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Argentina: el tiempo largo de la violencia política

contenido


Liminar.
Verdad y memoria: escribir
la historia de nuestro tiempo

Anne Pérotin-Dumon
Verdad, justicia, memoria

Introducción

El derecho humano a la Verdad.
Lecciones de las experiencias latinoamericanas de relato de la verdad

Juan E. Méndez

Historia y memoria.
La escritura de la historia y la representación del pasado

Paul Ricœur

Maurice Halbwachs y la sociología de la memoria
Marie-Claire Lavabre
Argentina: el tiempo largo
de la violencia política


Introducción

La violencia en la historia argentina reciente: un estado de la cuestión
Luis Alberto Romero

Movilización y politización: abogados de Buenos Aires entre 1968 y 1973
Mauricio Chama

La Iglesia argentina durante la última dictadura militar.
El terror desplegado sobre el campo católico (1976-1983)

Martín Obregón

Testigos de la derrota.
Malvinas: los soldados y la guerra durante la transición democrática argentina, 1982-1987

Federico Guillermo Lorenz

Militares en la transición argentina: del gobierno a la subordinación constitucional
Carlos H. Acuña y
Catalina Smulovitz


Conflictos de la memoria en la Argentina.
Un estudio histórico de la memoria social

Hugo Vezzetti
Chile: los caminos de la historia
y la memoria


Introducción

El pasado está presente.
Historia y memoria en el Chile contemporáne
o
Peter Winn

Historia y memoria del 11 de septiembre de 1973 en la población La Legua de Santiago de Chile
Mario Garcés D.

La Michita (1964-1983): de la reforma universitaria a una vida en comunidad
Manuel Gárate-Chateau

El testimonio de experiencias políticas traumáticas: terapia y denuncia en Chile (1973-1985)
Elizabeth Lira

La superación de los silencios oficiales en el Chile posautoritario
Katherine Hite

Irrupciones de la memoria: la política expresiva en la transición a la democracia en Chile
Alexander Wilde
Perú: investigar veinte años
de violencia reciente


Introducción

“El tiempo del miedo” (1980-2000), la violencia moderna y la larga duración en la historia peruana
Peter F. Klarén

¿Por qué apareció Sendero Luminoso en Ayacucho?
El desarrollo de la educación y la generación del 69 en Ayacucho y Huanta

Carlos Iván Degregori

Pensamiento, acción y base política del movimiento Sendero Luminoso.
La guerra y las primeras respuestas de los comuneros (1964-1983)

Nelson Manrique

Familia, cultura y “revolución”.
Vida cotidiana en Sendero Luminoso

Ponciano del Pino H.

Juventud universitaria y violencia política en el Perú.
La matanza de estudiantes de La Cantuta y su memoria, 1992-2000

Pablo Sandoval

En busca de la verdad y la justicia.
La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú

Coletta Youngers
Archivos para un pasado reciente y violento: Argentina, Chile, Perú

Introducción

Archivos de la represión y memoria en la República Argentina
Federico Guillermo Lorenz

Archivos para el estudio del pasado reciente en Chile
Jennifer Herbst con
Patricia Huenuqueo


Los archivos de los derechos humanos en el Perú
Ruth Elena Borja Santa Cruz
El pasado vivo:
casos paralelos y precedentes


Introducción

Cegados por la distancia social.
El tema elusivo de los judíos en
la historiografía de posguerra en Polonia

Jan T. Gross

Guerra, genocidio y exterminio:
la guerra contra los judíos en una era de guerras mundiales

Michael Geyer

Tres relatos sobre nuestra humanidad.
La bomba atómica en la memoria japonesa y estadounidense

John W. Dower

Anatomía de una muerte: represión, derechos humanos y el caso de Alexandre Vannucchi Leme en el Brasil autoritario
Kenneth P. Serbin

La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000
Henry Rousso
Historia reciente
y responsabilidad social


Introducción

La experiencia de un historiador en la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala
Arturo Taracena Arriola

La historia aplicada: perito en el caso Pinochet en la Audiencia
Nacional de España

Joan del Alcàzar

Dentro del silencio.
El Proyecto Conmemorativo de Ardoyne, el relato comunitario de la verdad y la transición posconflicto en Irlanda del Norte

Patricia Lundy y
Mark McGovern


“Sin la verdad de las mujeres la historia no estará completa”.
El reto de incorporar una perspectiva de género en la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú

Julissa Mantilla Falcón


Conflictos de la memoria en la Argentina
Un estudio histórico de la memoria social

Hugo Vezzetti



PRESENTACIÓN: LA MEMORIA EN LA ARGENTINA1

La cuestión de la memoria social en la Argentina ha sido, paradójicamente, una herencia de la última dictadura y se ha implantado como una causa asociada estrechamente a la defensa de los derechos humanos y a la demanda de justicia. Puede decirse que las prácticas y los actores de la memoria han nacido como reacción y como intento de reparación de los males que la dictadura trajo a la nación como comunidad política. En el origen se reconoce un carácter reactivo, defensivo, de la memoria así concebida. La vigencia de los temas de la memoria, incluso lo que se puede llamar un deber de memoria, ha dependido de un acontecimiento brutal, una situación límite para la sociedad y sus instituciones: el terrorismo y la criminalización del estado ocurridos en una escala nunca vista en el país. Y la importancia que la memoria ha adquirido en el espacio público resulta proporcional a la enormidad de los crímenes, a la afrenta a valores básicos que sostienen una pertenencia y una historia comunes.

Acontecimientos de esa magnitud producen un sacudimiento de las representaciones habituales del pasado. Algunas preguntas inevitables vuelven sobre esa herida: ¿cómo pudo ocurrir, cómo sucedió lo que nunca debió haber sucedido? Esas preguntas no dejan de afectar y poner a prueba las representaciones y valores que construyen un lazo simbólico para un grupo, una comunidad o una nación. Allí reside un sustento cultural de la memoria, que se refiere a un pasado compartido como herencia y destino; ese sustrato cultural no recoge los acontecimientos crudos (eso que Todorov llama “memoria literal”) sino que toma forma en relatos y escenas que condensan un sentido; e incluye valores. Ahora bien, la memoria no es un registro espontáneo del pasado sino que requiere de un marco de recuperación y de sentido en el presente y un horizonte de expectativa hacia el futuro. En la experiencia argentina, la democracia ha constituido este horizonte, a la vez como un valor y como un nuevo marco institucional que buscaba establecer un estado de derecho.

En el nuevo ciclo abierto por la democracia se ha producido una novedosa formación2 de la memoria pública, focalizada en el terrorismo de estado. Es lo que puede verse en la venta masiva del Nunca más, en la amplia repercusión pública del Juicio a las Juntas, en la presencia permanente del tema en los medios y la amplia difusión de relatos testimoniales de las víctimas.3 Los efectos de esa formación de memoria pueden verse igualmente en el impacto más reciente que han producido en la sociedad algunos crímenes que mostraban rasgos de impunidad en el estado. Allí se actualiza un pasado cargado de combates, que no se limita a los años de la dictadura. En el nuevo ciclo político, la experiencia vivida bajo la dictadura (en una sociedad que la había recibido, por lo menos, con resignada conformidad), adquiere otro significado. Pero también se rectifica el significado de la violencia y las luchas políticas de los años sesenta y setenta.

Desde luego, esta nueva formación de la memoria también arrastra elementos ilusorios, narraciones ya formadas, pequeños mitos que parecen contener todas las respuestas. En verdad, es posible distinguir diversas formaciones, en una enumeración que no pretende ser exhaustiva. Por una parte, hay una memoria de los crímenes masivos, bajo una forma jurídica basada en la investigación y la prueba, a partir de la vía abierta por el Juicio a las Juntas. Por otra, hay una memoria de familiares y grupos allegados, una memoria de vínculos afectados particularmente por esa ofensa moral que se agrega a los asesinatos, la desaparición de los restos mortales de las víctimas. Esa memoria, abierta a los procesos de duelo, se continúa en la búsqueda de los niños capturados; y la acción de los familiares, Madres, Abuelas, Hijos se convierte en objeto de identificación y compasión para la sociedad.4 Finalmente, están las memorias ideológicas, facciosas incluso, de grupos que reafirman identidades y afiliaciones del pasado; unos sostienen el relato de la “guerra antisubversiva” y reproducen la imagen que la dictadura proporcionaba de sí misma; otros, con variantes, reivindican el relato combativo de la aventura revolucionaria.

No hace falta decir que esas memorias habilitan diversas combinaciones y gradaciones en narrativas amasadas con la fuerza de las pasiones políticas, públicas y privadas. Me propongo explorar la historia de esas formaciones a partir de una hipótesis general que ha sido ya aludida: con el ciclo que abre la posdictadura, es decir, la recuperación de la democracia y lo que permite recuperar de la experiencia histórica inmediatamente anterior, y a partir de un extendido consenso que condena la violación de los derechos humanos, nace un nuevo régimen de la memoria, entendida como relación y acción pública sobre el pasado. Trataré de examinar de manera crítica esas figuras de la memoria y de contrastarlas con otras del pasado anterior para admitir que en un tiempo no tan lejano eran otras las formas dominantes de apropiación del pasado.



LA MEMORIA Y LAS POLÍTICAS DE LA HISTORIA

La acción política sobre el pasado que estuvo presente en el nacimiento de la democracia no es un hecho enteramente original. El cruce de la política con la historia ha proporcionado un teatro de operaciones para la construcción simbólica del estado nacional; por otra parte, procesos semejantes se han dado en todo el mundo occidental y en América Latina. Dicho brevemente, la recuperación del pasado se refiere al desenvolvimiento de la nación y los usos políticos de la historia apuntan a la identidad nacional –esa materia siempre difícil de abordar y definir–, como algo que deber ser construido o afirmado a través de formas más o menos impositivas, desde el estado o desde formaciones políticas y tradiciones ideológicas. Y frente a las historias “oficiales” estatales, se alzan las contrahistorias. En todo caso, en unas y otras es fácil advertir la lógica de una politización de la historia que trae el pasado a la arena de los enfrentamientos presentes.5

Sin embargo, llegados a este punto quiero destacar una diferencia central en los cambios recientes de la memoria histórica asociada a los valores de la democracia y los derechos humanos. En aquella política dirigida hacia el pasado siempre había un papel central para los héroes y las gestas. En ese sentido, la historia y la contrahistoria han disputado un panteón de héroes y una cierta filiación positiva, como identificación y toma de posición en el presente. Por supuesto, ese linaje ha podido desplazarse del héroe individual a las gestas colectivas, igualmente gloriosas, sean victorias militares o puebladas y rebeliones populares.

Con el nuevo régimen de la memoria social, asociado a la experiencia histórica de una masacre y de crímenes masivos, en el centro no hay héroes o gestas sino víctimas. En la medida en que se admita la profundidad de una verdadera conmoción de la memoria habitual, que en la Argentina tuvo su expresión trágica con los desaparecidos, como un agujero ético y político, se advierte que es difícil, en verdad imposible, establecer alguna identificación de exaltación heroica o positiva en algún aspecto con ese pasado. Lo que ha quedado como símbolo mayor es un rechazo y una negación: “nunca más”. Al menos es el núcleo central de esa recuperación, aunque pueda reconocerse un aspecto heroico en la evocación de los que resistieron. Pero en el consenso establecido por la investigación y el Juicio a las Juntas, esa dimensión positiva está asociada a las luchas por los derechos humanos, a las Madres o las Abuelas, antes que a los combatientes armados que enfrentaron la dictadura.



