, desde la niñez, la vida sindical, las opciones políticas, así como la represión padecida. Los primeros destinatarios de su testimonio fueron sus hijos. Empezaba su historia diciendo:
Yo conocía la miseria desde muy pequeñito; quizás va a parecer mentira, pero a los dieciocho años aún no me había puesto zapatos […]. Les cuento que en mi casa sólo había un catre, una sola cama, donde dormían mi padre y mi madre, los demás dormíamos en el suelo, en payasas de hojas de choclo, hechas con sacos de cáñamo […].
[…] Las miserias que uno ha vivido no se olvidan, y todavía más, si esas miserias después de treinta años de vida sigue viéndolas en otros niños, sigue viendo a estas familias campesinas tan pobres como uno ha sido, entonces empieza a pensar uno ¿quién tiene la culpa de esta situación? ¿Por qué existe esto? ¿Es verdad que es la borrachera de los campesinos la que los mantiene en la pobreza, o es que no se les da el pago suficiente por su trabajo? Y cuando uno empieza a comprender que no es la flojera de los campesinos, que no es la borrachera lo que los mantiene pobres, sino que es la injusticia, entonces ya uno no tiene miedo de luchar, ya sabe quiénes son los culpables.
[…] No recuerdo muy bien la fecha, pero me parece que fue el año de 1965, cuando por primera vez hablé con un patrón en nombre mío y de otros trabajadores. Fue para reclamar el pago de veintitrés horas de trabajo extraordinario que se nos adeudaba. Esto que, dicho así parece tan fácil y simple, en ese tiempo era tan peligroso como tirarle la cola a un león.
Al momento de consultar, Lázaro y su familia estaban decidiendo qué hacer con sus vidas. Debido a la situación extrema padecida por esta familia, les habían ofrecido visas para un país europeo. Tenían temor de permanecer en el país y también temían verse obligados por las circunstancias a salir al exilio. Las historias compartidas entre el padre, la madre y los hijos acerca de lo que vivieron y sintieron en todo ese tiempo tuvo un efecto catártico para todos. Posibilitó hablar acerca de las fantasías y temores que habían tenido y les permitió entender el compromiso político del padre y el sentido de su lucha sindical. Tomaron la decisión de permanecer en Chile, a pesar de las adversidades y la pobreza y de la eventual persecución que les significaba seguir viviendo en el campo, y bajo la dictadura.
María, tenía algo más de cuarenta años al consultar. Había sido alcaldesa de un pueblo en el sur durante el gobierno de Salvador Allende. Fue fusilada el 18 de septiembre de 1973 en un puente cerca de su casa. No le alcanzaron los impactos de bala, pero cayó al río. Su esposo fue fusilado con ella y fue arrastrado por las aguas. Ella sobrevivió oculta en diversos lugares y sus hijos fueron internados en hogares de menores por las autoridades de la época. María experimentó un grave trastorno emocional y una pérdida de memoria que la llevó por algunos años a ignorar su nombre, y a olvidar totalmente la experiencia vivida. La terapia duró casi dos años. Al inicio, solamente recordaba la detención y la ejecución. La parte del testimonio que citamos a continuación fue realizada en enero de 1980, algunos meses después del inicio de la terapia.
En la comisaría no me interrogaron absolutamente para nada; me pidieron nada más el nombre, el número de carnet. Conmigo, al comienzo, llegaron mansos, pero sí llegaron a allanarme la casa; en el allanamiento de la casa me hicieron pedazos los colchones. Yo los tenía tapizados; ésos los partieron a lo largo, atravesados, porque ellos creían que entre el tapiz estaban las armas, y los colchones los hicieron pedazos, los plumones, porque allá se usa la pluma, los abrieron. Las cosas las dejaron de una manera terrible, no le dejaron una cama a mis hijos para que duerman, una cama, porque yo les tenía plumones a todos mis hijos. Y después que destruyeron todo, nos llevaron y dejaron a mis hijos mirando y llorando.
Y el sargento tuvo la sinvergüenzura de decirle a mis hijos “los otros ya lloraron, ahora les toca a ustedes llorar”. Se lo dijo a mi niñita de seis años. ¿Qué sabría esa criatura? ¿Qué sabría la otra de ocho años? ¿Qué sabría el otro de diez años? ¿Qué sabría el otro de doce años? ¿Qué sabrían? ¿Tendrían ideas ellos?
Estuve ahí desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche, estuve en el retén. Finalmente llegó un cabo de carabineros y abrió el calabozo y me dijo: “Señora, salga”. Salí. “Pase al despacho.” Pasé al despacho. En un papel en blanco ordinario que estaba en el libro me hicieron firmar y me pidieron el carnet y pusieron el número del carnet ahí, y el carnet se perdió porque no me lo entregaron. Y así lo hicieron con todos.
Como a las doce de la noche dispararon dos tiros de metralletas al aire, ése fue el aviso para que llegara el grupo que nos venía a buscar y para atemorizar a la gente de la comuna. Echaron a los hombres a patadas y a culatazos dentro del vehículo y a mí me mandaron un culatazo y de ladito me echaron para adentro. Andaríamos en vehículo como dos horas, porque es lejos, y otra es que se fueron por caminos desviados para emborracharnos a nosotros.
Lázaro y María habían sobrevivido a la propia ejecución. En ambos casos se trataba de una experiencia extraordinaria. Estar inerme ante la arbitrariedad, el despojo y la inminencia de la muerte llevó a María a condensar toda su vida en una sola vivencia, olvidando todo el resto y perdiendo hasta la noción de su identidad. La miseria, la persecución, el temor permanente de ser encontrada y asesinada, coexistían en ella con una angustia cuyo origen no podía recordar. El testimonio de María se fue elaborando paulatinamente durante casi dos años. Cada cierto tiempo se recapitulaba en la medida en que habían surgido los recuerdos. En ese tiempo pudo recuperar la relación con sus hijos y empezó a vivir con uno de ellos. Al tener un lugar donde vivir e iniciar acciones legales por lo que le había sucedido, María mejoró notablemente.
