Perú: investigar veinte años de violencia reciente
Introducción
El cataclismo que se abatió sobre el Perú durante las dos últimas décadas del siglo XX –acaso el más grave de su historia– es el tema de todos los trabajos presentados en esta sección. Durante quince años, la violencia desencadenada por los movimientos terroristas más brutales de América Latina, que también implicó al Ejército, causó un total de setenta mil víctimas; además, las libertades democráticas fueron crecientemente cercenadas durante diez años por parte de un gobierno autoritario que envió a prisión, sin más trámite, a otros veinte mil peruanos, so pretexto de complicidad con el terrorismo.
Se trata de un pasado muy reciente del que nos separa menos de un decenio. La sociedad peruana ha comenzado a asimilarlo gracias a las audiencias públicas de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR, 2002-2003) transmitidas por televisión. Lejos de la costa donde vive la mayoría de los habitantes, la violencia tuvo su escenario en “el otro” Perú, el país andino y selvático de las comunidades campesinas y pobres de habla quechua y asháninka. Sendero Luminoso (SL) se dio a conocer un día de elecciones de 1980, cuando destruyó las urnas de una aldea del departamento de Ayacucho, donde los campesinos analfabetos se aprestaban a votar por primera vez en la historia. El suceso reaviva un interrogante que perturba la conciencia histórica nacional desde principios del siglo XX: ¿Somos una nación? Plantea, además, otras preguntas inevitables: ¿Qué pasa con una sociedad que ha sido capaz de engendrar semejante organización? ¿Qué cargas históricas y qué cuentas sin saldar tiene el Perú, que han terminado expresándose de esta manera?
Los seis autores que van a leerse tratan de dar a esas preguntas las respuestas que cabe esperar de universitarios, es decir, explicaciones de lo que sucedió apoyadas en investigaciones. En su mayor parte, el esfuerzo de esclarecimiento se remonta a los inicios de la violencia y prosiguió a lo largo de todos estos años al calor de los hechos, para terminar con la participación en el trabajo de la CVR. Como es tradición en los estudios andinos, la historia y la antropología son las disciplinas preponderantes entre ellos.
En
“‘El tiempo del miedo’ (1980-2000), la violencia moderna y la larga duración en la historia peruana”,
Peter Klarén invita a los lectores a un ejercicio indispensable de historización: poner en perspectiva lo que acaba de suceder e intentar comprender el pasado reciente con referencia al resto de la historia. ¿Cómo surge la violencia del período 1980-2000 a la luz de la historia peruana no tan reciente?
Desde la época colonial, señala el autor, el Perú experimentó un ciclo de violencia cada cien años: 1780, 1880, 1980. Los tres ciclos se desarrollaron principalmente en zonas rurales e involucraron al campesinado nativo. Y cada uno de ellos fue anunciado por un tiempo de cambios, crisis y dislocaciones tras un período de paz y estabilidad. En 1780 fueron las grandes rebeliones del altiplano andino, en momentos en que la reforma borbónica procuraba fortalecer el control real sobre las distintas regiones del imperio. En 1884, una masiva insurrección indígena fue la partida de defunción de la
Pax Andina, al término de la Guerra del Pacífico saldada con la derrota del Perú. En los decenios previos a la tercera gran coyuntura de violencia, desatada por SL en 1980, la explosión demográfica de las regiones andinas paralizadas por un sistema social y económico anacrónico y feudal dio como resultado un vasto movimiento migratorio que acentuó el desplazamiento del epicentro poblacional y económico del país hacia la costa y profundizó la marginación de la sierra.
