Chile: los caminos de la historia y la memoria
Introducción
“La conmemoración del trigésimo aniversario del golpe militar del 11 de septiembre de 1973 obligó a todos los chilenos […] a enfrentar una historia que muchos habían preferido ‘olvidar’ o ignorar”, escribe
Peter Winn al comienzo de su artículo,
“El pasado está presente. Historia y memoria en el Chile contemporáneo”. “Es un momento propicio para preguntar: ¿qué sabemos de esos acontecimientos? ¿Cómo se los recuerda? ¿Y cómo los interpretan los historiadores?”
Winn hace el balance de lo que sabemos sobre el golpe de 1973, la represión, las ejecuciones, los desaparecidos, la tortura. Una buena parte de nuestra información, señala, se obtuvo durante la dictadura gracias a las denuncias hechas por las víctimas y sus familias ante las organizaciones de derechos humanos, y a partir de la transición democrática, por sus declaraciones ante la Comisión de la Verdad y, más recientemente, la Comisión de la Tortura. Se agregaron a ello, con el paso de los años, las indagaciones encaradas por el periodismo de investigación y la justicia.
Persisten muchos puntos ciegos. Winn insiste en la imprecisión de las cifras de que disponemos acerca de los detenidos, desaparecidos y torturados. Señala además otro factor:
Luego del golpe, el régimen militar se embarcó en una campaña masiva de desinformación, inventando complots y acciones izquierdistas como justificativo de su brutal represión y falsificando documentos para “verificar” sus argumentos, a la vez que eliminaba pruebas de su propia violencia y sus violaciones de los derechos humanos. Dentro de Chile, la prensa, censurada, y la justicia, intimidada, no podían impugnar la historia oficial o no tenían la voluntad de hacerlo; fuera del país había una idea general de lo que sucedía en él, pero esa idea cobraba forma en la contrahistoria de los exilados, que con frecuencia sacrificaba la complejidad y la estricta veracidad en el altar de la conveniencia política.
En la insistencia del autor habrá de leerse un llamado a los historiadores que los convoca a cuantificar pero también a rectificar. Será preciso hacer, sin duda, la crítica del
Libro blanco del cambio de gobierno en Chile (sin fecha, h. 1974), con sus correspondientes documentos presentados como prueba.
El trigésimo aniversario del golpe también permitió apreciar el camino recorrido por la memoria social. La historia de la memoria esbozada por el autor (sobre la base de trabajos como los de Illanes, Garcés, Wilde y Stern) señala el punto de inflexión de 1980, cuando una pregunta disonante comenzó a penetrar en el espacio público: “¿Dónde están?” Este campo de la investigación histórica apenas está empezando, indica Winn. “Los avances se realizarán a través de estudios de casos en profundidad basados en la investigación histórica monográfica de fuentes primarias”. “Es probable”, agrega, “que los próximos avances queden a cargo de una generación más joven de especialistas que, aunque sean chilenos, ya no deberán trascender sus propios recuerdos de ese pasado problemático para historizarlo.” He aquí un desafío lanzado a la generación actual: historizar un tiempo del que uno se acuerda, objetivar un pasado que pertenece a sus recuerdos, ¿no es precisamente hacer la historia del tiempo presente?
“Historia y memoria del 11 de septiembre de 1973 en la población La Legua de Santiago de Chile” es la primera reconstrucción
in situ de esa jornada dramática en un barrio popular de Santiago, hecha por un historiador profesional.
Mario Garcés nos transporta lejos del escenario que usualmente evoca la memoria de ese día –el palacio presidencial de La Moneda–, a la periferia de la ciudad que entre las décadas de 1930 y 1950 presenció la formación de los barrios de las clases trabajadoras del gran Santiago (las poblaciones), cer ca de las industrias. De ese modo, Garcés in troduce en el conocimiento his tórico del pasado reciente un sector hasta aquí faltante: los trabajadores y pobladores, protagonistas del proceso de cambios que cristalizó en Chile a lo largo de las décadas del sesenta y el se tenta, y objeto de la mayor represión durante la dictadura.