Lázaro y María hablaron de su vida antes de la dictadura y de su quehacer social y político; de sus esperanzas y proyectos; de la ejecución frustrada, de la angustia ante la muerte y de la azarosa supervivencia posterior. Cada una de esas etapas era relatada como parte de su propia vida, pero al mismo tiempo como una experiencia muy distante, disociada y casi ajena. Lograron ponerle palabras a su historia a pesar de la angustia y de la sensación de irrealidad que los acompañaba al recordar lo sucedido. La estabilidad emocional alcanzada con tanta dificultad no se sostenía únicamente en el testimonio sino también en otras herramientas terapéuticas. Entre ellas era crucial el apoyo social para resolver las condiciones de vivienda, alimentación, vestuario y trabajo. Finalmente, ambos revalorizaron sus afectos y su vida de familia, dándoles prioridad en las metas que se propusieran para el futuro.
EVALUACIÓN RETROSPECTIVA DEL TESTIMONIO
El testimonio se iniciaba casi siempre con la individualización del protagonista como miembro de una familia, como un ser humano activo y participativo en organizaciones sociales y políticas. Se recapitulaba su trayectoria y pertenencia política y su motivación social. En ese contexto se recogía la denuncia de los hechos represivos que le afectaron. Ello permitía subrayar la condición de persona y protagonista de una historia política y social de quien había sido víctima de la represión del régimen. A su vez, daba cuenta de los efectos de la tortura y la represión sobre personas concretas y sus familias, así como sobre determinados grupos políticos y redes sociales.
Más de veinte años después, me parece que el testimonio fue terapéutico para quienes consultaron en esos momentos. La experiencia represiva reciente abría la posibilidad de profundizar en las emociones asociadas a las pérdidas que amenazaban sus vidas y sus condiciones de vida. Para muchos era la pérdida del empleo o la vivienda; del derecho a vivir en su patria, al buen nombre y dignidad y al derecho a luchar por sus valores y creencias. A su vez, situar la experiencia represiva en el contexto de la vida y del compromiso político de la persona, permitía relacionar dimensiones afectivas personales y dimensiones político sociales, habitualmente muy disociadas, lo que contribuía a potenciar los recursos personales y facilitaba una mejor convivencia cotidiana al interior de la familia.
Un aspecto crucial era el vínculo terapéutico que permitía contener experiencias brutales y devastadoras, restableciendo poco a poco la confianza básica y la posibilidad de un vínculo humano confiable, estable y cálido.
En otro plano, las autoridades negaban la práctica de torturas y la represión política. Es más, después de 1977 los detenidos que eran liberados de los recintos secretos de interrogatorio eran obligados a firmar una declaración reconociendo haber sido bien tratados y no haber sido torturados. Estas negaciones oficiales tenían consecuencias muy perturbadoras sobre los afectados. Contrarrestar esos efectos requería confirmar la realidad de los hechos y la realidad de la experiencia de la persona. Esa confirmación se lograba a través del testimonio permitiendo restablecer en parte el juicio de realidad sobre lo sucedido. A su vez, el documento como tal posibilitaba difundir esa experiencia sin tener que volver a relatarla una y otra vez. Era una forma simbólica de poner “en el afuera” algo que se había experimentado internamente y que no había sido posible expresar en palabras durante largo tiempo. Algunos mencionaban que querían fijar la experiencia “tal como fue” antes de que se desvaneciera por efecto del olvido o simplemente por el paso del tiempo. Querían que quedara constancia de lo ocurrido “para la historia”. A diferencia de las declaraciones entregadas en la comisiones de la verdad, estos testimonios eran procesados de acuerdo a las posibilidades psicológicas de cada persona, durante el tiempo que fuera necesario.
Los efectos de esta modalidad terapéutica, además de los mencionados, fueron variados, no solamente debido a las diferencias individuales en cuanto a motivación, experiencias vitales y capacidad de elaboración. Un aspecto decisivo fue la necesidad de tomar en cuenta la evolución del contexto represivo y la percepción social de las violaciones de derechos humanos. A fines de los años setenta, el hecho de dar un testimonio personal sobre la experiencia represiva para denunciarla tenía un impacto psicológico mucho mayor para las víctimas que después de 1983. Iniciado el período de las protestas nacionales, las revistas de oposición empezaron a denunciar regularmente la represión existente a través de casos relatados in extenso. Al masificarse la denuncia se fue creando un amplio consenso acerca de la veracidad de las violaciones de derechos humanos y de la necesidad de poner fin a la dictadura, lo que modificó el lugar de la denuncia e hizo menos necesaria la gestión del testimonio en el proceso terapéutico.
LA FUNCIÓN SOCIAL DEL TESTIMONIO Y EL VALOR DEL ESCRITO
Si la historia reconstruida era el primer paso hacia la recuperación de lo vivido para el propio paciente, observábamos también que los testimonios recogidos en forma de documento podían tener además un gran valor simbólico. Especialmente para quienes apenas sabían leer y escribir este valor se acrecentaba. El documento cumplía con una función social en tanto que su contenido se podía compartir. Surgidos del registro fiel de la comunicación, mantenían el lenguaje propio de cada persona y su forma de expresarse. La persona lo reconocía como un escrito que contaba su vida con sus propias palabras. Su forma escrita permitía compartir con otros los recuerdos y las experiencias de dolor y miedo que habían quedado registradas. Podía ser releído y su contenido reelaborado después de la terapia, incluso, quizás, por personas distintas al autor del testimonio. El documento había “fijado” el pasado con toda su tragedia, tal como fue dicho, tal como fue recordado y, por tanto, como la persona relató haberlo sufrido. Algunos pacientes valoraban que sus palabras se dejaran “documentadas” para las generaciones futuras, y que de esa forma, ese testimonio podría llegar a ser un documento histórico.
