La historia aplicada: perito en el caso Pinochet en la Audiencia Nacional de España
Joan del AlcÀzar
INTRODUCCIÓN
Las sociedades que han vivido procesos traumáticos de violencia política y dominación dictatorial enfrentan, al recuperar la democracia, diversos legados autoritarios, entre los cuales tal vez el más difícil y sin duda el más lacerante es el de las consecuencias de las gravísimas violaciones de los derechos humanos cometidas bajo la dictadura, con sus extensas listas de muertos, desaparecidos y torturados. Los historiadores podemos contribuir tanto a establecer con el rigor propio de nuestra disciplina los hechos acaecidos, como a comprender las circunstancias en que éstos ocurrieron. En ese sentido, nuestra tarea es historizar; es decir, dimensionar y explicar lo éticamente inaceptable, convencidos de que en ello se juega el valor social de nuestro quehacer profesional. Porque conocer cómo y por qué se produjo lo intolerable no lo excusa en ningún sentido y, en cambio, nos hace más lúcidos respecto a cómo evitar que algo así vuelva a ocurrir.
Entiendo que la historia, como conocimiento que resulta del establecimiento y del análisis de los procesos y los acontecimientos a través de la historiografía, contribuye de a la (re) construcción de la memoria colectiva o memoria común. Hoy en día, y desde hace algún tiempo, lo que acabo de afirmar con tanta sencillez puede dar lugar a una gran polémica entre colegas. Para muchos, hoy todo es relativo, nada es definitivo, nada es susceptible de certidumbre en el terreno de la historia. Se ha extendido la convicción difundida con denuedo de que los historiadores no construimos conocimiento utilizable por otros, sino discursos acerca del pasado.
Está muy lejos de mi intención menoscabar la importancia del lenguaje o del peso del poder o de la variabilidad de los acercamientos a los procesos históricos en sintonía con los cambios producidos en cada sociedad. No obstante, quiero dejar claro que no participo de las posiciones de quienes lo relativizan todo. Entiendo, por el contrario, que el historiador y la disciplina que cultiva tienen un papel social que cumplir, distinto de juzgar o de fabular.
Si bien es imprescindible reflexionar sobre la relación entre historia y lenguaje, es necesario no caer en la trampa de que la primera es una simple narración o sólo una técnica singular de lectura de signos. Quizá, como dicen Burdiel y Romeo,
1 ha habido una importación de conceptos y planteamientos teóricos, mal comprendidos y demasiado simples, que por abuso han dado lugar a considerar que padecemos una crisis epistemológica de la historia que ha provocado la no distinción entre historia y ficción. Ambas son, parece necesario insistir en ello, cosas distintas. La primera es una práctica interpretativa en la que no todo vale ni cabe la ficción. La disciplina que llamamos historia asume la adhesión y la crítica a los procedimientos de verificación y documentación establecidos por el quehacer profesional de los historiadores.
Afirma Antoine Prost que ha proliferado en los últimos tiempos el historiador transmutado en orfebre o en relojero, autor de textos que constituyen pequeñas joyas en las que brillan su talento, su cultura, su erudición y su ingenio metodológico, pero cuyos escritos se refieren a temas ínfimos o a temas que no aspiran a tener la menor relevancia para sus contemporáneos. Esta es, desde luego, la antítesis de lo que en este texto quiero defender.
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Obviamente, el historiador tiene una función social. Creo que ésta se ha de desarrollar en dos niveles. El historiador debe escribir historia para enseñarla y para aplicarla. Quede claro que no estoy proponiendo una vuelta a la
historia magistra vitae ciceroniana, sino que, como el mismo Prost, confieso ser un racionalista impenitente y prefiero que la humanidad se conduzca siguiendo razones que atendiendo sentimientos.
Entiendo que los historiadores tenemos, en las sociedades posdictatoriales, un papel que puede ser de muchísimo interés en tareas de apoyo como expertos o peritos de las acciones judiciales emprendidas en contra de aquellos que cometieron crímenes contra la humanidad. Sería la vertiente
aplicada de los resultados de nuestro conocimiento. Permítaseme ilustrarlo con mi experiencia personal.