PARA UNA GENEALOGÍA DE LA MEMORIA: HISTORIA Y POLÍTICA

Dado el horizonte abierto con el nacimiento del ciclo democrático, me interesa explorar los cambios en las formas de incorporar escenas del pasado en las acciones y proyectos del presente, una dinámica del tiempo social que es constitutiva de lo que suele llamarse conciencia histórica. En principio, la causa de la memoria asociada a la condena del terrorismo de estado, ha encontrado sus núcleos más activos en el espacio cultural del progresismo o de la izquierda, en un sentido que, brevemente dicho, comprende una cosmovisión que es a menudo más moral que política. Al hablar de una cultura o incluso una “sensibilidad” de izquierda evito deliberadamente referirme a una “ideología” política que requeriría un análisis más complejo. Aunque es evidente que la amplia adhesión a los derechos humanos comprende un sector más amplio de la sociedad, los portadores más consecuentes de esa memoria de la dictadura responden a ese perfil de izquierda; de modo opuesto y correlativo, la posición común del conservadurismo liberal argentino en este punto tiende a la justificación autoritaria.

Por otra parte, ese sentido renovado de la memoria nace en el universo de las víctimas del terrorismo de estado y esto justifica una indagación de los modos de la apropiación del pasado en el espacio político e ideológico previo de la izquierda y el peronismo combativo. Una constatación se impone: en los años previos a la dictadura no se hablaba casi de memoria en el sentido presente, es decir, como memoria de derechos agraviados y de víctimas inocentes. En los tiempos de la radicalización política y de la imaginación revolucionaria, la recuperación del pasado estaba dominada por las escenas de lucha y resistencia. Las operaciones de transposición de la historia en los combates del presente se referían a otras prácticas y el dominio de las representaciones aludía a fracturas de las visiones del mundo que expresaban directamente las fracturas del orden político. Desde finales de los años sesenta hasta bien entrados los setenta, se alimentaba una narrativa de combates y combatientes. En esos años, más que de memoria se hablaba de ideología, y los alineamientos impuestos por la confrontación ideológica transportaban un relato preformado del pasado.

No es fácil delimitar lo que corresponde a las ideologías en las formaciones de la memoria.6 Pero se puede decir que las ideologías constituyen sistemas fijados de memoria histórica que se incorporan como un sostén que otorga sentido a las luchas políticas. Y en el corpus de las producciones sobre el pasado que alimentaba el camino de una revolución que finalmente fracasó, la conciencia histórica buscaba otras representaciones, apegada a imágenes bélicas: conflictos, lucha, guerra, incluyendo la figura de la “lucha antisubversiva”, con la que las fuerzas represivas presentaban su acción ante la sociedad.

De los sesenta hacia los setenta los vientos de una aceleración de la historia imponían diversas figuras de lo nuevo: nueva izquierda, nuevo hombre, nueva sociedad. Y aunque no se hablaba abiertamente de “nuevo peronismo” (en la medida en que en la figura de Perón el pasado se convertía directamente en un presente transfigurado), la novedad radicaba en la reconversión que buscaba reunir la experiencia histórica del primer peronismo con el socialismo cubano. Desde ese nuevo sentido se rearmaba hacia atrás una tradición nacional popular que incorporaba los tópicos del revisionismo histórico.7 En todo caso, en esa formación que comunicaba (y confrontaba) la nueva izquierda con el peronismo combativo, las dos vertientes enfrentaban una relación incómoda con sus respectivos pasados. La izquierda cargaba con el lastre histórico de la pérdida de las masas volcadas al peronismo en 1945 y debía romper con las tradiciones reformistas que habían dominado por décadas las líneas de los partidos Socialista y Comunista.8 Por su parte, en el peronismo contestatario y la “izquierda nacional”, el proyecto de construcción de una tradición hacia el pasado debía disimular todos los rasgos que emparentaban al primer peronismo con la experiencia de los fascismos europeos.

En esa formación de ideas, imágenes y esquemas de acción, el fantasma revolucionario trastocaba tradiciones y experiencias históricas y producía una formidable reorientación del acento temporal hacia el futuro. Era el tiempo propio del imaginario de la revolución que tenía su faro instalado en La Habana. Ernesto Guevara había producido el documento fundamental que anunciaba el nuevo hombre y la nueva sociedad; en él casi no había referencias a algo que hubiera que buscar en el pasado: “El presente es de lucha; el futuro es nuestro”; atrás debían quedar las “taras del pasado” que pesaban sobre la conciencia en la transición subjetiva hacia el hombre socialista.9 El mito revolucionario imponía un corte radical y una denuncia global del pasado, incluyendo la impugnación de las elites anteriores, destinadas a ser liquidadas y reemplazadas por la nueva dirigencia. Y en las peculiares condiciones del socialismo a la cubana, sin clase obrera y sin tradición comunista internacional que recuperar, Guevara podía omitir toda referencia a los ejemplos o las banderas del pasado para embarcarse directamente en las proyecciones de una transformación autoconsciente que anunciaba al “hombre del siglo XXI”.

Pero la irradiación del mensaje insurgente fuera de la situación cubana debía buscar algún arraigo en un pasado capaz de cumplir una función legitimante de las posiciones presentes. Y por supuesto, la experiencia histórica argentina ofrecía otras vetas en esa empresa de construcción simbólica de la política, alrededor de la experiencia peronista. En octubre de 1960, la revista Che, publicada por un grupo de socialistas argentinos inspirados por la revolución cubana, incluía una nota con el título “¿Qué hacía usted al caer la tarde del 17 de octubre de 1945?”10 El periodista, se decía, “ha rastreado en la memoria de la gente”; esa era la fórmula hallada para presentar una encuesta que contrastaba los testimonios en la calle con las respuestas de un conjunto de personalidades de la política, las letras y las artes. Se trataba de una indagación de vivencias y recuerdos cargada de sobreentendidos sobre la significación de esa fecha, símbolo de la resistencia peronista. El articulista encontraba lo que había ido a buscar: mientras que en la calle todos eran peronistas y acomodaban a esa afiliación su recuperación de la fecha emblemática, en las figuras convocadas, salvo pocas excepciones, predominaba una actitud evasiva o de rechazo. Por entonces, la escena del 17 de octubre sólo interpelaba a los viejos peronistas o a los nuevos convencidos. “No me acuerdo” responde Quinquela Martín,11 restándole importancia al episodio, mientras Borges sin ambages se niega a responder.

La revista expresaba la reorientación política de una izquierda guevarista que tendía a reunirse con los peronistas de la resistencia, como el padre Benítez, a quien entrevistan largamente en el primer número. Lo destacable es que el término memoria quedaba asociado a una fecha, a una escena emblemática de la contraposición ideológica que dominó la vida política argentina desde 1945; y es desde esa fractura básica que los convocados rearmaban sus recuerdos o su negativa a recordar. Algunas respuestas (las de Silvio Frondizi o Abel Latendorf entre otras) rescataban al peronismo desde la reescritura de la historia cumplida por la izquierda nacional. Cuba (ya destacada por el padre Benítez), tal como Abel Latendorf se va a ocupar de exponer en un número posterior, proporcionaba el modelo para una revolución social y a la vez nacionalista en el enfrentamiento con el imperialismo dominante.12

Sólo puedo ofrecer un examen rápido de esos modos de representación de las luchas y las identidades pasadas, sujetas a los compromisos de la militancia. En pocos años, a partir del golpe del general Onganía, en 1966, la asociación entre el tema antiimperialista y la Revolución (que comenzaba a escribirse siempre con mayúsculas) había adquirido en ese espacio ideológico que reunía al peronismo y a la izquierda una implantación firme. Cristianismo y Revolución, revista aparecida en setiembre de 1966 y ligada al movimiento Montoneros, exponía ya un camino general e irreversible: “Se está consolidando en las conciencias de todos los hombres la afirmación del nuevo signo de nuestro tiempo: la Revolución”. La reacción de los “pueblos del Tercer Mundo” indicaba un camino abierto y disponible para la Argentina y América Latina. En la nueva fe, la propia gestación del Tercer Mundo como entidad política dependía de un proceso revolucionario que se extendería “a través de una acción dura y violenta pero profundamente humana”. El ejemplo y las palabras del cura Camilo Torres daban cuenta de la radicalización en el mundo católico que reunía el horizonte de la salvación con la causa de los pobres y las luchas revolucionarias, “la única manera eficaz y amplia de realizar el amor por todos”.13

En esa dimensión escatológica, todo el pasado que debía quedar atrás se resumía en las figuras del sufrimiento y la explotación de los pueblos: los hambrientos, los que no tienen techo, los despojados. En las definiciones de John W. Cooke, Evita y el peronismo revolucionario aportaban una narración nacional y popular a un movimiento de redención política, social y moral que necesariamente, se advertía, debía pasar por la prueba de la violencia.14 Como sea, la causa final de la reconciliación en la dignidad y la caridad impregnaba esta primera formación política teológica inspirada en el Cristo de los pobres. No había muchos ejemplos que recoger de la tradición católica argentina en esa dirección, de modo que no era la memoria de la fe sino el testimonio vivo y actual de la lucha política lo que dominaba en ese programa integral. Sólo contaba con la imagen de una mártir, Evita abanderada de los pobres, y las inspiraciones provenientes del corpus leninista a partir de las cuales Cooke soñaba con reorganizar al peronismo como un “partido revolucionario”, una vanguardia dotada de su propia teoría.15

Carlos Altamirano ha señalado el peso decisivo que la radicalización del mundo católico tuvo en la reconfiguración del campo de la izquierda y en las formas de militancia que incendiaron la década previa a la irrupción de la dictadura.16 Pero en esa escalada hacia la catástrofe también la derecha, aun en el conglomerado peronista, hacía suya una reconversión mesiánica de la acción política, impregnada de una visión esencialista de la nación católica y sus derivaciones en los combates por el patriotismo legítimo. Con la escalada hacia los extremos y la generalización de la violencia aniquiladora del enemigo, esa radicalización de una ultraderecha afiliada al catolicismo ultramontano va a mostrar sus facetas más siniestras en la propia Iglesia, incluyendo la bendición que obispos y vicarios, sobre todo en el ámbito castrense, otorgarán al terrorismo de estado presentado como una guerra por la fe.17 

El enunciado ya citado en Cristianismo y Revolución que aludía a los cambios en la “conciencia de los hombres” presentaba el tópico del “nuevo hombre” guevarista. Dos años más tarde, en la revista que nace con ese nombre, Nuevo Hombre, los guerrilleros peronistas apresados en Taco Ralo (que van a formar las FAP, Fuerzas Armadas Peronistas) fueron entrevistados por Dardo Cabo.18 Dos puntos merecen destacarse en la justificación que ofrecían de la primera experiencia guerrillera en la Argentina. Por una parte, el peso de la dimensión subjetiva en los métodos y los fines, que reiteraba el ejemplo del Che Guevara: en la lucha armada lo que importa “no es el material sino el espíritu del hombre”; la “revolución de fondo no sólo debe transformar estructuras económicas sino modelar un hombre nuevo”. En segundo lugar, los militantes preferían llamarse “montoneros” antes que guerrilleros (varios años antes del nacimiento de la organización que fundaron Fernando Abal Medina y Mario Firmenich) y en esa denominación se plasmaba una proyección del pasado sobre el presente: la repetición de las luchas del pueblo que encontraba una expresión originaria en el enfrentamiento de aquellas tropas irregulares con el ejército español. Explícitamente, la “guerra revolucionaria” que anunciaban sería la continuidad de una línea que de San Martín y Güemes había pasado a los caudillos y a su encarnación en Rosas, “síntesis de todos los caudillos y defensores de lo nacional y popular ante la barbarie civilizadora, cajetilla y minoritaria”. No se hablaba de memoria en esta evocación mítica de una tradición nacional y popular que estaría allí disponible para quienes tuvieran el coraje de asumir esa identidad y pasar a la acción. Pero esa historia esencial y compacta formaba parte de una representación fracturada de la nación que llegaba hasta el presente y se manifiestaba en la separación tajante de las lecturas que la cárcel les había posibilitado a los entrevistados: de un lado, los textos canónicos de la revisión nacionalista, José María Rosa, Fermín Chavez, Arturo Jauretche y Juan José Hernández Arregui;19 del otro, la línea repudiada a la vez por “liberal” y por “caduca”, es decir, Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, Ezequiel Martínez Estrada y Ernesto Sábato.