Habíamos observado que las personas que habían vivido una experiencia brutal, humillante y denigrante tenían una gran dificultad para comunicarla. Temían abrumar a las personas cercanas si les contaban los horrores padecidos. Temían verse disminuidas o despreciadas. Recordar les producía tal conmoción que no podían hablar. La posibilidad de comunicar su experiencia, conservarla en una grabación, hacerla un texto y sentir que para alguien podía ser importante escucharla generaba emociones ambivalentes. Producía temor y ansiedad imaginar que había de recordar lo sucedido. Al mismo tiempo, “contar” aparecía como la posibilidad de liberarse del recuerdo dañino, doloroso, humillante, que volvía a su mente una y otra vez. Especialmente cuando había servido para poner por escrito algunas situaciones particularmente extremas y brutales y podía ser utilizado como un registro de lo sucedido con fines judiciales.
Algunos ex detenidos relataban que en la cárcel, entre los compañeros que habían sufrido la misma situación, se había dado espontáneamente una comunicación profunda sobre el horror padecido, y que se habían sentido aliviados por la comprensión y capacidad de acogida del otro. Visto desde esta perspectiva, el testimonio no era sólo un texto que había ayudado a reconstruir la propia historia, o un registro del pasado sino que podía ser utilizado por la persona para revindicar el valor de su compromiso político, de su lucha social y participación en partidos y sindicatos antes de la dictadura, y para reconocerse como alguien que había sido perseguido a causa de ello.
Ya sea porque el testimonio permitía objetivar la experiencia a través del lenguaje y recomponer los fragmentos de la historia personal, o porque al ser utilizado como denuncia permitía canalizar la agresión experimentada, se observaba que el regreso casi ritual al documento modificaba la percepción que la persona tenía sobre sí misma y la situación que la había afectado. La persona podía verse a sí misma ya no solamente como víctima, sino como aquella persona activa y participativa que había sido y que tal vez podía volver a ser. Este cambio frenaba el ciclo de deterioro emocional en el que estaba sumergida.
De esta manera, el testimonio se volvía continente de un mundo persecutorio que no era producto de la subjetividad de los pacientes, sino que existía en la realidad, aunque fuera negado por las autoridades. Posibilitaba compartir con los demás el sufrimiento individual sin desvirtuarlo y sin que el sujeto tuviera que revivir una y otra vez el dolor al tener que contar su historia. El testimonio se constituía, según las propias víctimas, en “un valioso elemento de denuncia”, para prevenir que tales crímenes se volvieran a cometer. En suma, permitía que el conocimiento del daño sufrido por la persona no quedara restringido a la relación terapéutica.
EL TESTIMONIO COMO INSTRUMENTO DE DENUNCIA Y SU VALOR TERAPÉUTICO
Algunos de los textos de los testimonios fueron utilizados por las víctimas como denuncia y en acciones legales contra los culpables, especialmente después de 1980. Los relatos facilitaron reconstituir detalladamente lo ocurrido al realizar denuncias judiciales. Algunos pacientes enviaron su testimonio a organismos internacionales de derechos humanos (principalmente a los relatores especiales sobre la violación de derechos humanos en Chile nombrados por Naciones Unidas). Otros los entregaron a periodistas que investigaban situaciones puntuales y algunos de ellos fueron publicados en revistas y libros. Más de alguno fue difundido en las transmisiones de programas de radio dirigidos a Chile, como era el caso del programa “Escucha Chile” de Radio Moscú. Otros se los dieron a conocer únicamente a sus hijos y su familia.
La posibilidad de usar el testimonio en una denuncia que tuviera valor legal tuvo gran importancia en el proceso terapéutico. De esta manera se encauzaba la hostilidad experimentada por la víctima al ser sometida a tratos denigrantes e inhumanos hacia el “hacer justicia”, “poner las cosas en su lugar” en los cauces legales y judiciales. Por otra parte, fue a través de esas historias que, más allá del círculo de los afectados, se fue conociendo quiénes eran las personas que habían sido perseguidas y qué les había sucedido. Era un relato en primera persona, simple, descriptivo, incluso anecdótico. Daba cuenta de lo vivido de una manera que permitía la identificación del lector o del que escuchaba con las emociones comunicadas a través del testimonio. En algunos casos los datos entregados hacían posible identificar a la persona y sus circunstancias, pero en otros, los detalles y lugares habían sido cambiados para proteger su identidad. Con excepción de las denuncias enviadas a las Naciones Unidas y a los tribunales, casi siempre los testimonios circularon con seudónimos hasta 1984. En la mayoría de los casos, la difusión de los testimonios fue realizada por los “testimoniantes” y no existe un registro que permita conocer en detalle su distribución y su impacto.
DETENIDOS DESAPARECIDOS
Una situación diferente se produjo en relación con los testimonios realizados por los familiares de detenidos desaparecidos. Las denuncias judiciales empezaron en 1974 y dieron origen a la formación de la agrupación de familiares y a acciones de búsqueda y denuncia destinadas a encontrar a sus familiares detenidos y desaparecidos.
Hay pocos documentos trabajados como testimonios. El primero de ellos fue la película No olvidar, de Ignacio Agüero, filmada en 1979. El testimonio de la familia Maureira es recogido en el relato de la madre, doña Elena Muñoz, y de los hijos sobrevivientes, poco tiempo después de haber encontrado los restos de sus familiares en los hornos de cal de Lonquén. Ellos cuentan aspectos de la historia familiar y laboral, del trabajo sindical, y luego la detención y desaparición del padre, Sergio Adrián Maureira Lillo, y de sus cuatro hijos mayores el 7 de octubre de 1973. La madre cuenta acerca de la búsqueda y las hijas señalan que la búsqueda terminó cuando fueron encontrados sus cuerpos junto a otros campesinos desaparecidos de la localidad de Isla de Maipo. Relatan que después que ellos los reconocieron, las autoridades dispusieron que los restos fueran arrojados a la fosa común del cementerio de Isla de Maipo. Finalmente señalan que en el proceso judicial contra los carabineros que los habían detenido quedó establecido cómo murieron, pero los responsables fueron amnistiados. Durante años este documento tuvo una difusión privada en el país. Los nombres de sus autores fueron conocidos solamente después de 1988.