Tuve el honor y la fortuna de participar modestamente en uno de los procesos más importantes y de mayor trascendencia internacional que ha ocupado a la justicia española en toda su historia. Me refiero al
Sumario 19/97 Terrorismo y Genocidio “Chile-Operativo Cóndor”, que instruye el juez Baltasar Garzón contra Augusto Pinochet Ugarte y otros por genocidio, terrorismo y torturas, en el cual actué como perito de la acusación ante la Audiencia Nacional.
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Desearía referirme, siquiera sea brevemente, a las dos vertientes que para mí tuvo esa participación. La primera es, propiamente, la relativa a la colaboración en calidad de perito en un sumario de gran trascendencia. La segunda, quizá más compleja, vino determinada por la intervención y participación del historiador en el desarrollo de un propósito concreto y tangible: la transición democrática chilena.
EL HISTORIADOR-PERITO
Por cuanto hace a la primera dimensión, el
caso Pinochet, como fue conocido, me permitió realizar un ejercicio que no es frecuente entre quienes nos dedicamos profesionalmente a la historia: hacer lo que llamaríamos historia aplicada. Como sabemos,
grosso modo, la investigación se divide en básica y aplicada. Eso nos lo pueden explicar con mucha claridad los físicos, los matemáticos, los médicos o los biólogos. Y todos ellos podrían decirnos que sin investigación básica no es posible la investigación aplicada. Los estudios de microbiología básica, por ejemplo, permiten los estudios aplicados para la medicina, la farmacia o la biología; y sin el trabajo de aquéllos no serían posibles los resultados que utilizan quienes nos atienden en los hospitales o quienes fabrican los medicamentos que consumimos en casa. Pues bien, también la historia tiene una vertiente aplicada, como pude corroborar a raíz de mi participación en el
caso Pinochet.
En enero de 1999, mientras el tribunal de lores británicos deliberaba por segunda vez –después de la impugnación de la primera sentencia por la vinculación de lord Hoffman a Amnistía Internacional– en torno de la concesión a Pinochet de la
inmunidad soberana por haber sido jefe del estado de Chile, lord Browne-Wilkinson, presidente del tribunal, preguntó desde cuándo Pinochet podía ser considerado jefe del estado.
Alun Jones, el fiscal británico que representaba los intereses del reino de España, respondió que desde el 26 de junio de 1974, fecha de promulgación de un decreto que concedía al general –que desde el 11 de septiembre de 1973 encabezaba una junta militar– el cargo de jefe supremo de la nación. Como quiera que los abogados de la defensa argumentaban que Pinochet había de ser considerado jefe de estado desde el 11 de septiembre de 1973, el día del golpe militar que derrocó al régimen legítimo presidido por Salvador Allende, lord Browne-Wilkinson no quedó satisfecho y dijo a los abogados de la defensa y la acusación: “mírense el tema esta noche y traigan los hechos mañana”.
Aunque podría argumentarse que el tema fundamental era la obsolescencia de la figura jurídica de
inmunidad soberana que no debería en ningún caso amparar crímenes contra la humanidad, la duda del lord presidente del tribunal no dejaba de tener trascendencia en la práctica. Si atendía a los criterios de la defensa, era necesario decidir si concederle o no la inmunidad. Si aceptaba los de la acusación, el escenario era radicalmente distinto, ya que Pinochet habría perdido la hipotética cobertura que podía amparar determinados actos realizados por los jefes de estado en ejercicio, dado que entre el 11 de septiembre de 1973 y el 26 de junio de 1974 no lo había sido y podía ser juzgado entonces por los crímenes cometidos durante estos diez meses (casi dos mil víctimas, entre muertos y desaparecidos).
Los juristas de la acusación dominaban perfectamente todo lo que habían sido las leyes y decretos promulgados por la junta militar chilena desde el mismo 11 de septiembre de 1973. Conocían, pues, la existencia del Acta de Constitución de la Junta de Gobierno por el decreto ley número 1, dictado en Santiago de Chile el 11 de septiembre de 1973, en el que se nombraba a Pinochet como presidente de la junta militar, constituida como órgano colegiado.