La Legua no es, sin embargo, un barrio como los demás. Las personas en edad de recordar dicen que
allí hubo enfrentamientos, que se atacó a un autobús de carabineros, que se derribó un helicóptero, y que la población fue atacada por aire y tierra. Los relatos, dependiendo del lugar social del interlocutor, se pueden minimizar o magnificar y, en algunos casos, abundan en detalles reales o imaginados de lo que allí ocurrió; por ejemplo, que “todos los carabineros murieron” o que “fueron colgados en los postes del alumbrado público”. […] En la misma población los relatos se han venido recreando de generación en generación, entre los propios pobladores […] que en unos casos afirman con orgullo –“en La Legua se combatió”–, y en otros, con dolor y desesperanza: “son muchos los que murieron o desaparecieron”. Estos relatos y memorias ponen de manifiesto que el día del golpe ocurrió allí algo distinto que en el resto de la ciudad. El pueblo resistió, y ése es el núcleo significativo que preserva la memoria popular.
Al cotejar relatos y fuentes escritas, Garcés ha reconstituido esos incidentes, pero también su origen. Como en una tragedia griega, en La Legua se encontraron en el mismo momento tres tipos de actores: pobladores desconcertados, trabajadores y dirigentes sindicales de la fábrica textil Sumar que habían intentado organizar en vano la resistencia armada en el lugar y, por último, dirigentes socialistas, comunistas y miristas que volvían de la planta de Indumet, donde se habían reunido para tratar de coordinar acciones de resistencia al golpe, pero que debieron levantar la reunión a raíz de la irrupción de los carabineros.
“Romper el silencio ha sido uno de los mayores desafíos de esta investigación”, escribe el autor, que describe una situación característica de la historia del tiempo presente.
Los documentos son escasos y de difícil acceso; la prensa, controlada por los militares, ha omitido la información sobre estos hechos, y las dictaduras, en general, niegan la existencia de archivos de la represión. Por tanto, fue fundamental recurrir al testimonio de los que sobrevivieron o fueron testigos de algunos de los acontecimientos que logramos reconstruir. […] Las razones para el silencio de los que no nos concedieron una entrevista se relacionan en gran medida con […] el miedo que, pegado a la piel, constituye tal vez una de las principales herencias de la experiencia autoritaria.
El trabajo de Garcés, hoy ampliado a las dimensiones de un libro (
El golpe en La Legua: los caminos de la historia y la memoria. Santiago de Chile: LOM, 2005), relata el acontecimiento, pero también su supervivencia en las memorias: la tristeza al pensar en quienes perdieron la vida en él, y el miedo, instalado a partir de ese día y durante mucho tiempo en la población. Recordemos que entre los detenidos en el Estadio Nacional luego del golpe, La Legua tuvo el triste récord de ser el barrio con mayor representación de pobladores.
En el punto de partida de
“La Michita (1964-1983): de la reforma universitaria a una vida en comunidad”, hay recuerdos de infancia que su autor,
Manuel Gárate-Chateau decide convertir en materia de una investigación. En este caso, el historiador, los hechos y los testigos son contemporáneos.
En la Quinta Michita […], vivía gente que había tenido un pasado común; que compartían sueños y experiencias de cambio de la década de 1960; los mismos que fueron sepultados a partir de septiembre de 1973. Eran opositores al régimen militar y habían recreado un mundo especial y protegido para sus hijos, que incluía la casa, el vecindario e incluso la escuela. El mundo de la Quinta era el refugio de sus sueños mutilados, la forma que encontraron para mantener una identidad común frente a los nuevos ideales conservadores que se imponían en el país. Conocer a esta singular generación intelectual, forjada mayormente en la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC), y los motivos de su forma de vida en la Michita se convirtió en una pregunta de índole histórica […]. En esa microhistoria, inserta en la “gran historia”, encontramos una generación que intentó cambiar su universidad y su país, pero que finalmente sólo pudo concretar sus sueños […] en su comunidad habitacional, dentro del espacio doméstico.