Otros testimonios de familiares de detenidos desaparecidos fueron publicados como libro bajo la autoría de las ocho mujeres, familiares de detenidos desaparecidos que relataron su historia. Tal como el film No olvidar, este libro no fue realizado específicamente con propósitos terapéuticos. Cada una de ellas hizo su relato en primera persona, identificando a su familiar por su nombre y edad y contando la historia familiar, laboral, sindical y política. Detallaron las circunstancias de la detención y las respuestas de las autoridades. Describieron la búsqueda realizada durante años y la incertidumbre persistente sobre su destino hasta el período en que se realizó el testimonio (1980). Sólo en 1987, fue posible publicar estos relatos en el libro titulado Memorias contra el olvido.15
El testimonio de los familiares de detenidos desaparecidos tuvo desde el inicio la finalidad de la denuncia y, por este motivo, era repetido muchas veces ante abogados y jueces, en reuniones de solidaridad, en entrevistas periodísticas y otras instancias. La necesidad de repetir el relato en función de la denuncia generaba una cierta disociación emocional que era útil para ese propósito. La desaparición había dado origen a una situación de búsqueda que no se cerraba sino hasta conocer el destino final de la persona desaparecida. El carácter interminable de la situación represiva y el desgaste asociado a la denuncia permanente reducían o anulaban la función terapéutica que el testimonio podía tener en otros casos. Por ello, en esas circunstancias, todo testimonio era necesariamente un relato inconcluso que, por sí mismo, no producía mayores cambios en el estado emocional de la persona.
TESTIMONIOS GRUPALES EN EL MARCO DE LAS PROTESTAS DE 1983-1984
El testimonio fue utilizado para denunciar situaciones de represión colectiva que ocurrieron entre 1983 y 1984. El 12 de julio de 1983, el día de la tercera protesta nacional, veintinueve mujeres de la Olla Común de la Comunidad Esperanza situada en la zona noroeste de Santiago, fueron detenidas en el momento en que cocinaban para las familias que se alimentaban diariamente gracias a la existencia de la olla común. Las cocineras que estaban preparando el almuerzo, la directiva de la olla común y algunas mujeres que habían llegado a buscar el alimento para llevarlo a sus casas fueron arrestadas sin orden alguna de detención.
La olla común era el resultado del esfuerzo colectivo de la comunidad para obtener alimentos y cocinarlos para trescientas familias que almorzaban todos los días, excepto el domingo, gracias a esta iniciativa. Mientras las veintinueve mujeres estuvieron detenidas, las familias no pudieron alimentarse. La detención produjo una gran conmoción en la comunidad y tenían mucho miedo por ellas. Algunas de las mujeres fueron liberadas después de permanecer en un recinto policial durante un día. Otras fueron trasladadas a un recinto secreto de detención por agentes de la Central Nacional de Informaciones (CNI), sin que se tuviera noticias de su paradero durante varios días. Casi todas fueron maltratadas y denigradas y algunas de ellas fueron torturadas. Cuando las liberaron solicitaron ayuda en organismos de derechos humanos. En ese contexto se inició el trabajo grupal.
Participaron en el grupo algunas de las que habían sido detenidas, sus esposos y algunos de sus hijos. El testimonio de las detenidas (y por otro lado, el de sus esposos) fue reconstruido en el trabajo terapéutico grupal. Las sesiones fueron grabadas, transcritas y su contenido fue elaborado en conjunto. El primer objetivo fue poner en común la experiencia de detención que había ocurrido tres semanas antes de empezar las sesiones. Desde el inicio se contempló utilizar el documento para denunciar lo ocurrido dentro de la comunidad y fuera de ella. A fin de impedir alguna forma de represalia decidieron cambiar los nombres de las personas y de la comunidad en el documento final.
El testimonio es muy extenso y fue trabajado desde el inicio como una historia colectiva de la detención del grupo. Cada una de las participantes se presentó y contó su experiencia. En ese relato intervinieron distintas voces, incluso algunos niños. Se ha seleccionado el relato de una de las dirigentes de la olla, María del Carmen, quien estuvo detenida por más tiempo. El testimonio data de agosto de 1983.
Yo me llamo María del Carmen, tengo cuarenta y cinco años, tengo cinco hijos, mi marido está cesante, trabaja en el Empleo Mínimo (PEM). Ése no es trabajo, es una explotación más por el hambre. A mí me llevaron a la CNI; me sacaron de noche [del recinto policial donde permanecía detenida], con la vista tapada, esposada y me metieron en un furgón, de cabeza y con los pies casi levantados, metidos, enrollados, y con todo mi cuerpo encima de los brazos, esposada, y enseguida me tiraron una manta, yo sentía que en ese momento me iba a morir por falta de aire.
Yo les dije que por qué me llevaban a mí en esas condiciones “me siento como un condenado a muerte, yo no he hecho nada, ¿hay alguna ley que me castigue –le dije yo– por pedir un plato de comida para mis hijos?, que además tengo dos desnutridos”. Entonces me dijeron “últimamente nosotros las leyes nos las estamos metiendo por la raja”. Así es que pensé que de ahí no iba a salir con vida, por el trato que recibí, por la forma en que me mantuvieron allí. Torturaban fuertemente a los hombres.