LAS DOS ARGENTINAS

Para ese estado de la conciencia histórica la ficción de las “dos Argentinas” operaba como la matriz inamovible de toda representación del pasado. Desde luego, ese tópico no era nuevo y se remontaba a la década de 1930; allí habían nacido dos narrativas enfrentadas de la nación, cada una con sus padres fundadores y sus escenas originarias. Es sabido que la oposición peronismo-antiperonismo, hacia la década de 1960, retomó y profundizó la fractura esencial en la que el debate ideológico asumía “el carácter de una pugna por la historia”, una lucha por “la representación legítima del pasado [que] se volvió un objeto privilegiado de la lucha por la definición legítima del presente nacional”. El pasado como alegoría del presente impregnaba los significados del discurso y de la acción: Rosas es Perón así como la generación del 37 sólo aguarda a quienes sean capaces de reencarnarse en ella.20 Lo destacable, en el período que se abrió después de la caída de Perón en 1955, es el componente épico aportado por la resistencia, sus mártires y sus héroes, en un ciclo de creciente conflictividad política y social que, en tanto concentraba sus objetivos presentes en el retorno de Perón, evocaba y embellecía como una “edad de oro” la etapa del primer peronismo. En esa formación de ideas e imágenes se resumía un mito político volcado a las luchas de la hora y se reforzaba hacia atrás una identidad que recuperaba esa narrativa preformada de la nación peronista. Pero no se hablaba de memoria sino de identidad y, en todo caso, de historia; y pronto se hablará sobre todo de ideología. Es muy característico que el término “memoria peronista” surja a posteriori de la dictadura, en condiciones que han desactivado aquella identificación con la nación. Antonio Cafiero, un militante político del peronismo a lo largo de medio siglo, reflexiona retrospectivamente en un libro dedicado a la memoria de la resistencia peronista: “Los peronistas nos debíamos una tarea, que no pudimos hacer en su momento porque la dinámica de los hechos a partir de 1955 nos empujó a actuar aceleradamente y a postergar nuestra reflexión y la organización de nuestra memoria”.21 Y la mención de una experiencia (testimonios, documentos, evocaciones) que debe ser “organizada” marca ya la distancia respecto del mito identitario.

Por contraste con esta recuperación inestable y evocativa se destaca la otra forma compacta, evidente, que en el ciclo previo a la irrupción de la dictadura proporcionaba una explicación integral y anticipada a las incertidumbres del presente y el futuro. Algo cambia en la escalada de radicalización política desde mediados de la década de 1960. El vuelco a la acción embarca a los contendientes en una representación bélica de las formas legítimas del combate por la definición del presente que arrastra necesariamente ese bastión privilegiado, la conciencia nacional. La reunión de nacionalismo y catolicismo había proporcionado una primera forma mítica de esa representación esencial de la nación. La revolución cubana aportaba al mito un criterio de realidad, el acontecimiento redentor que descendía a la historia. La consigna “patria o muerte” condensaba esa fusión del nacionalismo con la revolución; a ello se agregaba, para algunos al menos, la realización del reino de Dios.

Las primeras formas de acción directa exhiben esa búsqueda de seguridades en un pasado amasado por el mito: en 1963 un grupo de la Juventud Peronista “secuestraba” el sable corvo del General San Martín, una primera acción espectacular de propaganda que si por una lado prefiguraba la acción armada (ese mismo año se desataba el desdichado foco guerrillero en Salta) a la vez convertía a la reliquia en el ícono de las luchas por una segunda emancipación. Ese mismo año, otro comando peronista explicaba en Rosario los atentados con bombas contra bustos de Sarmiento. La imaginación guerrera se extendía a una empresa imposible: borrar violentamente el pasado considerado repudiable.22

El nacimiento del mito revolucionario encontraba sus condiciones en una configuración ideológica e imaginaria que reunía resistencia peronista, guevarismo y radicalización católica, bajo las banderas del antiimperialismo. Las fórmulas conocidas de esa visión alcanzaban una extensa legitimidad y promovían hacia el fin de la década una convergencia nueva entre activismo sindical y movilización estudiantil. El papel determinante de la Juventud Peronista como organización de militantes, activadora de los más diversos espacios de movilización en la sociedad, dependió mucho de esa expansión en la universidad. En el tiempo acelerado del voluntarismo militante, dominado por las urgencias de la acción y por la prédica que anunciaba un futuro transfigurado al alcance de la mano, las representaciones del pasado se multiplicaban en las acciones de propaganda, a menudo bajo formas violentas. Los esquemas prefijados se codificaban en fórmulas: el pueblo oprimido, la dependencia, el ejemplo de los héroes liberadores. Finalmente, la consigna “liberación o dependencia” conformaba la matriz de recuperación del pasado y operaba al mismo tiempo una simplificación que aplastaba todo análisis de las condiciones particulares presentes.

Esa operación sobre el pasado dependía de la lógica soreliana de la acción. Para Sorel, la acción crea ya un mundo fantástico contrapuesto al mundo histórico como su completa negación. Y cuando ese mundo fantástico se convierte en patrimonio de las masas y orienta su movilización nace el mito político. El mito, en la acepción soreliana, no es un producto de la inteligencia sino de la voluntad, a diferencia de la utopía que propone un modelo discutible y contrastable con la sociedad existente. El mito guarda una relación inherente con la violencia en tanto mueve a los sujetos a la destrucción de lo existente; la utopía, en cambio, admite una vía de reformas y está en la base de la degradación parlamentaria de la tradición socialista. La apropiación soreliana del marxismo apunta, entonces, a la refutación de la dimensión utópica y programática y su reemplazo por la fuerza destructiva del mito revolucionario.23 El rechazo de la tradición liberal-democrática y del parlamentarismo, el antiintelectualismo, la ética del guerrero, la recuperación de una raíz religiosa en las figuraciones de la redención por la violencia, el papel adjudicado al grupo iluminado: muchos rasgos de esa formación de ideas, imágenes y valores estuvieron presentes en las organizaciones del peronismo revolucionario. Pablo Giussani, que fue director de la revista Che y conoció de cerca la movilización intelectual y política que reunía al socialismo con el peronismo y el guevarismo, ha retratado los componentes de esa constelación ideológica en la organización Montoneros, incluyendo los ingredientes que la emparentaban con las formas históricas del fascismo: el culto a la violencia, la concepción heroica de la historia y la militarización de la acción política.24

Pero esa representación amplificada en el imaginario del peronismo revolucionario enfrentaba una dificultad insólita y sin antecedentes. En principio un mito político cimenta tanto más firmemente la identidad de un grupo cuanto más nítidamente define a su enemigo. Edward W. Said, por ejemplo, ha expuesto el papel de las “narrativas de la nación” y las disputas de relatos totales mutuamente incompatibles en el enfrentamiento de israelíes y palestinos: en ese combate sobre el territorio se oponen lengua, religión, y hábitos culturales.25 Puede decirse que en la vieja tradición del nacionalismo argentino, que nutría esa visión sobre el pasado, el enemigo era claramente la línea “liberal”, un término necesariamente impreciso que podía incluir tradiciones bien diferentes, del conservadurismo al socialismo y aun el comunismo. Pero en la medida en que el nuevo peronismo quería incorporar ingredientes de izquierda, por la vía del castrismo y el leninismo, no podía dejar de chocar con una derecha, incluso una ultraderecha, que se reconocía en el mismo panteón y en las mismas escenas originarias (Rosas y los caudillos) para concluir en la misma consagración de Perón como culminación de esa identidad. Como es sabido, las disputas en el interior del conglomerado que se proclamaba leal a la conducción del general Perón se constituyeron en el elemento central de la desestabilización política posterior al cambio político de 1973, y culminaron con el golpe palaciego contra el presidente Cámpora y la acción de las Tres A.

No me propongo entrar en el análisis histórico de esa confrontación, sólo señalar que las divisiones en el interior del peronismo (sintetizadas en la confrontación de la “patria socialista” con la “patria peronista”) que alcanzaron una expresión extrema en la masacre de Ezeiza y en la acción de las Tres A, mostraban una fractura esencial en la representación de la nación y un desacuerdo inconciliable en esa conjunción de identidad, acción política y redención del pasado. No puede decirse, en rigor, que estuviera en juego un conflicto de memorias en el sentido de dos formaciones estables y consolidadas sobre el pasado. En todo caso, esa comunidad en las referencias originarias agregaba un plus de violencia en la medida en que obligaba a sobrecompensar los riesgos de confusión o indiferenciación.



LA BATALLA POR LA VERDAD: DE LA GUERRA ANTISUBVERSIVA A LA CAUSA POR LOS DERECHOS HUMANOS

Una historia de representaciones afincada en zonas del imaginario social mantiene una autonomía relativa y se organiza según principios y lógicas que no replican las de la historia política o social. Esta salvedad es necesaria para poder advertir que, más allá de las diferencias evidentes entre las acciones terroristas de la ultraderecha, a través de las Tres A y el sistema puesto en práctica por el terrorismo de estado a partir de 1976, en el terreno de las justificaciones ideológicas y las búsquedas de cimientos míticos, la acción militar reencontraba las mismas certezas –sobre todo en sus vertientes militantes radicalizadas–, que comprendían sobre todo la confluencia de la oficialidad joven con jefes y efectivos de las fuerzas policiales.

El golpe de 1976 fue recibido con una mezcla de alivio, expectativa y resignada aceptación: las promesas de orden y autoridad no sólo se correspondían con una experiencia histórica que había reservado a las Fuerzas Armadas ese papel, sino que parecían, para muchos, la única salida frente a las evidencias de la fractura política, el caos social y el desquicio del estado. No voy a insistir sobre las condiciones que contribuyeron a instalar cierto consenso en esos años en torno del relato de la lucha antisubversiva sino a examinarlo en el terreno de las representaciones que lo sostenían. A la idea de una comunidad quebrada se agregaba esa figura de la subversión que ponía en riesgo una esencia nacional, una imagen que no había faltado en los modos en que el peronismo y el propio Perón habían enfrentado el desafío montonero. En todo caso, el régimen militar también buscaba afirmar su legitimidad hacia el pasado con referencias al nacionalismo, el patriotismo y los héroes de uniforme, según el modelo de eso que Baczko llamó historia propaganda.26 Por ejemplo, la conmemoración de la Conquista del desierto,27 en 1979 sirvió para proponer una equivalencia característica entre el pasado y el presente: los salvajes de ayer, inasimilables para el proyecto civilizador, se reencarnaban en los subversivos de hoy y desde luego merecían la misma solución exterminadora.