Conocían igualmente, el decreto ley número 9, del día siguiente, 12 de septiembre de 1973, en el cual se establecía que Pinochet podía firmar decretos, pero en nombre de la junta de gobierno y que ésta era el equivalente de la Presidencia de la República. Y sabían, claro, que en junio de 1974 se había producido un cambio trascendental al dictarse el decreto ley número 527, que entregaba la titularidad del poder ejecutivo al presidente de la junta de gobierno, quien desde aquel día se convertía en jefe supremo de la nación. En diciembre de aquel año, 1974, se publicaría el decreto ley número 806, que establecía la equiparación entre jefe supremo y presidente de la República de Chile.
Todo avalaba, pues, la posición de la acusación, pero lord Browne-Willkinson dudaba. Y aquí fue donde este historiador pudo participar. Hice uso de documentación hemerográfica recogida para investigaciones sobre el Chile reciente. Lo más relevante para el caso era una noticia del diario
La Tercera, del 28 de junio de 1974, que titulaba: “Asumió como Jefe de Estado. Gral. Pinochet fue investido con las insignias del mando”. Además, contábamos con informaciones coincidentes del diario
El Mercurio y de la revista semanal
Ercilla.
La Tercera, tras describir brevemente la ceremonia de toma de posesión de Pinochet, recoge íntegro y en un recuadro central lo que titula como “Discurso del Jefe de Estado”. En esta transcripción, podemos leer: “La Divina Providencia ha querido que este soldado que les habla, en su calidad de Presidente de la Junta de Gobierno, sea hoy ungido como Jefe Supremo de la Nación chilena.”
Aunque el peritaje que entregué al juez Garzón es bastante más complejo y prolijo, la idea básica es ésta: el 27 de junio de 1974, Pinochet afirma que hasta ese día era una cosa –presidente de un órgano colegiado, la junta de gobierno militar–; y ese día pasa a ser otra –jefe supremo de la nación–. Parece claro que para el propio general Pinochet hay un antes y un después. Así se había materializado lo que él denomina “los designios de la Divina Providencia”: era presidente de la junta de gobierno y pasaba a ser jefe supremo de la nación. Entonces, antes no lo era. Lo que hasta aquel momento era una convicción sustentada en documentos jurídicos, se veía confirmada por la confesión del propio inculpado: el mismo Pinochet había reconocido en su discurso, veinticinco años antes, que accedía al sillón de jefe de estado en junio de 1974. Por tanto, no se podía esgrimir el argumento de su inmunidad desde el 11 de septiembre.
Propuesto por la acusación y a pedido del abogado Joan E. Garcés, elaboré un informe en calidad de perito –basado en fuentes hemerográficas y bibliográficas–, que le entregué personalmente al juez Garzón en la Audiencia Nacional de España. Después de que Garzón me tomara declaración, el informe fue traducido al inglés y tramitado a Londres con carácter de urgencia.
A pesar de todo, el 24 de marzo de 1999, después de diversas peripecias jurídicas, el Comité de la Cámara de los Lores decidió, por mayoría de 6 a 1, que Augusto Pinochet Ugarte podía ser sometido a un proceso legal de extradición a España, pero sólo por los delitos de tortura y conspiración para la tortura cometidos después del 29 de septiembre de 1988.
Como sabemos, un año después, en marzo de 2000, el ex general y senador vitalicio Pinochet volvió a Chile por decisión del ministro del Interior británico Jack Straw, quien entendió que el estado mental del anciano dictador no le permitía seguir con garantías un hipotético juicio en España.
RESPONSABILIDAD E HISTORIA POSITIVA
El historiador, puede llegar a establecer los parámetros de lo que llamaremos historia positiva.
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Recordemos, por ejemplo, que Pinochet pronunció un discurso de toma de posesión como jefe supremo de la nación el 27 de junio de 1974, que tenemos copia del texto de ese discurso, y que en él dijo aquello, ya citado, de “Este soldado que les habla […]”. ¿Fue correcto responder positivamente a la pregunta que me formuló el juez Garzón en su despacho, de si, en mi calidad de perito, consideraba que Pinochet no podía ser considerado jefe del estado de Chile hasta esa fecha? Creo que fue correcto.