Al llegar a la CNI me desnudaron, me atendió una mujer y se escucharon voces de hombres. Me desnudaron, se burlaron mucho de que yo era obesa y decían: “Así hablan del hambre”. En los interrogatorios en todo momento hicieron notar la gordura de mi cuerpo, conocían muy bien mi cuerpo.
[…] ¿Sabe lo que creo? Que esto que me pasó es terrible, porque la CNI determina si uno es culpable o no. Ellos son los tribunales, porque a mí no me llevaron a ningún otro lugar. Me hicieron firmar cualquier cantidad de documentación que yo no pude leer, porque tenía un poquito levantada la venda solamente para firmar.
[…] Me dijeron que afuera estaba mi hijo y yo sentí el llanto de un niño, (que no era mi hijo, el deficiente mental, porque yo ubico el llanto de cada uno de mis hijos). Me dijeron que lo tenían afuera y yo sentía el llanto, pero me quedé tranquila, en el fondo, porque pensé que no eran ellos. Pero dije ¡no! ¡mis hijos no! En un grito grande, fuerte.
Y ahí sentí ya que el cuerpo ya no era el mío, como que no me pertenecía ya mi cuerpo, sentí esa sensación, o sea que en este momento, una parte de mi cabeza me funcionaba y el resto del cuerpo para nada. Me dejaron de interrogar, después volvieron otra vez, y así en forma muy violenta me interrogaban y me amenazaban, por ahí llegó un tipo que me golpeaba fuertemente en el hombro. Una cosa que molestaba, no dolía exactamente, pero era desesperante sentir que le estaban haciendo así a uno.
A mí en todo momento me acusaban de política y de hacer política, y fuertemente presionada para dar algún nombre de algún político. […] En todo momento en la CNI me interrogaban fuertemente, la presión fue muy grande, muy fuerte, y la acusación grave, porque me acusaron de ser una persona política. Entonces yo a Dios le pedía a gritos que me fortaleciera para poder responder, que no fuera a ser cosa que yo me quebrara de tal manera que me traicionara y me culpara de algo que jamás he hecho. Me acusaban ellos de ser una persona activista en una célula Alicia Ramírez; que yo me había inscrito como comunista en esa célula en el año 1974. Yo le dije: “Quiero verla, usted tiene que tener algún motivo para estarme diciendo eso, yo quiero verla, quiero ver mi firma porque yo ubico mi firma en cualquier lugar, y tan analfabeta como ustedes creen no soy”.
[…] Yo me desesperaba, había momentos en que me quebraba de tal manera que yo sentía que me moría, y decía yo que no podía ser que estuviera en esas condiciones por estar esperando la comida para mis hijos. Ellos se quedaban callados y me daba la impresión que comentaban entre ellos, porque yo ya estaba tirada de espaldas en la cama y yo suplicándoles que me sacaran de ahí, porque estaba sudada total, tenía el buzo mojado. No me lo sacaron tampoco, yo en mi vida había transpirado en la forma en que transpiré ahí, las manos se me mojaban. Además, cuando me largaron del interrogatorio me amenazaban, y torturaban a personas, torturaron a muchas personas antes de mi interrogatorio.
[…] Estuve en la CNI desde la noche del viernes hasta el lunes y me dejaron botada en una calle en la comuna de Quinta Normal, en el camino a mi casa, pero lejos todavía. Me bajaron del furgón con la vista tapada, dos tipos y una mujer, y me sujetaron para que no me cayera porque temblaba, y eran como las 8.20 de la mañana, había una neblina cerrada, me destaparon la vista y me dijeron: “Señora, si usted se mueve de aquí antes de tres minutos o se le ocurre mirarme a mí para saber quién soy, dese por muerta”. Yo me quedé temblando aterrada, porque me dijo que no me podía mover para ningún lado. No sé cuantos minutos pasaron, yo esperaba que alguien me dijera “puede caminar”, “puede irse”. Nadie me dijo nada, hasta que un señor que iba pasando por ahí me dijo: “¿Señora, le sucede algo?”. Entonces yo me atreví a contestarle, se acercó y me tomó de las manos porque yo estaba temblando, con un bolso colgado aquí y con las manos así y los ojos cerrados. Entonces le dije “¿hay algún auto en la calle?”. Debe haber mirado y me dijo “no, no veo nada […]”, me volvió a preguntar “¿le sucede algo? ¿Para dónde va?”. Le dije yo “es que sabe, me acaban de bajar de un furgón de la CNI y me amenazaron de que si miraba para algún lado me iban a disparar” y él me ayudó. Pero yo no podía caminar, estaba como trabada, empalada, no sé, por la tensión, y tenía mucho miedo, mucho.16
La reconstitución de la experiencia de las mujeres de la Olla Común de la Comunidad Esperanza estaba orientada a identificar los hechos, reconocer los temores y recuperar el juicio de realidad respecto de lo que les había ocurrido. El miedo se había transformado en pánico. Algunas tenían miedo de reunirse en el recinto donde preparaban la comida y creían que podrían ser detenidas en cualquier momento. Otras pensaban que para evitar la represión debía suspenderse el funcionamiento de la olla común. Pero todas carecían de los recursos mínimos para asegurar el alimento a sus familias y si se cerraba “la olla” la situación se haría insostenible. La conflictividad entre ellas se incrementaba día a día. Reproducían rumores sobre eventuales represalias si seguían organizadas y se acusaban mutuamente. La reacción de María del Carmen, como se aprecia en la parte del testimonio que se ha incluido, ilustra la dificultad de algunas mujeres para recuperar la normalidad de la vida cotidiana a raíz de la experiencia represiva. Ella empezó a ejercer de denunciante antes los Tribunales, las radios y medios periodísticos de oposición, los organismos de derechos humanos y otras instituciones a las que tuvo acceso. Se alteró emocionalmente. Se visualizaba a sí misma en una calidad inédita: su detención y su miedo la habían hecho “importante”. Es cierto que, por unos pocos días, ella fue el centro de la noticia en su población, en su familia, en la olla común, incluso en la opinión pública. Fue la que recorrió los organismos de derechos humanos y solicitó atención psicológica para ella y sus compañeras. Pero la atención pública a su caso fue necesariamente transitoria. Los detenidos eran cientos y muchas personas habían muerto el día de la protesta. La imposibilidad de procesar lo que le había ocurrido, la había llevado a adoptar esta postura del denunciante y a repetir lo que le había sucedido a quien se lo quisiera oír. La reacción de María perturbó a su familia y al grupo que hacía funcionar la olla común. Se agudizaron los conflictos que había tenido antes con su pareja y con sus compañeras. En María, el miedo había sido aplacado con su denuncia permanente, sin que hubiera mayor elaboración ni comprensión de su miedo ni de lo que le pasaba. La producción del testimonio, en el contexto del trabajo grupal, logró precisamente contener parte de su ansiedad, hasta entonces incontrolable. Al mismo tiempo abrió la posibilidad de elaborar, aunque parcialmente, los conflictos con su entorno, desencadenados por esta reacción ansiosa (hubo necesidad de continuar trabajando con ella en forma individual).