Esas formas de la propaganda de la dictadura resultaron en ese punto bastante ineficaces. Pero no puede decirse lo mismo de la explosión de memoria patriótica que estalló con la aventura de las Malvinas. Se ha insitido en analizar el episodio desde el ángulo de los intereses, los objetivos y de las fallas de la acción militar; en cambio, se ha señalado menos lo que puso de manifiesto en la sociedad. La casi unánime euforia nacionalista que acompañó lo que parecía (y se quería creer) como una guerra victoriosa, reveló como pocos acontecimientos la fuerza de esa potencia mítica que atraviesa ideologías y experiencias: un nacionalismo esencial fundado en una visión sacralizada del territorio, fuente de identidad, garantía de destino y objeto fabuloso sobre el que se despliegan las amenazas siempre al acecho de alguna conspiración. La capacidad de animación y movilización de los sectores más diversos del espectro político, de la extrema derecha a la extrema izquierda, revelaba estratos profundos y oscuros de una memoria de largo plazo en torno de las visiones de la nación, un fondo disponible para diversas empresas, encarnado en fórmulas de lenguaje, imágenes, símbolos y pasiones.28 La insólita reanimación de un componente antiimperialista por parte de una dictadura de proclamada fe anticomunista, tuvo su expresión más bizarra en el abrazo del canciller Costa Méndez, un integrante de la derecha conservadora, con Fidel Castro en La Habana.

En el breve período que va desde la derrota en las Malvinas hasta el llamado a elecciones, empezaba a cambiar profundamente la representación de los años de la dictadura. Luis Alberto Romero se pregunta por el papel de las “pasiones nacionalistas” en los orígenes del repudio a la dictadura; condenada en principio por haber perdido la guerra, y sólo en segundo lugar por haber desatado una aventura irresponsable. En ese período clave en las transformaciones de la memoria del pasado inmediato hicieron su aparición pública las víctimas de la dictadura; y lo hicieron de un modo que las separaba tajantemente de la figura de la subversión y las asociaba a las víctimas más recientes, los soldados sacrificados en el Atlántico Sur. La responsabilidad, en ambos casos, recaía en los jefes militares. A partir de ese desplazamiento, desde las figuras del orden y la autoridad al sufrimiento de las víctimas, el relato de la “guerra antisubversiva” empezaba a cambiar hacia una primera narrativa de la democracia: el resguardo de los derechos de los afectados por el terrorismo de estado convertía a las víctimas en representantes y portadores de un objetivo de reconstrucción ética y política de la sociedad. Allí nace, en el mundo de las víctimas y los perseguidos, la asociación perdurable de memoria y derechos.

También hubo víctimas producidas por el terrorismo insurgente y queda pendiente una indagación específica de ese aspecto. En principio, fueron muchas menos y sus familiares no cargaban con la afrenta adicional de la desaparición de los cuerpos. La organización más relevante, FAMUS (Familiares y Amigos de los Muertos por la Subversión), no fue capaz de asociar su reclamo a valores y principios universales en el orden de los derechos. Sus pronunciamientos y acciones públicas (sobre todo las misas) eran una respuesta política contra los organismos de derechos humanos y los familiares; de modo que al hablar en nombre de esas otras víctimas siempre eludieron la generalización de una demanda de justicia para todos, que promoviera la construcción de un espacio pacificado y sometido a la ley. Apéndices del discurso justificatorio de la masacre elaborado por las propias Fuerzas Armadas, las misas organizadas por FAMUS durante el Juicio a las Juntas, eran la ocasión de una reivindicación total de lo actuado por las fuerzas militares, cuando no un ataque abierto a la democracia. En una de ellas, celebrada un par de años después de la vuelta al orden constitucional, decía el oficiante, padre Manuel Beltrán: “con la democracia llegó el destape anticlerical, el auge de la droga, la delincuencia y la pornografía”.29

Los familiares de esas víctimas no aceptaban (como sí lo hizo una buena parte del movimiento por los derechos humanos) la idea de impartir justicia y castigo equivalentes para los que hubieran cometido crímenes (después de la amplia amnistía de 1973) en las filas uniformadas tanto como en las organizaciones guerrilleras. Esa fue la versión de los “dos demonios” expuesta en la presentación del Informe de la CONADEP y en el juicio, que se convirtió en ingrediente de un consenso básico establecido en el nacimiento de la democracia. En las misas de FAMUS los allegados a las víctimas de la guerrilla se igualaban con los de los jefes militares juzgados por los tribunales constitucionales. Por ejemplo, de la misa de mayo de 1985, “en homenaje a los caídos en la lucha antisubversiva”, participaron los generales Bignone, Saint Jean y Harguindeguy, la esposa y el hijo de Videla y una treintena de oficiales en actividad; el oficio terminó con vivas al Operativo Independencia y condenas al marxismo al que se acusaba de estar en el gobierno. En la del mes de junio, estuvo presente el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Ríos Ereñú y el subjefe Mario J. Sánchez, junto a más de cien oficiales del Ejército con uniforme; participaron igualmente la esposa del general Videla y varios jefes del período dictatorial. Aunque la homilía insistió en el perdón y la reconciliación, el oficio culminó con vivas a la patria, al Operativo Independencia y a las Fuerzas Armadas.30

La presencia conjunta de los familiares de las víctimas de la insurgencia y los de los comandantes detenidos en esos pronunciamentos, mostraba que se asimilaba la acción actual de la Justicia con las acciones pasadas de la guerrilla. Con la misma lógica que había igualado a los pocos combatientes con los muchos militantes políticos y sociales desarmados que fueron indistintamente blanco de la masacre, sólo una diferencia de grado separaba ahora a los fiscales y los jueces de la acción del terrorismo insurgente. En verdad la prédica de FAMUS se interesaba menos por sus familiares caídos que por una amplia denuncia del enemigo subversivo que por entonces era más o menos equivalente a la democracia recuperada. En marzo de 1984, cuando ya gobernaba Raúl Alfonsín, una delegación de FAMUS concurrió a la embajada de los Estados Unidos para solicitar, sin éxito, apoyo financiero e “información sobre el incremento de la subversión en Argentina”.31

Nacida como una organización de presión de las Fuerzas Armadas sobre el presidente Alfonsín, y carente de iniciativa y de autonomía como organización de la sociedad civil, FAMUS dejó de actuar cuando sobrevinieron las leyes de extinción de la acción penal y los indultos. De allí lo irrisorio de la argumentación de esos grupos (y de la derecha política en general) que repiten que los caídos por la acción de la guerrilla también tenían derechos humanos que no habían sido reconocidos ni defendidos. Aunque esto sea cierto, nunca asociaron sus demandas a la causa por la justicia y los derechos sino que se sostuvieron en las condiciones excepcionales que habrían justificado el modo criminal en que se había desarrollado la “guerra” contra la guerrilla y la disidencia política. Como consecuencia, todo el movimiento de los derechos humanos quedaba asimilado a una forma ideológica del mismo combate, en la medida en que se establecía una equivalencia entre “terrorismo” y “derechos humanos”. En verdad, esto ya había empezado durante la dictadura. Por ejemplo, se podía leer: “Respecto del asesinato de Aramburu, conviene grabar muy bien el nombre de Firmenich, que ahora está colaborando en Nicaragua y que se halla entre quienes pretenden que para él tengan vigencia los derechos humanos”.32

Después de haber rechazado largamente la pertinencia de aplicar la óptica de los derechos a una guerra –que, en la visión del actor militar, se libraba sin ningún apego a normas legales o morales– y una vez asimilado de ese modo el tópico de los derechos humanos a la acción ideológica del terrorismo insurgente, no había recomposición posible: sólo se reivindicaba esa guerra así librada. Como veremos, es la argumentación reiterada ad nauseam en el juicio por los defensores de los jefes militares. Puede decirse, entonces, que en la confrontación pública de los allegados de unas y otras víctimas se actualizaba un conflicto irreconciliable de memorias de ese pasado. Pero esos otros familiares, que habían recibido el apoyo del estado militar, que en muchos casos recibían fondos y pensiones, difícilmente podían convertirse en actores significativos en el nuevo escenario. Sólo reproducían un relato reivindicativo de la dictadura que permanecía como un componente residual en la nueva situación, en la que la significación de lo sucedido se rearmaba enteramente bajo la causa de la justicia.



JUICIO Y MEMORIA

La representación más acabada del ciclo de la violencia y el terrorismo de estado condensada en el relato de la “guerra antisubversiva”, se expuso en el Juicio a las Juntas, convertido en un teatro público de la confrontación por el sentido legítimo del pasado. A partir del descubrimiento de las víctimas, de los testimonios que revelaban el destino de los desaparecidos, se implantaba un nuevo relato en el que la ley desplazaba a la guerra como núcleo de sentido de lo acontecido.

En los alegatos de los defensores y en la exposición final de los acusados se expusieron dos líneas de argumentación: una se amparaba en que las Fuerzas Armadas intervinieron a partir de decisiones surgidas del poder constitucional, antes de 1976, aunque dejaba sin explicar por qué para cumplir ese mandato consideraron necesario derrocar ese mismo poder. La otra insistía en el carácter particular de una guerra que sólo podía ganarse mediante los métodos empleados, es decir, al margen de la ley. Carlos Tavares, defensor de Videla, daba cuenta de las instrucciones recibidas del procesado, entre ellas, defender “la legitimidad de la guerra afrontada por las Fuerzas Armadas con motivo de la agresión subversiva terrorista”; y rechazaba el límite fijado para el proceso que establecía una “línea divisoria” a partir del 24 de marzo de 1976, línea que habría dejado fuera a quienes desde el Poder Ejecutivo del gobierno de Isabel Perón impartieron las primeras órdenes que llevaron a la intervención militar.33

Un tema volvía una y otra vez: los que perdieron la guerra pretenderían ahora triunfar en el terreno de la política y la sede judicial. “Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa […] pero aquí estamos. Porque ganamos la guerra de las armas y perdimos la guerra psicológica […] los vencedores son juzgados por los vencidos”. Los “subversivos se han acercado al estrado judicial para lograr un triunfo a través del juicio”.34 Una táctica habitual consistía en descalificar a los testigos interrogándolos sobre su militancia o su ideología política. No sólo se cuestionaba su imparcialidad: se dejaba entender que los testigos siempre obraban de mala fe en la medida en que formaban parte del campo enemigo. Así como, por principio, todas las víctimas eran consideradas terroristas, los testigos eran, de entrada, subversivos dispuestos a reanudar su lucha, lo que venía a confirmar la tesis mayor de la confrontación bélica interminable: los testigos “trataron de convertir a los victimarios en víctimas y a los vencedores en vencidos. Y esto lo hicieron porque esperan volver”.35