Podríamos discutir, entiendo, acerca de la misión cívica del historiador como conciencia crítica de la sociedad, lo que me parece, francamente, una responsabilidad excesiva. Incluso aceptándola, que ésta sea la
única misión del historiador para con la sociedad en la que vive y trabaja, se me antoja una concepción casi monacal que se compadece poco con los tiempos que vivimos.
Vayamos con la reflexión. La asincronía que evidentemente existe entre la lógica jurídica y la lógica histórica, ¿habría de haberme aconsejado declinar la petición del abogado Garcés de elaborar un informe pericial con carácter de urgencia para entregárselo en mano al juez Garzón, quien me formuló diversas preguntas técnicas en cuanto al fondo y la forma de mi escrito? No. Además, estoy seguro de que ni el juez Garzón confundió su misión como funcionario de la justicia ni yo confundí la mía como historiador.
EL HISTORIADOR Y EL CIUDADANO O LA DISTANCIA ENTRE EL SUJETO Y EL OBJETO
Decía anteriormente que, además del papel de experto que puso sus conocimientos al servicio de un problema surgido en sede judicial, la segunda vertiente de la participación en el
caso Pinochet venía determinada por la preocupación acerca de que mi modesta participación en el proceso pudiera tener algún tipo de efecto en los intrincados caminos políticos en los que se desarrollaba la difícil transición chilena. Correspondería al papel de historiador-actor que Rousso citaba. Si se alargaba la detención de Pinochet, incluso si se conseguía como deseaba la extradición del dictador a España, ¿qué efectos provocaría en Chile?
No me detendré en este aspecto que escapa a las intenciones de este texto, pero apunto simplemente la dosis de zozobra que me provocaba el deseo de que el viejo dictador fuera extraditado a España y mis temores a que, si esto ocurría, la situación política interna chilena entrara en crisis grave que pudiera hacer peligrar, cuanto menos, la vida del gobierno de la concertación. Aquí influía, y mucho, mi ideología y mi historia política personal. Como joven antifranquista clandestino viví el golpe de 1973 con horror. La figura siniestra de Pinochet, enfundado en la capa de su uniforme castrense en los funerales de nuestro longevo dictador marcó, creo, a toda mi generación. Vivimos entre la amargura y la solidaridad los años de la dictadura y tras el plebiscito de 1988 me ilusionó, como a muchos, la posibilidad de recuperar la democracia en Chile. Pese a todo, tras mis diversas estancias en aquel país durante la década de 1990, reconociéndome muy crítico con la práctica de gobierno de los ejecutivos de la concertación, mi balance a las alturas de la detención del general en Londres seguía siendo positivo, posibilista político como soy. La eventualidad de una regresión en los avances democratizadores, como efecto de una posible extradición del general a España instaló durante semanas una punzada de acidez en mi estómago. Creo, no obstante, que también políticamente hice lo que debía.
Creo que, más allá de mis tribulaciones sobre la distancia entre objeto y sujeto, más allá de mis prevenciones ciudadanas, mi papel fue el de experto y no el de actor.
NOTAS
1. Isabel Burdiel y María Cruz Romeo. “Historia y lenguaje: la vuelta al relato dos décadas después”. Hispania, 35. 1996, p. 334.
2. Antoine Prost. Doce lecciones sobre la historia. Valencia: Cátedra/Universitat de València, 2001.
3. Sobre el caso Pinochet, véase Madeleine Davis, The Pinochet Case, documento de trabajo número 53, ILAS.
4. No están resueltas todavía todas las grandes discrepancias. Más allá de los problemas conceptuales o nominales, dependiendo del rango que les adjudiquemos, sigue habiendo mucha discusión entre los profesionales de la historia. Tomemos, por ejemplo, a un historiador de prestigio incontestable como Henry Rousso, quien es muy crítico respecto a la participación de los historiadores, por ejemplo, en el Caso Papon (Cf. “La trayectoria del historiador del tiempo presente, 1975-2000” en esta publicación). Para una reflexión de conjunto sobre los historiadores y la justicia en Francia, véase Jean-Paul Jean y Denis Salas. Barbie, Touvier, Papon: des procès pour la mémoire. París: Autrement, 2002.