Para María y las otras mujeres que habían sido detenidas, se trataba de una experiencia caótica y angustiosa, que era emocionalmente incontenible mientras no tuviera al menos alguna estructura que les permitiera comprender lo sucedido. En ese sentido, la estructura del relato fue un elemento que las ayudó a ordenarse, expresar sus miedos y a discriminar, al menos parcialmente, las eventuales amenazas. Cada cual pudo contar lo que le sucedió y se pudo ordenar cronológicamente lo ocurrido. Luego, la lectura de las grabaciones propició un tiempo para la reflexión, cuando, a partir de éstas, se fue construyendo un solo texto. La revisión de la historia permitía que la experiencia pudiera ser recuperada más allá de la dimensión individual. Como las mujeres lo señalaron, su texto documentaba lo que les había ocurrido para que fuera “una lección para Chile”. Su detención y miedo eran el precio de haber luchado por su derecho a la vida y a la comida de sus hijos, pero también por un cambio para el futuro.
ASPECTOS METODOLÓGICOS Y ÉTICOS DEL TESTIMONIO EN TERAPIA
El testimonio como herramienta terapéutica constituyó una manera de integrar los aspectos de la experiencia traumática vivida a causa de la represión política. Las víctimas de tortura, en particular, comunicaban de manera fragmentaria lo que les había sucedido –en parte hechos, en parte emociones–. Y sólo lo vivido, recuperado en su globalidad, podía tener alguna significación para la persona, es decir, le permitía saber y entender “por qué me ocurrió a mí”. Paradójicamente, el testimonio era en cierta forma una confesión completa, aquella que fue exigida por el torturador y que el sujeto había protegido a costa de su dolor. Como se ha señalado, cuando las circunstancias políticas se modificaron, el testimonio fue cada vez menos útil debido a que la eficacia terapéutica del testimonio se diluyó.
Queremos subrayar la necesidad –metodológica y ética– de que el investigador distinga entre un testimonio dentro de un proceso terapéutico y una entrevista utilizada en el marco de una investigación en ciencias sociales. Historias como la de María del Carmen suelen ser “interesantes” para los investigadores sociales. Ella ilustra lo ocurrido en Chile a personas que, como ella, fueron dirigentes sociales populares. Tanto en los momentos críticos como en los años siguientes, muchos de ellos han sobrevivido a sus angustias, a sus pérdidas y dolores en medio de conflictos familiares, deterioros económicos, persecuciones reiteradas y otras adversidades. En general, esas personas aceptan contar sus vidas y sus experiencias represivas cuando alguien se los pide. Hemos visto cómo María del Carmen se sintió valorada cuando se habló de su detención en la prensa y en los tribunales, y cómo experimentó por un tiempo un cierto alivio a su situación emocional. Lo mismo pasa con muchos dirigentes: experimentan un gran bienestar emocional al ser considerados “interesantes” y al ser escuchados largamente. En la mayoría de los casos ese bienestar es transitorio, pero produce en los investigadores la ilusión de que hablar del pasado y de la vida de las personas ha sido benéfico para la persona entrevistada o al menos inofensivo. Si para unos la entrevista puede tener un efecto terapéutico, para otros puede ser devastador. Reactivar las angustias y vulnerabilidades ante el recuerdo de pérdidas personales o de épocas de su vida que fueron muy penosas, puede tener efectos muy dolorosos, pero en algunos puede ser también muy desestabilizador.
El testimonio de una víctima de represión política puede entenderse como un mapa de dolores que al recorrerlo reabre heridas y que requiere, por tanto, de un cierre con el protagonista o testigo, aunque, a simple vista, esos dolores parezcan estar amortiguados y sean casi invisibles. Un cierre que permita contener lo sucedido en el proceso de recordar y que destaque los recursos y fortalezas que han sostenido a la persona. La entrevista hecha en el marco de una investigación en ciencias sociales requiere tomar en cuenta estos aspectos a fin de resguardar la integridad psicológica del entrevistado.
La experiencia demuestra que un investigador atento y cálido puede conducir una entrevista en profundidad sin dañar al entrevistado, con la condición de que sea capaz de reconocer la emoción y la sensibilidad del otro y sus propios límites, es decir, pueda reconocer cuándo debe detenerse para no exponer a la persona entrevistada a mayores dolores. Para ello es necesario acordar previamente el sentido y el encuadre de la entrevista, tal como se hace en un proceso terapéutico, definiendo las reglas de la relación y los aspectos de la vida de la persona que quedarán fuera.