En el límite, las defensas exponían una posición extraña a las mismas convenciones que sostenían el proceso jurídico. En efecto, concurrían al teatro del derecho para decir que los actos juzgados se situaban por encima de las prescripciones de la ley. En definitiva, eran la base misma del juicio y la autoridad de las instituciones de derecho las que estaban siendo impugnadas. Pero no estaban solos. Monseñor Plaza, arzobispo de La Plata, quien mantenía intacta su fidelidad a la dictadura, consideraba por entonces que el juicio era “una revancha de la subversión” y un proceso en el que “los criminales están juzgando a los que vencieron al terrorismo”.36 La justificación de los crímenes por los rasgos propios de una guerra, concebida como el retorno a un estado de naturaleza, encontró su más extensa exposición en los defensores de Galtieri. Para sostener que en la guerra todo está permitido (incluso la tortura, el asesinato y los saqueos) encontraron apoyo en los escritos del fraile dominico Francisco de Vitoria (De jure belli, 1538-1539). Y ese retorno a antecedentes tan remotos, que suprimía el derecho moderno, era bien representativo de una configuración de ideas que se extendía de la ideología política hacia la teología. Pero si bien todos los defensores concordaban en la tesis de guerra para justificar los hechos juzgados, los que defendían a los jefes menos comprometidos (particularmente de la Fuerza Aérea) estaban más dispuestos a admitir la autonomía del derecho y a obrar en consecuencia con argumentos o medidas propias de una defensa jurídica antes que política. Al mismo tiempo, no dejaban de producirse divisiones dentro de los miembros de las Fuerzas Armadas: algunos oficiales declararon en contra de la metodología represiva y acusaron a sus superiores. El cuestionamiento público más resonante en ese sentido fue el del ex comandante Lanusse, que incluyó una polémica en los medios con el general Saint Jean.37

A menudo los defensores actuaban en la escena del juicio de un modo que evocaba los interrogatorios en los campos de concentración: el defensor del comandante Viola, doctor Orgueira, llamó “detenido” a un testigo. En ese espacio público amplificado, al mismo tiempo que se desarrollaba un proceso de gran impacto institucional en la búsqueda de reparación del estado, se mostraba directamente, se teatralizaba incluso, un choque entre esas imágenes del pasado, que mostraban sus aristas más siniestras, y las promesas de un futuro diferente. El fiscal Strassera era bien consciente de que en esa ceremonia su papel excedía el del funcionario judicial y a veces hablaba para la opinión pública antes que para los jueces: “Si algunos letrados defensores siguen por ese camino, le van a decir al testigo: puede sentarse y sáquese la capucha”.38

En el contenido de los interrogatorios a los testigos había algo más en juego en tanto los abogados contaban con información sobre sus antecedentes políticos, incluyendo datos sobre su militancia en organizaciones insurgentes, que sólo podían provenir de los servicios de información del estado. Esto demostraba que el conflicto estaba afincado en el propio aparato estatal, que era ya un órgano en transición en el nuevo ciclo político democrático. El mismo estado que como entidad de derecho enjuiciaba a los militares, proporcionaba apoyo, en las zonas más oscuras y apegadas a las herencias de la dictadura, para esos argumentos de la defensa; bastante torpe, por otra parte, dada la actitud del tribunal que invariablemente rechazaba la pretensión de convertir a los testigos en acusados.39 De modo que el combate por la justicia y por la memoria legítima lo era también por el control de un estado que en el aparato judicial y de seguridad se había acoplado con relativa facilidad a los procedimientos clandestinos. Y el desprestigio generalizado que terminó cayendo sobre algunos de los defensores (algunos llegaron a ser acusados por transgresiones éticas ante los colegios profesionales), mostraba los signos de esas batallas en la comunidad de abogados.

A esa altura el fantasma de la guerra social, que había operado como una justificación convincente para muchos en las condiciones de caos y desmoronamiento institucional previas al golpe de estado, ya no convencía a nadie. Con variantes, la estrategia discursiva de los defensores provenía de otro tiempo y reiteraba las tesis esgrimidas por la jerarquía militar y sus acompañantes civiles y eclesiásticos. Pero en la nueva situación, en el tránsito a la formación de un nuevo régimen de memoria, no tenían ya otro auditorio que los ya convencidos. El juicio se constituía así en un escenario público en el que se confrontaba la representación legítima del pasado pero también las promesas de cambio instaladas en el nuevo ciclo. El final de la intervención de Massera demuestra que esa lucha por el pasado era también una lucha por el futuro. El ex jefe de la Armada expresaba una convicción que seguramente otros compartían: la historia los habría de absolver.

Mis jueces disponen de la crónica, pero yo dispongo de la historia y es allí donde se escuchará el veredicto final. […] Sólo de una cosa estoy seguro. De que cuando la crónica se vaya desvaneciendo porque la historia se vaya haciendo más nítida, mis hijos y mis nietos pronunciarán con orgullo el apellido que les he dejado.40
Finalmente, esa contienda por el pasado se daba en un marco que contribuía a sus efectos de verdad; ese marco involucraba no sólo a fiscales y jueces sino al presidente que dictó el decreto de procesamiento y al parlamento que había derogado la ley de autoamnistía y aprobado la enmienda del Código Militar. Pero el conflicto se libraba también y sobre todo en la opinión pública y la conciencia de los argentinos. “Cinco semanas que cambiaron a la Argentina” era el título de una de las notas de Pablo Giussani sobre el juicio. Los crímenes de la dictadura habían formado parte de las preocupaciones del movimiento por los derechos humanos y las “elites progresistas”, mientras una buena porción de la sociedad había permanecido al margen, por indiferencia, miedo o pasividad. Aun cuando un primer velo había comenzado a descorrerse con la publicación del Informe de la CONADEP, la realización del juicio, en la que pocos habían creído, en medio de presiones militares, políticas y eclesiásticas, inyectaba otra fuerza al impacto de esa intervención rectificadora del pasado. Y los testimonios sobre el terror eran suficientemente convincentes como para promover un repudio horrorizado. Al mismo tiempo, la ola de atentados y amenazas a la paz pública que se producían durante el juicio mostraba un terrorismo bien presente, asociado en forma explícita a la causa de los ex comandantes; y hacía presentes esos años a los que casi nadie quería volver. De modo que la demanda del orden y la autoridad estaba esta vez, en la cambiante opinión nacional, del lado de las instituciones de la democracia y en contra de cualquier retorno al pasado.

Esas irrupciones de violencia contribuían a imponer mayor dramatismo al proceso. Los objetivos de los atentados eran bien explícitos. En junio de 1985, en Córdoba, un comando clandestino acompañaba la explosión de una bomba con una proclama contra “el descontrol jurídico político sobre el insultante juicio que el oponente marxista lleva a cabo sobre las victoriosas armas de la patria”.41 En octubre del mismo año, sobre el final del juicio, se producía un promedio de dos atentados diarios, incluyendo una ola de amenazas de bombas sobre escuelas y jardines de infantes.42 Si la ceremonia judicial obraba como un ritual colectivo en el que se procesaba esa transformación de la conciencia histórica, al mismo tiempo contribuía a reforzar la autoridad de las instituciones. Las encuestas daban un apoyo al juicio de más del 85% de la población y según una encuesta de la firma Gallup, el presidente Alfonsín estaba sólo después de Juan Pablo II entre las figuras más admiradas por los argentinos.43 Todo ello explica el masivo respaldo de la ciudadanía, los partidos y las instituciones en ocasión del levantamiento de la Semana Santa de 1987. Como es sabido, la resolución del alzamiento defraudó esas esperanzas y el presidente Alfonsín terminó cargando con un desprestigio que en gran medida derivaba de esa nueva conciencia, que asociaba el futuro de la democracia con la realización de la justicia sobre los poderosos, y que él había contribuido como nadie a fundar.44

Ahora bien, la figura de la guerra también estaba presente en una simétrica recuperación del pasado desde la izquierda. Néstor Vicente, por entonces en el Partido Intransigente, no se privaba de imaginar un escenario de luchas que, como el de los adherentes de la dictadura, reproducía sin cambios el pasado: “El gobierno de Alfonsín es continuador tanto del poder económico opresor cuanto del poder militar represor”. Simultáneamente un sindicalista de la izquierda denunciaba, frente a conflictos en la planta de Ford, al “general Alfonsín” como responsable de “la continuidad de la dictadura militar de los generales Videla y Viola”.45 Aunque apreciaciones como ésa carecían de consenso en la opinión pública (Vicente debió rectificarse por las presiones de su propio partido) no han estado ausentes en la izquierda, sobre todo en la universidad.

Una versión académica de la tesis de la guerra, desde la óptica de la izquierda universitaria, puede verse en los trabajos posteriores de Inés Izaguirre.46 Resultado de una investigación en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, el trabajo muestra sus tesis mayores en el último capítulo, “La transición en una sociedad domesticada”. Según la autora, en la Argentina hubo una guerra de la que resultaron victoriosos, no la dictadura militar (mero aparato de dominación) sino sus “mandantes”, a saber, el gran capital concentrado y la burguesía monopólica. Es ya problemática esa visión del bloque militar civil como un mero “instrumento” desde la cual las condiciones políticas e ideológicas (por ejemplo, la formación en el largo plazo de la doctrina y de la metodología), quedan reducidas a un papel “superestructural”. Pero aun más dudosa resulta la reducción del complejo de factores, condiciones y conflictos a una lógica única y homogénea de acumulación y beneficio del gran capital norteamericano, según las representaciones del imperialismo florecidas en los años sesenta. Por otra parte, tal recuperación del pasado debía pasar por alto que uno de los factores externos más urticantes para la dictadura argentina fue la política del presidente Carter, mientras que tanto la Unión Soviética como Cuba habían evitado cuidadosamente condenarla en los foros internacionales.

La lucha de clases sirve a Izaguirre como matriz de una figuración de la guerra social permanente. De acuerdo con esa concepción, todas las luchas sociales se refieren a la confrontación de dos polos que, con distintos agrupamientos o alianzas, básicamente serían siempre los mismos. A esa tesis Clausewitz le aporta ciertas nociones: sobre todo la idea de la paz como “un dominio estable, hecha por el vencedor”. Lo destacable en esta representación izquierdista residual de la conflictividad social es que permanece muy cerca del sistema de nociones y creencias que impulsaba la imaginación insurreccional de aquellos años. Por ejemplo, en la búsqueda de la “situación revolucionaria” destaca una fecha y un acontecimiento: el Cordobazo, en 1969. Esa visión del pasado y de las escenas de la revolución perdida no es original. Efectivamente, después de muchos años, desde las matanzas de la Patagonia, el Ejército intervenía a través de una acción represiva sobre sectores sociales rebeldes, y su acción comprendía la ocupación territorial.47 Como es sabido, en los años del Cordobazo, incluso antes, el diagnóstico y la acción políticos de un amplio conjunto de organizaciones de la izquierda estaban basados en la certeza de la “situación revolucionaria”, en la Argentina y en América Latina. Pero en la posdictadura esa historia preformada sólo podía responder a la fuerza de las creencias a costa de desatender los resultados catastróficos a los que había conducido. Al situar el comienzo efectivo de una guerra en el Cordobazo se confunde una revuelta social, aguda y disruptiva, con un enfrentamiento de largo alcance de fuerzas organizadas. En esa visión, al margen de toda definición militar, la “situación de guerra” se configura sobre todo en el terreno de las representaciones y es definida desde la voluntad de los sujetos sociales involucrados. Pero ese énfasis subjetivo, que apostaba todo a la voluntad revolucionaria, no sólo había sido un término clave de la militancia de la izquierda y el peronismo. También había impregnado los análisis y la acción, igualmente fundados en el poder de la voluntad, de la extrema derecha, incluyendo los sectores más radicalizados que actuaron en la represión y el exterminio durante la dictadura. Al mismo tiempo, a esa visión del pasado se acopla una toma de posición sobre el presente: no sólo hubo una guerra y de ella resultó el aniquilamiento de una de las fuerzas enfrentadas, sino que desde 1983 las mismas “fracciones sociales” aspiran a “enfrentarse en el ámbito de la lucha política”.48 Como consecuencia de la tesis de la guerra, allí donde el Nunca más y el juicio habían hablado de víctimas, se trata, para Izaguirre, del recuento de las bajas del campo popular. Y como la desproporción es tal que hace muy difícil sostener la idea de un enfrentamiento de dos ejércitos, para negar que se trató de una masacre, se ve forzada a interpretar la amplia trama de oposición y contestación social en términos de una suerte de ejército popular en gestación. Ése había sido, finalmente, el enfoque de quienes llevaron adelante el exterminio.



