El pasado vivo: casos paralelos y precedentes
Introducción
El tema de la suerte y el comportamiento de la población civil bajo la ocupación alemana (1939-1945) y soviética (en la parte oriental de Polonia, septiembre de 1939-junio de 1941) recorre la obra de
Jan T. Gross. La Segunda Guerra Mundial, recuerda este historiador al comienzo de
“Cegados por la distancia social. El tema elusivo de los judíos en la historiografía de posguerra en Polonia”, tuvo un impacto enorme sobre todas las sociedades europeas. Pero la escala de la devastación vivida por Polonia fue única entre todos los países beligerantes. En el seno de la catástrofe que la guerra representó para ese país, fue particularmente trágica la experiencia de los judíos, a quienes los nazis pretendían eliminar por completo. Pese a ello, la historiografía polaca de la posguerra sólo evocó de manera incidental el destino de los judíos: ésa es la cuestión que el autor examina en este trabajo.
El autor liga el tratamiento evasivo que los primeros historiadores aplicaron a los judíos con otro problema que también ellos dejaron en la sombra: las diversas formas de complicidad de la población local con los intentos nazis de llevar adelante la llamada “solución final”. “En las páginas que siguen”, dice Gross, “procuro explicar por qué podría haber sucedido de ese modo en Polonia”. Y continúa:
Todo el mundo sabía, mientras se desplegaba el Holocausto, que el exterminio de los judíos estaba en marcha, pero el conocimiento del mecanismo de destrucción era diferente en distintos estratos sociales y se inscribía en circunstancias y conceptos históricos –guerra, resistencia, ocupación, levantamientos– cargados de simbolismo. Las perspectivas se transformaron y cambiaron, y como consecuencia de ello la aniquilación de los judíos polacos nunca llegó a ser un relato autónomo. Siempre formó parte de otra cosa, refractado a través de conceptos y contextos que escapaban a observadores y comentaristas y obstaculizaban su capacidad de denominar con propiedad lo que habían visto y documentado efectivamente.
A diferencia de otros países, la masacre de los judíos de Polonia se produjo muy pronto y ante los ojos de la gente, recuerda Gross. Pero el conocimiento preciso que diferentes grupos tenían de la situación dependía de muchas cosas. Y son éstas las que conviene examinar. El autor rescata dos órdenes de factores –“conceptos y contextos”– y muestra que actúan de manera imbricada, tanto entre los testigos y observadores como entre quienes tenían a su cargo la circulación de la información, así como, más adelante, entre los historiadores. El conocimiento de los hechos estaba condicionado por las palabras disponibles y, con ellas, la facultad de designar y por lo tanto de reconocer. Y por las circunstancias mismas: el medio social de pertenencia y la carga simbólica que podían asumir palabras como “guerra” o “resistencia”.
Más acá de la historiografía, Gross examina una amplia gama de fuentes cuya confiabilidad debe evaluar caso por caso, y rastrea hasta los más mínimos indicios. Se pregunta: ¿qué se vio? ¿Qué se dijo? ¿A quién se destinaba la información y entre quiénes se difundió? Esto nos sumerge en la zona compleja de los mecanismos de observación y enunciación, selección mental y percepción, representaciones personales y colectivas, sentido dado a lo visto y oído y, para terminar, en lo que observadores y comentaristas podían representarse y comunicar a los demás.
El hecho de que justamente haya sido Auschwitz el lugar elegido por los jefes de estados europeos para conmemorar en 2005 el sexagésimo aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial en el continente señala que la guerra y el exterminio de los judíos de Europa representan el nudo del problema de nuestra conciencia social en el umbral del siglo XXI. En
“Guerra, genocidio y exterminio: la guerra contra los judíos en una era de guerras mundiales”,
Michael Geyer aboga por un enfoque conjunto de esas dos cuestiones, la guerra y el exterminio, que hasta aquí la historiografía abordó por separado. Para examinar esta guerra racial, el autor parte por supuesto del historiador norteamericano Christopher Browning, quien fue el primero en observar a comienzos de los noventa los efectos retroalimentarios de la guerra y el racismo en su estudio de las matanzas masivas de judíos cometidas en Polonia por un batallón de reserva policial a mediados de 1942. El estudio de Geyer se apoya en toda una serie de trabajos, especialmente alemanes, que se publicaron en los últimos diez años (y entre los cuales se cuentan los del propio autor, consagrados a la vertiente militar del problema). Geyer plantea una relación directa entre guerra y exterminio:
[A los alemanes] se los recordará, sin duda, por la ferocidad con que libraron dos guerras mundiales y la depravación que los condujo al intento premeditado de asesinar a todos los judíos situados dentro de su esfera de poder. La resolución con que combatieron en esas guerras y la naturaleza radical de la ambición de subordinar un continente, esclavizar a una buena parte de su población y exterminar a todo un pueblo marcan el siglo XX.