Vistas en conjunto, de acuerdo con Klarén,
esas tres poderosas explosiones sociopolíticas seculares son una expresión de la discriminación histórica de la población indígena, marginada y excluida del endeble estado nación europeizado y con centro en Lima que, tras la independencia, estableció sus precarias bases a principios del siglo XIX En efecto, la historia del Perú, desde las postrimerías del siglo XVIII hasta comienzos del siglo XXI, es la historia del fracaso de sus élites políticas y económicas en la construcción de una nación moderna, integrada, democrática y desarrollada. Vista desde la perspectiva opuesta, es también el relato de la incapacidad de un proyecto alternativo, más incluyente y verdaderamente nacional para imponer su visión sobre el estado peruano. Las causas de esta situación constituyen el telón de fondo esencial del ascenso y la caída de Sendero Luminoso (SL) y del “tiempo del miedo” del Perú durante las dos últimas décadas del siglo XX.
La comprensión de la violencia andina a lo largo del tiempo pasa, a juicio de este autor, por una lectura atenta de la historiografía dedicada a esos tres ciclos históricos y los principios fundamentales de explicación que se deducen de ella.
Una interpretación principalmente histórica considera que la violencia se perpetúa debido a los conflictos étnicos, el faccionalismo político y el racismo como legado de la conquista y la colonización. Otra, más orientada hacia el presente, destaca el papel del estado y su uso de la violencia y la represión para forjar y perpetuar regímenes característicamente modernos de dominación. Para terminar, una tercera visión, más centrada en las situaciones locales, toma como ejes la violencia, el conflicto, el poder y la etnicidad presentes en la vida cotidiana y el trabajo de los Andes: si se quiere, una cultura de la violencia en el nivel local.
Carlos Iván Degregori ha dedicado todas sus investigaciones a estudiar la reacción de las sociedades andinas frente al cambio, cómo éstas interpelaron al estado y se organizaron para sacarle beneficios y denunciar el abandono en que las dejaba. Todos esos aspectos aparecen retratados en su trabajo
El surgimiento de Sendero Luminoso: Ayacucho 1969-1979, obra ya clásica cuya primera edición es de 1990.
“¿Por qué apareció Sendero Luminoso en Ayacucho? El desarrollo de la educación y la generación del 69 en Ayacucho y Huanta” se ocupa de un episodio fundacional y en la actualidad emblemático de las luchas sociales de la región: durante cuatro meses, las dos principales ciudades del departamento andino de Ayacucho y sus respectivas zonas rurales adyacentes enfrentaron al estado en apoyo a la huelga de estudiantes, padres y docentes opuestos al intento de derogar la enseñanza gratuita promovido por el gobierno nacional. En una mirada retrospectiva, hay algo que intriga en ese “mayo andino” de junio de 1969: la eficacia política demostrada por los maoístas de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga (UNSCH) y la aparición, entre ellos, del profesor Abimael Guzmán, designado en 1964 para ocupar un cargo docente.
Degregori presenta los rasgos salientes del “movimiento del 69” combinando la antropohistoria con la geografía. Como resultado, la individualidad física y humana secular asociada a una creciente marginación y una reforma educativa parcialmente fracasada, son los disparadores para que los campesinos reconozcan en la educación su única posibilidad de progreso social e inviertan, en consecuencia, en la educación de sus hijos. Ocurre, además, un hecho insólito: la universidad colonial refundada en 1959 crece vertiginosamente en pocos años, y su plantel docente, salido de la burguesía mestiza de provincia, cobra un enorme prestigio. Ambos elementos provocan en el plano local un “terremoto social” y reconfiguran el mapa de las élites lugareñas.
Sobreviene entonces lo imprevisible: la medida gubernamental que desencadena la ira. Huelga estudiantil, protesta de los padres. La movilización se extiende como una mancha de aceite. Cuando Lima hace oídos sordos, el levantamiento de la región obliga al estado a retroceder. Para hacer el relato de esos cuatro meses dramáticos –mitines, manifestaciones callejeras, enfrentamientos con los efectivos del Ejército enviados por vía aérea para recuperar el control de la situación, entierro de las víctimas–, el antropólogo apela a los actores y testigos. Pone de relieve el diferente perfil de la movilización, según se tratara de Huanta o de San Cristóbal de Huamanga (también llamada Ayacucho, como el departamento), y la iniciativa alternativamente asumida por cada uno de los centros; la capacidad, también, de los estudiantes para superar las diferencias entre las dos ciudades y trabajar de manera coordinada, y el papel que cumple por primera vez la radio en el éxito de su movimiento.