Otra diferencia a considerar es el tema de la “verdad”. Durante el período de negación extrema y de silencio que caracterizó a la dictadura era muy importante poder “decir” en la terapia lo que le había ocurrido a la persona. En términos psicológicos, eso implicaba una confirmación de la experiencia y una validación de las percepciones del consultante, desvirtuando la negación a la que había estado previamente forzado por la autoridad y continuaba estándolo a nivel público. Por ello, la psicoterapia daba particular importancia a la “voz propia” de la persona para decir “su verdad”.
La experiencia de la víctima, reinstaurada como verdad en un testimonio escrito, era parte de la denuncia de las violaciones de derechos humanos de la dictadura. Ello le permitía al propio denunciante reconocer su experiencia junto a la de otros a quienes les había ocurrido algo semejante. Había otras versiones con las cuales podía comparar su propia historia y concluir, tal vez, que se trataba de “una masacre en general”, como dijera un dirigente campesino al reflexionar sobre su experiencia como detenido.
Ahora bien, el relato de ese sujeto reprimido, la verdad reconstruida que confirma su experiencia –una experiencia que coincidía con la de muchos otros– no es la “historia de la represión”. Lo que se intentaba, en esos momentos, desde el ámbito terapéutico, era encontrar un sentido a lo vivido, dentro del curso de la propia existencia, situando lo ocurrido no en la “locura que nos afectó” –expresión sobre la época que desdibuja toda responsabilidad–, sino en el ámbito de un conflicto político nacional en el cual se había participado.
En suma, el testimonio entregado en el espacio terapéutico se asemeja, en muchos aspectos, a las historias de vida y otros relatos personales de la llamada historia oral, también a las historias clínicas y a los testimonios judiciales. Pero posee diferencias metodológicas importantes que tienen que ver con su finalidad específica: la de aliviar el padecimiento que aflige a la persona que consulta, y permitirle que retome el curso de su vida como protagonista de ella y no encerrado en la condición de víctima.
CONCLUSIONES
La práctica clínica desarrollada durante la dictadura militar en Chile permitió llegar a un nuevo saber sobre lo traumático, en particular su efecto sobre la memoria. Se pudo observar que las experiencias de amenaza vital percibidas como tales por los sujetos (es decir, la toma de conciencia de una amenaza de muerte) alteraban el funcionamiento de la memoria. Generaban, en algunos casos, un olvido masivo de la totalidad de la experiencia. La experiencia así como la operación de olvidarla se hacían inaccesibles a la conciencia. O, por el contrario, aparecía una suerte de amplificación de la memoria haciendo literalmente inolvidable lo vivido, en sus detalles y significaciones. El recuerdo se imponía e invadía la vida del sujeto, con imágenes recurrentes y angustias intolerables, que no daban tregua ni en el sueño ni en la vigilia.
La práctica clínica demostró también que, especialmente en el tratamiento de traumatizados, la catarsis era aliviadora e incluso podía incidir sobre algunos de los síntomas, pero que, casi siempre, era transitoria, porque el psiquismo se había reorganizado en función de la amenaza de muerte percibida. La disociación era la defensa más común ante la angustia experimentada. Los hechos podían ser relatados punto por punto, como si el relator fuera solamente un testigo ajeno e inconmovible. No bastaba solamente con volver al momento de la amenaza y recordar lo sucedido en ese entonces. Rehacer en la terapia el camino del “olvido” implicaba trabajar con lo que había vivido el sujeto también después del hecho traumático, recordando cómo la amenaza se había experimentado como “muerte” y se había inscrito en su historia, había cruzado sus vínculos, su trabajo y sus sueños.
El testimonio articulaba la experiencia individual con el proceso histórico en el que había ocurrido. Permitía entender cómo el proceso colectivo se entretejía con las vidas concretas que lo hicieron posible. Este entrecruzamiento permitía entender “qué me pasó a mí” como algo que había ocurrido a muchos otros, y este entendimiento acerca de “qué nos pasó” conducía ahora a un “por qué nos pasó”. Así del análisis sobre lo vivido individualmente se podía transitar a una revisión dialéctica de la catástrofe a la vez personal, familiar y del país, asumiendo un mayor juicio de realidad sobre lo sucedido. A este respecto, era importante que el consultante pudiera percibir los límites explicativos de versiones que, o bien enfatizaban únicamente las culpas individuales, o bien pretendían excluir toda responsabilidad personal, situando el peso de los acontecimientos únicamente en la conspiración política.
Finalmente, había que tener en cuenta que no todos los consultantes experimentaban alivio al contar su historia. Muchos de ellos la contaban de manera disociada, manteniendo las defensas estructuradas a partir del trauma. No necesariamente el mero hecho de reconstituirla podía tener algún efecto percibido positivamente por la propia víctima. Muchos pacientes decían expresamente que querían olvidar y que no querían volver a hablar nunca más de lo que les había sucedido, especialmente en relación con experiencias denigrantes y atroces.
Por otra parte, nuestra experiencia terapéutica nos mostró cuán persistente es la creencia de que es posible y recomendable olvidar. Sin embargo, la capacidad de olvidar suele ser el resultado del proceso de recordar y elaborar el pasado hasta lograr estar en paz con la verdad propia y con la verdad de los hechos.
La tragedia griega interpretaba como resultado del “destino” aquellas partes de la vida que le tocaba vivir a un ser humano y sobre las cuales no tenía control alguno. Al mismo tiempo, subrayaba que lo propio de lo humano era luchar para vivir de acuerdo a su condición, es decir no resignarse al destino.17 Transmitía a los asistentes el horror ante la violencia, la muerte y el daño devastador e irreparable del abuso de poder, especialmente cuando se producía entre cercanos y parientes. Buscaba exponer los dilemas del perdón, de la venganza, el odio, así como también de la generosidad, de la lealtad y el amor. Los asistentes se identificaban emocionalmente con la acción dramática. Las reacciones de piedad, conmiseración, horror y tristeza ante los personajes y los acontecimientos dramatizados eran tanto mayores cuando resonaban en sus vidas más allá de las meras referencias políticas. Al invitar a sentir y pensar sobre un hecho que había afectado a una comunidad, la tragedia operaba, no obstante, como una escenificación potente de algunos dilemas básicos de la convivencia humana, cuya significación traspasaría los siglos.