La
Weltanschauungskrieg o guerra ideológica, dice en sustancia Geyer, tuvo su origen en el espíritu de combate que mostraba el soldado alemán en el conflicto, un ánimo combativo que debía a la conciencia de su superioridad racial. Geyer muestra cómo se produce la conjunción, fortuita en un principio, de dos planes nacidos de la misma demencia ideológica nazi. El primero es la organización de un imperio de la “seguridad” del Reich mediante el uso sin límites del terror, el encierro y la eliminación de sus enemigos, al que se da libre curso en los territorios ocupados. El segundo es la búsqueda de la construcción de una gran Alemania reservada a los alemanes étnicos, que exige enormes desplazamientos de poblaciones y la puesta a su servicio de los pueblos eslavos y sus recursos. La conjunción se da ante todo en Polonia, donde “las preocupaciones inmediatas en materia de seguridad se fusionaron con grandiosos planes para recuperar tierras alemanas y repoblarlas con alemanes étnicos”.
El activismo nazi contra los enemigos se llevó a niveles extremos en tanto incluía a los judíos en la categoría de los irrecuperables, destinados, por fuerza, a ser lisa y llanamente eliminados. Los trabajos citados por Geyer muestran bajo una nueva luz ese antisemitismo: tras su fase ideológica, dirigida contra los judíos alemanes en el marco de la represión policial llevada adelante por el estado, comienza la fase eliminadora incorporada al plan de construcción de la gran Alemania y de un reordenamiento del Tercer Reich que afecta muchos otros ámbitos. Con el avance germano en los territorios ocupados por los soviéticos y luego en la propia Unión Soviética, “la política en curso de limpieza étnica y traslado de poblaciones también apuntó a los judíos como primero y principal blanco”, escribe Geyer.
Guerra y genocidio deben aprehenderse “en el contexto de la reconfiguración violenta de la sociedad y el orden político europeos en una caldera de desplazamientos, expulsiones, limpieza étnica y exterminismo”. El genocidio perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial aparece como el punto culminante del ciclo de violencia extrema que recorre el siglo XX europeo. En ese concepto, forma parte de la historia de todos los habitantes del continente, y no sólo de los alemanes.
La bomba atómica que los pilotos norteamericanos del
Enola Gay lanzaron sobre la ciudad de Hiroshima el 6 de agosto de 1945, así como la que se dejó caer sobre Nagasaki el 9 del mismo mes, provocaron la capitulación incondicional de los japoneses y, con ella, el fin de la Segunda Guerra Mundial. La manera como este acontecimiento violento y decisivo fue contado desde varias perspectivas y cómo éstas chocan con el conocimiento histórico es el tema de
“Tres relatos sobre nuestra humanidad. La bomba atómica en la memoria japonesa y estadounidense” de
John W. Dower.
El
Enola Gay, restaurado poco tiempo atrás, hacía su entrada al Air and Space Museum. Medio siglo después del lanzamiento de las bombas, la ocasión parecía propicia para volver al acontecimiento y entregar al público los conocimientos históricos más recientes y las diversas opiniones suscitadas por él desde 1945, para que cada uno pudiese sacar sus propias conclusiones. Los curadores e historiadores de la Smithsonian Institution (organismo del gobierno de los Estados Unidos que coordina los museos federales) proyectaron pues una exposición para 1995 en el Air and Space Museum.
Dower narra cómo las exigencias planteadas por las asociaciones de veteranos y los miembros republicanos del Congreso para modificar los planes originales de la exposición crecieron paulatinamente, a tal punto que los curadores de la Smithsonian Institution no tuvieron más remedio que enterrar el proyecto. De otro modo, el elogio de la memoria de los veteranos resultaba una afrenta para la construcción crítica de la verdad histórica (véase también Edward T. Linenthal. “Anatomy of a controversy”. En E. T. Linenthal y Tom Engelhardt [comps.].