En una perspectiva de largo plazo, el movimiento del 69 por la gratuidad de la enseñanza revela dos elementos novedosos que van a volver a poner a la región andina en el centro de la historia del Perú. El primero es el protagonismo de los estudiantes secundarios, pobres y politizados, a menudo pertenecientes a familias campesinas, cuyo radicalismo político será canalizado por los maoístas de la UNSCH. El segundo es la recuperación e infiltración del levantamiento de Ayacucho contra el poder central por esos maoístas que se ponen a la cabeza de un Frente de Defensa del Pueblo, luego de utilizar con éxito la misma táctica en la universidad contra el estado y las élites locales. Degregori observa en el comité regional del Partido Comunista del Perú (PCP) Bandera Roja, que acaba de irrumpir en la escena política, una ambigüedad entre la formación de vanguardia y el partido de masas. Casi un cuarto de siglo nos separa todavía del momento en que su líder habrá de desencadenar la lucha armada.
Un enfoque diferente del Partido Comunista del Perú es el que presenta
Nelson Manrique en
“Pensamiento, acción y base política del movimiento Sendero Luminoso. La guerra y las primeras respuestas de los comuneros (1964-1983)”, quien se concentra en la formación política que SL pretendió impartir, para lo cual examina sucesivamente su pensamiento político, sus acciones y a sus seguidores. El período abarcado por este trabajo comprende los primeros veinte años de SL, desde el surgimiento del núcleo maoísta y su líder en Ayacucho, en 1964, hasta el momento en que, para hacer frente a la llegada del Ejército a la región andina en 1982, la lucha armada librada por el grupo cruza un nuevo umbral en materia de crueldad y comienza a golpear a las comunidades campesinas que constituyen sus “zonas guerrilleras”. Combinando el estudio de las sucesivas escisiones, expulsiones y reformas del ala maoísta del PCP con los textos elaborados a lo largo del período por Guzmán y sus seguidores –un marxismo de manual, conforme a la tradición pedagógica autoritaria peruana, señala el autor–, Manrique muestra cómo la manía doctrinal purificadora y la megalomanía absolutista de Guzmán van a la par hasta llegar a la eliminación de todo disidente potencial y a la reubicación de la doctrina en su sola persona: el “pensamiento Gonzalo”, textos de extraña sintaxis y lógica, con un tono apocalíptico, que ya no pueden leerse con la misma curiosidad divertida de treinta años antes.
A continuación, el autor analiza la evolución de SL durante los tres primeros años de lucha armada a través del cotejo de las palabras con los actos y de los planes estratégicos de cada campaña con su balance respectivo. En este aspecto, es de especial interés la relectura hecha por Guzmán de la línea de SL luego de su captura en 1992. Como representante de la CVR, Manrique fue el encargado de interrogar a Guzmán en la cárcel. Esas conversaciones revelan que el líder tan pronto reitera mecánicamente su posición de la década de 1980 como la somete a una considerable revisión. Además, no oculta su sorpresa ante la facilidad con que su grupo pudo lanzar la primera ofensiva armada (1980), en razón del vacío dejado por el estado en el altiplano.