UNA NUEVA FORMACIÓN: MEMORIA Y DEMOCRACIA

En el juicio a los otrora poderosos se gestaba un símbolo potente del nuevo ciclo y de las promesas de la democracia: si eso era posible, todo era posible. Allí nacieron grandes expectativas y también ilusiones excesivas, la idea de que con la democracia y las reglas del estado de derecho todo se solucionaba. Se trata de los tiempos en que estamos inmersos y es difícil determinar hoy si la democracia en la Argentina ha alcanzado a implantarse como un nuevo mito político. En todo caso, los jefes militares desfilando ante el tribunal construyen una escena fundadora, disponible y que puede reactivarse; y han proporcionado un fundamento para el ideal de una ciudadanía identificada con la ley, aun cuando eso no hace desaparecer las tradiciones más largas del conflicto ideológico. En todo caso, la dislocación de identidades y narrativas esencialistas en los partidos muestra esa dilución de las identidades definidas por la confrontación.

En cuanto se acentúan los derechos humanos como núcleo del ideal democrático quedan relegadas las figuras de la guerra, incluyendo las que habían acompañado la contienda de las Malvinas. Como consecuencia, hacia el presente, las narraciones que buscan reinstalar esa visión del pasado han quedado como producciones residuales de la derecha ideológica, tal como puede verse en un libro reciente de Vicente Massot.49 La tesis de la continuidad de la violencia política desde las luchas civiles del siglo XIX sirve para reflotar la tesis de la guerra, justificadora de la masacre dictatorial. Una condición de tal argumento es el rechazo a admitir el corte histórico instaurado por la democracia en 1983, una posición que se corresponde con una visión puramente instrumental y accesoria de la ley y el sistema constitucional. Por el contrario, es el nuevo régimen de memoria asociado a la democracia el que promueve una visión pacificada del pasado más lejano y tiende a socavar esa representación escindida de la nación, en la que se cimentaron todas las variantes radicalizadas del nuevo orden, a la izquierda y la derecha del espectro político.

Un análisis de las transformaciones operadas por el ciclo democrático en las formas de apropiación del pasado debe admitir la superposición de estratos y de duraciones en las formaciones de la memoria ¿Cómo introducir en el análisis las dimensiones más permanentes de la conservación del pasado? Un estudio de la memoria social debe admitir que la temporalidad implicada no es del orden del acontecimiento. Una “arqueología” de la memoria descubriría en ella la coexistencia de diversos pasados y sus transformaciones, del modo en que pervive en el conocido análisis de Freud, la Roma del Imperio en la ciudad moderna. En esta perspectiva, los conflictos no son simples oposiciones de memorias diversas sino que son inherentes al trabajo de la memoria, en tanto se reconozca que incluye también lo rechazado.50 La rectificación simbólica del pasado operada por la primera experiencia democrática no cancela un trasfondo más permanente, un imaginario sustantivo hecho de narraciones que se han mostrado relativamente impermeables a la experiencia.

Introducir esa perspectiva en este estudio exigiría un análisis de largo plazo.51 Brevemente, en la Argentina, esas narraciones han girado en torno de la amenaza del caos, de las representaciones de la nación escindida, del mal proyectado en un otro demonizado; y han oscilado entre el impulso anárquico y la búsqueda de un orden, potencialmente autoritario, localizado en alguna figura salvadora. Entre una visión esencialista de la identidad y una consideración demasiado apegada a la acumulación y el cambio de las “experiencias” históricas hay un lugar necesario para un concepto de la pervivencia del pasado en el presente que reconozca estructuras de fondo más permanentes.

En verdad, el período “caliente” de la memoria, en los comienzos de la democracia, expuesto en testimonios, pronunciamientos, conmemoraciones y manifestaciones, no dejaba de exponer algunos rasgos de esas estructuras preformadas de la memoria, en particular en la proyección de todo el mal sobre los responsables criminales que devolvía un halo de inocencia a la propia sociedad.52 Se relegaban de ese modo las preguntas dirigidas a explorar la relación de la dictadura con la sociedad, incluyendo lo que esa etapa límite y desquiciada podía revelar de sus instituciones y sus dirigencias. Al mismo tiempo, esa renovación correlativa de las memorias y de las esperanzas que se abrió en 1983 estuvo afincada en un notable resurgimiento de la sociedad civil. La relación de la memoria con la democracia no sólo se establecía por la reparación de la justicia, sino por un extendido movimiento de la opinión pública que por su propia dinámica resentía la implantación de una narración única. Aun con altibajos, la temática de la justicia, los derechos humanos y los efectos del terrorismo de estado han ocupado un lugar preponderante en la producción intelectual y en la escena mediática.

Un hecho destacable es que las transformaciones de esa formación estratificada de recuerdos, pasiones y valores han dependido de intervenciones y acciones públicas. Esa dimensión política de la memoria ha sido fundamental, resultado de prácticas sociales, de decisiones de grupos y del estado que han fortalecido una acción y una voluntad de implantación política, de imposición incluso. Se puede hablar de violencia simbólica si se quiere, por ejemplo en la insistencia con que los grupos de familiares y militantes de los derechos humanos buscaron penetrar la muralla de silencio y la red de complicidades, de conformidades y oportunismos que han sido la condición, no sólo en la Argentina, de las dictaduras. Se puede decir lo mismo de la acción de sectores del estado, por ejemplo, en la acción desplegada por los fiscales en la investigación de los crímenes y el juicio a los responsables.

Una historia de la memoria, nacida con la democracia, se enfrenta necesariamente con los fracasos y los déficits en la construcción pública de esa nueva tradición política a la que había quedado tan estrechamente asociada. Está a la vista el fracaso prolongado del sistema político, ya perceptible en los comienzos de la democracia, cuando fue imposible establecer un pacto entre los partidos mayoritarios sobre una agenda básica de la transición. En principio, ese peso de la memoria, como se dijo, ha nacido con un carácter defensivo, definida sobre todo por aquello que rechaza. Es lo que se vio en la reacción masiva de defensa de la democracia en la Semana Santa de 1987, cuando, como ya se ha mencionado, un alzamiento militar enfrentó a la sociedad con el fantasma de una nueva irrupción militar.

Al mismo tiempo, desde el juicio, los conflictos de memoria han adquirido un sentido político e ideológico más explícitos, que ha incluido la evocación heroica de los combates y los militantes pero también los debates sobre la construcción democrática y su incidencia en el pasado. Como consecuencia de esa politización (radicalización, incluso) la mirada sobre el pasado se ha extendido a un ciclo histórico más largo, que no se reduce a la irrupción de la dictadura y el terrorismo de estado. Inevitablemente, los pronunciamientos y las posiciones en materia de derechos humanos y la lucha por la ampliación de la verdad y la demanda de justicia han llevado a discutir ese pasado, en particular los años setenta. En parte, se ha reforzado una memoria más militante que ha insistido en mostrar la correlación posible de la etapa dictatorial con los cambios en la escena política y social que sobrevienen en la década menemista. En un período más reciente, ha crecido una producción intelectual ligada a la universidad y el encuentro con núcleos del movimiento por los derechos humanos. Una acción importante en ese sentido ha sido desarrollada por la Comisión Provincial por la Memoria y su revista Puentes, en La Plata.

Ahora bien, la movilización de la memoria ha dependido de la convergencia de la acción de las entidades de los derechos humanos con la acción del estado, tal como sucedió en los procesos judiciales y su repercusión en la opinión pública. En ausencia de un verdadero acuerdo político de partidos, caído el protagonismo estatal después de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, erosionado el prestigio del presidente Alfonsín, reinstaladas las incertidumbres sobre el futuro de la democracia a partir de las rebeliones carapintadas y el insensato ataque guerrillero al cuartel militar de La Tablada,53 el debilitamiento de esa primera eclosión de la memoria comenzó a transitar entre la desilusión y el miedo.54 La experiencia catastrófica de la hiperinflación derrumbó al gobierno de Alfonsín. Queda mucho por explorar acerca del choque y la superposición con esa otra experiencia reciente, la dictadura, que comenzaba a elaborarse con la afirmación de los valores del derecho, el bien común y un proyecto de ciudadanía. La nueva coyuntura, de la hiperinflación al ascenso del presidente Menem, hizo aflorar en la sociedad el miedo junto con los reflejos disociadores, corporativos o individuales, adquiridos en el largo plazo, y que habían estado presentes en las reacciones defensivas bajo la dictadura. Los miedos sociales disuelven las redes asociativas públicas; tanto más cuanto no emergen como reacción frente a una amenaza externa, sino frente a incertidumbres y fragilidades difusas que impulsan la búsqueda de un orden protector o de un salvador iluminado.55

Con la gestión del presidente Menem vinieron los indultos y las iniciativas de “reconciliación” que involucraban a la nueva administración junto con sectores de la Iglesia y algunos cabecillas montoneros sobrevivientes. Para muchos, sobre todo para quienes habían impulsado la causa por los derechos humanos, pudo parecer, hacia comienzos de los años noventa, que esa formación de la memoria asociada a la realización de la justicia había quedado cancelada. La derecha ideológica, que en el fondo nunca renegó de su adhesión a los objetivos políticos y represivos de la dictadura, casi llegó a convencerse de que el capítulo quedaba cerrado, junto con las “heridas y sufrimientos del pasado”, una expresión que tendía a igualar a víctimas y victimarios en la búsqueda del olvido colectivo. Probablemente la jugada más audaz en esa dirección, en el estilo menemista, fue el intento de manipulación de un pasado mucho más lejano a través del espectáculo de la repatriación de los restos de Rosas, en 1989. El pasado indultado buscaba extenderse así a los orígenes de la visión fracturada de la nación.

El eclipse relativo de la memoria se producía bajo el impacto de las urgencias económicas, el mercado (significante mayor de una jungla donde sólo pocos sobrevivían) y una idea de la reconciliación que arrasaba con las responsabilidades y las búsquedas de verdad. Todo ello se correspondía con un debilitamiento del impulso democratizador que se había desbordado en el origen de la nueva etapa y que había encontrado una escena fundadora en el juicio. El nuevo curso no sólo desandaba el camino de la justicia sino el programa general de reparación política y social que había nacido con la democracia. El período marcado por el amplio liderazgo de Menem instalaba (o en algunos casos sólo reforzaba), en nombre del mercado, una amplia transferencia de recursos públicos a manos de grupos favorecidos por sus relaciones con el poder; a lo que se añadía una generalizada regresión en las ya precarias instituciones republicanas. A los pocos beneficiarios y a los convencidos, militantes duros de la “revolución conservadora”, se añadían muchos, oportunistas o resignados, arrastrados por lo que parecía un giro irreversible.