History War: The Enola Gay
and Other Battles for the American Past. Nueva York: Metropolitan Books, 1996, pp. 9-62).
En el caso del
Enola Gay está en juego la pretensión de hacer pasar por “historia” una narración heroica o triunfal que no vacila en dar la espalda a la explicación crítica y pluricausal gradualmente elaborada por los historiadores en virtud de su creciente acceso a nuevas informaciones. “Por disposición oficial”, ironiza Dower tras analizar las reacciones viscerales del Senado contra el proyecto, “la historia de los Estados Unidos hecha con fondos federales, sobre todo si se trata de la historia militar, debe ser casi exclusivamente celebratoria.”
La versión norteamericana –“Hiroshima como triunfo”– es el primero de los relatos considerados por Dower en los que la bomba es una metáfora de toda la guerra. En paralelo con esa versión, Dower presenta el relato de los japoneses, “Hiroshima como victimización”, que examina el otro lado de la guerra con la misma exclusividad en el sufrimiento y la misma falta de perspectiva crítica. Esa mirada victimizadora sobre la guerra iba perdiendo vigor en Japón, señala el autor, en el momento en que se desataba la polémica en torno del
Enola Gay en los Estados Unidos.
A juicio del autor existe un tercer relato posible de Hiroshima. Un relato que haga lugar al otro, cosa intolerable para los dos primeros. Un relato que cuente a la vez el valor de los pilotos que llevaron a cabo su misión y los sufrimientos de los civiles de Hiroshima y Nagasaki. Que muestre el fuselaje del avión desde el cual se lanzó la bomba y lo que sucedió inmediatamente después bajo la nube en forma de hongo. Un relato que, en vista de las informaciones hoy disponibles, presente las distintas alternativas posibles al lanzamiento de la bomba, las reservas morales planteadas acerca de su utilización por algunos responsables y también el complejo contexto de los compromisos suscriptos por los Aliados con respecto a lo que había que conseguir de Japón. Y además los sentimientos racistas y de venganza, por entonces tan vivos entre los norteamericanos como entre los japoneses. Y, para terminar, los intereses creados en la administración federal y entre los científicos, una vez tomada la decisión de lanzar la investigación sobre las armas nucleares, y luego la propia bomba.
Este último relato, “Hiroshima como tragedia”, es en definitiva el de nuestro fracaso, el fracaso de todos, dice Dower, y comienza no mucho después de iniciada la Segunda Guerra Mundial, cuando los Aliados abandonan su oposición al bombardeo de poblaciones civiles, que había provocado su condena de las potencias fascistas en la década de 1930.
“El transcurso del tiempo y la aparición de nuevas pruebas nos impulsan a repensar la historia del represivo régimen militar brasileño de 1964-1985.” La observación con la que
Kenneth P. Serbin comienza
“Anatomía de una muerte: represión, derechos humanos y el caso de Alexandre Vannucchi Leme en el Brasil autoritario” recuerda una característica de la historia contemporánea: la velocidad con la que ésta revisa sus conocimientos a medida que los archivos se abren.
La mayoría de las interpretaciones señalan con precisión una vigorosa protesta religiosa contra la tortura y el asesinato del periodista Vladimir Herzog, en 1975, como el gran despertar de la oposición en la lucha por los derechos humanos y la democracia. […] Este artículo presenta una nueva evaluación del papel de los derechos humanos en la oposición, para lo cual se concentra en una similar protesta anterior contra la muerte de Alexandre Vannucchi Leme, un estudiante de 22 años de la Universidad de San Pablo […] en la cárcel el 17 de marzo de 1973, horas después de haber sido detenido y torturado por agentes de seguridad. Su muerte […] impulsó a los estudiantes y el clero católico a desafiar a las tropas antidisturbios y reunir a tres mil personas para escuchar al arzobispo de San Pablo criticar al gobierno en un servicio conmemorativo.
La primera parte del artículo introduce el incidente: “La detención rutinaria de un activista estudiantil [transformada] en un asesinato y un encubrimiento por parte de las fuerzas de seguridad y un problema político para el régimen, que desde 1969 había amedrentado a la oposición hasta reducirla al silencio”. Serbin procura dilucidar cuestiones polémicas acerca de las actividades políticas de Leme y las circunstancias de su muerte que habían sido distorsionadas u ocultadas por la censura y la polarización impuesta por la Guerra Fría. El régimen veía a Leme como un terrorista peligroso, mientras la oposición lo erigió en el símbolo de una heroica resistencia. Los archivos de la ex policía política de San Pablo (DEOPS-SP) y de la ciudad de Río de Janeiro (DEOPS-GB), cuya transferencia a los archivos públicos fue uno de los frutos de la consolidación democrática, permiten reconstruir la verdad. “Es una ilustración del modo como el proceso político afecta la escritura de la historia”, señala Serbin.