A la hora de hacer la historia de los seguidores de SL, hoy detenidos, el autor se apoya en los archivos de la CVR. Esos testimonios ponen de manifiesto lo que en un principio atrajo y luego alienó a los jóvenes en el grupo maoísta: el discurso poderoso “muy llano y elemental”, las responsabilidades que se les asignaban y la oportunidad de socavar las relaciones de autoridad existentes en las familias y comunidades campesinas, etc. Los ex senderistas entrevistados por la CVR eran originarios de los departamentos de Ayacucho, Huancayo y Apurímac. De acuerdo con el autor, sus testimonios confirman el punto de inflexión crucial en la estrategia de SL que significó el ingreso de las Fuerzas Armadas a Ayacucho. Para resistir a los militares, SL se valió de las comunidades como una masa de maniobra de la que podía extraer a voluntad efectivos y recursos. Y les exigió lo que ellas no tenían ningún entusiasmo en dar, sin comprender que los ánimos cambiaban, tanto entre los campesinos viejos como entre los jóvenes. SL comenzó a perder legitimidad y la rebelión en su contra no se hizo esperar.
El paso de la servidumbre brutal a la resistencia por parte de las comunidades campesinas es el objeto de estudio de
Ponciano del Pino en
“Familia, cultura y ‘revolución’: vida cotidiana en Sendero Luminoso”, otro de los trabajos incluidos en esta publicación. “Luego de quince años de guerra, Sendero Luminoso ha dejado de ser una amenaza para el país y la estabilidad democrática. […] Se encuentra aislado y sin bases sociales”, escribía el autor en una primera redacción que data de 1995. “Este aislamiento no es nuevo”, proseguía, “en algunas zonas del país los campesinos habían comenzado a negarse a colaborar desde 1984. Y desde 1988 […] había mejorado la capacidad de resistencia de los campesinos organizados en los Comités de Autodefensa Civil”. De la sumisión a la oposición o la huida para escapar del influjo del movimiento terrorista, las formas de resistencia adoptadas por el campesinado están presentes en este trabajo tanto como los costos y resultados de esas estrategias para sus miembros, en un período que abarca el final de la década de 1980 y el principio de la siguiente. Del Pino siguió de cerca la suerte corrida por tres bases senderistas ubicadas en la parte norte de Ayacucho (Sello de Oro, Viscatán y Valle del Río Ene), en las que el antropólogo trabajó en una misión de asistencia para el retorno de comunidades desplazadas por la violencia a comienzos de la década de 1990.
A fines de los años ochenta SL acometió contra las comunidades (el estado había sido el primer blanco). “El partido refuerza entonces los distintos mecanismos de control sobre la población. Toda voluntad e iniciativa queda bloqueada. Las supuestas bases, masas y combatientes, y los comités devienen en zonas cautivas, en una suerte de campos de concentración en medio del terror absoluto y el poder de la ‘dominación total’.” Y sin embargo –¿o quizá por eso mismo?– en el momento en que se abate sobre las comunidades el peor de los terrores y las crueldades, los campesinos superan el temor y se yerguen frente a SL; más significativo aún: en el comité del Ene son las mujeres quienes toman la iniciativa de la rebelión. El autor esclarece lo que podría parecer una contradicción al mostrar que, en una misma región, las situaciones variaron según las comunidades vivieran en los valles o las zonas altoandinas y miraran hacia los Andes o la selva. La resistencia de los campesinos del valle obligó a SL a replegarse hacia comunidades más remotas cuyas condiciones, debido a ello, no hicieron sino empeorar. En contra de la idea del “avance incontenible” del que la organización se jactaba, hacía reinar el terror y la crueldad sobre los campesinos que aún dominaba por falta de otros recursos, pues perdía terreno frente a otras comunidades que se deshacían de los senderistas o abandonaban las zonas todavía bajo su control. Otro resultado importante de este estudio concierne a la repercusión de las dificultades con que tropezó SL en el nivel central de la organización, donde esos problemas suscitaron disensiones internas y generaron correcciones en su estrategia que, a largo plazo, fueron la fuente de nuevas dificultades dentro del movimiento.
Cabe señalar, además, que Del Pino recogió los testimonios de los integrantes de esas comunidades cuando acababan de escapar a SL en circunstancias dramáticas para acogerse a la ley de arrepentimiento (octubre de 1993), que prometía que no se los molestaría por haber pertenecido a una zona senderista.