Sin embargo, aun cuando una mayoría de la sociedad aprobaba con su voto ese rumbo económico y social, las encuestas de opinión revelaban, ya desde el indulto, que la mayoría habría preferido que se mantuviera el camino de la justicia frente a los crímenes del terrorismo de estado. Al mismo tiempo se mantenía el prestigio de los organismos de familiares, a lo que se agregaba la creciente visibilidad social de la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo por la recuperación de los nietos, en la medida en que esos niños secuestrados y suprimidos en su identidad hacían reaparecer el rostro de las víctimas inocentes. A pesar de la enorme acumulación de poder económico y político y de la amplia adhesión social, el menemismo encontraba un límite firme a su política de olvido.56 Hacia 1995 resurgía espectacularmente el testimonio de las prácticas terroristas en la escena siniestra de los vuelos de la muerte: para deshacerse de los cuerpos de los prisioneros la Armada procedía rutinariamente a arrojarlos, a veces vivos, al Atlántico. Pero esta vez la revelación no provenía del testimonio de las víctimas sino de la palabra de un integrante del grupo represor, el capitán Scilingo.57 Inmediatamente se suceden otros testimonios de suboficiales del Ejército y, finalmente, el documento autocrítico del teniente general Balza. Una nueva generación se incorpora a las prácticas de memoria: la agrupación HIJOS de desaparecidos impone una nueva modalidad de intervención pública a través de los “escraches”. Surgen también escritores, cineastas, artistas plásticos, investigadores universitarios, que renuevan el espectro de las búsquedas hacia el pasado, incluyendo el período anterior a la irrupción dictatorial. No es posible realizar aquí una evaluación ceñida de una producción extensa y multiforme. Al lado de las memorias de los militantes, de evocaciones diversas en primera persona, celebratorias o melancólicas, nace un nuevo impulso para una voluntad de conocimiento y una interrogación de las responsabilidades. Los objetivos se amplían en ese cruce necesariamente conflictivo con diversas formas de transmisión de una experiencia social. Ya no se reducen al núcleo de los perpetradores de la masacre sino que se extienden a dirigencias, instituciones y grupos de la sociedad: la Iglesia, la prensa, los intelectuales, los partidos políticos, la universidad y el sistema educativo, los sindicatos. Se encaran tópicos o períodos antes excluidos de ese ejercicio de rememoración, como el nacionalismo, las tradiciones de la izquierda, el Mundial de fútbol de 1978 o la guerra de las Malvinas.

Vale la pena volver sobre el documento del comandante del Ejército, general Balza. Ante todo, su importancia radica en que lo más relevante de la constitución y la reactivación de la memoria estuvo en directa relación con el papel cumplido por el estado. Esto no supone desconocer las iniciativas surgidas desde la sociedad sino destacar que la eficacia del movimiento por los derechos humanos, como se demostró en 1983, ha dependido de la capacidad para comprometer una acción pública de los poderes estatales. A través del general Balza, por primera vez una autoridad militar admitía las torturas y los asesinatos al declarar que en el enfrentamiento con el “adversario” la fuerza se había ubicado “por encima de la dignidad, mediante la obtención, en algunos casos, de esa información por métodos ilegítimos, llegando incluso a la supresión de la vida”.

El documento evita usar palabras como “guerra” o “enemigo”, habituales en el discurso justificador de la dictadura; y se refiere a la acción militar como “una represión que estremece”. Por otra parte, confiesa que el golpe de estado ha sido un error y llama a un reconocimiento de responsabilidades compartidas, aunque al mismo tiempo remite la culpa, un poco enigmáticamente, a un “inconsciente colectivo” que parece borrar las responsabilidades concretas de individuos o instituciones: “Siendo justos veremos que del enfrentamiento entre argentinos somos casi todos culpables por acción u omisión, por ausencia o por exceso, por anuencia o por consejo. Cuando un cuerpo social se compromete seriamente, llegando a sembrar la muerte entre compatriotas, es ingenuo intentar encontrar un solo culpable, de uno u otro signo, ya que la culpa en el fondo está en el inconsciente colectivo de la nación toda, aunque resulta fácil depositarla entre unos pocos, para liberarnos de ella”.

Al mismo tiempo, a diferencia de la prédica oficial del elenco del gobierno de Menem, el documento reconoce que el “momento de la reconciliación” no ha llegado todavía y en esa dirección se promueve la reconstrucción de listas de desaparecidos, a partir de la colaboración voluntaria de quienes tuvieran información; el general Balza se comprometía a recibir la información en forma reservada y a hacerla pública.58

La solicitud, que apelaba a la “conciencia individual” de sus subordinados (seguramente porque podía anticipar que una orden no sería acatada), no tuvo ningún efecto apreciable. Ese reconocimiento autocrítico, que quebraba el frente unido de las Fuerzas Armadas en torno de la figura de la “guerra interior”, debía chocar con los núcleos más duros, en particular con los militares directamente comprometidos con los crímenes. El llamado a un diálogo y al reconocimiento de responsabilidades adquiría un nuevo sentido en ese momento, cuando las leyes que impedían la persecución penal y los indultos estaban en vigencia. Separado de cualquier pretensión punitiva, ese reconocimiento podría propiciar una lenta reconciliación. En esa línea se deciden los llamados Juicios por la Verdad, que admiten el derecho de los familiares a conocer los hechos que rodearon al secuestro y muerte de sus allegados y eventualmente el destino de sus restos, aun cuando queda suspendida la causa penal. Pero tampoco en este caso los militares o policías convocados por los jueces proporcionaron información. De modo que ni la apelación a la conciencia (en el llamado del general Balza) ni el mandato judicial penetraron el pacto de silencio de los participantes o asistentes de la masacre. Hoy puede verse que nadie en verdad creía que la demanda de justicia había quedado cancelada: ni los propios implicados, que invariablemente recibían el consejo jurídico de no hablar por el riesgo de quedar involucrados en procesos futuros, ni los familiares y acusadores que no dejaban de mostrar su repudio, ni los jueces que, en algunos casos, habían continuado en secreto reuniendo pruebas.59 

Paralelamente, la demanda de justicia se concentraba en el país en las causas por la apropiación y cambio de identidad de los niños secuestrados o nacidos en cautiverio, un delito no amparado por las leyes que impedían la acción penal. Legitimados por el prestigio moral y la capacidad política de las Abuelas de Plaza de Mayo y por la extensa adhesión solidaria que despertaba esa demanda de restitución de lazos familiares, estos procesos volvieron a traer a la luz pública la escena del juicio y los derechos de las víctimas. Se trataba de los niños, las víctimas más inocentes y ejemplares para la visión del terrorismo de estado construida en el Nunca más y el juicio.

Por otra parte, como un ingrediente de no menor importancia, la dictadura argentina y la causa de los desaparecidos (un término que se dice en castellano en el mundo) han quedado incorporadas a la memoria de Occidente. Una prueba de esa internacionalización de la memoria, que incorpora la tragedia argentina a la serie de los crímenes masivos del siglo XX, puede verse en la reciente designación, por unanimidad, de Luis Moreno Ocampo, que fue el fiscal adjunto en el Juicio a las Juntas, como primer fiscal de la Corte Penal Internacional.60 En esa extensión más allá de las fronteras argentinas, los procesos abiertos en el extranjero, incluyendo la detención de Augusto Pinochet en Londres y las vicisitudes de su fallida extradición, contribuyen a devolver a la justicia un lugar público destacado en las acciones y las prácticas de la memoria. Y en ese terreno se reactivan las huellas del juicio como una escena originaria que se prolonga en otros procesos. A partir de una causa por sustracción de menores, el juez federal Gabriel Cavallo dicta la primera nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida en marzo de 2001 y en un extenso fallo califica los delitos que enmarcaron esos hechos como “crímenes contra la humanidad”, por lo tanto sujetos al derecho internacional y no susceptibles de ser beneficiarios de leyes de amnistía como las objetadas. Se convalida así una jurisdicción universal, amparada en las tradiciones éticas y jurídicas construidas en contra de las experiencias de los genocidios y las masacres políticas que pesan como una sombra siniestra sobre la conciencia de Occidente.

Cumplidos veinte años del nacimiento de la democracia, los debates y los fantasmas que agitaron la conciencia pública en sus comienzos no se acallan. Pero una experiencia histórica está disponible para un análisis que sitúe las cuestiones en juego en una perspectiva más amplia. En el surco de los derechos humanos, el ideal positivo de construcción de una tradición democrática ha girado sobre todo en torno de una idea y de una demanda de estado, no sólo como remedio frente a la impunidad de los poderosos, sino como garante del bien común, espacio y ámbito de prácticas en la formación de una comunidad de ciudadanos. En esa dirección sigue abierta una recuperación pública y una edificación política y jurídica de la memoria y de una acción efectiva sobre el pasado. Y parece confirmarse que hay allí una relación estrecha con el destino de la democracia en la Argentina. En la intersección de memoria y política se sitúan las apuestas decisivas e inciertas de una formación duradera, equilibrada, de la relación justa entre memoria del pasado e imaginación y voluntad proyectadas al futuro.




NOTAS

1. Este trabajo retoma y desarrolla algunos planteos tratados en Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina. Buenos Aires: Siglo XXI Argentina, 2002.

2. El autor usa aquí el término en el sentido definido por Raymond Williams. Marxismo y literatura. Barcelona: Península-Biblos, 1997. De acuerdo con Williams, formaciones son “los movimientos y tendencias efectivos, en la vida intelectual y artística, que tienen una influencia significativa y a veces decisiva sobre el desarrollo activo de una cultura y que presentan una relación variable y a veces solapada con las instituciones formales” p. 139.

3. El presidente Alfonsín, al comienzo de su gobierno, creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) con el objetivo de investigar el destino de los desaparecidos. Ernesto Sábato fue elegido presidente por la comisión, la cual entregó su informe en septiembre de 1984. Dicho informe fue publicado como libro con el título Nunca más. El Juicio a las Juntas militares comenzó en abril de 1985 y estuvo a cargo de la Cámara Federal de la Capital. Después de escuchar centenares de testimonios y los alegatos en defensa de los procesados, en diciembre, el tribunal dictó penas que iban desde prisión perpetua, para los jefes del Ejército y la Armada, Jorge Rafael Videla y Emilio Massera, hasta lapsos menores de cárcel para otros acusados. Los jefes militares de la última junta fueron absueltos.

4. La agrupación HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el Olvido y el Silencio), www.hijos.org.ar, es una organización de derechos humanos que agrupa a los hijos de desaparecidos y perseguidos políticos de la dictadura militar. Después de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo se continúa así con un criterio de agrupamiento basado en los lazos familiares.

5. Véase A. Cattaruzza y A. Eujenian. Políticas de la historia argentina 1860-1960. Buenos Aires: Alianza, 2003.

6. Véase Bronislaw Baczko. Los imaginarios sociales. Buenos Aires: Nueva Visión, 1991. Especialmente “Imaginación social, imaginarios sociales”.

