Verdad, justicia, memoria
Introducción
“Verdad, justicia, memoria”: a lo largo de los últimos treinta años, hemos visto aparecer estas palabras como consignas del movimiento de derechos humanos y de las familias de las víctimas en la Argentina, Chile, Perú y otros países de América Latina. Se trataba de obtener con ellas (y cito el trabajo incluido aquí del jurista argentino Juan Méndez) “el esclarecimiento de sucesos que han sido deliberadamente mantenidos en las sombras, la valoración de la verdad por encima de las mentiras y el reconocimiento de que las víctimas de los abusos de poder merecen que sus sufrimientos sean recordados”.
Verdad, justicia y memoria también remiten, según los casos, a principios morales, instituciones públicas, realidades sociales, conceptos de las ciencias sociales. En consecuencia, hemos pedido a especialistas procedentes de horizontes ajenos a la historia –en particular de tres disciplinas que interpelan a los historiadores del tiempo presente– que situaran la importancia y la significación de esos términos en sus ámbitos respectivos de competencia. Nos referimos al filósofo Paul Ricoeur (que aún estaba entre nosotros en el momento en que nos dio el trabajo que va a leerse), la socióloga Marie-Claire Lavabre y el jurista Juan Méndez.
“Historia y memoria. La escritura de la historia y la representación del pasado” retoma ciertos planteos sobre el tema presentados en la parte central de la penúltima gran obra de
Paul Ricoeur,
La Mémoire, l’histoire, l’oubli. París: Seuil, 2000. En ese texto, historia y memoria se aúnan en cuanto son dos modos de representación del pasado: por un lado, mediante la explicación erudita, por otro, a través del recuerdo. ¿Cómo cerciorarse de la verdad de la historia con respecto a la cosa sucedida? El historiador promete sin duda a su lector un relato verdadero. ¿Cómo mantiene su promesa? ¿En qué se diferencia su relato de la ficción? El historiador hereda este problema, sostiene Ricoeur, de la memoria: “si el recuerdo es una imagen, ¿cómo no confundirlo con la fantasía, la ficción o la alucinación?”. Para plantear el dilema y proponerle una salida, Ricoeur recurre a la tradición filosófica occidental que ha pensado la memoria, de Platón y Aristóteles a Bergson y Heidegger. Luego examina las pruebas que se levantan en el camino, en principio de la memoria y luego de la historia, antes de poder aspirar a una imagen fiel y verídica “de algo de lo ausente”. Para ello, el filósofo se sitúa primero en el plano de la fenomenología de la memoria –el estudio de la conciencia fundado sobre la mera descripción de los fenómenos– y luego en el marco de la epistemología de la historia o estudio de los procedimientos del conocimiento a fin de determinar su validez.
De hecho, el recuerdo no se da fácilmente y una multitud de obstáculos demoran la aparición de “este pequeño milagro, el del recuerdo feliz”, que permite decir “¡es él, es ella, los reconozco!” Y ese reconocimiento es “el único y precario testimonio de la fidelidad de la memoria” con el cual pueda contarse. Las mismas tribulaciones esperan al historiador. De la reunión de las fuentes a la narrativización se le plantea, varias veces, “la alternativa de la confianza y de la duda” cuando le toca preguntarse si se mueve en el terreno de la verdad o la ficción. Ese testigo que nos afirma que sucedió algo importante –“estuve allí, créame”–, ¿es confiable? ¿Hasta qué punto? “Pero no tenemos nada mejor que él para decir: ocurrió algo a lo cual alguien dice haber asistido”.
Contra viento y marea, el filósofo exhorta a los historiadores a confiar en sus posibilidades de representar de manera adecuada la realidad pasada. A mantener la convicción –herencia de la época de las Luces– de que, a través de la razón, se puede llegar a conocer el pasado y no sólo a producir un discurso sobre él. Nuestra confianza se apoya en un argumento que sale del plano epistemológico donde el texto se sostiene. Ricoeur desarrolla en otra parte ese argumento que corresponde a la ontología (parte de la metafísica centrada en la cuestión del ser). Hacemos historia porque somos “seres históricos” cuya conciencia de ser es conciencia del tiempo vivido, dice en sustancia el filósofo. El hecho de que nos aprehendamos como seres históricos remite a la certidumbre de la existencia del pasado: nuestra convicción acerca del “no ser más” se funda, así, sobre nuestra experiencia del “haber sido”.
Durante las décadas de 1970 y 1980, la palabra “memoria” añadió, en las sociedades occidentales, una nueva connotación al sentido de función mental y recuerdo de un individuo que tenía hasta entonces para los filósofos y psicólogos.
“La memoria” llegó a evocar todas las formas de la
presencia del pasado que aseguran la identidad de los grupos sociales, con excepción, por lo tanto, de la historia, que es conocimiento del pasado sin otra finalidad que el conocimiento mismo.
“Maurice Halbwachs y la sociología de la memoria”, de
Marie-Claire Lavabre, recuerda ante todo las razones del éxito de la memoria: el poder de evocación de un concepto definido con bastante vaguedad, pero que pone el dedo sobre lo siguiente: el saber histórico no da cuenta del sentido del pasado tal como el presente lo constituye, en cambio, la memoria sí. “La” memoria es el pasado que representa, hoy, algo para la gente.