Dice el autor:
En julio de 1993 fuimos testigos del rescate de doscientas personas en Selva de Oro, y constatamos que el sistema de orden era en verdad un sistema totalitario y violento. La población liberada días antes, se componía de ciento sesenta asháninkas y cuarenta colonos. El estado de miseria en el que se los halló era comparable al de prisioneros de campos de concentración. Todos ellos habían estado bajo el poder de Sendero desde 1988 o 1989. […] El 80% eran niños y mujeres, todos ellos víctimas de la desnutrición y las enfermedades.
Este formidable despliegue de la violencia muestra otra de sus caras en
“Juventud Universitaria y violencia política en el Perú: la matanza de estudiantes de La Cantuta y su memoria, 1992-2000”, de
Pablo Sandoval, que nos traslada a un nuevo escenario: los centros urbanos de la costa, adonde SL tenía la consigna de llevar la “guerra popular”. En julio de 1992 se produjo en Lima la masacre de nueve estudiantes y un profesor en la sede de una universidad popular conocida con el nombre de La Cantuta. Como se sabría más adelante, el grupo denominado Colina fue el “escuadrón de la muerte” responsable del crimen, y por añadidura se llevó los cuerpos de las víctimas fuera del lugar de los hechos. Era la época en que los servicios secretos del Ejército operaban al margen de la ley y con toda libertad en las universidades, so pretexto de reprimir sus “focos de subversión”.
Sandoval investiga los significados de ese acontecimiento en la década de 1990: lo que la masacre representó para tres generaciones sucesivas de estudiantes en el cambiante contexto político peruano.
Observaremos la relación entre estas memorias estudiantiles y una memoria oficial construida por el gobierno entre 1992 y 1995 alrededor de la victoria sobre el terrorismo. Observaremos […] en particular, cómo el paulatino deterioro del régimen fujimorista desde 1996 hasta la álgida coyuntura del 2000 posibilitó nuevos relatos del pasado combinados con las expectativas políticas que el proceso de transición democrática abría.
La investigación presenta además una dimensión autobiográfica, ya que su autor fue estudiante de La Cantuta en esos años: “¿Qué pasa”, se pregunta, “cuando lo que se pretende representar histórica y etnográficamente está interpelado por nuestra experiencia directa con ese pasado?”
Alrededor de 1990, SL logró controlar una parte de la administración y las facultades más importantes de la universidad. En ella imperaba una visión senderista alejada de las reivindicaciones políticas de la izquierda tradicional. Sandoval muestra que la masacre apenas tuvo impacto sobre la generación de estudiantes contemporáneos del suceso que eran militantes senderistas, cuando en realidad ellos deberían haber sido los primeros afectados, pues las víctimas eran sus compañeros. “La matanza sólo fue un hecho más dentro de la avalancha de violencia desatada por la guerra popular.” La mística era tan fuerte que los militantes no otorgaban mayor trascendencia a la muerte de sus pares –muchos de los cuales cayeron en esa época–; confiaban en el partido, pasara lo que pasase. La movilización, sin embargo, no tardó en derrumbarse, a raíz de la captura de los líderes terroristas, producida poco después. La generación siguiente es apolítica y de ninguna manera se identifica con el senderismo. Se proclaman estudiantes, no terroristas, y adhieren en parte a la propaganda gubernamental que presenta al presidente Fujimori como el salvador de la nación.
En 1993, un nuevo elemento va a modificar las posiciones. Sucesivamente, se revelan los nombres de los autores de la masacre y el lugar donde se encuentran los cuerpos. Las imágenes de éstos, transmitidas por los medios de comunicación, reactivan entonces las representaciones colectivas del acontecimiento y se ponen al servicio de un nuevo tipo de movilización: las manifestaciones en repudio de Fujimori y su acólito Montesinos en 1997-1998. La memoria de la masacre de 1992 se transfigura ahora debido a las exigencias políticas del momento; sigue desvinculada, señala Sandoval, de los recuerdos de las familias un poco encerradas en su prolongado duelo.