Gárate esboza la historia de esa generación que, desde la Democracia Cristiana, elaboró su propio camino revolucionario hacia el cambio social en una universidad que repensaba de cabo a rabo su función en la sociedad chilena, a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre el cristianismo comprometido con los problemas sociales. Luego el autor relata la construcción de la comunidad habitacional de la Michita y la vida cotidiana de esas familias de intelectuales progresistas.
A la cabeza de la Universidad Católica, el carismático Fernando Castillo Velasco conduce “la Reforma”. Es la época en que los arquitectos ven en el urbanismo una manera de trabajar por la mejora de la sociedad, y en las viviendas que construyen, el medio de instaurar relaciones más abiertas y libres entre sus miembros. Fernando Castillo, que es uno de ellos, invita a los universitarios que lo rodean para llevar a la práctica un proyecto de vida comunitaria, corolario de los cambios sociales a escala nacional a los que ellos aspiran y por los que trabajan en el marco de la universidad.
Sobreviene el golpe y con él la derrota de los progresistas, tanto en la Universidad Católica como en otros ámbitos. La Michita nacerá, entonces, en circunstancias muy distintas de las previstas. Uno de los puntos de interés del trabajo de Gárate es el lugar que otorga en su estudio al grupo de niños que crecieron bajo la dictadura en el microcosmos protegido de esa comunidad.
“El testimonio de experiencias políticas traumáticas: terapia y denuncia en Chile (1973-1985)”, de
Elizabeth Lira, describe el dispositivo de asistencia a las víctimas y sus familias organizado por las iglesias después del golpe, del cual formaba parte la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (FASIC) en la que Lira trabajó. Luz en medio de las tinieblas, se dirá al leer el contenido brutal de los testimonios incorporados por la autora. Su trabajo es también un aporte a la historia de la medicina chilena del siglo XX: muestra que la práctica clínica desarrollada durante la dictadura militar permitió llegar a un nuevo saber sobre lo traumático, en particular su efecto sobre la memoria. (Señalemos que los chilenos, como sus colegas argentinos, son frecuentemente convocados a los lugares del mundo donde la experiencia que han adquirido y los métodos elaborados durante la dictadura pueden, desdichadamente, volver a ser útiles.)
Los primeros casos analizados por Lira corresponden a ex detenidos cuya sentencia de prisión perpetua fue conmutada por el destierro al cabo de varios años de cárcel. Entre la salida de ésta y el camino al exilio, el personal de FASIC disponía de escaso tiempo para ayudarlos. Además, “la psicoterapia para las víctimas de la represión política era un ámbito profesional desconocido. […] Eso hizo necesario rastrear en los trabajos que dieron origen a la investigación clínica y terapéutica sobre el trauma a mediados del siglo XIX”. Ahora bien, esas investigaciones –de Charcot a Freud– se referían a mujeres y traumas ligados a hechos de naturaleza sexual.
En el Chile de la década de 1970 las cosas eran de otra manera. “La tortura, la desaparición de un familiar, así como sobrevivir a la propia ejecución, eran situaciones simultáneamente políticas y personales”, escribe Lira. “La psicoterapia de las víctimas de la represión política […] permitió identificar un hecho central: para muchos de ellos, el compromiso político constituía el eje más significativo de sus vidas.”
El sufrimiento de los ex detenidos que se procuraba aliviar tenía, por lo tanto, una dimensión eminentemente política. “Requerían ser reconocidos como protagonistas y militantes de un proyecto de cambio social y político legítimo y no como gestores de un proyecto criminal.” Para ello, era preciso ante todo confirmar objetivamente su experiencia de la represión, instaurarla como la verdad de muchos de ellos. De allí la idea del personal asistente de hacer de la elaboración del testimonio un elemento central de la terapia, idea que fue recibida con gran interés por los pacientes. La vergüenza y la rabia impotente que los carcomían se canalizaban ahora hacia la denuncia y la exigencia de justicia. “El testimonio articulaba la experiencia individual con el proceso histórico en el que había ocurrido.” De hecho, muchos de esos testimonios fueron enviados por sus autores a organismos internacionales de derechos humanos que recibían las denuncias de Chile.