7. Véase Carlos Altamirano. Peronismo y cultura de izquierda. Buenos Aires: Temas, 2001; y Alejandro Cattaruzza. “El revisionismo: itinerarios de cuatro décadas”. A. Cattaruzza y A. Eujanian. Políticas de la historia argentina 1860-1960. Buenos Aires: Alianza, 2003.

8. Sobre las fracturas y conflictos en el PC y el PS en esos años, véase María C. Tortti. “Debates y rupturas en los partidos Comunista y Socialista durante el frondizismo”. Prismas. Quilmes: Universidad Nacional de Quilmes. Núm. 6, 2002.

9. Ernesto Guevara. “El socialismo y el hombre en Cuba”. La Rosa Blindada, I, núm. 6, octubre de 1965. Sobre la “transición” véase Claudia Gilman. Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI Argentina, 2003.

10. Che. Núm. 3, 18 de octubre de 1960. Después de que un sector de la oficialidad lograra imponer la renuncia de Perón y su detención y traslado a la prisión de Martín García, en la madrugada del 17 de octubre los obreros abandonaron sus lugares de trabajo y se dirigieron a la Plaza de Mayo: exigían la presencia del coronel. Por la noche Perón se asomó al balcón de la Casa Rosada y anunció la convocatoria a elecciones.

11. Nacido en 1890, Benito Quinquela Martín, pintor y grabador, es el pintor por antonomasia del barrio de La Boca en Buenos Aires. Sus óleos dedicados a temas del puerto, astilleros y talleres metalúrgicos gozan de enorme popularidad. (N. de E.)

12. Che. Núm. 4, 25 de octubre de 1960.

13. Cristianismo y Revolución. Núm. 1, septiembre de 1966.

14. John William Cooke fue diputado durante el primer gobierno del general Perón y, luego de su derrocamiento, fue delegado del ex presidente y una figura clave en la organización de la “resistencia peronista”. Exilado en Cuba, fue el mayor impulsor de la convergencia, la lucha revolucionaria y el tópico antiimperialista con el nacionalismo popular peronista. Murió en 1968.

15. J. W. Cooke. “Definiciones”. Cristianismo y Revolución. Núm. 2, octubre-noviembre de 1966.

16. Carlos Altamirano. Peronismo y cultura de izquierda. Buenos Aires: Temas, 2001.

17. Emilio Mignone. Iglesia y dictadura (1986). Quilmes: Universidad Nacional de Quilmes, 1999.

18. Nuevo Hombre. Núm. 1, 21-27 de julio de 1971.

19. La derecha nacionalista argentina buscó construir, desde los años treinta, una visión de la historia que fuera una alternativa total a la del liberalismo y la izquierda tradicional. Los nacionalistas crearon una escuela de revisionismo histórico (el Instituto “Juan Manuel de Rosas” de Investigaciones Históricas fue fundado en 1938), reinterpretaron el papel de los caudillos y exaltaron la figura del dictador Juan Manuel de Rosas. Pero en verdad es en los años sesenta cuando se afianza esa visión nacionalista y antiimperialista, en particular por los trabajos de Juan J. Hernández Arregui y Arturo Jauretche, que impregnan las corrientes insurgentes del peronismo y de lo que se conoce como la “izquierda nacional”.

20. C. Altamirano. “Las dos Argentinas”. Peronismo y cultura de izquierda. Buenos Aires: Temas, 2001, pp.29-31, 36-37.

21. L. Carulli, L. Caraballo, N. Charlier, M. Cafiero. Nomeolvides. Memoria de la Resistencia Peronista, 1955-1972. Buenos Aires: Biblos, 2000, p. 11.

22. L. Carulli, L. Caraballo, N. Charlier, M. Cafiero. Nomeolvides. Memoria de la Resistencia Peronista, 1955-1972. Buenos Aires: Biblos, 2000.

23. Georges Sorel. Reflexiones sobre la violencia. Madrid: Alianza, 1976. Véase también “Georges Sorel”. Edición al cuidado de Diego Fusaro (www.filosofico.net/sorel.htm).

24. Pablo Giussani. Montoneros. La soberbia armada. Buenos Aires: Planeta, 1984.

25. Edward W. Said. “Invention, Memory and Place”. Critical Inquiry. Volumen 26 (2), invierno de 2000.

26. Bronislaw Baczko. Los imaginarios sociales. Buenos Aires: Nueva Visión, 1991, pp. 159-168.

27. La Conquista del desierto fue la exitosa campaña contra los indios llevada a cabo por Julio A. Roca en 1879, que culminó con la extensión de la frontera hasta Río Negro, una gran matanza de la población indígena y la apropiación de tierras por grandes terratenientes para la explotación agroganadera. (N. de E.)

28. Véase Luis Alberto Romero. “Malvinas, veinte años después. Una pregunta insoslayable”. Puentes. Núm. 7, julio de 2002. Sobre las constelaciones mitológicas en las representaciones y particularmente sobre la conspiración, véase Raoul Girardet. Mitos y mitologías políticas. Buenos Aires: Nueva Visión, 1999.

29. Elias Bernard. “La Guerra Sucia. Soldados de Cristo en el Siglo XX”. www.genocidios.faithweb.com/guerrasucia/

30. Clarín. 22 de mayo de 1985. Clarín. 26 de junio de 1985. La Razón. 26 de junio de 1985.

31. Documento del 19/3/1984. Argentina: La lucha continúa. www.lafogata.org/02argentina/8argentina/bebes.htm

32. Ismael G. Montovio. Derechos Humanos y Terrorismo. Colección Humanismo y Terror. Ediciones Depalma, Buenos Aires: 1980, p.105. Corresponde a uno de los diez tomos de la colección Humanismo y Terror, que la dictadura empezó a difundir en 1977, que servían como materiales de difusión en la universidad y otros ámbitos educativos.

33. Diario del Juicio. Núm. 20, 8 de octubre de 1985.

34. Diario del Juicio. Núm. 20, 8 de octubre de 1985. Emilio Massera. Diario del Juicio. Núm. 21, 15 de octubre de 1985. Doctor Orgueira, defensor de Viola.

35. Diario del Juicio. Núm. 21, 15 de octubre de 1985. Doctor Orgueira, defensor de Viola.

36. La Razón. 25 de mayo de 1985. Véase también P. Giussani. “Un desafío a la posición de la Iglesia”. La Razón. 22 de mayo de 1985.

37. Cfr. el testimonio de Alejandro Lanusse en Diario del Juicio. Núm. 4, 18 de junio de 1985 y las declaraciones de Saint Jean en Clarín. 25 de mayo de 1985.

38. La Razón. 14 de junio de 1985.

39. P. Giussani en La Razón. 8 de agosto de 1985.

40. Diario del Juicio. Núm. 20, 8 de octubre de 1985.

41. P. Giussani. “Una derecha que emula a la ultraizquierda”. La Razón. 5 de junio de 1985.

42. Diario del Juicio. Núm. 22, 22 de octubre de 1985.

43. Diario del Juicio. Núm. 22, 22 de octubre de 1985. “El Papa y Alfonsín, los más admirados”. Clarín. 8 de junio de 1985. Teresa de Calcuta y Alicia Moreau de Justo encabezaban el ranking de las mujeres. Después de Afonsín se ubicaban Ernesto Sábato y Jorge Luis Borges; en la lista figuraba también René Favaloro y Adolfo Pérez Esquivel; todas eran figuras asociadas a los derechos humanos.

44. En la Semana Santa de 1987 se produjo el alzamiento de militares “carapintadas” (así denominados por el betún con que cubrían sus rostros), en rebeldía contra la conducción del Ejército y contra las citaciones judiciales que involucraban a oficiales acusados por su participación en la represión clandestina. El domingo de Pascua se produjo una gran manifestación de apoyo a la democracia. Después de entrevistarse con los sublevados, el presidente anunció a la multitud que la crisis se había superado. En los días siguientes relevó al comandante en jefe y pasó a retiro a una docena de militares. Casi inmediatamente se sancionó la Ley de Obediencia Debida, que eximía de responsabilidad penal al personal militar y policial, amparado en la presunción de que habían obedecido órdenes superiores.

45. La Razón. 16 de julio de 1985.

46. Inés Izaguirre. Los desaparecidos: recuperación de una identidad expropiada. Buenos Aires: CEAL, 1994.

47. Entre 1920 y 1921 se produjo en Santa Cruz un movimiento de huelgas y revueltas obreras que fue brutalmente sofocado por el Ejército, en un episodio que se conoce como la Patagonia trágica o la Patagonia rebelde. El Cordobazo, en 1969, fue una revuelta popular impulsada por sectores sindicales con el apoyo de estudiantes y una buena parte de la población de la ciudad de Córdoba. Cuando la policía fue desbordada, el Ejército se encargó de reprimir y restablecer el orden.

48. Inés Izaguirre. Los desaparecidos: recuperación de una identidad expropiada. Buenos Aires: CEAL, 1994, p. 9.

49. Véase Vicente G. Massot. Matar y morir. La violencia política en la Argentina, 1806-1980. Buenos Aires: Emecé, 2003.

50. Sigmund Freud. El malestar en la cultura. Obras Completas. Buenos Aires: Amorrortu, 1979, p. 69 y ss. Véase también Jeffrey Andrew Barash. “The Sources of Memory”. Journal of the History of Ideas. Volumen 58 (4), octubre de 1997.

51. Un estudio ejemplar en esa dirección puede encontrarse en el enfoque, a la vez sociológico e histórico, que Norbert Elias aplica al estudio del nazismo y sus condiciones de largo plazo. Cfr. N. Elias. The Germans. En especial “The Breakdown of Civilization”. Columbia: Columbia University Press, 1996. Sobre los modos de abordar la relación entre memoria e identidad en los estudios de memoria, véase J. A. Barash: “The Sources of Memory”. Journal of the History of Ideas. Volumen. 58 (4), octubre de 1997.

52. Sobre profundidades y temperaturas de la memoria, véase Bronislaw Baczko. Los imaginarios sociales. Buenos Aires: Nueva Visión, 1991, pp. 168 y 186-192.

53. A comienzos de 1989, un puñado de militantes del Movimiento Todos por la Patria toma por asalto un regimiento del Ejército en La Tablada, Provincia de Buenos Aires. Son reprimidos por fuerzas del Ejército luego de un enfrentamiento en el que mueren siete militares, un sargento de la policía y veintiocho de los atacantes.

54. Véase Gabriela Cerruti. “La historia de la memoria”. Puentes. Núm. 3, marzo de 2001.

55. Véase Norberto Lechner. “Some People Die of Fear. Fear as a Political Problem”. Juan E. Corradi et al. Fear at Edge. State Terror and Resistance in Latin America. Berkeley y Los Ángeles: University of California Press, 1992.

56. Sobre las políticas de la memoria y sus límites, véase Marie-Claire Lavabre. “Peut-on agir sur la mémoire?”. La documentation française, Cahiers Français, La mémoire, entre histoire et politique. Núm. 303, julio-agosto de 2001.

57. Véase Horacio Verbitsky. El vuelo. Buenos Aires: Planeta, 1995.

58. Documento del jefe del Ejército teniente general Martín Balza, 25/0495, en www.desaparecidos.org/arg/doc/arrepentimiento/balza/; también Clarín. 26 de abril de 1995.

59. G. Cerruti. “La historia de la memoria”. Puentes. Núm. 3, marzo de 2001.

60. Véase www.terra.com.ar/canales/politica/65/65947/
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