Hay, con todo, una página luminosa en esos veinte años de violencia reciente: el valor y la resistencia de las organizaciones de víctimas y sus familias que, con los movimientos de defensa de los derechos humanos y el apoyo de instituciones como la Iglesia católica, supieron desafiar el miedo y los riesgos para denunciar los crímenes cometidos y constituir a lo largo y lo ancho del país, en 1985, un colectivo de cincuenta y dos asociaciones. Es la historia de “la Coordinadora”, organismo sin igual en el mundo, que relata
Coletta Youngers en su trabajo
“En busca de la verdad y la justicia: la historia de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú”.
Reelaboración de
Violencia política y sociedad civil en el Perú: historia de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (Lima: IEP, 2003), en las páginas de Youngers los historiadores reconocerán una de esas obras que ocupan un lugar aparte en la primera generación historiográfica que se propone historizar el pasado reciente: escritas por personas que conocieron en profundidad y desde dentro a la gente, las instituciones y los hechos de los que hablan –Youngers es activista del movimiento de derechos humanos–, transmiten un poco de la memoria colectiva y al mismo tiempo toman distancia para tratar de explicar lo ocurrido. De hecho, la historia del movimiento de derechos humanos constituye un camino de investigación aún demasiado poco transitado en los países que tuvieron experiencias de violencia política en los últimos años, pero que la reciente puesta en valor de los archivos de las organizaciones históricas de derechos humanos debería alentar.
La autora identifica varios puntos de inflexión en la historia de la Coordinadora, a los cuales se vinculan, en cada oportunidad, decisiones fundamentales para la continuidad del movimiento o la adquisición de elementos característicos en su manera de actuar. La primera de esas decisiones, y quizá la más crucial, fue rechazar la violencia, cualquiera fuera su procedencia, y denunciar, por lo tanto, los abusos cometidos tanto por el Ejército como por Sendero Luminoso, actitud que le valió la acusación gubernamental de estar a sueldo del terrorismo y despertó al mismo tiempo la sospecha de los medios de izquierda, que tropezaban con dificultades para deshacerse de su visión romántica de la lucha armada. Otra consecuencia de esa valerosa decisión fue que SL comenzó hacer blanco en los activistas de los derechos humanos.
Youngers muestra también el pragmatismo exhibido por la Coordinadora, que no vaciló en reconsiderar su estrategia a la vista de los hechos. O en dar libertad a sus miembros, que actuaban sobre el terreno para trabajar con los representantes locales del estado cada vez que esa colaboración se demostraba posible, aun cuando la política y la legislación adoptadas en Lima expresaran de manera creciente el desprecio del gobierno por las normas de derechos humanos. Otra decisión de la Coordinadora se refirió a la normativa que debía aplicarse para denunciar las violaciones cometidas. En principio, la normativa de derechos humanos expuesta en los tratados y convenciones internacionales sólo toma en consideración los abusos perpetrados por el estado contra los ciudadanos, mientras que la violencia terrorista que conocía entonces el Perú está en la órbita del derecho humanitario. La Coordinadora decidió, no obstante, atenerse a la normativa de los derechos humanos para documentar todas las violaciones, tanto las cometidas por el Ejército y la policía nacional como por los grupos terroristas. Youngers muestra, para terminar, que la autoridad moral y la experiencia ganadas por el organismo (unidas a una política de comunicación innovadora) la convirtieron en un actor decisivo, al comienzo de la transición, en el trabajo por la reconstrucción de un orden constitucional (2001-2002) y la sanción de reformas institucionales, sin por eso perder su autonomía como representante de la sociedad civil.
Traducción de Horacio Pons