La segunda sección analiza las reacciones ante el episodio y su papel en la construcción de la oposición. En particular, la actuación de la Iglesia, que, al hacer suya la causa de Leme, se vio en la necesidad de asumir un rol decisivo en el liderazgo de la oposición y se acercó al movimiento estudiantil, mientras mantenía una posición firme en defensa de los derechos humanos. En la tercera parte Serbin revela una serie de reuniones secretas celebradas en el más alto nivel entre el general Muricy y los obispos, en las que éstos intentaron resolver el conflicto político a través del diálogo y, en especial, instaron a las Fuerzas Armadas a investigar el caso Leme.
Las discusiones de la Comisión Bipartita entre la Iglesia y los militares constituyen un aspecto hasta aquí ignorado por la historiografía, que Serbin pudo documentar gracias a los archivos del general Muricy, abiertos en 1992. Al mismo tiempo, ahora es posible ver bajo una nueva luz la época del presidente Medici (1969-1974).
“No éramos muchos los que trabajábamos sobre la Francia de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial, y eso nos hacía sentir embarcados en una aventura y una misión”, recuerda
Henry Rousso al comienzo de
“La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000”. Pero resulta que, en esos mismos años setenta, Vichy reaparece en la primera plana de los medios y sacude a la opinión pública.
Procuré […] comprender qué significaba esa presencia, e intenté situarme como historiador y ciudadano frente a esas reapariciones permanentes del pasado. En el camino, la digresión se convirtió en el interrogante central: la supervivencia de Vichy en la conciencia francesa.
La historia política y económica del régimen de Vichy fue el terreno inicialmente desbrozado por el autor. Intrigado por la “presentificación” de Vichy luego de transcurridos cuarenta años, Rousso reorienta sus investigaciones hacia la memoria colectiva del acontecimiento. El hecho que suscita el interés del historiador cobra entonces un sentido amplio: incluye el período 1939-1945, así como las huellas de la Segunda Guerra Mundial, esto es, la historia de la memoria del conflicto, la evolución de sus recuerdos y representaciones a lo largo de varias décadas.
“Vichy después de Vichy” es también la representación y la explicación del pasado que de tanto en tanto difundieron la justicia y el derecho. Esto impulsó al autor a ocuparse, entre otras cosas, de la depuración de los organismos estatales tras la Liberación y de los procesos sustanciados mucho más adelante (1978-1998) a los últimos dirigentes de Vichy todavía vivos. Una dirección de investigación que se le impuso concierne a la justicia en los fenómenos de transición democrática en general. El autor escribe:
Se trata de explicar por qué comencé por trabajar sobre la historia económica de Vichy, para interesarme a continuación y de manera prioritaria ya no por el acontecimiento mismo sino por su posteridad a mediano plazo, para desembocar finalmente en un terreno poco frecuentado por los historiadores, el del derecho y la justicia y sus relaciones con la historia.
Una idea recorre de principio a fin este artículo. Para quien trabaja sobre un pasado presente, existe un movimiento dialéctico entre los cuestionamientos del historiador y la sensibilidad contemporánea al pasado que lo rodea, entre las observaciones suscitadas en él por la actualidad, las intervenciones que se ve llevado a hacer en ella y su manera de conducir las investigaciones.
El cariz que asumía el debate en torno de Vichy en ese mismo momento y, de manera accesoria, las reacciones a mis análisis, ejercieron una fuerte influencia sobre mi trabajo y el sentido que yo podía dar a mi compromiso de historiador. En ese aspecto, este artículo intenta analizar, a través de un caso singular, la interdependencia del trabajo científico y la “demanda social” que cumple un papel esencial y casi consustancial en la práctica de la historia del tiempo presente.
Señalemos, para concluir, que la trayectoria de historiador de Henry Rousso se identifica con la expansión del Institut d’histoire du temps présent a partir de 1980. Su artículo, en consecuencia, abre una ventana que permite entrever la situación, en Francia, del polo principal de la historia del tiempo presente.
Traducción de Horacio Pons