Durante los años de la dictadura “recordar” y “mantener la memoria” fue un tema de las víctimas. “No olvidar” era su respuesta permanente, fraguada desde las lealtades viscerales con sus muertos, sus proyectos y sus esperanzas, ante la propuesta de olvidar del régimen que se manifestaba en los discursos de la vida diaria. Contar lo sucedido, buscar la verdad acerca de ello tenía a veces un efecto ritual aliviador precisamente porque “mi relato se preservaría como una historia externa a mí, independiente de mi recuerdo” y entonces “yo podría tal vez olvidar” o, al menos, “no tendría que tener el compromiso de recordar en forma permanente”.
Las víctimas que atendimos luchaban para que se instalara en la sociedad la responsabilidad por la memoria más allá de sí mismos. Tal vez la dramatización de la tragedia griega respondía a la necesidad de delegar la responsabilidad de no olvidar mediante un testimonio a varias voces que interpelaba a sus contemporáneos. Tal vez la tragedia griega al dramatizar acontecimientos reales o verosímiles de la historia, que cruzaban y destruían las vidas de sus protagonistas en conflictos políticos y personales, los liberaba de tener que sostener la memoria como tarea individual.
NOTAS
1. Ministerio del Interior. Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura. Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura. Santiago: 2005, pp. 203-221. Las cifras mencionadas corresponden a los declarantes ante la Comisión. Es probable que el número sea mayor.
2. Eugenia Weinstein, Elizabeth Lira y Eugenia Rojas. Editoras. Trauma, Duelo y Reparación. Santiago: FASIC e Interamericana, 1987.
3. El Decreto Ley 504 de abril de 1975 permitió que los presos condenados por consejos de guerra conmutaran la pena de cárcel por extrañamiento (exilio).
4. Patricio Orellana y Elizabeth Q. Hutchison. El Movimiento de Derechos Humanos en Chile 1973-1990. Santiago: CEPAL, 1991.
5. Ana Julia Cienfuegos y Cristina Monelli. “El testimonio de experiencias políticas traumáticas como instrumento terapéutico”. Crisis política y daño psicológico. Lecturas de psicología y política. Tomo 2, pp. 78-88. Colectivo Chileno de Trabajo Psicosocial, 1982 (sin pie de imprenta). Un análisis más completo se publicó con el título “The testimony of political repression as a therapeutic instrument”. American Journal of Orthopsychiatry. Nueva York: enero 1983, pp. 43-51. Otra versión se encuentra en Elizabeth Lira y Eugenia Weinstein (editoras). Psicoterapia y represión política. México: Siglo XXI, 1984, en el capítulo “El testimonio de experiencias políticas traumáticas como instrumento terapéutico”, pp. 17-34.
6. El régimen militar presionó a las iglesias para impedir esas denuncias. La presión ejercida determinó el cierre del Comité de Cooperación para la Paz en 1975, lo que decidió al Cardenal Silva Henríquez a fundar la Vicaría de la Solidaridad, que continuó su labor.
7. Ana Catalina Rodríguez de Ruiz Tagle “Detenidos Políticos, Sufrimiento y Esperanza”. Mensaje. Volumen 26, núm. 275, diciembre 1978, pp. 777- 783.
8. Judith Herman. Trauma and Recovery. Basic Books, 1992. En el capítulo 1, “A forgotten history”, la autora desarrolla extensamente los antecedentes de la investigación clínica sobre el trauma desde el siglo XIX hasta la actualidad.
9. Véase Jean Paul Sartre. Freud. Madrid: Alianza Editorial, 1985, p. 159 y ss. Este libro corresponde al guión que hiciera Sartre para un film sobre Freud. Fue publicado póstumamente bajo el título Le Scénario Freud. París: Gallimard, 1984.
10. El testimonio de un dirigente campesino torturado registrado entre 1975 y 1976, me mostró la importancia que tenía para una persona denigrada y destruida situar la experiencia represiva en el contexto de la historia de su vida y de los valores morales y religiosos que lo habían inspirado en su actuación política. Elizabeth Lira. La psicología del compromiso cristiano. Santiago: Instituto Latino Americano de Doctrina y Estudios Sociales. Tesis, 1976.
11. Elizabeth Lira y Eugenia Weinstein. “El testimonio de experiencias políticas traumáticas como instrumento terapéutico”. Elizabeth Lira y Eugenia Weinstein (editoras). Psicoterapia y Represión política. México: Siglo XXI, 1984, pp. 17-34.
12. Los testimonios fueron realizados en 1978. Se encuentran en un manuscrito no publicado sobre algunos casos atendidos entre 1978 y 1980.
13. Se refiere al secuestro y posterior asesinato del político italiano Aldo Moro, presidente del Partido Demócrata Cristiano de Italia. Sus captores, las Brigadas Rojas, abandonaron su cadáver el 9 de mayo de 1978 en un callejón de Roma.
14. El análisis de estos casos está en el capítulo de Elizabeth Lira. “Sobrevivir. Los límites de la psicoterapia”. E. Lira y E. Weinstein (editoras). Psicoterapia y represión política. México: Siglo XXI, 1984.
15. Rosario Rojas de Astudillo et al. Memorias contra el olvido. Santiago: Editorial Amerinda, 1987.
16. “Una triste lección para Chile: Comunidad Esperanza. Protesta 12 de julio 1983”. 1983, manuscrito.
17. Aristóteles. Poética. Caracas: Monte Ávila, 1991.