A fines de la década de 1970, dar un testimonio personal sobre la experiencia represiva era denunciar algo que el gobierno militar negaba lisa y llanamente. Las cosas cambiaron en la década del ochenta: el público comenzó a saber y los relatos de las víctimas se abrieron camino hacia la prensa. Eso “modificó el lugar de la denuncia e hizo menos necesaria la gestión del testimonio en el proceso terapéutico”. La prosecución del trabajo muestra cuáles fueron las nuevas funciones asumidas entonces por la elaboración del testimonio.
En
“La superación de los silencios oficiales en el Chile posautoritario” la politóloga
Katherine Hite se ocupa de la clase política chilena durante el primer decenio de la Concertación, con especial hincapié en los miembros de izquierda del gobierno. ¿Por qué ese “silencio oficial” en torno del pasado reciente, cuando ese mismo pasado era objeto de diversas publicaciones y estaba presente en la memoria popular?
“Sostengo que ha habido una subestimación de los efectos del trauma como explicación de los silencios de la elite política durante la década de 1990 con respecto a las tres décadas y media pasadas”, escribe Hite.
El interés de la politología y la historia política por las representaciones mentales del pasado que actúan en la clase política proviene, sin lugar a dudas, de la idea de que hay en ellas una clave para entender sus tomas de posición y las políticas que defienden hoy. Parafraseando al filósofo e historiador Reinhard Koselleck, podemos decir que el pasado de los políticos es en parte “el espacio de experiencia” a partir del cual cobra forma su “horizonte de expectativa”.
La autora, por lo tanto, entrevistó en 2002 a una serie de personalidades políticas (el pequeño número de mujeres entre ellas refleja simplemente la híper masculinización del grupo). Y relacionó sus testimonios con los debates parlamentarios del período, en cuyas primeras sesiones la cuestión predominante había sido el pasado.
El trabajo descubre importantes cambios discursivos dentro de las esferas de conducción a lo largo de la década de 1990, con referencia al modo como Chile debe aceptar el pasado. En términos generales, al comienzo de la transición en 1990, el discurso de los dirigentes de la Concertación transmitía euforia por el retorno al poder y confianza en lo que era políticamente posible en relación con la exploración del pasado. Poco después, y durante varios años, la euforia cedió paso a una postura defensiva con respecto a la capacidad de la dirigencia de dictar una condena por los abusos de otrora.
Hite pidió a los políticos entrevistados que reflexionaran en su presencia sobre las razones de ese “silencio oficial”. “En nuestros días, muchos líderes de la izquierda gobernante expresan un fuerte sentimiento de pesar e incluso de cólera acerca de lo que ahora reconocen con franqueza como un silencio principalmente autoimpuesto en lo tocante al pasado traumático de Chile.” El trabajo de Hite constituye una reflexión de dos grados: sobre el peso de la década del sesenta en la política de la década del noventa, y su relectura por los propios interesados diez años después. De esa indagación retrospectiva rescataremos las palabras del senador socialista Ricardo Núñez:
Nosotros sentimos que si hubiéramos revisitado las contradicciones de 1973 no hubiera habido transición. […] Porque aquellos de nosotros que le dimos un impulso a la transición, fuimos los mismos que habíamos sido una parte de 1973, los mismos que fuimos a la cárcel, al exilio, que fuimos torturados. Diría que en el mundo subjetivo de la política, nosotros sentimos que para tener una transición, no podíamos retornar a 1973.