La renovada vigencia de la
memoria provocó el redescubrimiento de Maurice Halbwachs y la noción de memoria colectiva que el sociólogo francés elaborara entre las décadas de 1920 y 1940. Pero ocultó un pensamiento profundamente original aunque inacabado, sobre la cuestión del papel de la sociedad y los grupos sociales en la génesis de los recuerdos individuales. El texto de Lavabre propone una lectura de Halbwachs que retoma sus fundamentos. En
Les cadres sociaux de la mémoire (París: Félix Alcan, 1925) y los textos ulteriores reunidos en
La Mémoire collective (primera edición póstuma. París: Presses Universitaires de France, 1950) Halbwachs sostiene que el individuo sólo es capaz de recordar cuando se vale de esos marcos y referencias que son utilizados por todos: fechas, lugares, nombres, etc. Al recurrir a ellos, el individuo hace la experiencia de su pertenencia al grupo. A partir de esta articulación fundamental planteada por Halbwachs entre la manera de recordar de un individuo y su integración a los grupos sociales, se propone otra comprensión del olvido y el recuerdo y de la deformación del pasado por la memoria, en la cual intervienen los imperativos presentes de los grupos y su funcionamiento.
La memoria colectiva deja, a la sazón, de ser esa abstracción sociológica o esa metáfora que se aviene a la idea de que una sociedad o un grupo tienen recuerdos, conmemoran su pasado y celebran su identidad, para convertirse en la realidad fundamental. No es memoria del grupo, es decir memoria colectiva calcada del modelo de la memoria individual, y tampoco es suma de memorias individuales y solitarias. Pero es la condición misma de posibilidad de los recuerdos atesorados por los individuos. Y, como tal, cumple una función social de integración.
En
“El derecho humano a la verdad. Lecciones de las experiencias latinoamericanas de relato de la verdad”,
Juan E. Méndez explora las experiencias oficiales de relato de la verdad en América Latina y sus aportes a la paz social luego de un período de violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos. Previamente, sitúa ese mecanismo que cobró auge en los últimos veinte años (a partir del ejemplo pionero de la Argentina, en 1984) en el contexto de desarrollos recientes en materia de derecho internacional. En particular, el principio emergente del derecho a la verdad sobre el cual se fundan los relatos de la verdad: principio “emergente” porque no se encuentra en la letra de la ley de los instrumentos vinculados con los derechos humanos sino, antes bien, en interpretaciones autorizadas de normas vinculantes en otros terrenos.
Los interrogantes que abren ese texto establecen el campo de la investigación y hablan de la postura matizada del autor con respecto a la docena de casos registrados en la región cuando se trata de proponer un primer balance de esas experiencias.
¿Los mecanismos oficiales de relato de la verdad contribuyen a la construcción de una paz sustentable? Sea la respuesta afirmativa o negativa, ¿por qué lo hacen? ¿Cómo lo sabemos? Es difícil proponer una respuesta de conjunto a estas preguntas. En primer lugar, parece peligroso generalizar, dado que las sociedades se enfrentan a su pasado de la manera que consideran más apropiada a su situación específica. Algunas pueden decidir ocultar ese pasado, o al menos abstenerse de todo intento de revelarlo y discutirlo (como hicieron Camboya y Mozambique y, antes, Uruguay). Aun en esos casos, sin embargo, debería ser posible comprobar si la política en vigencia contribuyó o no a la paz, y cuáles fueron los costos. Otra dificultad se relaciona con el momento en que emprendemos el análisis: ¿es posible explorar las contribuciones a la paz cuando muchas de las iniciativas de relato de la verdad aún están en pleno desarrollo? ¿Cuánto tiempo debe pasar antes de poder hacer una evaluación adecuada de esas contribuciones? Sean o no esenciales para la paz, las iniciativas de relato de la verdad se convierten con rapidez en un elemento habitual de los procesos de paz y las transiciones de la dictadura a la democracia en muchas partes del mundo. Por esa razón, tal vez la pregunta deba formularse de otra manera: ¿cuál es, en interés de la paz, el mejor método de descubrimiento y revelación de la verdad sobre el pasado reciente?
Como conclusión, Méndez extrae varias enseñanzas de las experiencias de relato de la verdad que en definitiva demostraron ser fructíferas. Sus observaciones acerca de la narración que es su producto interesarán muy en especial a los historiadores: por ejemplo, sobre el establecimiento de la verdad basada en la búsqueda y el tratamiento de las pruebas, sobre la necesidad de presentar una buena cantidad de nuevos hechos, pero también de explicar sus causas estructurales, y sobre la posibilidad, para terminar –y al proponer una interpretación del proceso que resista la prueba del tiempo–, de abonar el terreno de una “historia compartida”. Todo esto viene a recordar por qué el informe de una comisión de la verdad, cuando es sólido, es sin duda el primer relato histórico del pasado violento, cuyo valor paradigmático es duradero.
Traducción de Horacio Pons