En
“Irrupciones de la memoria: la política expresiva en la transición a la democracia en Chile”,
Alexander Wilde adopta un enfoque innovador para comprender por qué ese pasado reciente fue un problema para los políticos y la población. Aunque Chile hizo un retorno relativamente suave a la democracia en 1990, luego de los diecisiete años de dictadura de Pinochet, su vida pública siguió marcada por las “irrupciones” de personalidades, acontecimientos y símbolos asociados con un pasado todavía vivo en la memoria, pero aún no reconocido o entendido como “historia”.
El autor incorpora explicaciones previas sobre las limitaciones institucionales de la “transición” chilena, pero exhorta a sus colegas de las ciencias políticas a considerar cómo afectan las memorias sociales la calidad de la democracia. En el caso de Chile, señala con originalidad la multiplicidad de factores que están más allá del control gubernamental –como los procesos judiciales y los medios de comunicación libres– y son capaces de desencadenar esos recuerdos y socavar la legitimidad democrática. Wilde comprueba también que los políticos de este período fueron renuentes a distinguir moralmente la democracia de la dictadura previa y a marcar esa diferencia públicamente en sus gestos y palabras –lo que Wilde llama “política expresiva”– para forjar un consenso social compartido sobre los derechos humanos.
La sección final de su trabajo analiza el papel cumplido por los académicos al demostrar la importancia de esas dimensiones cualitativas de la política en la Francia y la Alemania de la posguerra. E invita a los especialistas de Chile a hacer lo mismo:
Las fuentes están disponibles para […] [que] puedan cumplir una función semejante, de modo que esta sociedad, con el tiempo, pueda avenirse a lo que le tocó vivir. El período 1967-1990 ya ofrece abundante material primario publicado, en memorias y relatos en primera persona, además de fuentes secundarias […]. Hay importantes archivos de materiales primarios relativos a violaciones de los derechos humanos […] y gran número de documentos por ahora repartidos entre instituciones y personas, y en peligro de perderse […]. Por último, están los recuerdos vivos de personas, que no están escritos pero que podrían formar parte esencial de una comprensión más plena de la manera como se experimentó este período.
Irrupción: acontecimiento impetuoso e impensado, dice el diccionario. Al centrar su análisis de la transición chilena en esas irrupciones, el politólogo recuerda al historiador la parte de imprevisibilidad inherente a todo proceso político. “‘Irrupciones de la memoria’, en la acepción que se da a aquel término en este artículo”, escribe Wilde,
son hechos públicos que asaltan la conciencia nacional de Chile, espontánea y a veces súbitamente, y evocan asociaciones con símbolos, figuras, causas, estilos de vida, que, en una medida fuera de lo común, se relacionan con un pasado político que todavía está presente en la experiencia vivida de parte importante de la población. Los hechos que se analizan aquí son “públicos”, en el sentido tanto de que están extensamente cubiertos por los medios de comunicación como de que en ellos participa la autoridad de instituciones públicas y de las elites que las dirigen. Ellos se refieren a una etapa de la historia nacional reciente que se destaca por transcurrir en un marco de recuerdos políticos contrapuestos: los actos de figuras destacadas de la dictadura, la culpabilidad de los políticos en las circunstancias que condujeron al golpe militar; sobre todo, la violación masiva de los derechos humanos fundamentales durante la dictadura. En el curso de dichas “irrupciones”, como la que se produjo con la detención de Pinochet, Chile fue presa de un discurso público profundamente escindido, cruzado por representaciones colectivas del pasado, contradictorias y mutuamente excluyentes. Estos hechos controvertidos se encuentran hoy imbricados en la política: se trata de cuestiones simbólicas, externas a las disposiciones institucionales tan bien analizadas por los politólogos, que todavía mantienen la vida política en estado de suspensión.
Este artículo fue uno de los tantos que las revistas académicas y las editoriales chilenas se negaron a publicar en español durante varios años. “No era conveniente”: tal era la explicación dada. Sin embargo, la circulación discreta del artículo permitió que en nuestros días la expresión “irrupciones de la memoria” se incorporara al vocabulario de los estudiosos de la memoria.
Traducción de Horacio Pons